CAPÍTULO 9

Todos rieron e intercambiaron anécdotas reunidos alrededor de un festín consistente en jamón con clavo y coles, cangrejos al vapor y un estofado de ostras a la crema. Rodeada de su familia, ante una mesa de roble, en un comedor privado, con manteles planchados y copas de cristal de Irlanda, Virginia se sentó al lado de Cameron y escuchó historia tras historia.

Agnes reveló que Cameron se había emborrachado tanto en Cantón que se subió a un barco con destino a San Francisco. Ella lo rescató antes de que levaran anclas, escoltada por la guardia del emperador.

Sarah, después de batallar sin éxito durante todo un año con los miembros de los colegios de Edimburgo, apadrinaba a un joven huérfano en la Universidad de Glasgow.

Lottie había conseguido que un Hannover visitara Tain, a pesar de la gran oposición que encontró.

En Londres, Mary había dejado constancia del primer día del padre de Cameron en la Cámara de los Comunes al dibujar una caricatura en la que se veía a sir Miles Cunningham ataviado con un elegante traje de terciopelo negro, de pie ante toda la Cámara y rodeado de ingleses vestidos con kilty sporran. La absurda idea de que la nobleza inglesa rindiera honores a los tartanes escoceses hizo caer sobre Mary un nuevo escándalo. Virginia y su familia se estuvieron riendo de esa anécdota hasta el postre.

Rodeada del calor de su familia, Virginia se sintió en cierto modo compensada por las solitarias noches que había pasado acurrucada en un incómodo jergón. Aquella niña, y los sucesos que habían conformado su vida, parecían quedar muy lejos de la feliz mujer que ahora estaba presente en esta acogedora reunión. Tenía una copa en la mano. La comida se deshacía en su boca. Cameron le había hecho más de un cumplido, como que el color rosa de su vestido era del tono que más le gustaba y que ella olía mejor que la más hermosa de las flores. Se rió de un modo encantador cuando ella relató la historia del general Arnold y los desafortunados álamos de Poplar Knoll.

Lachlan pidió más vino antes de brindar por tercera vez por haber recuperado a Virginia. Cuando todas las copas estuvieron llenas de nuevo, tuvo un recuerdo para Quentin Brown.

—Por el piloto que nos condujo hasta Virginia.

Cameron se aclaró la garganta con un sonido -un gesto-, que Virginia recordaba de su infancia. Alzó la vista. Los ojos de ambos se encontraron. Él le guiñó un ojo y susurró tapándose la boca con la servilleta:

—Después brindará por el carpintero que hizo el timón del barco.

Virginia hizo un gran esfuerzo para contener la risa.

—Cunningham —dijo su padre—. ¿Te espera alguien en Londres, muchacho?

Cameron se quedó inmóvil con una pinza de cangrejo en la mano. Agnes y Juliet intercambiaron una mirada y luego le miraron a él. Virginia se quedó perpleja.

Cameron se entretuvo en masticar. Dejó pasar más tiempo mientas dejaba la pinza y se limpiaba las manos y la boca.

—No lo sabré hasta que llegue a Glasgow —dijo por fin—. Espero que su viaje a Boston sea productivo.

Lachlan se encogió de hombros, pero teniendo en cuenta la reacción de Cameron, ese gesto parecía inadecuado.

—Eres libre de seguir camino hasta Londres en cuanto hayas dejado a Virginia y a Agnes con Napier. Estoy seguro de que tienes asuntos allí que requieren tu atención.

—¿No pensará que voy a dejar Glasgow sin saber lo que ha encontrado usted en Boston? —preguntó Cameron ligeramente divertido—. Es una gran ciudad.

—Me han dicho que tienen una compañía de teatro que representa un espectáculo de indios —intervino Juliet—. Me gustaría verla.

Aunque Cameron no dijo nada, Virginia sabía que estaba haciendo un esfuerzo por serenarse. ¿Por qué? ¿Por el tono autoritario de su padre o por su sentido posesivo respecto de ella? No lo sabía, pero claro, tampoco sabía lo que había sucedido entre ellos durante su ausencia. El último año que ella estuvo en Escocia su padre solía separar a Cameron y a Virginia.

—¿Te apetece más tarta? —le preguntó Cameron.

Ante aquella sencilla pregunta, una cortesía que llevaba años sin oír, el corazón de Virginia se aceleró. Había superado esos días difíciles y no tardaría en reclamar su lugar en la vida de Cameron. Ambos se reirían juntos de su falsa pérdida de memoria.

—No. Con este corsé sería incapaz de comer un bocado más y seguir respirando.

Agnes se quedó paralizada con el tenedor lleno de comida a medio camino de su boca. Juliet apretó la copa. Lachlan se quedó mirando los faisanes que colgaban del techo.

Virginia se entristeció por su desliz verbal y deseó poder retirar aquellas palabras. ¿Cómo podía haber cometido el descuido de hablar de su ropa interior en la mesa? Sabía que eso no era correcto. Se encontraba demasiado cómoda con ellos. Demasiadas risas, demasiadas historias contadas en buena camaradería, demasiado vino afrutado.

El único que no reaccionó ante su mala educación fue Cameron.

—Necesitarás que alguien te ayude a soltar los cordones —dijo, dejando su copa y posando la mirada en sus pechos.

Por la despreocupación con que lo dijo igual podría haberle dicho que el vestido era muy bonito. Desde luego, nada en el tono o en el volumen de su voz sugería nada vulgar. Virginia se echó a reír.

Su padre se aclaró la garganta. La actitud de Cameron se volvió distante.

¿Habría herido sus sentimientos? Seguro que no, porque un comentario tan atrevido hubiera justificado una bofetada en su hermoso rostro. A menos que ella, al hablar con tanta franqueza, le hubiera animado. ¿Era ese el caso? No lo sabía.

—Un chelín por tus pensamientos —le dijo.

Él se llevó la copa de vino a los labios. En su mejilla apareció un hoyuelo y los ojos le brillaron de malicia.

—Lo que estoy pensando vale más de un chelín.

Ella quería saberlo, pero no se atrevía a tomarse más confianzas con él estando su familia presente. Más adelante, cuando hubiera dejado de fastidiar conversaciones y de avergonzarlos a todos, contaría chistes y daría réplicas inteligentes, pero en ese momento era mejor recurrir a la verdad, disimulándola con un doble sentido.

—Puede que lo único que pueda permitirme ahora mismo sea un chelín.

Él entendió, porque entrecerró los ojos.

—Estaría dispuesto a permitirte tres intentos gratis como incentivo.

Cameron siempre había sido muy tenaz cuando quería algo. Ser el objeto de su insistencia la halagaba y asustaba a la vez; por eso prefirió ir con cuidado.

—¿Y si no lo adivino a la tercera?

—Tendré que empezar a cobrar.

Virginia hizo un esfuerzo para seguir calmada cuando lo que quería era tirarle el contenido de la copa a la cara. No tendría esa expresión de satisfacción con el vino tinto goteándole por la barbilla y manchándole el pañuelo de seda perfectamente anudado que llevaba al cuello.

—Es un déspota —dijo su madre, aunque se estaba riendo por lo bajo.

Agnes intentó llevar a su padre a una discusión sobre el nuevo motor de Napier, pero él la escuchó solo a medias.

—¡Oh, muy bien! Te daré una pista. —Cameron se acercó a ella y dijo—: No estaba pensando en escupirte en la mano.

Cuando vio que ella se quedaba completamente atónita, se felicitó a sí mismo y, dirigiéndose al resto de los comensales, declaró:

—Estaba pensando que los MacKenzie irlandeses de Boston se van a llevar una sorpresa.

Virginia se relajó. Agnes olvidó su intento de distraer a Lachlan.

—Los MacKenzie de Boston son irlandeses y harán lo que puedan —dijo Lachlan riéndose.

—Claro que sí, mi amor —dijo Juliet—, siempre y cuando les compres whisky.

El carácter tacaño de Lachlan asomó a la luz.

—No voy a rebajarnos a los dos gastando dinero en tabernas.

—Lo sé. —Ella le acarició el brazo, pero en sus ojos había un tenue destello de malicia—. ¿Qué les pasó a tus parientes? ¿Qué fue lo que obligó a algunos a irse a Irlanda?

Él sonrió con afabilidad.

—Mis antepasados los ahuyentaron.

Agnes sacudió la cabeza fingiendo compasión.

—Eso es algo que diría alguien medio Campbell.

Su padre la señaló con un dedo.

—Los Campbell nunca dicen nada bueno.

Cameron se felicitó a sí mismo. En aquella familia reinaba la alegría, pero aquella noche notaba una cierta reserva en los duques que no se debía a lo que hubiera ocurrido entre Cameron y Virginia. Los padres de Virginia tenían esa actitud porque conocían el engaño de su hija. Virginia. De nuevo con ellos. Con Cameron.

Le invadió la alegría y por enésima vez se preguntó si no estaría soñando que ella estaba allí.

De vez en cuando le llegaba un ligero aroma a violetas. Ella se había lavado el pelo y llevaba puesto un vestido que él no conocía. Era de satén rosa, con lazos en los hombros y encaje en el cuello, bien conservado, pero muy pasado de moda. Le gustaría verla vestida con un rico terciopelo verde y con un atrevido escote. Se imaginó un vestido adornado con encaje color crema a juego con su preciosa tez. Para acentuar el brillo de su pelo se la imaginó con un cinturón dorado rodeando su estrecha cintura. Un sporran de filigrana de oro, salpicado de esmeraldas y rematado con diminutas borlas, colgaría de una cadena, desviando su atención hacia su femineidad.

En poco más pudo pensar durante el resto de la velada que no fuera en poseerla. Virginia debió notar que la estaba mirando, porque levantó la barbilla y ladeó la cabeza obligándolo a fijarse en su elegante perfil, y, cuando ella descansó la mano en su brazo, a él se le aligeró el corazón. Femenina hasta el último de los rizos que se curvaban en sus sienes, siempre había tenido la elegancia de su madre y el carácter autoritario de su padre. Las mejores cualidades de cada uno de ellos, como le gustaba decir a Lachland. Cameron estaba de acuerdo con él.

Ella se giró un poco más y le dirigió una tímida sonrisa. Al mirarla a los ojos, Cameron tuvo la sensación de estar espiando a través de la cerradura de una puerta que ella misma había cerrado. La Virginia que él conocía, la que no fingía ni decía mentiras, se encontraba detrás de ella. ¿Seguiría siendo como la recordaba, o los años la habrían endurecido? ¿La vida les había privado de su destino, o simplemente lo había retrasado?

Esperaba que fuera eso último.

—¿Tengo monos en la cara? —preguntó ella—. ¿O es que estás buscando una forma nueva de fastidiarme?

Sus familiares se echaron a reír al oírla.

—Esta es mi Rasqueta —presumió su padre.

Cameron sacó a relucir su encanto.

—No a las dos preguntas. Estás preciosa.

A ella se le ocurrió una réplica aguda que le transmitió con la mirada, pero se lo pensó mejor y se limitó a darle las gracias.

—Virginia planea conocer a Horace Redding en cuanto llegue a Glasgow —intervino lady Juliet.

—¿Redding? —Lachlan paseó la mirada entre su esposa y Virginia.

—El pensador revolucionario —ofreció Cameron, anticipando la discusión que se avecinaba.

Lachlan dejó de golpe la copa.

—¡Agitador! Perdió la poca audiencia que le quedaba el día que las Colonias se independizaron. Entonces se trajo todo su orgullo a Escocia. Escucha bien lo que te digo: el sheriff Jenkins se encargará de él.

—Esperemos que el buen sheriff tenga más éxito que en el pasado. Jenkins sería incapaz de mantener el orden en un convento de monjes.

Lachlan amenazó con un dedo a Virginia.

—Te mantendrás alejada de Horace Redding.

Cameron esperaba que ella protestara igual que habrían hecho las otras hijas de Lachlan. Sin embargo, Virginia parecía perpleja. Se volvió hacia Cameron.

—¿Escocia se ha olvidado del autogobierno?

Una pregunta muy interesante viniendo de una mujer que no podía recordar su origen. No obstante, había mencionado que leía los periódicos.

—No.

—Ésa es la filosofía de Redding: el autogobierno —afirmó como si ellos se hubieran olvidado de algo fundamental.

—Cierto, pero eso ya no importa, porque tu padre se ha convertido en una especie de enemigo de Redding.

—¡Oh! —Virginia bebió un largo sorbo de vino—. Siento oír eso. Creía...

—No te enfades por eso, muchacha. —El tono apaciguador de su padre restó fuerza a la declaración. O quizá fuera que Virginia estaba tan pendiente de mantener la fachada que no iba a defender su postura.

A Cameron no le pareció que estuviera furiosa. La fuerza de la costumbre le animó a dirigirse a Lachlan para ayudarla.

—Excelencia, ¿no deberíamos escuchar lo que Virginia tenga que decir? La ha interrumpido.

Lachlan frunció el ceño, una reacción que habría censurado en otros, pero ahí estaban implicados su corazón y su orgullo.

—Cameron tiene razón —dijo Juliet, dirigiéndole a Virginia una sonrisa de ánimo—. Termina lo que ibas a decir, querida.

Virginia se llevó la servilleta a los labios y se entretuvo en doblarla.

—No estoy enfadada. Sólo decepcionada.

Aquella sinceridad capturó la atención de su padre.

—¿Por qué, muchacha?

—Por dos razones, papá. —Le miró de frente—. En primer lugar, no esperaba tener que desobedecerte tan pronto, y en segundo, porque esperaba que me entendieras. —Se dirigió a los demás—. Llevo diez años sin vivir en Escocia y la mayor parte del tiempo no estoy segura de haber vivido allí alguna vez.

Cameron contuvo la respiración. Lachlan sabía que ella mentía y estaba enfadado por su defensa de Redding. Ambas cosas juntas podían bastar para que se olvidara de todo y se enfrentara a ella. Esperaba que no lo hiciera, ya que tenían años por delante para averiguar qué se escondía tras la farsa de Virginia.

Lachlan recogió la copa y saludó con ella a los presentes.

—Ese poeta de Warwickshire nos quiere hacer creer que la pluma es más poderosa que la espada. —Apoyó un codo sobre la mesa y bajó la voz como si estuviera contando un secreto—. Sin embargo, no conozco ninguna batalla en la que eso haya sucedido.

Agnes se echó a reír y su alegría fue como dar luz verde a los demás, excepto a lady Juliet, que intentó disimular un bostezo.

—Vete a la cama, amor —dijo Lachlan—. Yo voy a dar un pequeño paseo con Cameron y luego me reuniré contigo.

Ella le besó en la mejilla.

—Agnes, Virginia, vámonos.

Las mujeres se movieron para levantarse. Cameron se puso en pie y retiró la silla de Virginia.

—¿Le digo a una doncella que te despierte?

—No, soy madrugadora.

Mientras ella acompañaba a su madre y a Agnes por el pasillo, Cameron recordó lo que había dicho Lachlan en el sentido de que no tenía valor para averiguar si Virginia contestaba a otro nombre.

—Duquesa —llamó para comprobarlo.

Tanto Virginia como Juliet volvieron la cabeza.

—¿Si? —preguntó la duquesa de Ross.

Virginia agachó la cabeza y se miró las manos.

A espaldas de Cameron, el duque escupió una maldición.

—¡Santo Dios! —susurró—. La despojaron incluso de su nombre.

Con todo su pesar, Cameron supo que el tonelero no había mentido.

—¿Querías algo? —preguntó la verdadera duquesa.

—Sólo desearle buenas noches, Excelencia —respondió Cameron—. Y que tenga un buen viaje hasta Boston.

—Gracias, muchacho. Cuida bien de nuestra Virginia.

Él deseó que Virginia levantara la vista. Para su alivio, lo hizo.

—Lo haré —dijo cuando sus ojos se encontraron.

Aquella noche tenía intención de sentar las bases del viaje de vuelta a casa. Una vez que llegara a Glasgow, y los MacKenzie se abalanzaran sobre ella, iba a necesitar a Cameron; aunque Virginia no lo sabía aún. No obstante, no pensaba convertirse en un mero peón, sino en su amante. No pensaba sostenerle la mano sin tener también su corazón y su alma.

En cuanto hubiera hablado con su padre, Cameron planeaba investigar a Virginia MacKenzie más a fondo, pero antes tenía que pasar por la trastienda.

 

Virginia se aplicó hamamelis en los arañazos que la gatita le había hecho unas horas antes. Su madre siempre viajaba con un cofre de medicinas. Cuando llegara el momento, se haría con uno propio. Tendría uno muy completo. Compraría el libro de Fanny Lundstrom como guía de cultivo y prepararía sus propios remedios. Algún día se lo pasaría a su hija.

En la soledad de su habitación de la posada, Virginia se olvidó de las apariencias. Nada de mentiras allí. Sólo ella, libre y más feliz que nadie en el mundo; sobre todo, más que una niña separada a la fuerza de las personas que amaba.

Volvió a pensar en Saffronia, la mujer que le dio su primera compresa para la menstruación. Ese mismo día había comprado más paños en previsión de los próximos meses. Sin poder resistirse a volver a cepillarse el pelo, cogió el cepillo. Las finas cerdas le hicieron cosquillas en la cabeza y dieron brillo a su cabello.

Su cepillo. Sus vestidos. Su peine y su espejo. Eran cosas corrientes, pero eran suyas, y la prueba tangible de que había recuperado su vida. Al tocar sus posesiones, se le aligeró el corazón hasta el punto de pensar que iba a echar a volar por la habitación.

Se abrochó el camisón, le dio las buenas noches a la gatita y se acercó a la ventana. Su dormitorio quedaba frente a un callejón oscuro, pero si apoyaba la mejilla contra el cristal podía ver la actividad de la calle siguiente. Soltó el pestillo, abrió la ventana y se asomó. El aire olía a mar y a ciudad y se oían las voces de los borrachos y las rameras.

Sintió un enorme peso encima y se aferró al marco de la ventana. Sabía qué era lo que la inquietaba. Había creído como una tonta que sus problemas se terminarían una vez que saliera de la plantación, pero se dio cuenta con tristeza de que no había ido sola a Norfolk: la soledad había viajado con ella.

Las lágrimas inundaron sus ojos y tuvo que morderse el labio para contener un sollozo. Había sido una niña fuerte. La última vez que su familia la vio era una persona resuelta. Ahora, por culpa de su mentira, tenía que mantenerse a distancia de ellos.

Cerró la ventana y se metió en la cama. Acababa de ahuecar la almohada por décima vez cuando alguien llamó a la puerta. Cogió su tartán, encendió una vela y fue a ver quién era.

En el umbral estaba Cameron, con una lechera y un plato en una mano y dos jarras en la otra. La miró con atención.

—Has estado llorando.

—No podía dormir —fue la mejor excusa que se le ocurrió—. ¿Qué llevas ahí?

Él alegró la expresión y entrechocó los talones al modo militar.

—Limonada para nosotros y leche para Hixup.

Se había cambiado el traje de etiqueta de la cena por el kilt. Llevaba la misma camisa y la misma corbata de seda, la cual seguía perfectamente anudada. Así vestido parecía distinto, aun siendo el mismo. Una cosa era segura; no parecía tener nada de sueño.

—¿Hixup? —fue lo único que se le ocurrió decir a ella.

—La gatita. Es mejor nombre para un gato de barco que Sirena o Baltasar.

—¿Gato de barco? Creía que me la habías regalado.

—En ese caso, deberíamos hablar de ello. ¿Puedo entrar?

De nuevo la conquistó el sonido de los buenos modales. Antes de que pudiera recordar las normas del decoro, él le puso las jarras en las manos y se fue derecho a la cesta donde dormía el animal.

Habló con él como si le estuviera hablando a un amigo de siempre, lo cogió y le acercó la nariz a la lechera. La gatita maulló e intentó lanzarse de cabeza a la leche.

—¡Quieta! —La apartó—. Voy a necesitar ayuda Virginia. —Apretó al gato contra su pecho. El nervioso y hambriento animal trepó hasta su hombro y bajó por su brazo para volver a la leche—. Cierra la puerta para que no se escape —ordenó sin demostrar que aquellas garras como agujas le hubieran hecho daño.

Virginia hizo lo que le pedía y luego le quitó la lechera y el platillo.

Él se sentó en el suelo. Ella se sentó a su lado y echó la leche en el plato. En cuanto Cameron liberó a la gata, ésta corrió hacia el platillo y empezó a beber.

—La has bañado.

—Apestaba a pescado. No podía tenerla aquí con ese olor.

Ella siempre se encargaba de sus mascotas.

—¿Tienes algo nuevo que decirme? —preguntó Virginia.

—Se me ha ocurrido que a lo mejor estabas preocupada o asustada por el viaje.

Cualquier reserva que pudiera tener sobre el regreso a Escocia palideció al darse cuenta de que le había dejado entrar en su dormitorio. Sin embargo, era demasiado tarde para arrepentirse. Le dejaría quedarse unos minutos y luego le pediría que se marchara.

—¿Por qué iba a estar preocupada? —El miedo tenía que guardárselo para ella porque iba unido a la soledad.

Él le entregó una de las tazas y dio un sorbo largo de la suya.

—Estaremos en el mar varias semanas y hay poca intimidad.

La vida de servidumbre la había preparado para eso.

—Estaré bien.

—A diferencia de tu hermana Mary, tú nunca te has mareado. Te lo digo por si tenías alguna duda.

Una mujer con poca memoria debería haber pensado en los pros y los contras de un viaje largo.

—No lo había pensado. —Para disimular su error dio un trago del zumo azucarado.

—¿No? —Cameron rascó a la gatita detrás de las orejas—. ¿En qué has pensado?

«En lo mucho que te quiero», quiso decir ella. «En lo valioso que es cada instante que paso en tu compañía». La esperanza de un futuro la obligó a guardar silencio sobre lo que sentía, pero no pudo resistirse a acercarse más a él.

—Me estaba preguntando de qué habéis hablado papá y tú... durante vuestro paseo.

—De viajes, del puerto de Boston... de tonterías —respondió él, restándole importancia.

Ella siguió su ejemplo y mantuvo un tono de voz despreocupado.

—Insistió mucho en que siguieras camino hasta Londres. ¿Eso te molestó?

—¿Molestarme? —Él sacudió la cabeza—. No.

Olvidando las sutilezas, Virginia lanzó un bufido y le dirigió una mirada cargada de paciencia.

—Mentiroso.

La luz de la solitaria vela le iluminaba sólo la mitad de la cara, pero su mirada era firme y escrutadora.

—Quiere mantenerte alejada de mí. Quiere dirigir tu vida.

Ahora sí que estaban llegando a alguna parte.

—En ese caso, ¿por qué se va a Boston y me manda a Glasgow contigo?

La vulnerabilidad que escondía aquella pregunta desentonaba con la confianza que brillaba en sus ojos. Él paseó la mirada por su cabello, que era sólo un poco más largo que el suyo. A ella se le aceleró el pulso y sus pensamientos tomaron un rumbo romántico. Ambos estaban acuciados por una pasión que ninguno de los dos podía negar. Él no podía resistirse a tocarla y ella no podía negárselo.

La gata maulló y rompió el hechizo. Virginia puso más leche en el plato.

—Estábamos hablando de mi padre.

Cameron estiró una mano hacia ella.

—Dejemos de hacerlo.

Ella se apartó.

—Hagámoslo.

Él dejó caer la mano. Tras una leve vacilación, se encogió de hombros. El extremo de su tartán, un rectángulo de tela que envolvía su cuerpo y se sujetaba a la cintura por medio de un cinturón, le resbaló del hombro.

—Dijiste que preferías ir a Glasgow en vez de a Tain.

Estaba trazando círculos en torno a la pregunta, pero ella estaba decidida a obtener una respuesta.

—Si está tan decidido a dirigir mi vida, ¿por qué cede a mis deseos?

—No es ningún ogro, y por si no lo recuerdas, me ordenó ir directamente a Londres.

—¿Tienes algún asunto importante allí?

—¿Te he dicho que mi padre ocupa un escaño en la Cámara de los Comunes?

Si él podía ser así de obtuso, ella podía ser coqueta.

—¡Vaya! ¿Han cambiado las fechas de las sesiones?

—¿Cómo sabes cuándo son?

Ella hizo acopio de paciencia.

—¿Te acuerdas del Virginia Gazette?

—¡Claro! —Le palmeó la mano al tiempo que lanzaba una risa de autocrítica—. Perdóname.

Su encanto probablemente le había granjeado el perdón por errores mucho más graves. Virginia estaba dispuesta a dejar el tema de sus asuntos en Londres de momento, pero les esperaba un largo viaje y tendría mucho tiempo para preguntarle. Escogió un tema más inminente.

—Me preguntaba cómo debo vestirme en el barco.

—¿Sí? —preguntó él en voz baja con la atención puesta en la gatita.

Parecía muy interesado, y eso la complacía mucho. Podía haber esperado y preguntárselo a Agnes por la mañana, pero Cameron estaba allí y era evidente que quería hablar. Le puso la mano en la rodilla cubierta por el tartán.

—Sí. ¿Estaré cómoda con mis elegantes vestidos?

Él posó la mirada en su mano.

—Conmigo siempre estuviste a gusto, sin importar las circunstancias. —A ella le empezó a sudar y a temblar la mano, pero no podía apartarla—. Respondiendo a tu pregunta, estarás más cómoda con ropa gastada, o si te atreves, puedes ponerte unos pantalones de marinero.

Ya había avergonzado a Agnes y a su familia en la mesa con su mal comportamiento y no pensaba volver a hacerlo.

—¿Qué se va a poner Agnes?

—Lottie ha diseñado una versión femenina de los pantalones de marinero. —Movió las cejas—. Es muy revolucionario.

—Eso me parece perfecto. Lo sé todo sobre revoluciones.

Él se rió por lo bajo.

—Cierto.

Como un nuevo puente cruzando el río del tiempo, la camaradería del momento la tranquilizó y la impulsó a decir:

—Aunque Agnes es mucho más pequeña que yo. No voy a poder ponerme su revolucionaria ropa.

—Te buscaré algo cómodo.

Su recién adquirida independencia se reafirmó.

—Tengo dinero.

Él la miró con una sonrisa indulgente.

—¿De tu madre?

Ella apartó la mano.

—De mi salario.

—No es necesario que lo gastes en unos pantalones de marinero. Tengo varios guardados en el armario del sobrecargo. Vas a necesitar tu costurero.

Volvió a acariciar al gatito. Como había hecho en muchas ocasiones desde que él llegó, Virginia le contempló como a distancia, como si estuviera soñando que ella y Cameron Cunnigham estaban sentados en el suelo con las piernas cruzadas, hablando de cosas de todos los días.

Él levantó otra vez la vista.

—Tienes una sonrisa cautivadora.

Ella enrojeció, sintiéndose como un mirón en una ventana a quien hubieran descubierto fisgoneando.

—Dame las manos. —Cuando ella lo hizo, él entrelazó los dedos con los suyos—. Virginia, prométeme una cosa.

Ella se puso en guardia al oír la suavidad de su tono.

—Creo que no deberíamos...

—Tú sólo escúchame hasta el final. —Le apretó las manos y continuó con voz entrecortada—. Si alguna vez tienes miedo, júrame que me llamarás.

A ella se le cerró la garganta de amor por él y no le salieron las palabras.

—Estaré ahí para ayudarte. —Se acercó más a ella y presionó la mejilla contra la suya. Su aliento era cálido contra su oído y olía a una fragancia exótica que ella no podía identificar—. Si te ves acosada por los malos recuerdos, o por horribles experiencias de tu pasado, prométeme que me lo dirás. Nos enfrentaremos juntos a ello.

A ella se le escapó un sollozo. Él la abrazó, la levantó en brazos y se la puso en el regazo. Al no llevar ni el incómodo corsé ni el pesado vestido, notó el calor y la fuerza de Cameron a través del camisón de algodón.

—Todavía no te has dado cuenta —continuó él— de hasta qué punto puedes confiar en mí. Compartirlo todo... el dolor, la alegría, el orgullo del trabajo bien hecho, siempre lo hicimos así.

Este hombre era su Cam, y lo único que ella quería era sentir sus labios sobre los suyos otra vez. Al primer contacto con su boca le empezó a dar vueltas la cabeza y se quedó sin aliento. No podía saciarse de él, no podía acercarse lo suficiente, no podía apagar la sed de una década separada de él.

No podía decirle la verdad con palabras, pero su cuerpo no podía mentir. Tranquilizada por esa certeza, profundizó el beso del modo que él le había enseñado, como siempre planearon. ¿No había dicho él que ella hablaba demasiado? Sí, y si no podía decirle lo que guardaba en su corazón, podía demostrárselo.

A él debió complacerle su decisión, ya que emitió un gruñido sordo que vibró en ella, creando un doloroso vacío en su interior. Le cogió la cabeza entre las manos y le acarició las orejas y las mejillas. El leve rastro de barba que encontró allí le cosquilleó en las palmas. Siguiendo un impulso, hundió los dedos en su pelo. La cinta que se lo recogía en la nuca se soltó y el pelo cayó en cascada sobre sus hombros.

Con una insistencia y una decisión que prometían poner fin a su anhelo, la llevó al borde del desmayo. Cubrió de besos su mejilla, su cuello y más abajo. ¿Cómo se le había desabrochado el vestido? Cuando el cálido aliento de Cameron le acarició el pecho y sus labios se cerraron en torno al pezón, le dio igual saber cómo había llegado hasta allí, tan sólo rezó para que no se detuviera. Cuando él empezó a succionar con suavidad, ella no pudo contener un gemido.

Cameron cambió al otro pecho y le prodigó las mismas atenciones, succionando, lamiendo y preparándola para algo que ella desconocía.

La felicidad la rodeó como una manta, pero con ella llegó una nueva necesidad, un ansia que fue adueñándose poco a poco de su corazón y despertando a la vida. Sintió deseo de verdad, no ese impulso romántico de su juventud, sino el profundo y sensual anhelo de una mujer por su hombre.

La caricia de la mano de Cameron en la cara interna de su muslo era como estar en el cielo; le temblaron las rodillas, pero cuando él la tocó con mayor intimidad, ella se quedó congelada. Antiguos horrores salieron a su encuentro. Cerró las piernas con fuerza para sacarlo de allí.

—No. No me toques ahí.

Él retiró la mano, y su boca abandonó el pecho de Virginia. La abrazó con ternura y la acunó.

—Lo siento, Virginia.

Lo había entendido mal. La culpa era de ella y de la degradación a la que había sido sometida. Aunque las cosas mejoraran para ambos si ella se desahogaba, no encontraba las palabras necesarias para contárselo. Sólo Merriweather sabía el grado de sufrimiento de Virginia, y fueron necesarios casi dos años para que sus ojos dejaran de reflejar compasión. Pero ningún hombre civilizado, y menos aún un amante, aprobaría las perversiones de su vida en Poplar Knoll.

Aún así, le debía alguna explicación.

—La culpa es mía, no tuya.

—¿Alguien te ha hecho daño? ¿Un hombre?

Él creía que el mayor daño que podía sufrir una mujer tenía que provenir del macho de la especie. Se equivocaba. Las mujeres podían ser despiadadas con las de su mismo género. Virginia aprendió esa lección en carne propia. En una época en la que los hombres gobernaban el mundo, las mujeres deberían apoyarse unas a otras, deberían ser hermanas protectoras, tías devotas y madres cariñosas, no villanos retorcidos, impacientes por asestar los golpes más crueles. La vulnerabilidad que compartía todo el sexo débil debería ser el catalizador de la confianza y el honor, no una licencia para herir y traicionar. Pero lo era.

—No tengas miedo, Virginia. Cuéntamelo.

—Es algo borroso. No estoy segura. —Tampoco quería pensar en traiciones pasadas.

—Probablemente no lo recuerdes, pero hace años, mientras cabalgábamos, mi caballo me tiró en medio de unas zarzas. Tú te pasaste horas quitándome espinas del trasero. En ningún momento me preocupó que fueras a decirle a alguien la cantidad de veces que grité de dolor.

Ese día ella gritó con él. Cameron se quitó los pantalones ofreciéndole su primera visión de un hombre desnudo. Los pocos años de ella, y la crisis a la que se enfrentaban, hicieron que el suceso fuera algo muy inocente. Sin embargo, no había nada de ingenuo en la forma en que sus manos vagaban ahora por el cuerpo de Virginia.

—Siempre fuiste mi verdadero corazón —susurró él.

«Se acabó el desmayarse por otros galanes -había bromeado él en la ceremonia de los esponsales, cuando le puso el anillo en el dedo-. Tú eres mi verdadero corazón y yo soy tu hombre. El único».

Hasta que él llegó a Virginia, ella no recibió su primer beso, porque el picotazo que le dio en la mejilla años atrás no contaba. Nunca se imaginó la pasión, y menos el dolor, que se extendía por sus ingles y hacía que su decisión se desvaneciera.

—¿Qué te divierte tanto? —preguntó él.

—Estaba pensando que la toma de decisiones está muy sobrevalorada, ¿verdad?

Los ojos de Cameron brillaron de felicidad.

—Sobre todo entre tú y yo. Y ese ceño fruncido tiene que desaparecer. —La besó ahí y luego observó el resultado—. Así está mejor.

El siguiente beso fue casto comparado con el anterior. Se sintió atrapada, arrastrada por su amor. La fuerza de su abrazo y el absoluto sosiego que él le producía le provocó deseos de gritar a pleno pulmón, pero otras necesidades más físicas la acuciaban.

Siguiendo su ejemplo, Virginia permitió que sus manos vagaran por su torso y sus brazos y, cuando volvieron a introducirse entre su pelo, Cameron la tumbó de espaldas sobre la alfombra, frente al hogar. Se desató la corbata de un tirón seco. Los extremos de seda se arrastraron por el cuerpo de ella.

—Desabróchame la camisa.

Hipnotizada por su mirada soñadora, alzó los brazos y soltó los botones de nácar.

—Tócame.

Tenía el torso cubierto de una suave y mullida capa de vello, pero debajo de esa suavidad había unos músculos tensos por el esfuerzo de mantenerse en vilo sobre ella.

—Ven aquí —se oyó decir Virginia.

Él se tumbó sobre ella con las pelvis de ambos unidas. Ella notó su deseo, insistente y descarado, contra la pierna. Mientras yacía debajo de él, una década de esperanzas frustradas y sueños rotos desapareció como las estrellas al amanecer.

Una descarga de sensaciones explotó en su cabeza, y cuando le rodeó el cuello con las manos y descubrió lo rápido que le latía el pulso, la rítmica palpitación obtuvo respuesta en su corazón de mujer. Cameron ladeó la cabeza, abrió su boca sobre la de ella y buscó la entrada. Ella se lo permitió, y los suaves movimientos de su lengua se acompasaron perfectamente con el de sus caderas.

El deseo rugió en sus oídos y vibró en su vientre. Cerró los puños.

—¡Ay!

Le había tirado del pelo del pecho.

—¿Te he hecho daño? —preguntó ante la expresión soñadora de sus ojos.

Él le dirigió una sonrisa cautelosa y sabedora, y enarcó las cejas.

—Sí, y conozco el remedio exacto. Ven conmigo.

Se puso en pie y le ofreció la mano. Ella le permitió que la levantara.

—Cierra los ojos.

Ella obedeció. Entonces él volvió a besarla, tocándola sólo con los labios. Parecía muy sereno y controlado, mientras que ella se tambaleaba al borde de algo maravilloso. Impaciente por descubrir qué era, deslizó la lengua entre sus labios y le arrancó un gemido.

Oyó un susurro de ropa, el sonido del cinturón de cuero al resbalar y se tambaleó cuando la lengua de él se enroscó con la suya en una danza atrevida y sensual. Se sujetó a él para mantener el equilibrio y sus manos se toparon con una piel caliente y desnuda. El descubrimiento, lejos de sorprenderla, le dio ideas y la llevó a recorrer la anchura de sus hombros y los fuertes músculos de sus brazos. El aire frío le acarició las rodillas y los muslos cuando Cameron interrumpió el beso para despojarla del camisón. Luego la envolvió con sus brazos, poniendo en contacto los cuerpos de ambos desde los labios hasta los dedos de los pies y en otro centenar de sitios más interesantes que se encontraban entre ellos.

El vello de su pecho le atormentaba los pezones, y su erección descansaba, caliente y dura, contra el vientre de ella. Virginia se sentía húmeda y vacía, pero él ya debía saberlo, porque le deslizó las manos por la espalda y más abajo y le rodeó las nalgas para acercarla más. Cuando empezó a moverse contra ella, con un movimiento ondulante, Virginia desfalleció.

Él la alzó en brazos y, con una tranquilidad diametralmente opuesta a la sensación de urgencia de ella, se acercó a la cama.

—Retira las sábanas.

Se agachó, esperó a que apartara la manta y entonces la depositó sobre el colchón y se tumbó encima de ella.

—Separa las piernas.

Se le vinieron a la mente imágenes del doctor y la fría mesa de mármol. Se encogió y pronunció la palabra que tenía prohibido decir en Poplar Knoll.

—No.

—¿No? Creía que me deseabas.

El sonido arrastrado de su voz tuvo un efecto tranquilizador, pero los recuerdos estaban demasiado grabados en ella.

—No me vas a forzar.

—¿Forzar? Soy yo, Cameron.

La besó otra vez y le susurró palabras de amor en escocés. Oír el sonido de las cariñosas expresiones en el idioma de su infancia eliminó cualquier pensamiento que no estuviera relacionado con él.

—Ábrelas para mí.

Estaba tan desesperada por tenerlo que si él se lo hubiera pedido se habría puesto a andar con las manos. Entonces, él empezó a introducirse en ella, presionándola contra el colchón, y ella quiso gritar de alegría. Sin embargo, él se movía demasiado despacio, de modo que levantó las caderas para acelerar su unión.

Un dolor abrasador la detuvo.

Él se retiró.

—Despacio, amor.

Virginia contuvo la respiración y el dolor disminuyó.

—¿Qué ha pasado?

—Es tu virginidad.

Estaba tan atrapada por la pasión, tan desesperada por su amor, que se había olvidado de su inocencia. Aquello por si sólo debería ser el primer paso hacia la curación de viejas heridas.

—Por favor, Cam, no te detengas —susurró con la esperanza de que así fuera—. Quiero librarme de esto. —Nunca en su vida había pronunciado palabras más ciertas.

—Muy bien. —Le sujetó las caderas para mantenerla quieta, empujó y, antes de que ella pudiera coger aire, rompió aquella barrera. El gruñido de dolor de Virginia sonó muy alto, a pesar de estar amortiguado por el hombro de Cameron.

—Se pasará y no volverá nunca, mi amor. Lo juro por lo más sagrado.

Invadida por él, se mantuvo fuerte y esperó. Mientras tanto, él la besó apasionadamente, encendiendo su deseo hasta que ella volvió a respirar con dificultad. Él empezó a moverse, y a partir de aquel momento la condujo por un camino lleno de dicha hasta un destino tan glorioso que ella desfalleció de placer. Un instante después, su pasión estalló en toda una serie de diminutas explosiones.

Como efecto secundario, aprendió el significado real de la palabra euforia: una satisfacción que penetraba hasta los más oscuros rincones de su alma. Con todo, cuando Cameron se tensó sobre ella para luego unir sus cuerpos una última vez, percibió su liberación, notó cómo le tocaba la matriz y le oyó gemir de placer. ¿O era de agotamiento? El pecho le subía y bajaba y respiraba fatigosamente contra su oído.

—¿Estás bien?

Nunca sería la misma, y sólo por eso, por ese regalo, se movió y le besó en la mejilla.

—Sí. Divinamente.

Él emitió una risita, se puso de espaldas y la atrajo contra su pecho. La abrazó con fuerza, todavía jadeando.

—Eso está bien, porque he estado a punto de estropearlo.

—¿Por qué dices eso?

Él no quería contestar; ella percibió su vacilación, pero ése no era momento para mentiras.

—La verdad, Cam. Dime la verdad.

—Antes has dicho que no te iba a forzar. Creí que te habían violado. Me equivoqué.

Una deducción lógica en un hombre que pensó que la habían violado pero que luego rompió su virginidad.

—No. —Comparado con lo que le habían hecho, la pasión que acababan de compartir era como comparar cielo e infierno.

—¡Maldita sea! —siseó él—. Debería haber sido más inteligente.

Llena de asombro, se incorporó para mirarle.

—¿Más inteligente que qué?

Él la volvió a tumbar con una sonrisa de burla hacia sí mismo.

—Que hablar de violación en un momento como éste.

—Me da la sensación de que te ha alegrado saber que no me habían tomado en contra de mi voluntad.

—Eso sería una estupidez porque sí que lo hicieron. Tú nunca habrías huido de Escocia o de mí.

El sentimiento de culpa la atravesó como un viento helado. No obstante, tenía que pensar en él y en su orgullo.

—Ahora he vuelto y eso es lo único que importa.

—¿Y qué pasa con los culpables? ¿No va a hacerse justicia con ellos?

Ella sabía de quién estaba hablando, pero había mucha gente a quien culpar, empezando por una niña engreída de diez años.

—¿Virginia?

—¿Y quién dice que sigue vivo? —preguntó ella, a quien le cogió por sorpresa el anhelo de su voz.

—¿Vivo?

Acababa de cometer un error, pero la situación no era propicia para pensar con astucia.

—O vivos.

—¿Te secuestró más de una persona?

A ella le pareció que iba a consumirse de vergüenza. La cobardía la impulsó a simular estar dormida, pero lo único que consiguió fingir fue un bostezo. El momento se desvanecía e intentó aferrarse a la intimidad un poco más.

Alguien dio unos golpecitos en la puerta y el pomo giró. Su madre entró en la habitación con un cuaderno de dibujo en las manos y una expresión de asombro en la cara.

Virginia se debatió entre la vergüenza y el autoreproche. Juliet iba vestida como siempre que iba a darle las buenas noches. Ataviada con una bata y el pelo trenzado sobre el hombro, mantuvo la puerta abierta y se asomó al dormitorio.

—Dejaré aquí los dibujos de la familia que hizo Mary. —Dejó el cuaderno en el escritorio y lanzó a Cameron una mirada llena de decepción. A Virginia no la miró.

Luego se fue y se llevó consigo lo que quedaba de alegría. Entonces se produjo un largo silencio, sólo interrumpido por el sonido de los suspiros de alivio y de los rápidos latidos de sus corazones.

Virginia se apartó de Cameron, llena de remordimientos.

—No. —La obligó a volver donde estaba—. No debes avergonzarte de lo que ha sucedido entre nosotros. No hemos hecho nada malo.

Ella sí. No se necesitaba mucha imaginación para saber lo que su madre había visto: a la que una vez fue su hija favorita yaciendo desnuda en brazos de un hombre al que supuestamente no recordaba. ¿Qué se podía esperar de alguien que decía vulgaridades en la mesa y mentía cada vez que hablaba? ¿De una joven que había limpiado las letrinas para conseguir un trocito del preciado jabón? ¿Qué iba a hacer ahora? No quería ni pensar en las consecuencias de aquello, pero tenía que preguntar.

—¿Y si se lo dice a mi padre?

—No lo hará, porque sabe que entonces él anulará el viaje a Boston y me culpará a mí.

—No ha sido culpa tuya. Yo te deseaba.

—Eso es lo que le diré cuando termine con sus asuntos y vuelva a Glasgow.

Ella necesitaba pensar, estar sola.

—Deberías irte.

Él la obligó a mirarle. Tenía el pelo revuelto y un rastro de pasión velaba sus ojos.

—Debería quedarme.

Ella recurrió al poco orgullo que le quedaba, compuso una sonrisa y buscó un argumento convincente.

—¿Y si viene mi padre por la mañana para despedirse de mí?

La expresión de Cameron se endureció.

—No me voy a dejar engañar, Virginia.

Estaba demasiado serio y ella se sintió insegura.

—Pero te vas a ir para que no te haga el amor otra vez.

Él se rió sin humor.

—Puedes apostar tu dote a que volveremos a ese asunto con frecuencia en los próximos días. Tú eres mi verdadero corazón. Siempre lo has sido.