CAPÍTULO 11

A mediodía, que era cuando solía aparecer, Cameron asomó por la escalerilla. Iba sin camisa, con un chaleco de cuero y pantalones de marinero. Su pelo estaba húmedo, su cara recién afeitada y parecía descansado a pesar de haberse acostado al amanecer. Sin embargo, mientras se acercaba a Virginia, ésta percibió una contradicción en él. Caminaba con aparente despreocupación, balanceando los brazos y tarareando una melodía, pero su expresión, la forma de la mandíbula y la seriedad de sus ojos, indicaban determinación. Un hombre con una misión, pensó.

Un hombre descalzo.

—¿Te has olvidado de los zapatos? —preguntó.

Él se paró, enseñó los pies y movió los dedos.

—No voy a necesitarlos —contestó—. Wallace está lavando —añadió, dirigiéndose a MacAdoo, que era quien pilotaba el barco durante el día—. Va a traer la ropa para que se seque.

MacAdoo alzó la voz para que se le oyera en la cofa.

—Hay que subir la colada.

El vigía se metió el catalejo en el cinturón, se echó las botas al hombro y bajó por el palo mayor con la agilidad de una ardilla.

—Nuestro capitán está hoy muy enérgico —murmuró Agnes, al lado de Virginia.

Cameron recorrió la cubierta dando órdenes y revisando cada vela y cada mástil.

—Debe ser cosa del baño —dijo Virginia.

—Está guapísimo cuando está de ese humor —siseó Agnes.

Cameron y Agnes se habían pasado meses juntos en ese barco. Ambos se enorgullecían sin disimulo de su amistad.

—¿Más que Edward Napier? —no pudo resistirse a preguntar Virginia.

El amor transformó la expresión de su hermana.

—Edward es...

—¿Qué es?

Agnes suspiró como una adolescente enamorada.

—Edward es... perfecto para mí. Cuando le miro se me derrite el corazón.

Virginia conocía bien esa sensación; la experimentaba siempre que pensaba en Cameron. Cuando éste se acercó a ellas, Agnes le dio un codazo a su hermana y ambas le hicieron una venia a la vez.

Él se la devolvió.

—Un saludo muy elegante, señoras. —Echó una ojeada a Agnes y volvió a mirarla con más atención—. ¿Qué le has hecho a tu pelo?

Ella movió la cabeza.

—Me lo he cortado.

—¿Por qué? ¿Qué va a decir Napier?

Ella puso los ojos en blanco.

—Estaba cansada de envidiar el pelo corto de Virginia, y Napier va a decir que estoy guapísima.

Cameron le revolvió el pelo y luego se acercó a los barriles de agua dulce para comprobar el nivel que tenían.

—Estoy seguro de ello.

Ese era un gesto típico del carácter amable de Agnes. Nadie se atrevería a mirar con recelo el peinado poco convencional de Virginia sin insultarla a ella. Una vez, cuando Lottie se torció el tobillo y cojeaba al andar, Agnes se puso a caminar a su lado renqueando. Lo que no sabía era que Virginia no había sufrido ningún accidente: el pelo corto era necesario para su forma de vida, tanto por higiene como para trabajar con comodidad en los campos. Puede que ahora se lo dejara muy largo, como lo tenía antes de ser esclava.

—El cocinero dice que tenemos que comernos los pollos que quedan esta noche —anunció Cameron después de dar unas palmadas—. ¿Alguna voluntaria para desplumarlos? —preguntó paseando la mirada de una a otra.

Virginia miró a Agnes, quien se removía indecisa.

—Nosotras también nos hemos bañado esta mañana —protestó—. Así que hazlo tú, Cameron.

Él se rió por lo bajo.

—Apelo a los privilegios del capitán.

Agnes suspiró.

—¿Tiene que ser una de nosotras quien desplume a esas pobres criaturas? Y no me digas que es un trabajo de mujeres. Tú nunca has tenido a una mujer en tu tripulación y yo hace años que no desplumo un ave.

—Yo lo haré —dijo Virginia, que estaba aburrida de no hacer nada en toda la mañana.

Cameron se desperezó. El chaleco de cuero se desplazó hacia arriba dejando ver su estómago por encima de los vulgares pantalones de marinero que llevaba, aunque aquella ropa no parecía nada vulgar en él. Debía haber tenido que adaptarla a su estatura, porque los pantalones se ajustaban perfectamente desde su cintura, pasando por sus estrechas caderas, hasta sus rodillas. A partir de ahí se ensanchaban hasta el dobladillo igual que los de Virginia y los del resto de la tripulación.

—Deja ya de presumir, Cameron —refunfuñó Agnes.

—¿Qué pasa? ¿Echas de menos a Napier?

—Aborrezco a los sinvergüenzas vanidosos.

Virginia se involucró en las bromas.

—Confiésalo, Cam. ¿Eres un sinvergüenza?

Él echó una ojeada por encima de su hombro, hacia el lugar donde el sobrecargo le lanzaba la ropa empapada a un hombre subido a las jarcias que colgaba las sábanas para que se secaran.

Agnes se cruzó de brazos, preparándose para la respuesta.

—Comparado con MacKenzie, sólo soy un aficionado —contestó él con afabilidad.

Agnes y Virginia se echaron a reír.

La reputación de Lachlan MacKenzie era legendaria. De niña, Virginia no era consciente de lo que aquello significaba, lo único que entendía era que a las mujeres les gustaba su padre. De adulta, se dio cuenta de que su padre, antes de casarse con su madre, había atraído la atención de muchas féminas. Su ruda apariencia y su encanto eran sólo parte de su atractivo. Amaba a sus hijas y todas las mujeres le querían por eso.

Agnes entrechocó su hombro con el de Virginia.

—¿No te había dicho la verdad en cuanto a Cameron?

Desde que salieron de Norfolk, ese tipo de bromas formaban parte del día a día. Virginia no tenía ningún problema en participar en ellas.

—¿Nunca ha sido galante?

—¡Oh, sí! —respondió su hermana—. Una vez me rescató de un establecimiento de mala reputación.

Virginia experimentó una oleada de amor por ambos.

—¿Dónde?

Le contaron una historia de lo más entretenida. Un fumadero de opio disimulado en una tienda de cuchillos. Un vendedor maleducado que se había tomado libertades. Un bandido escocés de la frontera convertido en pirata que gobernaba una isla de marginados de todo tipo y que exigió un elevado rescate. Rescate que Cameron tenía que pagar.

—Después de su entrenamiento en China —dijo Cameron—, sólo los locos o los mejores luchadores se enfrentaban a Agnes MacKenzie.

—Deberías hacer que te lleve allí algún día. Pase lo que pase... —Agnes dejó de hablar como si hubiera dicho más de lo que debía y miró a Cameron con expresión de disculpa.

¿Qué era lo que había estado a punto de decir y que ahora lamentaba? «Pase lo que pase». ¿Pase lo que pase, cuándo? ¿Qué tenía que pasar? Virginia le miró a los ojos con suspicacia, buscando la respuesta. Para su consternación, perdió la objetividad y sólo vio a un hombre al que quería más que a su padre: Cam, el valiente caballero que la había rescatado de la esclavitud.

—Olvida lo que he dicho —dijo Agnes—. No es de mi incumbencia.

Cameron acortó la distancia que los separaba.

—Me parece recordar que estuvimos hablando largo y tendido hasta el amanecer.

Virginia supuso que, fuera lo que fuera lo que habían discutido, Agnes acabó perdiendo; pero, ¿cómo? Entonces creyó saber el motivo.

—Cameron sabe algo sobre ti, algo escandaloso, y te chantajea con eso, ¿verdad?

El silencio de Agnes fue suficiente respuesta.

—Cuéntamelo, Cam —insistió Virginia—. ¿Qué ha hecho Agnes?

Él se agachó ante ellas y posó su confiada mirada en Agnes.

—¿Se lo digo?

La verdadera Agnes hizo su aparición. Se puso roja de ira.

—Puedes decírselo incluso al rey, pero no se lo cuentes a Mary.

A Virginia, sus hermanas le enseñaron a gastar bromas y a incordiar, a perdonar y a olvidar. Agnes siempre era la cabecilla, pero Mary conspiraba mejor.

—Tienes que decírmelo. Soy de completa confianza.

—Agnes anticipó sus votos matrimoniales.

—¡No! —Virginia pensó en el hombre cuyas máquinas estaban modernizando el mundo, el hombre responsable de la felicidad de Agnes—. Edward Napier te sedujo.

Agnes, muy contrariada, se levantó de un salto.

Cameron aulló de risa.

Al pasar por su lado, Agnes le dio un golpe en el hombro que lo tiró al suelo. Él se levantó rápida y ágilmente, y se acuclilló con las manos abiertas, en posición defensiva.

—¿Quieres volver a intentarlo, condesa?

Agnes hizo acopio de paciencia.

—Te vas a arrepentir, Cameron.

—¿Sí?

Ella suspiró y aceptó el desafío, proporcionando a Virginia su primera visión de la lucha sin armas. Los dos se pusieron en guardia, girando el uno alrededor del otro en una lucha desigual, ya que Agnes parecía enana al lado de Cameron.

Entonces ella giró sobre sí misma con una pierna al tiempo que extendía la otra como un látigo para darle una patada en el pecho. Él le sujetó el pie con un rápido movimiento y la lanzó por encima de su hombro. Ella acabó tumbada de espaldas con una rodilla de Cameron inmovilizándole el cuerpo y uno de sus codos en la garganta.

Pensando que le había hecho daño, Virginia se levantó de un salto.

—Suéltala, Cam.

Agnes abrió los ojos con sorpresa y le sujetó el brazo.

—¿Quién te enseñó a hacer eso?

—El primo de Tía Loo. —Cameron se puso en pie y extendió el brazo.

Agnes le cogió la mano, se levantó y se colocó la ropa.

—Creo que no me gusta. No, no me gusta ni un pelo, pero...

—Y todavía tengo más cosas como ésa guardadas. —Se cernió sobre ella con la arrogancia de un gallo ante una gallina nueva.

Ella se marchó con altivez.

—Agnes —la llamó él—, acabemos con esto de una manera civilizada.

Ella se paró y se dio media vuelta. De mala gana se apoyó las manos en las rodillas y se inclinó ante él.

Él hizo lo mismo y luego le indicó con la mano que se fuera.

—Ahora ve a desplumar los pollos.

Cameron volvió con Virginia.

—No tardaremos en llegar a puerto, ¿quieres subir a la cofa?

Ella había recorrido el barco de cabo a rabo, pero todavía le faltaba subir por el mástil. De niña, la cofa había sido su rincón preferido, pero se suponía que no lo recordaba.

—¿Cómo puedes saber que estamos a punto de llegar a puerto? —Hizo un gesto con los brazos, abarcando el horizonte—. A mí me parece todo igual que siempre.

Él consideró la pregunta.

—Supongo que la palabra más adecuada es instinto. Además, están las corrientes. Se adentran en el océano como ríos.

Ella recordó una conversación entre él y Quinten Brown durante el trayecto de Poplar Knoll a Norfolk.

—¿Igual que el Hampton Roads, que no es un camino{3} sino un canal de agua?

—Chica lista. En las marismas, las corrientes son suaves y tranquilas, pero aquí son rápidas y fuertes.

—¿Tú eres capaz de verlas?

—Algunas veces. —Le ofreció la mano—. Sube conmigo y buscaremos una.

La levantó con facilidad y luego pidió el catalejo. Se lo metió en la cinturilla del pantalón y la llevó hasta el centro del barco. Virginia trepó por el mástil la primera. Pasaron por delante del marinero, que estaba demasiado ocupado con la ropa como para mirarles. El trabajo en los campos había mantenido a Virginia fuerte y ágil, de manera que, cuando llegó arriba, ni siquiera jadeaba.

La cofa, mayor que un barril de agua, le pareció más pequeña de lo que recordaba, claro que la última vez que había estado allí era una niña.

Cameron se puso a su lado.

—Mira. —Señaló un punto a estribor.

En medio de las ondulaciones del océano, Virginia notó una leve diferencia en las olas. Realmente parecía un río.

—¿A dónde lleva?

—A Australia, o Nueva Holanda como se la llama en ocasiones.

La colonia penitenciaria. El actual basurero inglés para criminales, sediciosos y acusados de traición. A Virginia se le revolvió el estómago.

—¿Cómo se llama esa corriente? ¿Es famosa?

El brazo de Cameron rozó el suyo.

—Ponle tú el nombre.

—Corriente de Neptuno.

Él le acarició la cabeza, cubierta por un pañuelo.

—Perfecto. Ahora ya es famosa.

Ella estuvo a punto de echarse a reír por el halago. ¿Qué le pasaba esta mañana?

—Ahórrate el encanto.

—¿Para quién? —Cameron se volvió, rozando la cadera contra la suya—. ¿Para mi prometida?

En aquel reducido espacio sus cuerpos se tocaban constantemente, pero a Virginia le pareció que los codos de Cameron le rozaban el pecho demasiadas veces y que se quedaban ahí demasiado tiempo.

—¡Como si hubieras pasado diez años practicando la castidad!

—La colada está tendida —gritó MacAdoo desde abajo.

La sombra de una sonrisa curvó los labios de Cameron.

—¿Quieres que hablemos de la necesidad primaria de un hombre por una fiel compañera?

Parecía preparado para enzarzarse en una discusión con Thomas Paine, el político, y ganarle. Virginia dio marcha atrás.

—No. Sería algo muy egoísta e injusto.

—Son cosas de hombres. —Frotó entre los dedos el pañuelo que ella llevaba.

El aroma fresco del jabón que había utilizado para asearse se mezcló con el fuerte olor a sal del aire. A Virginia se le hizo la boca agua.

—¿Cuántas mujeres has tenido?

—Si lo que quieres saber es cuantas mujeres han conquistado mi afecto, puedo responder con toda sinceridad que una.

Ella se negó a ceder ni siquiera después de escuchar aquel elogio.

—¿Y si te pido que nombres a las demás?

La sonrisa de él se volvió compungida.

—Me negaré a contestar.

La palabra perfecta para definirlo era déspota.

—La verdad es que no esperaba que lo hicieras.

—Lo has sacado a relucir para crear problemas entre nosotros, porque estás confusa por lo que sientes por mí.

—¡Qué bien me conoces! —dijo ella queriendo decir todo lo contrario.

«Mejor de lo que crees», pareció decir la mirada de Cameron.

No iba a permitir que se escapara tan fácilmente.

—Es preferible que haya problemas entre nosotros a estropearlo todo.

—Esa afirmación es muy vaga, Virginia. Dime lo que estás pensando.

Ella llevaba semanas recordando aquella noche. Despierta en su litera, revivió aquellos gloriosos momentos de amor, pero el sueño siempre acababa igual.

—Sigo viendo la cara de mi madre. Hice que se avergonzara de mí.

—No. —Su voz retumbó de manera extraña y su rodilla rozó la de ella—. Te quiere mucho.

—Yo estaba desnuda entre tus brazos.

Él suspiró y elevó la mirada al cielo.

—Lo recuerdo muy bien.

Virginia se quedó mirando el mar, halagada y avergonzada a la vez.

—Juliet fue la amante de tu padre antes de casarse con él.

Según Lachlan, su madre era la mujer más decente de Escocia.

—Mentira —respondió Virginia, enfadada.

—Es verdad. —Cameron sacó el catalejo y su brazo le rozó el pecho—. Pregúntaselo. Ahora que ya eres mayor te lo dirán. Te aseguro que tu madre no sintió vergüenza por lo que vio. Estaba triste porque no quiere perderte tan pronto.

Era una explicación verosímil para él.

—Entonces, ¿por qué no me han llevado a Boston con ellos?

Él separó los pies dejando las piernas en contacto con las de ella y se puso el catalejo en el ojo.

—Puede que pensaran que ya habías elegido.

¿Elegido? ¡Qué palabra tan suave para describir su apasionado encuentro!

—Viniste a mi dormitorio con la intención de seducirme. No lo niegues. Yo sólo te facilité las cosas.

Él exploró el horizonte con un suave movimiento que hizo que su pecho rozara el de ella.

—Me alegro de que me desearas, pero tengo una pequeña queja...

—¿Una queja? —Escandalizada, y con el orgullo recuperado, Virginia cuadró los hombros y le dio un manotazo en el brazo que estuvo a punto de hacerle soltar el catalejo.

—Sí. —Se inclinó hacia ella obligándola a pegar la espalda contra el borde de la cofa—. Me estás ocultando algunos secretos.

Virginia sintió una gran aprensión.

—¿Sí?

¿Qué sabía él?

Él presionó los muslos y las caderas contra las suyas. No se molestó en ocultar su deseo, por el contrario, movió las cejas de forma significativa para atraer la atención hacia su excitación.

—No se te ocurrió que pudiera darme cuenta, ¿verdad?

Subida en un lugar tan alto que cualquier joven normal sufriría de vértigo, ella se sentía completamente segura. Y absolutamente libre. Se sintió llena de alegría y dejó de intentar resistirse a él.

—Por favor, no se lo digas a Agnes.

—¿Por qué no? —Onduló contra ella—. Lo entenderá.

En aquellas circunstancias sólo se podía recurrir a la franqueza.

—No estoy preparada, Cam. Y ellos tampoco. Deberían llegar a conocerme mejor antes de tacharme de inmoral.

—Son buenas personas y te quieren.

Ella no pensaba dejarse convencer.

—Necesito pasar más tiempo con ellos.

Él empleó todo su encanto.

—¿Y conmigo?

Ella se llenó de anhelo.

—No recuerdo que me hayas tenido que arrastrar por el mástil.

Él paseó los ojos por su cara, su cuello y sus pechos.

—Has subido conmigo de buen grado.

—¡Oh, sí! Lo he hecho, pero tengo una queja.

Su declaración le agradó.

—¿Una queja?

—Y un trato. Eres demasiado encantador. Si tú te contienes un poco, yo admitiré que me afecta ligeramente.

Él se acercó más.

—¿Sólo eso?

El atrevimiento de Virginia tenía sus límites. Se puso a la defensiva.

—Yo no he cruzado el Atlántico buscándote.

—Pero habrías acudido a mí —Se inclinó completamente sobre ella, hasta que su espalda se arqueó por el borde de la cofa, y le tocó los labios con los suyos—, en cuanto hubieras recuperado la memoria.

Virginia dejó de pensar con coherencia. Él la había llevado a la cima del mundo y ahora quería llevarla hasta el cielo. No se le ocurrió nada que objetar.

Él estaba tan cerca que se le podían contar las pestañas.

—Nos va a ver alguien.

Él ladeó la cabeza y miró por encima de la barandilla.

—No. Mira la cubierta.

Ella echó un vistazo y se relajó. Habían tendido la ropa de tal forma que impedía que desde cubierta se viera lo que había más allá.

—Ahora, mírame a mí.

Ella obedeció y el cariño que vio brillar en sus ojos la dejó sin fuerzas para resistirse a él. Sin embargo, no iba a caer en sus brazos tan fácilmente.

—Esto no te da permiso para dirigir mi vida.

Él echó la cabeza hacia atrás y levantó las manos en señal de rendición.

—En ese caso, te doy permiso para que tú dirijas la mía.

—¿Durante cuánto tiempo?

Él la miró y abrió la boca para decir algo en serio, pero luego cambió de idea.

—Creo que durante una o dos horas —contestó con una amplia sonrisa.

Colorada de vergüenza tanto por la osadía de sus palabras como por lo que estaban a punto de hacer, no pudo resistirse a hacerle cosquillas.

—No, no. —Él se contorsionó como siempre había hecho.

—Te mueves más que un gusano.

Él le sujetó las muñecas para interrumpir el tormento.

—Has recordado uno de nuestros mejores momentos.

Esto le valió un lánguido beso más dulce que seductor. Justo cuando ella empezaba a fantasear, él se arrodilló a sus pies y le atrapó las piernas entre las suyas. Levantó la mirada hacia ella, le deslizó las manos por debajo de la camisa y le rodeó los pechos.

Ella respiró hondo. Él cerró los ojos y sonrió mientras la acariciaba.

—Quítate ese pañuelo —dijo—. Deja que tu pelo vuele al viento.

Ella lo hizo y lo sostuvo en el aire viendo como revoloteaba con la brisa. Se le vino a la mente que allí sólo estaban ella, Cameron y el horizonte.

Cuando sus labios le tocaron el vientre se le borraron todos los pensamientos y estuvo a punto de soltar el pañuelo. Sin dejar de acariciarle los pechos, Cameron utilizó los dientes para desatarle el cordón de la cinturilla. Su cálido aliento le acarició el ombligo, provocándole un estremecimiento, preludio del placer que estaba por llegar.

Abandonó los pechos y empezó a bajarle los pantalones. Cada vez que tiraba de la ropa sus labios descendían un poco más. Cuando los muslos quedaron al descubierto la besó de una forma que hizo que le temblaran las rodillas. Ella se mareó y se sujetó a su cabeza para conservar el equilibrio.

—No —dijo él contra el lugar más íntimo de su cuerpo—. Yo te sujeto. —Para demostrarlo le apretó la cintura—. Ahora vuela, Virginia. —Dicho esto la devoró tan profunda, erótica y escandalosamente que ella pensó que aquello, por fuerza, debía ser pecado.

Olvidados los escrúpulos, Virginia dejó de sujetarse y, del mismo modo que soltó el pañuelo, lanzó toda reserva al viento.

Se sintió purificada, tanto, que si él le hubiera pedido que le dijera el nombre de quién la había llevado a Virginia, ella hubiera gritado el nombre de Anthony MacGowan a los cuatro vientos. En cambio, el nombre que pronunció una y otra vez fue el de Cameron. Seguía repitiéndolo cuando él le separó las piernas, se levantó y la llenó con un único y suave movimiento.

No había mentido cuando le dijo que sólo sentiría dolor la primera vez, ya que cuando él empezó a moverse, ella le pidió más.

—Eres demasiado impaciente —dijo él entre jadeos.

Ella descendió en picado del cielo para zambullirse en el éxtasis. Él emitió un gruñido de frustración, aceleró sus embates y pocos segundos después la siguió.

Enrojecida por el sudor y los restos de la pasión, Virginia notó que el viento refrescaba su acalorada piel.

—Ahora nuestro compromiso está sellado por partida doble.

¿Quién era ahora el impaciente? Era imposible que la amara ya. No la conocía de verdad. Era posible que sus sentimientos derivaran de la culpa o de la obligación. Pasado un tiempo, puede que la amara por ella misma, pero no ahora, antes de que ella le contara la verdad.

Se aclaró la garganta.

—Cameron, es demasiado pronto para restablecer el contrato matrimonial. Necesito tiempo, y no me pidas que escoja entre tú y lo que debo hacer.

Cuando sus padres regresaran a Glasgow ella se encargaría de reunir a toda la familia y explicarles por qué había mentido, pero antes tenía que encontrar un lugar privado y decirle la verdad a Cameron.

Para su sorpresa y deleite, él se lo tomó bien.

—En ese caso estás de suerte, porque resulta que si algo tengo en abundancia en lo que a ti respecta es tiempo. De lo que carezco es de paciencia.

—Quizá un viaje a Londres sirva para distraerte.

Él chasqueó la lengua.

—Con una distracción deliciosa tengo bastante, muchas gracias.

 

Al final resultó que no fue necesario que Cameron viajara a Londres para explicarle la situación a Adrienne Cholmondeley.

Su carruaje les estaba esperando en el puerto de Glasgow.

Virginia contempló el muelle desde la barandilla. Pensó que aquel carruaje vacío sólo podía pertenecer a un príncipe o a Edward Napier. Cuando se interesó por él, un trabajador del embarcadero le dijo que llevaba toda la semana viniendo al muelle al subir la marea.

Era tan grande como una habitación, estaba lacado de negro, con un escudo dorado en las puertas y tiraban de él ocho magníficos caballos grises. Era el carruaje más fastuoso que había visto en su vida.

Claro que allí todo era maravilloso. Los barcos, los comercios, el constante ir y venir de la gente libre. Cameron le había asegurado que en Glasgow no atracaba ningún esclavista.

Cameron. Le revoloteó el corazón al pensar en los momentos que habían compartido durante los tres días anteriores. Sólo hacía un día que la había arrinconado contra el bote salvavidas. La besó hasta dejarla sin aliento, y cuando MacAdoo saludó a Agnes en voz muy alta, Cameron la arrastró debajo del bote. Con su hermana a tan sólo unos pasos, Virginia se subió encima de Cameron e hicieron el amor. Él fue salvaje e implacable; ella se sintió perversamente desvergonzada y, en cuanto él llegó al orgasmo, ella le cubrió la boca con la suya para que Agnes no les oyera.

La experiencia había cambiado a Virginia, proporcionándole confianza y valentía. Ahora su vida volvería a cambiar. Glasgow y su familia la estaban esperando. Sarah, Mary, Lottie y sus respectivas familias. Sus hermanas menores, Lily y Cora, y su hermano Kenneth. Rowena se encontraba en Viena. Virginia se había familiarizado con las caras de todos ellos gracias a los bocetos de Mary. Incluso había llegado a conocer a algunos de sus sobrinos.

Agnes, ataviada con un precioso vestido rojo y un sombrero con plumas, se reunió con ella. Virginia llevaba su mejor vestido, el modesto traje rosa que le gustaba a Cameron. Aún así, parada junto a Agnes, parecía un gorrión junto a un pájaro exótico. En esa comparación no había melancolía alguna ya que, algún día no muy lejano, Virginia estaría en paz consigo misma y encontraría su lugar en Escocia, entre los MacKenzie.

Le dio un codazo a Agnes.

—¿Ése es tu carruaje o de lord Napier?

—No.

—Entonces, ¿a quién pertenece?

Agnes se dio media vuelta y emitió un estridente silbido, seguido de un grito.

—¡Cameron!

El barco se quedó en silencio. Las gaviotas graznaron en el cielo y la actividad en los otros navíos continuó con normalidad, pero el Maiden Virginia parecía una tumba.

Abajo se cerró de golpe una puerta y luego se oyeron las fuertes pisadas de unas botas en la escalerilla. Las puertas de la escotilla se abrieron de golpe y Cameron salió a cubierta alarmado, con las mangas enrolladas y una pistola en cada mano. Se detuvo y siguió con la mirada la dirección que indicaba el brazo de Agnes.

Lanzó una maldición, le entregó las pistolas a MacAdoo y saltó a la pasarela. El cochero le vio y se bajó del pescante para entregarle una carta que Cameron se metió en el fajín del tartán. Mantuvieron una breve conversación; Cameron, tranquilo, y el cochero con evidente confusión. Cameron apoyó las manos en las caderas y empezó a dar una serie de instrucciones, ya que el cochero asintió, escuchó y volvió a asentir. Una vez terminó con aquello, volvió sobre sus pasos. El cochero le llamó. Cameron se detuvo y esperó hasta que el otro hombre metió una mano en el interior del carruaje y sacó una cesta desbordante de fruta. Cameron la cogió, despidió al cochero con un gesto de la mano y volvió al barco.

MacAdoo le estaba esperando. Cameron le entregó la cesta y se acercó a Virginia y a Agnes.

—Le he pedido al cochero que pasara por Napier House y le dijera a Edward que hemos atracado.

Virginia sabía que Glasgow propiamente dicho estaba a catorce millas de distancia.

—Si el cochero tiene que pasar de todos modos por casa de Agnes, podríamos haber ido en ese carruaje —dijo—. Le habríamos evitado un viaje a lord Edward.

Agnes se ajustó mejor sus guantes de cuero.

—Ese carruaje ya está ocupado.

Lo dijo sin inflexión en la voz, y tanto las palabras como su significado dejaron a Virginia confusa.

—¿Por quién?

—Vamos, señoras. —Cameron se abrochó los botones de hueso de los puños—. Ya he pagado a la tripulación; dejemos que nos lo agradezcan con un brindis.

Virginia percibió un olor a rosas. Olisqueó para ver de donde procedía y descubrió que venía de Cameron. Del fajín de su tartán asomaba la esquina de un sobre. Una carta perfumada. Un carruaje ocupado. Una cesta de fruta.

Una mujer. ¿Pero quién era y qué lugar ocupaba en la vida de Cameron? Por el escudo en la puerta del coche sabía que la mujer era una aristócrata, no una amante cualquiera.

«Si lo que quieres saber es cuantas mujeres han despertado mi afecto, te puedo decir con toda sinceridad que sólo una».

Se había referido a Virginia, de eso estaba segura. ¿O no? Levantó la vista y vio que Agnes la estaba mirando fijamente. Y lo mismo hacía MacAdoo, aunque en el instante en que los ojos de Virginia se encontraron con los suyos, miró de reojo a Cameron. Observó al resto de los presentes en la cubierta y se encontró con que todos estaban mirando a su capitán.

Virginia había hecho algunos amigos entre la tripulación. La mayoría de los marineros eran tímidos, ninguno era malencarado como los miembros de la tripulación de MacGowan. Ninguno de estos marineros habría aprobado lo que le hicieron a Virginia. Estos hombres eran maridos, padres, hermanos... unos caballeros.

Y miraban a Cameron con lo que sólo podía llamarse expectación. ¿Por qué?

Virginia no lo sabía, y antes de que pudiera pensar más en ello Cameron los llevó abajo y empezaron a brindar por el viaje. Durante la improvisada celebración, Agnes se quedó muy cerca de Virginia, pero en cuanto supo que el carruaje de Napier se acercaba, dejó su vaso y subió corriendo a cubierta.

Virginia la siguió, pero se detuvo en seco al ver lo que apareció delante de sus ojos.