CAPÍTULO 1
Puerto de Glasgow
1789
Cameron se echó la bolsa de lona al hombro y se adentró en el muelle del puerto de Glasgow. No había nadie esperándolo, sólo una casa elegante con unos criados leales. Cuando comparaba la realidad de su vida con las expectativas de su juventud, la encontraba vacía y le entristecía darse cuenta de ello.
El recuerdo de Virginia ya no le causaba dolor, sino sólo un profundo sentimiento de pérdida. Virginia había desaparecido sin dejar rastro unas horas después de que él emprendiera aquel primer viaje a China, hacía casi diez años. Pensando que podría haberse metido en el barco de Cameron, su padre envió un navío en persecución del Highland Dream. Cameron, al enterarse de su desaparición, quiso regresar y buscarla, pero el duque de Ross le prohibió cancelar el costoso viaje. El duque estaba seguro de que podría encontrar a su hija perdida.
Se equivocaron, por supuesto, y Cameron aprendió a vivir con el alma llena de remordimientos.
—Me apuesto una libra a que Agnes tiene otro hijo —dijo MacAdoo, su compañero, refiriéndose a la hija mayor de Lachlan MacKenzie, que se había casado cinco años antes con el conde de Cathcart.
Caminaron hombro con hombro, igual que habían hecho en todos los puertos del mundo. MacAdoo Dundas, seis años mayor que Cameron, era el mejor amigo y confidente de éste. Crecieron juntos en el castillo Roward, el hogar ancestral del clan Cameron de su madre, los Cameron de Lochiel. Ambos pasaron un año en la corte inglesa. Juntos se fueron de juerga y corrieron aventuras. Ambos lloraron la desaparición de Virginia. Apostaban por casi cualquier cosa.
Cameron aumentó la apuesta.
—Mi libra dice que esta vez le va a dar una hija a Cathcart.
MacAdoo levantó su saco de marinero en el que llevaba su más preciada posesión: una gaita. Con ella era capaz de conquistar a la muchacha más reticente o hacer que los ojos del más curtido de los marineros se llenaran de lágrimas con una habilidad que incluso los highlanders de más edad envidiaban.
—Por eso dejaste que aquella atractiva dependienta de Calais te vendiera una bonita muñeca en vez de un juego de soldados —dijo MacAdoo con una ancha sonrisa.
El regalo estaba guardado en la bolsa de Cameron junto con un recuerdo que tenía un significado especial para él: la bufanda de seda que Virginia le entregó tantos años atrás. Aparte de una constante tristeza, eso era lo único que le quedaba de ella. La tela ya estaba amarillenta y ajada por el tiempo, pero el recuerdo que Cameron tenía de la joven seguía vivo en su memoria.
La imagen del símbolo de Virginia apareció en su mente con la misma intensidad que cuando vio por primera vez el delicado círculo de corazones atravesado por una flecha.
Cameron se paró en seco y parpadeó. La imagen se había hecho real. Delante de él había una muralla de barriles. Grabado a fuego en la madera de uno de ellos se veía el símbolo diseñado por Virginia MacKenzie hacía casi una década.
El corazón se le disparó y la cerveza que había bebido con su tripulación pocos minutos antes le quemó en el estómago. Nadie más había visto ese símbolo antes de que Virginia desapareciera. Ella le dijo que era un regalo secreto con motivo de sus esponsales. Bordó esa bufanda para él a la luz de las velas. Después de su desaparición, cuando Cameron le contó al duque de Ross todos los detalles de aquel último encuentro en los establos de Rosshaven, éste confesó que estaba en el altillo desde donde oyó sin querer la discusión entre ambos, pero no llegó a ver el dibujo de Virginia.
Cameron pensó que nunca volvería a ver ese símbolo.
—¿Qué pasa? —preguntó MacAdoo.
Cameron señaló el dibujo con mano temblorosa.
—¡Por san Ninian bendito! —susurró MacAdoo—. ¿No es igual que el de tu bufanda?
Cameron dejó caer su bolsa y observó con más atención el diseño. Sólo había una ligera diferencia -una corona heráldica encima-, pero por lo demás era el mismo símbolo. Los corazones estaban mejor dibujados, como si quien los había hecho fuera una mujer en vez de una niña.
De entre las cenizas de la certeza, una chispa de esperanza volvió de nuevo a la vida.
Era posible que Virginia estuviera viva.
La idea le dejó sin habla.
MacAdoo le cogió del brazo.
—¿Qué pasa? ¿Se te ha quedado la mente en blanco?
Con la boca seca y las manos temblando, Cameron se apoyó contra el montón de barriles de tabaco. Las desilusiones anteriores le aconsejaban que fuera con cuidado. Sin embargo, ¿qué probabilidades había de que otra persona combinara la flecha del clan Cameron con unos corazones, exactamente igual que había hecho ella? No creía que fuera una coincidencia; Virginia estaba viva y ese dibujo era la prueba. ¿O se trataba de un grito de socorro?
—Quédate aquí —ordenó.
Se metió el barril bajo el brazo y fue a buscar a Quinten Brown, el capitán del mercante.
—¿De dónde proviene este sello?
Brown se quitó el tricornio y se lo puso bajo el brazo. Su pelo desprendía ese olor a pino tan popular entre los marineros.
—¿Por qué quieres saberlo, Cunningham? —preguntó con su acento inglés—. ¿El brandy no es lo bastante lucrativo para ti?
De haber estado en su lugar, Cameron también se hubiera mostrado protector con lo que proporcionaba su sustento, como cualquier hombre de negocios. Para soltarle la lengua y aliviarle de su preocupación, se sacó una bolsa de monedas del bolsillo.
—He visto este dibujo antes y es muy importante para mí. No tengo ningún interés en dejar el brandy para empezar con el tabaco.
Satisfecho, Brown se metió las monedas en el bolsillo.
—Por supuesto que no. ¿Para qué vas a querer meterte en mi negocio cuando tienes tantos amigos en la Corte? Corre el rumor de que has hablado con los Cholmondeley sobre su hija.
Lady Adrienne Cholmondeley era en lo último que estaba pensando Cameron en ese momento.
—Dime lo que sepas sobre este barril.
—Tengo tratos con todas las plantaciones de la marisma de Virginia.
El barril provenía de Virginia. ¡Qué ironía!
—Y este, ¿a cuál de ellas pertenece?
—Te contaré todo lo que sé sobre el asunto. El tonelero de Poplar Knoll, que se llama Rafferty, siempre fue leal a la corona, incluso después de que perdiéramos las Colonias. —Recorrió el dibujo con el dedo—. Es la primera vez que veo esta marca infantil de los corazones atravesados por una flecha.
—Entonces, ¿cómo sabes que este tabaco procede de allí?
—La nueva dueña en persona subió a bordo para presentarme sus respetos. —El marino se sujetó las solapas y se meció sobre los talones—. Su marido, el señor Parker-Jones, compró la plantación hace más de un año. Te aseguro que los esclavos y los criados le están dando las gracias a Dios. El dueño anterior y su mujer eran unos verdaderos demonios.
Cameron había peinado todos los puertos de las Islas Británicas, el Báltico, Europa e incluso los mercados de esclavos bizantinos. Buscó en Boston, en las ciudades de la bahía de Chesapeake, y hasta en la Nueva Orleans en poder de los españoles.
—¿Dónde está esa plantación?
—¿Poplar Knoll? En la costa de Virginia.
Cameron había navegado por aquellas aguas, pero llevaba años sin hacerlo. Con su padre en la Cámara de los Comunes, ahora prefería hacer las rutas comerciales europeas, más cortas.
—¿En el río York?
—No. En el James, al oeste de Charles City.
—¿En la orilla sur o en la norte?
—En la sur, si no recuerdo mal. Un buen muelle con unas encantadoras palomas talladas en los amarres. Sí, en la orilla sur.
Al menos, la persona que había hecho el símbolo debía conocer a Virginia. Si ella se encontraba en una plantación aislada, eso explicaría por qué no la había encontrado. Tras su desaparición, el hecho de haber perdido la guerra contra las Colonias limitó el comercio y se recibían pocas noticias de la costa de Virginia.
Le dio las gracias al capitán, lleno de esperanza.
—Quédate el barril, Cunningham. Has pagado un buen dinero por él.
Volvió a reunirse con MacAdoo y se dirigió a Napier House, a la casa de Agnes, la hermana de Virginia. Agnes, convertida ahora en condesa de Cathcart, era el único miembro de la familia que seguía creyendo que Virginia estaba viva.
—Por favor, Dios —rezó—, permite que sea así.