PRÓLOGO

Castillo de Rosshaven

Tain, Tierras Altas escocesas

Primavera, 1779

No pienses ni por un momento que me he creído que querías que te acompañara a los establos para enseñarme un caballo nuevo.

Incluso después de tantos años, Juliet seguía despertando al libertino que Lachlan llevaba dentro. Le cogió la mano y presionó la palma contra su mejilla.

—Lo que tengo en mente es muchísimo más divertido que un potro.

Ella enarcó las cejas con interés y le acarició los labios con los dedos.

—Y ésa es la razón de que me hayas traído hasta el desván.

El familiar perfume de Juliet suavizaba el intenso olor a heno recién segado. Su caricia provocaba cosas más terrenales al sentido del decoro de Lachlan.

—Eso es una sorpresa.

—Ya. —Se lamió los labios—. ¿Querías arrugarme el vestido y revolverme el pelo?

—Eso es. Lo primero antes de violarte, y lo segundo, mientras lo hago.

—Un marido no puede violar a su propia esposa... a menos que... —dijo ella tan escéptica como siempre.

Quería decirle algo más, pero le iba a dejar con la incógnita, iba a tenerle esperando. Su paciente y práctica Juliet le había ayudado a criar a Agnes, Sarah, Lottie y Mary. Sin embargo, el respeto y el amor que sentía por sus cuatro hijas ilegítimas sólo era una pequeña muestra de las cualidades de su esposa. Le había dado cuatro hijas más y un heredero. Lachlan la amaba más ahora que cuando le puso a su hijo en los brazos. Para la siguiente salida del sol la amaría aún más.

Hablar con ella era un regalo que siempre atesoraría. Tocarla, un placer que no podía negarse a sí mismo ahora que estaban solos.

—Por si se te ha olvidado de qué iba la conversación, te diré que estabas hablando sobre si un marido puede o no violar a su esposa, mi amor.

—Cierto. Sin embargo la palabra «hablar» me ha hecho pensar en otra cosa. —Le pasó la mano por encima de la bragueta de manera sugerente—. ¿Me puedes explicar por qué hay una almohada de satén debajo del heno? —Tenía la mirada puesta en el lugar donde el techo se unía a la pared.

Lachlan se rió por lo bajo.

—Si estás intentando desviar la conversación para distraerme, no lo vas a conseguir. En este momento, ni una almohada de oro lo conseguiría.

Los flexibles dedos de ella empezaron a moverse lenta y rítmicamente y su voz se convirtió en un sugerente ronroneo.

—Estoy segura de que un hombre con tan considerables recursos es capaz de pensar en dos cosas a la vez.

El deseo le retumbó en el pecho y resonó en sus oídos.

—¿Igual que el día que me interrumpiste en mis obligaciones cívicas para enseñarme el dibujo que había hecho Mary de Lottie con los pies descalzos y montada a horcajadas en un caballo de tiro?

—Lottie estaba muy ofendida y tú estabas más interesado en lo que Neville Smithson, nuestro buen sheriff, decía sobre los impuestos. Sin embargo, esto es diferente. —Llevó la insinuación a la práctica.

La excitación se apoderó del vientre de Lachlan.

—Tú, por el contrario, no estás cautivada del todo —dijo con dificultad.

Ella le rodeó el cuello con la otra mano y lo acercó más.

—Llevo cautivada desde el invierno del 68.

La fecha de su aparición en la vida de Lachlan y el origen de su verdadera felicidad. Llevaba horas soñando con ese momento a solas con ella. Virgina, de diez años, la mayor y la primera de los hijos que tuvo con Juliet, acababa de comprometerse ese mismo día en matrimonio con Cameron Cunningham, un muchacho que les gustaba mucho. El más pequeño, Kenneth, se iría a vivir algún día con Suisan y Myles, los padres de Cameron. Las hijas mayores de Lachlan tenían diecisiete años y estaban planificando su propio futuro.

Lottie se casaría ese mismo año con David Smithson. La sensata Sarah había empezado a ejercer de institutriz de los niños de Tain. Mary pensaba irse a vivir a Londres como aprendiz de Joshua Reynolds, el pintor. Agnes estaba muy ocupada transgrediendo todas las reglas sociales. Lily, Rowena y Cora todavía ocupaban el cuarto de los niños, junto con su hermano de tres años.

De momento, disfrutar de un rato a solas con Juliet era todo un lujo para Lachlan, pero dentro de unos años la tendría toda para él. El encuentro de esa tarde era una rara excepción que tenía intención de saborear. Provocarla formaba parte de su juego amoroso.

Le quitó una paja del pelo.

—Sin embargo, no pierdes nunca la cabeza, ¿verdad?

—No siempre.

—Probemos con esto. —La miró a los ojos y la besó. Los ojos negros de ella brillaron de placer y el deseo ardió en las entrañas de ambos. Una sensación de pertenencia se apoderó de Lachlan, llevándolo a preguntarse por enésima vez qué bien habría hecho para merecer a esa mujer. Profundizó el beso y ella respondió con esa dulzura que siempre conseguía emocionarlo, devolviéndole su pasión y aumentándola con la suya propia.

A lo lejos, oyó el sonido de una risa infantil. Juliet también lo oyó, pero así era el instinto maternal. Incluso en medio del gentío de la Fiesta de Verano era capaz de distinguir las voces de sus hijos.

Lachlan interrumpió el beso.

—¿Cuál de nuestros hijos está tan contento? ¿Cora? —Lachlan se refería a su hija menor.

—Kenneth. Agnes debe estar haciéndole cosquillas.

—Estoy deseando que le cambie la voz. Esperemos que suceda antes de la boda de Lottie o lo veo lanzando pétalos de rosa en vez de portando los anillos.

—Hoy se moría de risa al ver el anillo de compromiso de Virginia.

—¿Crees que están demasiado próximos?

—Yo creo que Cameron y Virginia se necesitan el uno al otro.

Lachlan no podía negar que existía un profundo vínculo entre su hija y su hijo adoptivo.

—Borra las dudas de tu mente, Lachlan. Cameron y Virginia son perfectos el uno para el otro.

—Sí, una pareja tan perfecta como Lottie y David.

—¿Te vas a alegrar cuando Agnes abandone el nido?

—Sí y no. La que más me preocupa es Sarah.

—Sarah es demasiado sensata para escoger un mal marido. Me apuesto mi carruaje nuevo a que te morirás de pena cuando se case Virginia.

La primera de las hijas del matrimonio no se parecía a ninguno de sus otros hijos. Extrovertida e intrépida, Virginia estaba muy influenciada por sus cuatro hermanas mayores. De Lottie aprendió elegancia y bordado. Con Mary perfeccionó la obstinación y la habilidad de un artista. De Sarah la afición por los libros y la filosofía. De Agnes, astucia y un exceso de valentía.

Cameron se convirtió en el mejor amigo de Virginia desde que ella pronunció su primera palabra. Él fue quien la enseñó a disparar con el arco. Quien la cuidó cuando los demás estaban demasiado ocupados. Dentro de cinco años se convertiría en su marido. Lachlan experimentó una sensación de pérdida ante la idea de entregar a Virginia a otro, incluso aunque Cameron fuera perfecto para ella y el hombre con quien deseaba casarse.

—¿Quién está distraído ahora? —bromeó Juliet.

Lachlan le apretó la espalda contra el heno. Ella se estremeció y se removió.

—¿Incómoda? —preguntó él.

Ella le dirigió una mirada cargada de paciencia.

—No, pero sería agradable tener una almohada.

Otra vez aquella misteriosa almohada. Experimentó una extraña punzada de celos. No podía poseer cada uno de sus pensamientos, nunca pudo, pero la independencia también formaba parte de su encanto. Ahora estaba obsesionada con esa almohada y no iba a dejar el tema en paz. Extendió el brazo para coger el artículo en cuestión y lo mantuvo en alto para que ambos pudieran verlo.

En ella, bordadas con hilo de oro y rodeadas por una aureola, se leían las palabras «Te queremos, papá».

—Esas puntadas tan perfectas sólo pueden ser de Lottie —dijo Juliet.

Lachlan le colocó la almohada debajo de la cabeza. El brillo del bordado palideció al lado de la fina tez de Juliet.

—Jamás entenderé la mente femenina.

—Somos criaturas cerebrales incluso en nuestros bordados.

Habían mantenido esa misma conversación a menudo a lo largo de los años.

—Cerebrales. —Fingió meditarlo sin apartar la mirada del mensaje escrito en la almohada. El sentimiento que expresaba le llenó de orgullo—. Para ser una pensadora, estás haciendo algunas cosas muy terrenales con la otra mano.

—En ese caso, te concederé un momento para que organices tus prioridades.

—Esas están muy claras. —Y lo demostró subiéndole las faldas, dejándole las piernas al aire y deslizándole las manos por los muslos. No encontró nada encima de la piel—. ¿No llevas medias? Eres muy atrevida, Juliet.

Ella se mostró muy ufana.

—La última vez que me trajiste al establo me quitaste la ropa interior y no me la devolviste. Agnes montó un espectáculo devolviéndomela cuando el vicario vino de visita. Virginia derramó el té y se manchó su mejor vestido.

Dos meses después de que naciera Kenneth, Lachlan llevó a su esposa al desván. Ambos se pasaron el día haciendo el amor, riendo y durmiendo en su búsqueda de la felicidad. Ella era el sol de sus días. La luna de sus noches. La alegría de su alma. El amor de su corazón.

Subió más la mano.

—Ese día también nos interrumpieron.

La interrupción se produjo cuando ella le pidió que le diera otro hijo. El se negó. Ella respetó sus deseos.

—Tuvimos una buena discusión —dijo ella imitando su acento escocés. Sin embargo, debajo de la burla subyacía el pesar, ya que había llevado sus embarazos sin problemas y dado a luz con alegría. Cinco hijos propios no eran suficientes para su Juliet. Sin embargo, para Lachlan, que también tenía a sus hijas ilegítimas, nueve eran demasiados.

—Eres maravillosa —dijo.

—Creía que era la luna de tus noches.

—Y lo eres.

—¿Y la lluvia en tu primavera?

—Y la piedra en mi zapato.

Ella fingió poner mala cara, pero lo estropeó al reírse por lo bajo.

—¿La espina en tu costado?

—El final de este interludio amoroso si vuelves a reírte así —soltó él.

Ella emitió una risita más peligrosa que si hubiera soltado una carcajada.

—¿Recuerdas la mañana que te seduje en la casa de madera de Smithson?

Lachlan se acordaba.

—Era más bien un invernadero. En realidad, me estaba acordando del día que me ataste a la cama en el castillo de Kinbairn.

—Fuiste un buen prisionero, excepto cuando te negaste a concederme lo que te pedí.

De haber sido una mujer astuta, aquel día Juliet hubiera conseguido ese hijo que quería, ya que le tenía ciego de pasión.

—Gané yo.

—Aquel día ganamos los dos, pero... —Algo atrajo su atención—. Mira —dijo señalando hacia el techo.

Lachlan estiró el cuello y vio un trozo de papel clavado en la viga con una flecha. Escrito en él, con la familiar letra de Sarah, se veían las palabras: «Te queremos, mamá».

Se sintió lleno de amor paternal. Sabedoras de que iba a llevar allí a Juliet, las muchachas habían dejado la almohada para que leyera el cariñoso mensaje. Mary, la mejor arquera de las cuatro, clavó la nota en un lugar donde era imposible que Juliet no lo viera. Aunque no era su madre, las chicas la querían como si lo fuera. Sin embargo, por el lugar donde se encontraban los mensajes, era indudable que ellas sabían que Lachlan y Juliet iban a hacer el amor en el desván ese día.

Con tan atractiva idea en mente, se metió bajo sus faldas y se entretuvo en su punto más sensible.

Ella no tardó en tirarle del pelo.

—Por favor, cariño.

Él gruñó suavemente, provocándole el primer estremecimiento cuando se rindió a la pasión. La belleza de su respuesta sin trabas le llegó al alma, y en cuanto se calmó, se colocó encima, entre sus muslos. Ardiendo también él de deseo, la penetró, aunque no lo bastante deprisa ni profundo, porque ella elevó las caderas y le apresó entre sus piernas.

La lujuria estuvo a punto de acabar con él.

—Dime que llevas puesta una de esas esponjas. —Las esponjas eran el segundo método más seguro para controlar el tamaño de la familia.

Su lenta sonrisa de respuesta le llenó de temor. No la llevaba.

Si Juliet movía un sólo músculo de cintura para abajo, él derramaría su semilla aumentando las probabilidades de que ella volviera a concebir.

Le dijo con la mirada que no.

La sonrisa de Juliet se convirtió en una expresión resignada.

—Sin resentimientos, amor —articuló sin hablar.

Él no necesitaba oír aquellas palabras; las había oído muchas veces a lo largo de los tres últimos años. Juliet esperó hasta que él se controló y luego se metió la mano en el corpiño y sacó una botellita tapada con un corcho. Con un rápido movimiento del pulgar mandó el tapón volando hacia el heno. El olor a agua de lilas invadió las fosas nasales de Lachlan.

Para provocarla, sacó la esponja empapada de la botella.

—Perdona un segundo. —Se colocó la esponja entre los dientes, la miró con lujuria y volvió a meterse debajo de sus faldas.

Ella esperó, preparada, lista y dispuesta. Con uno de sus movimientos más ingeniosos hasta aquel momento, él insertó la esponja y después la llevó hasta el orgasmo por segunda vez.

—Te necesito ya —dijo ella entre jadeos.

Lachlan no tuvo ningún problema para complacerla. Cuando acababa de unir de nuevo los cuerpos de ambos y empezaba a hacerle el amor en serio, se oyeron unas voces que venían de abajo.

—Tienes que dejarme ir contigo —decía Virginia MacKenzie, muy disgustada.

Lachlan gimió. Juliet le tapó la boca con la mano.

Sabía con quien estaba hablando Virginia: con su prometido, Cameron Cunningham. Con la esperanza de que se fueran pronto, Lachlan volvió a centrar su atención en Juliet.

 

Haciendo acopio de paciencia, Cameron siguió a Virginia hasta el último cubículo.

—No puedes acompañarme.

Ella se detuvo y se cruzó de brazos.

—¿Por qué no?

A Cameron le esperaba la aventura más importante de su vida. Aquélla iba a ser la primera vez que comandaría el barco de la familia, el mismísimo Highland Dream. Con MacAdoo Dundas como primer oficial y Briggs McCord como guía, Cameron planeaba navegar hasta China. En el futuro, cuando Virginia y él estuvieran casados, recorrería el mundo entero con ella en barco. De momento, le pareció más prudente hablarle en un tono razonable.

—Tu padre no te dejará venir.

—No tiene por qué enterarse hasta que nos hayamos ido. Le dejaré una nota.

—Eso no estaría nada bien.

—¿Qué no estaría bien? —Sus ojos azules oscuros brillaron de enfado y su preciosa cara enrojeció de cólera. Señaló el anillo de zafiros y perlas que él le había entregado antes—. Estamos prometidos. Esa debería ser razón suficiente. Papá sabe que no te vas a aprovechar de mí. Ni siquiera he tenido la menstruación todavía.

En boca de cualquier otra, tal observación hubiera sido escandalosa, pero Cameron conocía a Virginia MacKenzie desde el día de su bautizo, hacía diez años. Todavía le dolían los oídos al recordar durante cuánto tiempo y lo fuerte que había gritado. Entonces él tenía ocho años. Había crecido allí, en Rosshaven. Con Lachlan MacKenzie, el mejor hombre de las Highlands, aprendió agricultura. El anuncio del compromiso de Virginia y Cameron, hecho ese mismo día, no fue más que un formalismo. El matrimonio de ambos, al cabo de cinco años, marcaría el día más feliz de la vida de Cameron. Ella era su amiga especial, su conciencia. En una ocasión, ella le salvó la vida, y fueron numerosas las veces que le salvó el orgullo. Sus respectivos padres aprobaban fervientemente el matrimonio, ya que éste uniría a ambas familias.

En un intento por hacer que la negativa fuera menos dolorosa para ella, le dijo una mentira.

—No puedes acompañarme a Francia. —En realidad su destino era China. Ya se enteraría de la verdad al día siguiente por boca de su padre.

—Lottie dice que vas en busca de placeres, pero no quiere decirme qué significa eso.

—Lottie te está tomando el pelo.

Lottie MacKenzie formaba parte de la primera tanda de hijos del duque. En 1761, Lachlan MacKenzie fue a Londres para convencer al rey de que le devolviera las tierras y títulos que el padre de Lachlan perdió a consecuencia de la rebelión jacobita del 45. Antes de que transcurriera un año, Lachlan volvió con la corona ducal de Ross y cuatro hijas ilegítimas: Lottie, Sarah, Mary y Agnes. Las niñas, un año más jóvenes que Cameron, tenían todas una madre distinta. Nacieron con unas semanas de diferencia. El duque de Ross se encargó personalmente de educarlas. Y también de echarlas a perder.

Cameron aprendió aquella lección a fuerza de disgustos.

—No le hagas caso a Lottie.

Un rubor de incertidumbre coloreó las mejillas de Virginia.

—No te has fijado en mi vestido nuevo. ¿Te gusta?

Cameron había oído ese tono tímido a menudo.

—Sí, pero no me gusta que imites la astucia de Agnes.

—¿A qué te refieres?

Con tres sirenas y un ratón de biblioteca como mentoras, Virginia parecía mucho mayor de lo que era. Sin embargo, Cameron la conocía mejor que nadie. En presencia de su familia se comportaba como una buena hija y en un modelo a imitar para Lily, Rowena, Cora y Kenneth, sus hermanos menores. Cuando estaba con Cameron, aparecía la Virginia aventurera.

Recurrió a un método que había dado resultado en otras ocasiones.

—Cuando vuelva te traeré una sorpresa.

—No quiero más sorpresas. Tengo un baúl lleno de baratijas, telas bonitas y perfumes. El año pasado me llevaste a Glasgow.

—Entonces nos acompañaron mis padres.

—Quiero ir a Francia.

—Esta vez no, Virginia.

—¡Pero si ahora ya es todo oficial y tenemos nuestro propio símbolo! —Del elegante bolsito que colgaba de su muñeca, a juego con su vestido azul de satén, sacó una bufanda blanca de seda—. ¿Lo ves?

Imitando el diseño de los antiguos broches de los clanes, en el bordado de la tela destacaban un anillo de corazones atravesado por una flecha.

—La flecha es el símbolo del pueblo de tu madre, el clan Cameron. Los corazones son un homenaje a nuestra amistad y a nuestro amor, que será eterno. —No hubo rubor de vergüenza que acompañara tal declaración—. Tardé mucho en idearlo y me pasé toda una semana viniendo a los establos por la noche para bordarlo. Es un secreto. Quería que lo vieras tú antes que nadie. He ahorrado todo mi dinero, y cuando lleguemos a Francia haré que lo reproduzcan en oro y plata.

Cameron dijo lo primero que se le ocurrió.

—Un hombre no puede llevar corazones; eso es cosa de mujeres.

Los ojos de Virginia se llenaron de lágrimas.

—Es una pena que digas eso. Lo he hecho sólo para nosotros y nuestros hijos.

Cameron se puso inmediatamente a la defensiva, aunque se mantuvo firme.

—¡Ah! En ese caso lo siento —murmuró—. Me has cogido por sorpresa, nada más.

—Pues entonces no vuelvas a decepcionarme. Llévame contigo.

—No.

Ella miró a su alrededor, desesperada, como si fuera a encontrar un argumento mejor escondido en los establos. Lo encontró.

—Si te vas sin mí, dejaré que Jimmy Anderson me bese.

A Cameron se le encendió el genio. Virginia MacKenzie era suya y ningún otro hombre iba a tenerla.

—Si lo haces, te arrepentirás. —Podría haberla besado, pero ella era demasiado joven; ya llegaría el momento de intimar.

—Si me dejas aquí, cancelaré el compromiso.

Cameron se metió la bufanda en la manga y se dirigió hacia la puerta, picado en su orgullo.

—Hazlo si quieres. Yo sólo estuve de acuerdo por complacer a mis padres.

—¡Mentiroso! Lo dices para hacerme daño, porque eres un cobarde.

Eso era cierto, pero si no se marchaba en ese momento, lo más probable era que lo convenciera para que la llevara con él, despertando con ello la temible ira de su padre.

—No puedes venir conmigo, y el motivo no es sólo tu padre.

Virginia dejó de discutir. Cam no había querido decir aquellas hirientes palabras, lo único que quería era disfrutar de otra aventura masculina. Sin embargo, ella estaba harta de oírle narrar sus visitas a puertos exóticos. Quería verlos con sus propios ojos. El siempre estaba yendo y viniendo de Francia o del Báltico, pero esta vez era diferente; el valioso anillo de zafiro que llevaba en el dedo era la prueba. Ella no pensaba quedarse atrás.

Para prepararse, había convencido a Sarah para que le enseñara francés. Lottie le dio lecciones de etiqueta. Agnes le explicó la moneda francesa y Mary le ofreció una evaluación de los artesanos franceses. Haría que Cameron se enorgulleciera de ella y le ayudaría a llevar el barco.

Virginia no necesitaba discutir más cuando vio a su mejor amigo abandonar el establo. Cuando el barco de Cam levara anclas al día siguiente por la mañana, ella estaría escondida en la seguridad de la bodega del Highland Dream. O puede que viajara como polizón en el puesto del vigía. Le gustaba jugar allí.

Su padre se enfadaría mucho, pero como la boda de Lottie estaba muy cerca no iría detrás de Virginia si ésta estaba con Cameron.