CAPÍTULO 13
Según Notch, la posada Carlton, situada entre una panadería y una tienda, presumía de tener la cerveza más fresca y las mejores habitaciones familiares de todo Glasgow, y a juzgar por la cantidad de niños que jugaban frente a ella, decía la verdad. Pero Virginia le había mentido. Le dijo que quería comprar juguetes para sus sobrinos y le pidió que la llevara en el carruaje de Napier. Tras recordarle que tanto el vehículo como él estaban a su entera disposición, la dejó en la juguetería y prometió volver a buscarlas a ella y a sus compras al cabo de una hora. En cuanto el carruaje se perdió de vista, Virginia recorrió andando las dos manzanas que la separaban de la posada Carlton.
No podía evitar ir mirando por encima de su hombro. Tenía una excusa preparada por si la descubrían, pero seguía dudando si entrar o no.
Por precaución, entró en la tienda de al lado y fingió estar interesada en el montón de sombreros y guantes blancos que se apilaban en una mesa, junto al escaparate.
Se había pasado la noche en vela, pasando alternativamente de aborrecer a Cameron a desearlo. Cuando él llegó por la mañana, alegre y bien descansado, para llevarla a dar un paseo por la ciudad, ella logró decir cortésmente que no.
Lottie, bendita fuera, la ayudó a salir de la incómoda situación al insistir en que pospusieran la excursión al menos una semana, para que Virginia tuviera un vestido apropiado que ponerse.
Las palabras de Cameron al partir todavía resonaban en sus oídos.
«Nada demasiado atrevido, y preferiría que fuera verde».
Lo que más la irritó fue que se dirigiera a Lottie en vez de a ella. Lottie, que se quedó impresionada por lo que llamó «tono autoritario», no le dio importancia. Al menos después no protestó cuando Virginia anunció que salía para comprar unas cosas que necesitaba.
Todavía irritada y decidida a seguir con su plan, Virginia salió de la tienda y entró en la posada para buscar a Horace Redding. Aunque nunca había visto un retrato suyo, se lo imaginaba como un hombre solemne, de la estatura del presidente Washington y la apariencia de Jefferson. Pensó en Merriewather y se prometió escribirle para contarle con todo detalle su entrevista con Redding.
Se detuvo, admirada por la ironía. Ahí estaba ella, en Escocia, pensando en su vida en Virginia, y durante los diez años que trabajó allí estuvo imaginando que volvía a Escocia. Sin embargo, no le parecía que estuviera en casa. Allí esperaba encontrar la paz; pero, ¿cómo iba a encontrarla cuando su corazón albergaba tantas mentiras?
—¿Va a entrar, señorita? —le preguntó un portero de librea, con la mano enguantada sujetando la puerta abierta.
Ella reaccionó y entró.
En el mostrador que se encontraba nada más entrar no se veía a ningún empleado. Un grupo de mujeres conversaba en voz baja junto a las escaleras. En el otro extremo de la estancia, sentado en un sillón de orejas, un anciano caballero tenía un libro en el regazo. Los sirvientes, criadas con cubos de carbón y un limpiabotas que abrillantaba los zapatos de los huéspedes, iban y venían.
Virginia se puso a examinar los cuadros de la pared, sin saber qué hacer. ¿Acaso esperaba que Redding estuviera en el vestíbulo? Sí, admitió, porque no se había parado a pensar detenidamente en el asunto. Por culpa de Cameron Cunningham estaba hecha un lío y tenía el corazón roto. Pero eso se acabó.
Una vez decidido eso, deambuló por el vestíbulo. Una mesa con material de lectura le llamó la atención. Experimentó un gran alivio al ver un anuncio con el nombre de Redding impreso, aunque por ninguna parte se aludía a Razón Suficiente, su ensayo sobre la revolución americana. Lo más interesante era el aviso al final de la página en el que se invitaba a las damas y caballeros de Glasgow a una recepción en honor de Redding el viernes por la noche en el auditorio.
Para entonces ya tendría un vestido nuevo, uno adecuado. Sin embargo, no podía ir sola, aunque también estuvieran invitadas las damas. ¿O sí podía? Pedirle a cualquiera de sus hermanas que la acompañara estaba fuera de toda discusión, ya que su padre desaprobaba a Redding y sería injusto que ella le pidiera a Agnes, a Sarah o a Lottie que le desafiaran descaradamente. Virginia, por su parte, no lo veía como un desafío; las palabras de Redding le habían infundido valor a lo largo de aquellos tristes años, haciendo que pensara en el momento en que su contrato de servidumbre llegaría a su fin. Darle las gracias sería dar otro paso más para dejar el pasado atrás y empezar una nueva vida.
Una vez decidida, Virginia metió el folleto en el bolsito que su madre le había regalado y volvió a la tienda de juguetes. Acababa de pagar a la vendedora y se estaba dando la vuelta para marcharse cuando entró Cameron.
Vestía una chaqueta a medida, un elegante chaleco a rayas y unos pantalones hasta la rodilla de terciopelo marrón oscuro. Unas medias blancas resaltaban sus musculosas piernas y un pañuelo con un nudo simple realzaba su recio cuello y su hermosa mandíbula.
Al verlo la dependienta, una joven de la misma edad que Virginia más o menos, emitió una risita de excitación.
—Buenos días, capitán Cunningham —logró decir la chica después de intentarlo tres veces.
—Lo mismo digo, Betsy. —Dirigió aquella sonrisa encantadora a Virginia—. Milady.
¿También tenía planes para la joven de la tienda? Era obvio que una amante y una prometida no eran mujeres suficientes para él. Virginia recogió el paquete con los juguetes, odiando a Cameron, y se dirigió a la puerta.
—¡Qué casualidad verte aquí!
Él extendió las manos.
—Deja que te lleve eso.
—Gracias, pero me está esperando Notch.
—No, no está.
—¿Qué le ha pasado?
—Yo te llevaré a casa —dijo él—. A menos que quieras montar una escena —añadió en voz baja.
«Una escena». Eso le resultó divertido. Llevaba sin oír esa palabra y sin enfrentarse a esa situación muchísimo tiempo. No estaba segura de saber cómo montar una escena. Los buenos criados, por obligación, no causaban problemas. Trabajaban todo el día y rezaban por gozar de buena salud.
—¿Te divierte la idea? Me extraña, porque dudo que les hiciera gracia a Betsy o a Lottie si se enteraran.
Virginia no había pensado en Lottie. Se había pasado demasiados años mirando por sí misma e intentando olvidar a su majestuosa hermana, ése fue el único modo en que logró sobrevivir, sola y a un océano de distancia. Ahora tenía que pensar en el efecto que sus acciones causarían en los demás. No obstante, no iba a renunciar a presentarle sus respetos a Horace Redding y su padre tendría que aguantarse.
—Mi carruaje está fuera.
Si Cameron había venido en ese coche extravagante se iba a arrepentir. Y probablemente ella hiciera su primera escena.
Le entregó el paquete y salió de la tienda. Él la siguió y le indicó un coche sencillo, pero elegante. Ella suspiró de alivio y se odió por su debilidad.
El cochero bajó de un salto y la ayudó a subir. Cameron se sentó a su lado.
—¿Te importa? —dijo ella refiriéndose a que estaba demasiado cerca.
—¿A mí? Eres tú la que se ha sentado en el asiento equivocado.
—¿De qué estás hablando?
Él dio un golpe en el techo y el coche empezó a moverse.
—De la forma correcta de sentarse en un carruaje.
—¿No esperarás que me crea esa tontería?
La sonrisa de Cameron fue indulgente y demasiado arrogante.
—El caballero siempre se sienta en el asiento contrario a la marcha.
—De acuerdo. —Hizo intención de levantarse.
Él le puso una mano encima de la falda para que se quedara donde estaba. Si seguía empeñada en cambiar de sitio se le rasgaría el vestido.
Se dejó caer de golpe.
—¿Qué es lo que quieres?
—Una larga vida. Una docena de hijos.
Ella se rió de la absurda respuesta y desvió su atención hacia el tráfico de la calle. Los marineros, llegados desde el puerto, se llevaban la mano al sombrero para saludar a las mujeres al pasar. Las niñeras reunían a los niños y los sirvientes caminaban unos pasos detrás de sus señores.
—A lo mejor lo que preguntabas era qué quiero de ti.
Pensar en él y en su amante la puso de mal humor.
—A lo mejor no necesito hablar en absoluto, ya que conoces tan bien mi mente.
—No tan bien como tu cuerpo, pero hay tiempo de sobra. Dicho esto, creo que voy a contestar a tu pregunta original. —Bajó la voz—. Te deseo.
—¡Qué galante por tu parte que dispongas de tiempo!
—¿Qué se supone que significa eso?
Se oyó el restallido de un látigo. El carruaje disminuyó la velocidad. Una carreta cargada de barriles y con el tiro de bueyes bramando, cruzó la calle con estruendo.
Cuando el ruido se apagó Virginia reunió valor.
—Adrienne Cholmondeley.
Cameron se estremeció y se rascó la mandíbula.
Virginia se deleitó ante su incomodidad.
—No te molestes en insultarme negándolo. He visto el altar que le tienes dedicado en tu camarote.
—¿Mi qué?
Le tenía contra las cuerdas. Bien por ella.
—En tu camarote.
—¿Registraste mis cosas?
No es que estuviera orgullosa, pero, ¿qué iba a hacer sino? ¿Esperar y permitir que la pusiera en ridículo?
—¿Niegas que es tu amante?
—Difícilmente se puede llamar altar a una miniatura y a unas cuantas cartas.
—Y yo difícilmente puedo confiar en tu opinión.
Él se puso a mirar por la ventana, pero no veía las filas de casas de huéspedes ni las iglesias que iban pasando ante sus ojos. Estaba concentrado, pero ella no sabía en qué pensaba.
Como no parecía dispuesto a responder, Virginia buscó distracción en el paisaje. Los olores a basura y a mercado fueron despareciendo según se alejaban de la ciudad. El débil aroma al jabón de aseo de Cameron le inundó los sentidos, trayendo a su memoria los momentos de intimidad que habían compartido durante el viaje.
Ella había yacido con él. En sus brazos había dicho cosas que ahora le parecían escandalosas. Llevaba toda la vida amándolo. Perderle una vez le dejó unas profundas cicatrices, pero entonces era una niña y el destino era quien los había separado. Perderle otra vez en favor de la mujer que había ocupado su lugar le producía una enorme decepción. Cameron Cunningham no era un caballero de brillante armadura, pero la había rescatado y siempre le estaría agradecida por ello.
—Hacía mucho que te habías ido, Virginia, y un hombre tiene necesidades. Ahora tú ya conoces las mías —dijo él por fin.
¿Acaso esperaba que cayera rendida en sus brazos?
—Podrías habérmelo dicho. Creía que éramos amigos.
—Y también hay cosas que tú podrías haberme contado a mí.
Parecía frío y distante y ella se alarmó sin saber por qué.
—¿Cómo cuál?
—Si lo supiera no tendría que preguntarte ahora, ¿verdad? En cualquier caso, no creo que hayas sido completamente sincera conmigo.
El carruaje giró en una esquina, lanzándola contra él. Cameron la sujetó, pero apartó la mano enseguida.
Sorprendida de nuevo, Virginia se puso a la defensiva.
—Entonces estamos igual, porque no reconocerías la sinceridad ni aunque la tuvieras delante de las narices.
Él estiró las piernas y se cruzó de brazos.
—Nunca nos mentimos el uno al otro, ni siquiera de niños.
¿Cómo se atrevía a sacar a relucir eso? Porque ella se lo había permitido, pero no, se negaba a cargar con la culpa de su indiscreción.
Recurrió a un tema que esperaba que fuera neutral.
—¿Cómo me encontraste?
—¿Esta vez?
—Sí, y quítate de mi falda —ladró ella furiosa.
Cameron se incorporó con un movimiento de caderas que la hizo recordar unas eróticas imágenes de él desnudo, debajo de ella, animándola con frases sensuales a cabalgarlo hasta la gloria.
Le ardieron las mejillas, pero no podía dejar de torturarse pensando en él haciendo el amor con otra mujer. Por extraño que pareciera, se sentía más humillada ahora de lo que jamás se sintió en Poplar Knoll. Al menos allí acabó por saber qué esperar. Había unas reglas y quienes decidían romperlas pagaban las consecuencias. Los esclavos sufrían el látigo. Los criados forzosos la prórroga de sus contratos.
Como necesitaba ocupar en algo las manos, empezó a jugar con el bolsito, que estaba atrapado entre ambos.
—Te he encontrado porque es difícil no ver el carruaje de Napier.
Una respuesta muy convincente, pero iba a tener que esforzarse más.
—Podrían habérselo llevado Lottie o Sarah.
—No. Edward le ofreció a Lottie un coche más convencional y Sarah se trajo el suyo de Edimburgo.
—¿Por qué has despedido a Notch?
Él la miró sin mover nada más que los ojos.
—Deberías llevar una escolta.
—¿Para ir a una juguetería? —se burló ella.
—Podrías haber tenido que resolver otros asuntos.
¿Sabía lo de la posada Carlton? «¿Y qué si lo sabe?», dijo su orgullo. Por motivos que él jamás sería capaz de entender, por gratitud y admiración, tenía que encontrarse cara a cara con Horace Redding.
—Soy perfectamente capaz de ir de compras.
—Las apariencias son importantes. Tu padre es un duque y a tus hermanas se las respeta mucho.
—¿Y por eso necesito que un mujeriego mentiroso y embustero me lleve los paquetes?
—No. —Cameron apoyó los pies en el suelo y se volvió ligeramente hacia ella. El tono tranquilo de su voz quedaba desmentido por la ira de sus ojos—. Nuestro contrato matrimonial me da derecho a acompañarte... aparte de otros privilegios.
Las puertas de Napier House aparecieron ante su vista. Virginia se dejó llevar por la audacia.
—Entre los que se incluye el de mantener una amante.
Cameron tocó el monedero con la misma mano con la que la había acariciado en lugares tan íntimos. El folleto que llevaba dentro crujió.
—¿Un mensaje para un admirador?
Ella le ignoró.
—Confiésalo, Virginia. Estás celosa.
Probablemente, pero eso no disculpaba que fuera un sinvergüenza. Estando todavía en el barco, el muy canalla le pidió que se fuera con él a su casa, cuando todo ese tiempo había tenido allí a una amante. Aquella traición tenía un regusto amargo.
—Podrías habérmelo dicho. Deberías habérmelo dicho.
—¿Y de qué hubiera servido?
—Me habría mantenido fuera de tu cama —soltó ella sin pensarlo.
La sonrisa que Cameron le dirigió le produjo un estremecimiento en la espalda.
—Nada hubiera conseguido eso, y para ser precisos, la primera vez usamos tu cama.
Ella se sintió utilizada. Utilizada y engañada por el hombre que debería haber sido su caballero vengador, el compañero de su vida. Era evidente que había olvidado las promesas que le hizo años atrás.
—¡Oh, cállate!
—De modo que volvemos a eso.
¡Maldita fuera su orgullosa lengua!
Para alivio suyo, el carruaje se detuvo.
—Ya estamos en casa. Gracias por la cabalgada.
Él se rió por lo bajo.
—Puedes cabalgarme otra vez cuando quieras.
—¡Cam!
Él se encogió de hombros, y su sonrisa humilde le recordó al niño que ella conocía.
—Al menos has dejado de llamarme Cameron.
—Quédate tranquilo, que se me ocurren una docena de nombres para llamarte, pero la regla número nueve de Lottie me impide usarlos.
—¿Conoces la regla número siete?
—No.
—Es una pena, porque sin duda se puede aplicar aquí.
Virginia no estaba segura de querer saberlo, pero probablemente él pensaría que era una cobarde si no preguntaba.
—Dímela.
—Preferiría enseñártela.
En la rotonda de Napier House, donde nadie, ni dentro ni fuera de la casa podía verlos, la presionó contra una esquina del carruaje. Su chaqueta de terciopelo, tan suave como un bebé, le rozó la piel. Él se quedó mirando su boca, sonrió y se lamió los labios.
Una idea absurda asaltó su mente. ¿Qué sabor tendría? ¿Sabría a otra persona? La luchadora que había en ella, la niña que tuvo que curar sus propias ampollas y cantar para dormir porque no tenía quien lo hiciera para ella, no podía tolerar que hubiera besado a otra mujer.
Cuando la boca de Cameron tocó la suya, decidió darle algo que recordar. Era fácil encontrar placer en su abrazo, lo difícil era convencerse de que aquélla era la última intimidad que disfrutaría con él. Pero es que era incapaz de compartirlo. Que se quedara con su amante inglesa. Que recordara a Virginia MacKenzie y la pasión y la amistad que habían compartido.
Su plan funcionó, ya que cuando él se echó hacia atrás le brillaban los ojos con un deseo familiar.
—Esta es la regla número siete —murmuró con voz ronca—. Los amantes siempre se separan con un beso.
Virginia se sintió muy decepcionada. Él quería quedar por encima y conservar también a su amante. Aquello era tan injusto que la dejó sin fuerzas, aunque le quedaba su orgullo.
—¿Te vas a algún sitio? —preguntó, porque no se le ocurrió otra cosa.
—Sí, a Edimburgo. Tengo un negocio con Michael Elliot y echa de menos a Sarah. A la vuelta vendrá conmigo.
¿Se iba a llevar a su amante? Su frustración debió ser evidente, porque la sonrisa de él se volvió cariñosa.
—No te metas en problemas hasta que yo vuelva.
Odiando su propia debilidad y jurando disimularla mejor en el futuro, Virginia hizo un esfuerzo para hablar con ligereza.
—¿Cómo voy a meterme en problemas con Lottie controlando la casa?
—Agnes se ocupará de eso... cuando haya terminado de ocuparse de Napier.
Virginia intentó no ruborizarse sin conseguirlo.
—Dices cosas tan escandalosas que me hacen sentir incómoda.
—Bueno, me encantaría ponerte incómoda durante días y noches sin fin.
Aquellas palabras, dichas en un susurro, y la seducción que transmitían, le impidieron dar una réplica ingeniosa.
—Quédate con esa idea. La pondremos en práctica el sábado, cuando regrese.
No pensaba desearle buen viaje, pero ya que él se marchaba, y sabiendo lo caprichoso que podía llegar a ser el destino, habló con el corazón.
—Cuídate, Cam.
Esa noche, mientras se iba quedando dormida, su último pensamiento consciente fue para Cameron y Adrienne Cholmondeley. Y ése fue también el primer tema de conversación en la mesa de desayuno.
Lottie plantó el periódico en la mesa con un manotazo.
—Ahí lo tienes. Léelo tú misma. Adrienne Cholmondeley ha alquilado habitaciones en Carlton House. Cameron ha terminado con ella.
A Virginia se le aceleró el corazón. Quiso coger rápidamente el periódico, devorar cada palabra y luego lanzarlo por los aires, pero en vez de eso simuló indiferencia y leyó la columna con desinterés.
Según el Glasgow Courant, la señorita Cholmondeley, hija del distinguido Ministro de Comercio, había alquilado unas habitaciones acordes a su posición en Carlton House, el elegante hotel propiedad de la misma familia que la posada Carlton.
—¿Es guapa? —preguntó Virginia, llevada por la curiosidad.
Lottie se quedó inmóvil con un bollo en una mano y un cuchillo untado de mantequilla en la otra.
—No tanto como para llamar la atención.
—¿Lottie? —la reconvino Sarah, levantando la voz—. Virginia tiene derecho a saber la verdad.
—Tú no estabas aquí para ver a Cameron diciéndome cómo tenían que ser los vestidos y las telas que debería llevar Virginia. Te digo, hermana, ese hombre está locamente enamorado.
—Y yo te digo, hermana, que seas sincera con Virginia.
Lottie untó el bollo con mantequilla con una mueca de obstinación.
—La verdad no siempre es útil.
—Lo sería si ayer por la tarde hubieras tenido una buena panorámica de la rotonda y hubieras sido testigo de la adhesión de Virginia y Cameron a la regla número siete.
Lottie soltó el cuchillo.
—¿Te despediste de Cameron con un beso en público?
Su padre solía decir que, estando en buena y fiel compañía, las viejas costumbres volvían a aparecer. Virginia se dio cuenta de que era cierto.
—Dijo que se marchaba. ¿Qué pasaría si le sucediera algo malo?
—¿No hubo ninguna razón oculta? —preguntó Lottie, con perspicacia.
Virginia ya había mentido lo suficiente a aquellas mujeres que la querían.
—Creí que se la llevaba con él. Estaba muy celosa.
—Y con razón—declaró Lottie, mordisqueando el bollo—. Tiemblo sólo de pensar en lo que habría hecho Agnes en una situación parecida.
—Olvida a Agnes. —Sarah dejó su taza de té—. Eso no es propio de Cameron. Yo ya sabía que ahora que Virginia ha vuelto haría lo correcto.
—Eso es porque eres una ingenua.
Sarah miró a Virginia con expresión compungida y sacudió la cabeza.
—Lottie, si yo soy ingenua, tú eres una necia.
—Estás molesta porque ayer te superé cuando les dije a los niños que les ibas a comprar unos ponis.
—Retiro lo de necia —le dijo Sarah a Virginia—. Lottie es mala hasta la médula.
Con Adrienne Cholmondeley fuera de escena, Virginia se relajó y disfrutó de la batalla dialéctica entre sus hermanas.
—En realidad, no soy mala, lo único que pasa es que me puede el mal genio.
Sarah se rió a carcajadas.
—A ti siempre te puede el mal genio.
—¿Ah, sí? —Lottie entrecerró los ojos como si se estuviera preparando para otro asalto verbal—. Mira quien fue a hablar. —Miró a Virginia para conseguir su apoyo—. Pero claro, el orinal de Sarah nunca huele mal, ¿verdad?
Virginia se atragantó con el té.
Sarah se puso como un tomate y levantó las manos.
—Una vez más me veo obligada a rendirme ante tu vulgaridad.
—Te rindes porque te he dejado sin saber qué decir.
—Me retiro de momento, porque Virginia no recuerda el pasado y me estremezco al pensar en la impresión que debe estar teniendo de nosotras.
—Somos su familia. Nos quiere.
—A pesar de que nuestra conversación haya pasado al egoísmo.
—¿Pasado? ¿Pasado dónde? —tartamudeó Lottie.
—Ahora que es evidente que eres tú quién no sabe qué decir, querida Lottie, te recordaré que lo único que hemos hecho es hablar entre nosotras.
—Tonterías. Estábamos hablando de Cameron y de que se ha deshecho de su amante.
—Un tema verdaderamente agradable para empezar el día.
—Te digo que es verdad —insistió Lottie—. No tienes más que mirarla para darte cuenta.
Sarah le dirigió una sonrisa a Virginia.
—Ahora que ya hemos agotado las reservas de civismo de Lottie, ¿qué te apetecería hacer hoy?
—Va a quedarse para que le tome medidas.
—¿Y desde cuándo eso le impide responder a mi pregunta?
—Yo sólo intentaba ayudar.
—¡Haz el favor de dejar que conteste ella! —estalló Sarah, perdiendo la paciencia.
Lottie reconoció, con una humilde sonrisa, que Sarah tenía razón.
—¿Te gustaría hacer alguna otra cosa hoy?
—Ninguna en especial, pero sí que hay un sitio al que me gustaría ir el viernes por la noche.
—Por supuesto. —Lottie movió los dedos—. Al menos dos de los vestidos estarán listos.
—Es una recepción.
—¡Maravilloso! Iremos todas. Sarah, tú te pondrás el vestido rojo. Yo llevaré el negro y Virginia los deslumbrará a todos con el rosa.
Sarah frunció el ceño llena de confusión.
—¿A quién vamos a deslumbrar y dónde?
—Se trata de una recepción en el auditorio en honor de Horace Redding.
Sarah se estremeció.
—¡Oh, Dios!
Lottie se quedó boquiabierta.
—¿Qué vamos a hacer? Gracias a papá, Redding menosprecia a los MacKenzie.
—Lo siento muchísimo, Virginia.
Ella no pensaba aceptar un no como respuesta.
—Iré sola y no me quedaré mucho tiempo. Para mí es muy importante conocer a Redding.
Agnes solucionó el dilema al día siguiente.
—Muy fácil, que te acompañe Edward.
Lottie no estaba convencida.
—¿Y qué va a decir el señor Redding cuando le digas que tu padre es Lachlan MacKenzie?
Al final resultó que a Redding le impresionó más Edward Napier que Virginia, quien sólo consiguió decirle «hola». Más tarde, una vez que los hombres agotaran el tema de las ventajas del carruaje de Napier, pensaba volver a acercarse a Redding.
—Es sin duda un artilugio con una forma extraña —dijo el condestable de Glasgow—. ¿A qué se debe, lord Edward?
Edward, ataviado con el llamativo tartán blanco y negro de los Napier, chaqueta negra de terciopelo y camisa blanca, se volvió hacia él.
—Es por algo llamado dinámica, Jenkins —contestó—. Un principio según el cual los objetos se mueven a través del aire.
—Bobadas —se rió el condestable—. Un carruaje se mueve según el antojo de los caballos. Luego nos dirá usted que con unas gaviotas en los arneses el carruaje volará.
Edward, tan educado como Agnes descarada, sonrió.
—Corre el rumor de que tiene usted un potro de un año que es toda una promesa para las carreras.
Mientras la conversación se dirigía a asuntos deportivos, Virginia se alejó, contenta por el simple hecho de observar a Horace Redding.
La opinión que tenía de él no había variado, aunque debajo de la peluca ligeramente empolvada estuviera completamente calvo. Algo corpulento, con unos grandes ojos azules y una boca pequeña de labios finos, se encontraba parado junto al distinguido y elegante Edward Napier. Era injusto compararlos, porque era lo bastante mayor para ser el padre de Napier. Redding era natural de Glasgow y admitía que sus antepasados se remontaban a antes de las invasiones vikingas. Y aún así era americano. Sus opiniones carecían de las limitaciones impuestas por las tradiciones, salvo aquéllas que favorecían a los hombres normales y libres. Sin embargo, lo que más atraía de Redding era el tono y la cadencia de su voz. Sabía capturar la atención; incluso Napier le escuchaba con interés, aunque estaba lejos de sentirse cautivado, a diferencia de muchos de los presentes.
Uno de aquellos discípulos de la democracia, como Redding apodaba a sus seguidores, sacó el tema de la expansión inglesa. Virginia se acercó a la mesa de los refrescos y luego se trasladó al límite de la estancia, donde un biombo grande señalaba la entrada al servicio de señoras. La zona de los hombres estaba marcada por una hilera de tiestos con palmeras.
Sus enaguas crujieron mientras andaba y volvió a sentir otra explosión de orgullo por la más reciente creación de Lottie. Otras personas presentes también se habían fijado y Virginia memorizó todos los elogios para poder trasladárselos a su hermana. El corpiño y la sobrefalda, de terciopelo rosa, se conjuntaban con unas enaguas realizadas con metros y más metros de seda blanca. Unas hojas verdes bordadas decoraban el encaje de los puños y el escote. Con sus zapatillas a juego, Virginia se sentía como una princesa.
—¿Y a quién puede sorprenderle que las MacKenzie vistan tan bien? —dijo una voz de arpía desde detrás del biombo—. Tienen las fábricas de Napier a su entera disposición.
Virginia no podía ver a la mujer ni a su compañera.
—Tienen más dinero que la Iglesia —gorjeó ésta última.
Se acercó una pareja, el hombre muy elegante, con traje negro y chaleco blanco. La mujer le dirigió una sonrisa a Virginia, se separó de su acompañante y desapareció detrás del biombo.
—El duque de Ross se va a poner hecho una furia cuando se entere de que su hija ha salido esta noche. Odia a Redding. La última vez que sus caminos se cruzaron le puso un ojo morado.
—¿Cuál de las hijas es? —preguntó la arpía—. ¿Es una de esas engreídas bastardas suyas?
Su compañera se rió.
—¿Quién sabe qué lugar ocupa en la carnada MacKenzie?
Virginia se quedó helada y el ponche de frutas que había bebido le supo amargo.
—Alguien del Courant debería averiguar qué está haciendo esta nueva chica MacKenzie en Glasgow.
—¿Y por qué no se lo pregunta usted misma, en vez de olfatear el aire como un ratón gordo buscando los restos del queso?
Se oyeron dos jadeos iguales.
Virginia supo sin lugar a dudas que la voz pertenecía a la mujer que momentos antes le había sonreído.
—Bueno, nunca se me ocurriría hacer eso —escupió la arpía.
—No, me imagino que nunca ha tenido el coraje necesario para hablar claramente —continuó la buena samaritana—. Claro que, ¿a quién puede interesarle cualquier cosa que tenga usted que decir?
—¿Nos conocemos? —bramó la bruja.
—Por suerte para mí, no.
Se oyó el crujido de una tela.
—¿Quién era esa mujer? —dijo la arpía al poco tiempo.
Su amiga bajó la voz.
—Es Adrienne Cholmondeley. Hemos leído algo sobre ella hoy en el periódico.
A Virginia se le cayó el alma a los pies. No esperaba tanta amabilidad por parte de la amante de Cameron. La antigua amante. ¿Cómo podía agradecérselo? ¿Sería correcto según las normas hacerlo? No lo sabía, de modo que volvió junto a Edward Napier y en cuanto tuvo la oportunidad de hablar a solas con él, se lo preguntó.
—Podrías enviarle una nota y un regalo. Un pañuelo de seda, quizá. —Sonrió y añadió—: Sé donde puedes encontrar unos cuantos metros de tela.
Virginia se rió. Según Lottie, la fábrica de la familia Napier había prosperado desde la época medieval.
—La verdad es que parezco una paleta.
Él puso una mueca que recordaba la expresión de su hijo Jamie cuando Agnes le mandaba a la cama.
—¿Paleta? Ni hablar.
—Estoy fuera de lugar.
—Yo también.
—¿Tú?
—Sí. Intenta explicarle lo que es la dinámica a un hombre que cree que la luna es el purgatorio porque la cara que se ve en ella se parece a la de su primera mujer.
Ella rebosó de alegría.
—¿Sabes lo que dicen los americanos sobre la cara de la luna?
—Dímelo. Estoy seguro que será algo revolucionario.
—Ahora entiendo por qué te ama Agnes —dijo ella, completamente hechizada.
Él se ruborizó ligeramente.
—Agnes es un regalo que nunca esperé recibir —dijo—, pero tú más que nadie debes saberlo. Ahora termina lo que ibas a decir sobre la luna.
—¿Puedo unirme a ustedes? —preguntó Horace Redding.
—Sí, por favor. —Virginia se acercó un poco más a Napier—. Lord Edward y yo estábamos comparando leyendas. Puede que quiera comentarle lo que opinan los americanos sobre la cara que hay en la luna.
—Encantado. Algunos americanos creen —dijo con su voz de orador—, que es el cementerio donde van las almas corruptas de los reyes de Inglaterra.
—¡Qué amable por su parte excluir a los Estuardo! —dijo Napier, con tono jovial y serio a la vez.
Al darse cuenta de su equivocación, Redding tragó saliva.
—Bueno, yo...
—¿No le gusta el ponche? —dijo Edward mirando la copa llena de Redding.
—Es tan insípido como el buen humor del condestable de Glasgow.
—En ese caso, permítame. —Edward cogió también la copa de Virginia—. Estoy seguro de que ustedes dos tendrán muchas cosas divertidas de las que hablar.
Virginia le vio alejarse.
—El padre de los inventos.
—Así es, y según me cuentan, también es su cuñado.
Virginia asintió.
—Sí, se casó con mi hermana Agnes. Estoy viviendo con ellos.
—Me ha dicho que se pasó usted algunos años en las marismas de Virginia.
Virginia estaba completamente segura de que su familia no había entrado en detalles sobre sus años en América. Eran demasiado leales para revelar secretos. Volvió a alegrarse de haberles ocultado la verdad.
—Sí, allí fue donde leí por primera vez Razón Suficiente. Es un artículo muy bueno y describe a la perfección el estado de ánimo que predomina entre los americanos, tanto antes como después de la guerra.
—Hay quien dice que Burke lo describe mucho mejor que yo —objetó él.
Ella recordó las palabras de Cameron; parecía que hubieran transcurrido años desde entonces.
—Burke desprecia todo progreso que avance más rápido que un caracol.
—¡Bien dicho!
Lo que Virginia dijo a continuación lo llevaba ensayando desde que se enteró de la recepción de esa noche.
—Me preguntaba si aceptaría usted un regalo mío. No es gran cosa, pero lo hice yo misma.
Él frunció el ceño.
—¿Un regalo? ¡Pero si acabamos de conocernos!
—Lo sé, pero... —Extrajo un documento enrollado del bolsito—. Quería entregarle una copia de Razón Suficiente. La copié del Virginia Gazette. —Lo hizo en sus ratos libres. Había fabricado la tinta con cenizas de carbón y su propia orina y copió el artículo en una piel de conejo que curtió con sus propias manos. Pero eso no pensaba contárselo.
Él acepto el rollo.
—Yo... Confieso que estoy demasiado asombrado para decir algo. Algunos dirían que es un buen giro de los acontecimientos.
—Sus palabras me dieron ánimo en una época de mi vida en la que ya había perdido las esperanzas.
—¿Perder la esperanza la hija de un duque? Parece una contradicción.
—Eso ya no importa —dijo ella poco dispuesta a divulgar el mal giro que había tomado su vida—. Sólo quería darle las gracias y desearle lo mejor.
Él se guardó el documento en la chaqueta sin abrirlo.
—Lo conservaré como un tesoro, Virginia MacKenzie.
—¿Qué tesoro? —preguntó Edward—. Espero que no se refiera a Virginia. Cameron Cunningham tendría algo que decir al respecto. Están comprometidos.
Para sorpresa y decepción de Virginia, Redding no le dijo nada sobre el regalo.
—¿Dónde está ese tal Cunningham? —preguntó en cambio con aspereza fingida—. Espero que no esté con el duque de Ross. Ese hombre podría enseñar obstinación al rey Jorge.
Tanto Edward como Virginia se rieron.
—Cameron se encuentra en Edimburgo, pero volverá el sábado.
Por desgracia, el regreso de Cameron se vio empañado por la llegada del Glasgow Courant. El periódico decía en grandes letras que Horace Redding había sido detenido y acusado de traición.
¿La prueba?
Un cuero de conejo con un texto prohibido: Razón Suficiente.