Capítulo 30
Siempre pensé que pedir un deseo la noche de San Juan no servía de nada, que eran creencias y prácticas ancestrales pertenecientes a nuestra tradición que carecían de veracidad e incluso de sentido. No entendía bien cuál era la lógica de saltar una hoguera o de tener que meterse desnudo en el mar a media noche y saltar las olas un número determinado de veces.
Pero en esta ocasión es diferente, muy diferente. Y aunque no tengo el mar cerca ni tampoco la más mínima intención de arriesgarme saltando la hoguera, sí que voy a pedir un deseo, escribirlo en un papel y lanzarlo a las llamas para que arda y se cumpla. Esa es una de tantas leyendas como se escuchan. No sé si será cierta, pero me voy a sentir más viva si lo hago y más si comparto el ritual con mi marido.
Tengo entendido que han de escribirse en un papel, a ser posible blanco y con tinta negra, todas las cosas negativas que quieres que salgan de tu vida, motivo por el cual se quema el papel, para que lo negativo se esfume con el humo, algo que, sorprendentemente, me resulta interesante.
Yo ya tengo pensado mi deseo.
—¿Has escrito el tuyo, Benjamín?
—Sí, ya está. —Acaba de dejar el bolígrafo sobre la hierba. Estamos sentados junto a la hoguera, contemplando cómo el fuego crepita repetidas veces.
—Recuerda que tienes que escribir solo lo malo.
—Solo lo malo —repite él.
Nos ponemos en pie y antes de lanzar los papeles al fuego, nos miramos y nos sonreímos. No sé lo que habrá pedido Benjamín, lo mismo que él no sabe lo que he pedido yo (y así tiene que ser), pero supongo que ambos intuimos el deseo del otro.
—Adelante —me dice.
Me aproximo a la hoguera y lanzo el papel, doblado en cuatro partes. Seguidamente, Benjamín lanza el suyo.
Una sensación de redención invade mi alma mientras contemplo el papel ardiendo, como si me hubiese liberado de cientos de pecados. Pero no son pecados lo que he liberado, sino dolor. Es lo que deseo, que el dolor y el sufrimiento que me han torturado a lo largo de estos últimos años desaparezcan, que se alejen de mí para siempre con el viento que se lleva el humo. Quiero ser feliz, como el resto de la humanidad, y que mi vida sea gobernada por el amor, el respeto y la lealtad que Benjamín me profesa y respecto a los cuales espero estar a la altura. Solo eso quiero, nada más necesito ya. El resto de las cosas están en su sitio.
—Deseo que tu plegaria prospere. —Me sobresaltan sus palabras. Estaba tan absorta en mis pensamientos viendo las llamas crecer que el susurro de su voz en mis oídos me sorprende, asustándome incluso.
—Lo hará, confío en ello.
—¿Quieres que entremos en casa? ¿O te apetece disfrutar un rato más de esta noche mágica?
—No voy a saltar la hoguera, si te refieres a eso. —Una carcajada se me escapa, me sale así, de repente—. Pero sí estoy dispuesta a desnudarme, y aunque no tenemos el mar en nuestro jardín, me daría un baño contigo para celebrar y sellar este inesperado enlace, ¿quieres?
Acerco mis labios a su cuello y lo beso dulcemente. Deseo hacer el amor con Benjamín allí mismo, junto a la hoguera. Insisto con mis besos y poco a poco voy recorriendo su piel, saboreándola con mi lengua que, de repente, tiene un apetito insaciable. Acaricio con ella sus labios y comienzo a notar la presión de su entrepierna, que me empuja pidiéndome paso.
—¿Qué tal si dejamos el baño para después? —me dice jadeando. Su aliento quema y me hace arder con más vehemencia.
—Por mí perfecto. Ahora solo quiero que hagamos el amor.
—Bien, mi preciosa esposa, voy a cumplir tus deseos.
Sus manos me desnudan; las mías le desnudan a él. Y cuando estamos completamente despojados de nuestras ropas, me tumba cuidadosamente sobre la hierba, y allí, en aquel verde paraje caldeado por las llamas, me hace el amor. Una vez más volvemos a ser una misma persona, fundidos en un solo cuerpo, amándonos con pasión. No es únicamente deseo. Es también, y sobre todo, amor.
Las dos siguientes horas las pasamos allí, en el jardín de nuestra casa sobre la humedecida hierba, empapando nuestros cuerpos con ella y con nuestro sudor. Creo que la sensación de sentirse completamente libre como un pájaro volando a ras del mar puede equipararse con esta que yo acabo de tener. Estar por completo desnuda sintiendo la noche caer sobre mi cuerpo, mezclar sensaciones de frío y calor junto a la persona que amo y abrazar una inmensa paz en lo alto del monte, que para más inri es nuestro monte, me hace sentirme, además de libre, inmensamente dichosa, una persona privilegiada por poder disfrutar de momentos así. Soy tremendamente rica, y no por tener un cajón lleno de joyas o una cartera repleta de billetes, sino por ser capaz de amar y sentirme amada.
Ahora puedo decir, por fin, que he encontrado la paz y felicidad que tanto buscaba y que merecía. En algún lugar de la Tierra estaban escondidas para mí. O tal vez no lo estuviesen tanto, tal vez las tuviese al alcance de mi mano, aunque hacía falta escarbar un poco para que se dejasen ver. En cualquier caso, las hallé, localizándolas mucho más cerca de lo que jamás hubiese imaginado.
Siempre hay un remanso de paz y felicidad para todo aquel que lo necesita y tarde o temprano es descubierto, solo hay que perseverar en busca del mismo. El ser humano fue creado para seguir un camino cuyo final estuviese premiado con el beneficio de la felicidad, aunque nadie dijo nunca que ese camino sería fácil recorrerlo. El ser humano busca la felicidad dejándose guiar por algo a lo que llamamos fe. Todos la tenemos, incluso los más escépticos, nos educaron para ello. Todos profesamos alguna religión, doctrina o ciencia y creemos en alguna deidad, un Ser Divino que escucha nuestras plegarias y que cumple nuestros deseos, llamémosle Dios, Alá, Buda, Yahvé o simplemente, realidad. Todos somos esclavos de la fe, un arma de doble filo que tanto te encarcela entre sus barrotes como te permite aferrarte a la libertad de creer en algo.
Volviendo la vista atrás, me he dado cuenta de la cantidad de cosas que me han sucedido a lo largo de estos últimos seis años y de lo mucho que ha cambiado mi vida como consecuencia de todos esos acontecimientos.
Siempre me he considerado una persona feliz, desde mi infancia hasta mi madurez. Mi niñez, pese a que fue dura por la escasez de medios para sobrevivir con los que contaban papá y mamá, también fue maravillosa porque recibí constantemente la atención de toda mi familia. Y aunque me hubiese gustado tener más juguetes, muñecas y caprichos como a cualquier niño, aprendí a conformarme con lo que tenía. Así me educaron.
Después mi vida cambió y mejoró bastante cuando me casé con Rubén. Incluso me atrevería a decir que fue perfecta mientras mi matrimonio duró (bueno, miento, casi perfecta), porque al final resultó que aquel al que yo consideraba mi príncipe azul se volvió rana y todo aquello que yo había creído tan perfecto durante tantos años no fue tan perfecto.
Ahora he comprendido que a lo largo de todos aquellos años viví prisionera en una cárcel (aunque no lo sabía), lujosa por fuera pero muy pobre por dentro. Y ahora es cuando estoy experimentando ese fuerte sentimiento de liberación por considerarme dueña de mi propia vida y por saber que soy yo la que la gobierna y la dirige bajo mis propias reglas. Ahora, por fin, estoy viviendo en completa libertad.
Llevo varios días dándole vueltas a aquello que Rubén me dijo la noche de San Juan y me he planteado la posibilidad, no sé muy bien por qué, de ir a la cárcel a visitar a su hijo, aunque no estoy del todo convencida.
Ir podría significar removerlo todo de nuevo, y aunque ya lo tengo superado, puede que no sea necesario ahondar más en la herida. Sin embargo, la vocecilla que vive en mí como un maldito diablo me dice constantemente que vaya y lo humille. Quiero hacerle caso, pero la otra voz que revolotea alrededor de mi cabeza como un divino angelito me dice que no lo haga, que no es necesaria más humillación. ¿A quién escucho? ¿A quién hago caso? ¿Al ángel o al demonio? Entonces me vuelven a la cabeza aquellas palabras de Mikel: <<El ser humano se mueve por impulsos vengativos, siempre queriendo aniquilar al prójimo>>. Y siento que es eso lo que quiero. Así que obedezco al tentador demonio, que veo cómo me sonríe maliciosa y satisfactoriamente aplastando al piadoso angelito, y me planto donde nunca pensé que me plantaría.
El centro penitenciario está a unos kilómetros a las afueras de la ciudad. Cuando llego es media mañana y el horario de visitas aún no ha comenzado. Los internos se encuentran en sus trabajos colectivos en beneficio de su propia reeducación y reinserción social, de modo que me toca esperar un rato. Mientras lo hago, observo el lugar en el que me encuentro y me dedico a pensar en el lamentable y triste final de Rubén. Pudo haberlo salvado todo de haber querido. Pudo. Pero simplemente no quiso y se dejó llevar por la locura hasta morder de la manzana envenenada, probando la más podrida de todo el paraíso.
Y de repente, la veo. Estoy segura de que es ella, cómo olvidarla, no solo por haber trabajado juntas un tiempo sino, y sobre todo, por el detestable papel que interpretó en un episodio de mi vida. Físicamente ha cambiado mucho, está muy demacrada y desmejorada, pero jamás podría olvidar una cara así. ¿Cómo es posible que tenga que encontrármela precisamente aquí y, además, hoy? Decido marcharme.
¡No, un momento! Me dice la voz de mi diablo. ¿Dónde crees que vas? ¿Huyes? ¿De esa mujer? ¡Venga ya, Verónica! ¡No seas estúpida! Ponte en tu lugar y dale lo que se merece. ¿Y qué es lo que se merece? Me pregunto. El diablillo me responde malicioso. Ya lo sabes, Verónica. Castígala.
Me acerco a ella, está concentrada hurgando en su bolso, supongo que buscando algo para encenderse el cigarrillo que tiene en la boca, por lo que la pillo desprevenida. Cuando me ve su rostro cambia de color y se desfigura, parece que haya visto un fantasma. Palidece incluso más que yo al verla a ella y presiento entonces que es una persona débil, más de lo que yo creía.
El cigarro se le cae de la boca al abrirla y parece emitir un sonido gutural, aunque no consigo captar lo que ha dicho o querido decir. Apuesto a que está cagada de miedo. Si yo fuese ella, también lo estaría. No me agradaría en absoluto encontrarme (y menos aún por sorpresa) con la exmujer del hombre que me follé y que por eso es su exmujer. Supongo que las merecidas palabras que tuviese derecho a decirme serían como auténticas balas para mí y me herirían casi mortalmente. Pero supongo también que tendría que tragármelas, aunque me atragantase con ellas.
—Vaya, vaya, vaya, ¿a quién tenemos aquí? —Las palabras me salen sin pensarlas—. Si es la mujer roba maridos que se mete donde no la llaman, la que se tira a un hombre casado y comprometido con la vida, la que no tiene escrúpulos en destrozar una familia y la que se mofa de las desgracias de los demás, en concreto de las de la persona que tiene delante ahora mismo y que por suerte se ha recuperado ya del duro golpe que una zorra como tú le propició. ¿Quieres que siga? Porque puedo hacerlo, ¿sabes? Puedo pasarme lo que queda de mañana insultándote y despreciándote. Me parece lo más justo, ¿tú qué opinas?
Noelia no dice nada, ni una palabra. Creo que está en estado de shock.
—¿Qué coño haces aquí? —pregunto bruscamente. En realidad no tengo derecho a hacerle esa pregunta. Qué más me da, qué me importa ya.
—Lo mismo podría preguntarte yo. —Parece que reacciona y responde al fin, atrevida y osada—. Ya nada tienes que ver con él.
—¿Y tú? ¿Tienes tú algo que ver con él? —expulso sin pensarlo otra vez.
—Eso no es asunto tuyo.
—Es posible que tengas razón, ninguno de los dos me importáis ya.
—¿Ah, no? Y entonces, ¿a qué has venido?
No lo sé, me respondo a mí misma. No sé qué hago aquí; de hecho, quiero irme ahora mismo.
—Puede que todavía no lo hayas superado —continúa hablando—, una ruptura así no es tan fácil de olvidar.
Habla de manera jactanciosa, no ha cambiado nada su actitud, sigue siendo impertinente y soberbia.
—Cállate, tú no sabes nada.
—Sé lo que tengo que saber.
—¿A qué te refieres?
—¿Acaso te importa? ¿No acabas de decir que ninguno de los dos te importamos ya? Pues entonces, déjame en paz ¿quieres?
Se pone a hurgar de nuevo en su bolso, esta vez no sé lo que busca, y yo continúo plantada delante de ella, sin moverme, sin darme cuenta de que la observo fijamente.
—¿Piensas quedarte ahí parada? —dice al levantar la vista.
Ahora soy yo la que no reacciona correctamente. Sus palabras me han dejado un poco descolocada y siento curiosidad por saber a qué se refiere con ellas.
—Quiero que me digas qué es lo que sabes de mí —hablo—. ¿Qué quieres decir?
—Escucha, Verónica, no tengo por qué explicarte cuáles son los motivos que me han traído hasta aquí ni tampoco las cosas que puedo conocer de ti. ¿No eres ahora un personaje público que aparece en los medios de comunicación lo suficiente como para que se sepa de ti? Entonces no preguntes ni juzgues a los demás por saber de tu vida. Y si no te gusta no haberte hecho tan popular.
Dicho eso se da media vuelta y se aleja en dirección a la salida. Parece que ha decidido marcharse.
La rabia me vuelve a invadir. No voy a dejar que esa mujer me golpee una vez más.
—¡Noelia! —Le grito—. ¿Huyes?
Sé que esconde algo, lo presiento.
—Te he dicho que me dejes en paz.
—Te dejaré en paz cuando me digas la verdad. ¿A qué has venido?
—Vete a la mierda.
—¿Que a qué has venido? —insisto.
—¡Ya te he dicho que no es asunto tuyo!
Empieza a encresparse, a ponerse nerviosa. Si insisto un poco más, hablará.
—Si tú no hubieses sido la causante de mi ruptura con Rubén no sería asunto mío. Pero no es el caso, ¿sabes? —Observo que acelera más el paso; está a punto de llegar a la puerta—. Te lo voy a repetir una vez más, ¿a qué coño has venido?
—¡Déjalo ya!
—Se rió de ti, ¿verdad? ¿Es eso?
Noelia se detiene de pronto y yo aprovecho para avanzar unos pasos hacia ella. No se ha dado la vuelta pero aún así le hablo por la espalda.
—Rubén también se rió de ti, se aprovechó de ti. Tú le querías, estabas enamorada de él, pero él te utilizó. Has venido para vengarte ahora que está entre rejas. Lo sé porque… —Me interrumpo un momento. Tal vez no debería decir lo que voy a decir y sin embargo presiento que puedo hacerlo. No sé porqué pero algo me dice que esa mujer indefensa como lo estaba yo hace un tiempo ha venido a lo mismo que yo—. Yo también quiero vengarme, Noelia.
Creo que es la primera vez que pronuncio su nombre sin sentir odio al hacerlo. Creo incluso que soy capaz de compartir sus sentimientos, pues son los mismos que yo experimenté hace un tiempo. Quizá nuestro nivel de empatía tenía que encontrarse irremediablemente.
Despacio, Noelia se vuelve hacia mí. Las lágrimas le ensucian el rostro, un rostro que ha envejecido mucho, demasiado tal vez. Y puedo imaginar por qué.
—Yo le quería —dice llorando—. Y me engañó, me utilizó y me usó como se usa un trapo.
—No deberías sufrir así. Él no merece tus lágrimas.
Noelia solloza e intenta recuperarse.
—No puedo creer que seas tú quien me esté diciendo eso.
—Yo tampoco —comento con bastante acritud—. Y no somos amigas, pero entiendo tu dolor.
—Gracias —responde débilmente. Estoy segura de que ahora mismo se siente una persona cobarde y pusilánime que tiene miedo incluso de ella misma.
—¿Puedo darte un consejo? —Noelia asiente—. Ve a recuperarte y después tendrás tu momento de gloria, te lo digo por propia experiencia.
—¡No! —Grita—. Siento la necesidad de hacerlo ahora.
—Te entiendo, pero no es el momento adecuado. Cálmate y tendrás tu venganza. De lo contrario, nunca sentirás que te has vengado.
No parece muy convencida y, sin embargo, su reacción es, más o menos, correcta. Tal vez sea más de lo que yo pude conseguir entonces.
—No creas que he dejado de odiarte por esto —me dice—. Perdí mi empleo gracias a ti.
—Tampoco tú creas que yo he dejado de odiarte a ti; perdí a mi exmarido por tu culpa. Pero gracias, me hiciste un favor.
No sé si habrá servido de algo la especie de lección que acabo de darle. No lo he hecho para quitármela de encima ni para desquitarme por lo que ella me hizo. Lo que he hecho ha sido con el corazón. Ninguna mujer debería sufrir el desprecio intencionado de un hombre y menos aún cuando el sentimiento de esa mujer es verdadero y está guido por el amor. En realidad nadie, ni hombres ni mujeres, deberían sufrir ese abandono tan doloroso causado por el propio amor. Sin embargo, no es posible evitarlo. Cuando te enamoras te expones al sufrimiento, es algo irremediable. La angustia y el dolor son sentimientos que tarde o temprano pasan por tu vida obligándote a padecer, y probablemente más de una vez y por diversos motivos. En la vida de las personas se cruzan etapas por las que hay que pasar para ir madurando, unas más justas que otras pero todas necesarias. Forman parte del aprendizaje del ser humano y qué duda cabe que son siempre una lección importante. Mientras se vive, la vida te alecciona, te hace aprender de un modo u otro. Yo he podido comprobarlo y soy perfectamente consciente de que hasta que mi corazón emita su último latido, estaré aprendiendo.
La observo mientras se aleja. Me recuerda a mí misma hace un tiempo, cuando caminaba apabullada y aturdida por todo lo que me estaba sucediendo. Hasta en la forma de caminar te afecta el dolor provocado por una pérdida, sea del tipo que sea. Pero esa disposición tan frágil incluso para caminar, desaparece con el paso del tiempo y da lugar a una naturalidad fuerte y poderosa que eclipsa todas las miradas. Noelia se recuperará, como me recuperé yo, y saldrá reforzada de toda la mierda que ahora mismo la envuelve. Es un ser humano y como todo ser humano en su condición de ser vivo, luchará para sobreponerse de cualquier caída o golpe. Es pura supervivencia. Sin más.
Distraída viéndola marchar, no reparo en que la hora de las visitas ya ha comenzado. Un montón de personas, entre lo que a mí me parecen funcionarios y visitantes, comienzan a desfilar delante de mí. Me dirijo al punto de información habilitado y el numerario me confirma que en efecto ya puedo pasar a ver al recluso. Recluso, pienso, Rubén es un recluso. Aún no puedo creérmelo.
Accedo al interior y uno de los funcionarios me pide que espere en la sala de visitas mientras avisan al interno por el que pregunto. No transcurren más de cinco minutos cuando Rubén aparece en la sala. Me levanto al verlo, nerviosa como si tuviese delante al más peligroso delincuente de la historia. Sé que no es para tanto, pero la adrenalina me sube y no logro controlarla. La carga emocional que siento es tan intensa que incluso tengo la sensación de que voy a desmayarme. Respiro profundamente, tratando de controlar esa emoción y pensando que ni siquiera Rubén puede tocarme: un cristal nos separa y un teléfono nos comunica. Me siento de nuevo y descuelgo, esperando a que Rubén haga lo mismo.
Parece estar tan sorprendido por mi visita que no lo veo reaccionar con lógica. Es más, me da la sensación de que quiere abandonar la sala. Pero el funcionario que lo ha acompañado hasta allí le sugiere que tome asiento y se comunique conmigo. Por fin parece recuperarse de la sorpresa y levanta su teléfono.
—Hola —saludo, demasiado tímida tal vez. No obtengo respuesta, así que hablo de nuevo—. Sé que no me esperabas, incluso yo misma estoy sorprendida de estar aquí.
Podría preguntarle cómo está, pero creo que sería una pregunta absurda y más aún viendo su lamentable aspecto físico. Lo encuentro desaliñado y zarrapastroso; fuera de allí podría pasar por un auténtico mendigo.
—Tu padre me dijo que preguntaste por mí. —Rubén ni siquiera asiente—. ¿Por qué?
El silencio manda entre nosotros y empiezo a aburrirme y también a desesperarme.
—No sé para qué he venido. —Cuelgo el auricular y me levanto. Será mejor que me largue.
Inmediatamente, Rubén se pone en pie y toca el cristal con su mano libre, llamando mi atención. Sospecho que eso significa que no quiere que me vaya. Agarro de nuevo el teléfono pero no digo nada. Rubén continúa con su mano pegada al cristal y, sin tener un motivo, coloco la mía junto a la suya, al otro lado de la cristalera.
Aunque el contacto no es físico, un escalofrío me recorre la espina dorsal erizándome la piel y acelerando mis palpitaciones. Experimento una sensación de angustia que me provoca ganas de llorar. De inmediato retiro mi mano del cristal y compruebo que esa sensación va desapareciendo. Solo es lástima, es un pobre hombre indefenso que busca consuelo donde no lo va a encontrar.
—Sé que has sentido lo mismo que yo, Verónica —oigo por el teléfono—. Te conozco y sé que lo has sentido.
Por unos segundos permanezco sin decir nada, analizando mentalmente lo sucedido.
—Te equivocas, Rubén —digo al fin—. Ya no siento nada.
—Te engañas a ti misma, pero a mí no puedes engañarme. —Me mantengo callada, considerando la posibilidad de irme—. Solo el hecho de haber venido a verme significa que aún no te has olvidado de mí.
Una especie de rabia me inunda tras oír sus palabras.
—No, Rubén, vuelves a equivocarte. He venido a verte porque… —Me detengo, no sé por qué pero me detengo.
—¿Por qué? —Pregunta—. ¿Por qué has venido, Verónica?
—Porque…
—Porque no te has olvidado de mí —insiste—. Porque todavía me quieres, como te quiero yo a ti.
¡No! ¡Basta! ¡No quiero oír más! ¡Cállate y no trates de manipularme!
—Tú no me quieres, Rubén —termino explotando—, ni yo a ti. —El odio me desborda y ya no aguanto más—. He venido para verte encerrado, para verte sufrir, teniendo lo que te mereces. Por eso he venido. Ya no puedes manipularme, no soy la Verónica frágil que tú creaste. Ahora soy una mujer fuerte, completamente desvinculada del maltratador psíquico que fuiste para mí. Acéptalo, Rubén, no eres nadie, solo un ser frágil, un débil preso que cumple condena por los delitos que cometiste. Ya lo ves, la vida te ha puesto donde tenías que estar y créeme que no lo siento.
Rubén enmudece y palidece, supongo que nada de lo que he dicho se esperaba. Sus ojos enrojecen y, para mi sorpresa, comienzan a llorar. Yo, en cambio, no siento la necesidad de derramar una sola lágrima, ya derramé las suficientes en su momento. Todo lo más que siento es una gran satisfacción por haberme liberado de esas palabras que tenía enquistadas y que contaminaban mi espíritu. Cuelgo rápidamente, no quiero oír una palabra más, y me marcho de allí.
Estoy fuera de la prisión, caminando hacia mi coche. El aire es caliente pero me sienta bien. Necesitaba respirar aire puro y limpio, Rubén me estaba quitando mi oxígeno, robándome mi fuerza y haciéndome sentir débil. Pero ahora que ya lo he dejado atrás, una sensación de liberación me colma de dicha y me siento a salvo.
Camino unos pasos más y comienzo a llorar y a reír al mismo tiempo. Río sin parar porque me siento liberada, ya no me une nada a esa persona, ni siquiera el sentimiento de pena. Y no tengo el menor remordimiento por haberle tratado ahí dentro como lo he hecho, por haber sido la cruel y despiadada mujer que nunca pensé que sería con Rubén. Tal vez eso me convierta en el mismo monstruo que él, pero a estas alturas me da igual, ya no me importa lo que él pueda pensar de mí.
Es entonces cuando el diablillo que me ha llevado hasta allí me sonríe con satisfacción, dándome una palmadita en la espalda por lo bien que lo he hecho. Al final te has vengado, me dice. Sí, lo he hecho, porque como bien decía Mikel, el ser humano se mueve por impulsos vengativos, siempre queriendo aniquilar al prójimo.
Me alejo de allí tranquila y sabiendo que he hecho lo que debía. No vuelvo la vista atrás, no, porque ya nada hay a mis espaldas que me interese.
¿Lo ves, Verónica? Me dice la voz: te dije que lo conseguirías.