Capítulo 4

Si no fuera porque hay algunas personas en el local, me abalanzaría a su cuello y lo besaría con toda la pasión que ahora mismo me invade. Acabo de escuchar su confesión: todavía me quiere.

Por un lado, necesito esa atención que me dedica: llevo mucho tiempo sintiéndome sola y abandonada. Pero por otro, no me fío de él. ¿Quién me asegura que lo único que quiere no es echarme un polvo y tener buen sexo como el que ya tuvimos una vez? ¿Cómo puedo saber que Mikel no está aquí para aprovecharse de mi buena posición social y conseguir un poco de dinero? Al fin y al cabo, él mismo me ha dicho antes que los seres humanos somos egoístas y que él, como humano egoísta que es, solo piensa en sí mismo.

Llegados a este punto, es necesario aclarar algo: Mikel y yo nos quisimos mucho en su momento, pero de eso hace ya once años. Ahora la situación es muy diferente, ya no somos unos críos con las hormonas descontroladas y cada uno tiene su vida. No sabemos nada el uno del otro, o al menos yo no sé nada de él. ¿Acaso pretende proponerme que cambie toda mi vida por él? Eso es algo inconcebible. Mi vida es Rubén. Puede que no nos vaya precisamente bien en estos momentos, pero crisis matrimoniales tienen todas las parejas.

—Mikel, no es posible —consigo decir después de haber tragado saliva varias veces—. Estoy casada y soy feliz.

Sus palabras no tardan en volver a confundirme.

—Entonces, Verónica, ¿por qué me has llamado?    

Pregunta sin respuesta, no lo sé. ¿Qué puedo decirle?

—Supongo que estaba confundida —respiro— y quizá te haya llevado a ti a confundirte también. Tienes razón cuando dices que las cosas no siempre son lo que parecen.

Mikel no dice nada al respecto, solo escucha y mantiene sus ojos clavados en los míos, sin apenas un leve parpadeo.

Es evidente que me he dejado llevar por un anhelo nostálgico de juventud. Ha sido una equivocación, un gravísimo error.

—Será mejor que no volvamos a vernos, Mikel. Olvídate de mí.

Y desaparezco una vez más. No espero que me siga; es más, no quiero que lo haga.

 

 

Febrero de 1992.

 

—¡Verónica! ¡Vamos! —Me grita Rubén desde abajo; empieza a impacientarse—. ¡Llegaremos tarde!

—No encuentro mi colgante del rubí, ¿lo has visto? —le pregunto desde el dormitorio.

—No.

Estoy segura de que lo tenía guardado en el joyero que me regaló mamá. Una piedra así no se pierde de repente, y juraría que hace unos días me lo puse.

—Lo siento, cariño —me disculpo cuando bajo el último peldaño de las escaleras—. No entiendo dónde he podido meterlo.

—Bueno, ya lo encontrarás —me dice, tranquilizándome.

—Eso espero, no es solo un regalo muy valioso, sino también un recuerdo muy especial.

—Y muy doloroso —me susurra al oído mientras me ayuda a ponerme el abrigo—. Me trae malos recuerdos, pese a ser una piedra tan hermosa.

Su rostro se desfigura al recordar aquello. Hace cinco años me quedé embarazada de nuestro primer bebé. Iba a ser una niña, Verónica, que perdí en el sexto mes de gestación. Fue una experiencia aterradora, tremendamente dolorosa. Para calmar mi dolor y como muestra de cariño por todo el sufrimiento, Rubén me regaló un precioso colgante de rubí con forma de corazón. Con él me quería decir algo, dar un mensaje, uno muy bonito: Verónica siempre estaría en nuestros corazones, aunque nunca llegásemos a conocerla.

Me emociono tanto al recordarlo que los ojos se me vuelven vidriosos, pero no solo por ese triste y amargo recuerdo, sino también porque a partir de ese momento nuestro matrimonio comenzó a deteriorarse.

Ramiro nos conduce hasta Gijón. La cercanía de la ciudad hace que Rubén tenga allí varios clientes importantes. Escritores y columnistas que trabajan para prestigiosas revistas de todo tipo de información compiten por conseguir una cita con el director de una de las editoriales más reconocidas del país. Y cómo le gusta eso a Rubén.

En esta ocasión ha quedado para almorzar con un escritor perteneciente a un grupo de poetas de la Generación del 70 conocida como la Generación de los Novísimos. Luis Marañón está a punto de terminar su último trabajo y deben concretar ciertos detalles sintácticos y, sobre todo, económicos.

A la comida le acompaña su mujer, una joven insurrecta cubana que nada tiene que ver con él. Se trata de una descendiente de revolucionarios cubanos que participaron en aquel movimiento de la izquierda que tuvo lugar en la isla caribeña y el cual provocó la caída de la dictadura del general Fulgencio Batista a finales de la década de los cincuenta. Pese a su juventud, sus ideales políticos están fuertemente consolidados y es una fiel defensora del líder del Ejército Guerrillero, Fidel Castro, como presidente de su país y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Es curioso conversar con ella por la cantidad de detalles que aporta sobre la revolución cubana, como si la hubiese vivido en primera persona.

—El bloqueo económico que Estados Unidos mantuvo sobre Cuba fue muy duro para el pueblo cubano —dice Ana María, completamente indignada por lo sucedido en aquella época de la cual no es testigo directo.

—Eso pasó hace mucho tiempo, Ana María —la interrumpe su marido—. En los años sesenta tú ni siquiera habías nacido.

—Cierto, mi querido esposo, pero mis antepasados sí, y desgraciadamente sufrieron las consecuencias de ese duro embargo.

—No te vayas a tiempos tan remotos, querida Ana María. Tus progenitores fueron los únicos que tuvieron que soportar las cargas impuestas por los estadounidenses.

—Mis abuelos también, Luis —insiste ella—. Recuérdalo.

—En cualquier caso, fue una medida necesaria contra las expropiaciones que Cuba realizó sobre ciertas propiedades que ciudadanos y compañías estadounidenses poseían en la isla —arguye el escritor.

—Amor mío, ¿estás justificando a los norteamericanos? —dice ella, recelosa.

—Sí, ya sabes que sí. —Luis nos mira a Rubén y a mí, poniendo los ojos en blanco—. Nunca nos pondremos de acuerdo en esta cuestión —nos dice—. Pero bueno, por eso hay libertad de expresión, ¿no? Precisamente al régimen cubano se le acusó de violar ese derecho.

—Querido, que se le acusara de tal violación no quiere decir que la cometiera.

—Es una opinión distinta, Ana María. Hay que respetarla —digo en defensa del escritor—. Afortunadamente, en España disfrutamos de esa libertad.

La joven me dedica una amarga sonrisa, consciente de que mi opinión se asemeja más a la de su experimentado marido que a la de ella, al cual, sin embargo, considera un inexperto en materia de revolución cubana. Al final, decide callar.

—Bueno, Rubén, ¿cómo va la empresa? ¿Son ciertos los rumores que se oyen por ahí?

—Ni caso, Luis —comenta mi marido—. Intentos de manipulación por parte de un sector de la prensa interesado en desacreditarnos. Le editorial es fuerte, como lo ha sido siempre.

—¿Pero?

—No hay peros, son rumores infundados.

—Cuando el río suena, agua lleva… O eso dicen —insiste Luis, lo que encrespa bastante a Rubén. Conozco perfectamente la mirada embravecida de mi marido, algo que le sucede cuando un cliente le va a imponer condiciones, como es el caso—. Vamos a modificar ciertos aspectos de nuestro contrato, Rubén. Para este nuevo proyecto vamos a mejorar mis cláusulas económicas. Si no es posible, tengo otra editorial interesada en mí que me ofrece lo que yo quiero, si bien es cierto que no cumple con todos los requisitos que hasta ahora he exigido.

Rubén sabe cuáles son esos requisitos: derechos de autor por adelantado y distribución internacional. La Editorial Echeverría es prestigiosa precisamente por el cumplimiento de las garantías que ofrece. Sin embargo, es cierto que en los últimos meses ha perdido algunos clientes importantes por no estar interesada en renovar sus contratos mejorando las condiciones económicas de estos.

—Si aumentas mi porcentaje de ganancia, me mantendré fiel a tu editorial —le sugiere Luis—. De lo contrario, me aliaré con la competencia. No me importa tanto la distribución internacional si voy a ganar más dinero por las ventas de mi libro en nuestro país. Al fin y al cabo, la poesía española no parece querer ampliar fronteras. Y respecto a los derechos de autor, puede que no los cobre por adelantado, pero en unos meses los percibiré. Tú decides, Rubén.

Luis le ha puesto las cosas bastante difíciles a Rubén. El escritor ya recibe un alto porcentaje por las ventas de su poemario, tener que aumentarlo supondrá una clara disminución de las ganancias familiares. Pero también es cierto que Luis Marañón es un prestigioso poeta que arrasa con cada uno de sus libros. Perderlo a él es perder mucho más dinero del que la Editorial Echeverría perdería aún aumentando las ganancias del escritor. 

—Parece ser que no me queda más remedio, pues —se queja Rubén—. Tendré que complacerte.

—Haces bien, Señor Echeverría, y lo sabes. —Luis mira satisfecho a su joven esposa, que parece haber olvidado la diferencia de opiniones sobre ciertos asuntos—. Eres un buen negociador —le asegura a mi marido.

—¿Yo un buen negociador? —dice Rubén con una sonrisa pretenciosa. Sabe que lo es, en cambio, es el momento de hacerle la pelota al cliente; eso también se le da bien—. Tú sí que eres un perfecto estratega.

Transcurren unos minutos de conversación interesante en los que Ana María me pone al tanto de muchos sucesos históricos de su país. Tan joven y cuánta sabiduría, pero necesito un poco de intimidad. En unos segundos seguiremos tratando los anales de la revolución cubana.

—Tendréis que disculparme —digo—, pero voy a pasar por el tocador un momento. Tengo que empolvarme la nariz.

Rubén me mira con satisfacción, no cabe en sí de gozo, le encantan este tipo de idioteces. La idea de parecer frívolo, mundano y superficial a los ojos de los demás es algo que le otorga seguridad y autocontrol; cree que eso le hace más respetable. A mí me parece una obscenidad, pero él confía demasiado en sí mismo y yo solo quiero complacerle en todo lo que pueda.

Últimamente, nuestra relación ha mejorado bastante, tal vez porque me esté volviendo tan insustancial e insulsa como él. Puede que la vanidad sea la única manera de que me preste atención, pero si me he de volver una petulante engreída y esconder o abandonar mi sencillez en pos de una apariencia odiosa pero que me lleve hasta él, lo haré con los ojos cerrados. Al fin y al cabo es cierto eso que dicen de que dos que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma condición.

          Me dirijo a los lavabos para retocarme un poco el maquillaje ya gastado por los roces de la servilleta, las manos e incluso los discretos besos de Rubén. Alguna caricia se ha colado en medio del almuerzo con la mayor de las naturalidades. Es más, en una ocasión me ha dedicado un par de palabras tan especiales y significativas para mí que va a ser difícil olvidarme de ellas. Hacía demasiado tiempo que no me las recordaba.

Me siento tan feliz por la atención prestada por Rubén que no veo nada más que su rostro hablándome con delicadeza y por eso no reparo, al salir del lavabo, que la persona que se dirige hacia mí por el pasillo es, ni más ni menos, que Mikel.

Me detengo de repente, paralizada por el horror. Otra vez la misma sensación de que mi mundo se desploma. Se detiene frente a mí y, como acostumbra a hacer, me observa unos segundos antes de hablar.

—Hola, Verónica, volvemos a encontrarnos.

Yo no sé qué decir. Había vuelto a olvidarme de él, a alejar de mi cabeza mis impuros pensamientos con Mikel para centrarme en mi maravillosa vida con Rubén. Pero al tenerlo de nuevo delante mi corazón se acelera hasta el punto de querer salirse de mi pecho.

—Hola, Mikel —respondo educadamente, aunque mi saludo es tan tímido que ni siquiera sé si lo ha escuchado. Quiero volver a huir, pero algo me lo impide, como si existiese una conexión invisible entre nosotros que me atrajese hacia él como un imán—. ¿Qué tal estás? ¿Trabajas aquí?

Su uniforme de camarero lo delata.

—Hoy es San Valentín —murmura—. Y los enamorados no dan tregua.

De pronto, el pasillo parece reducirse, como si se encogiese por el efecto de un aplastamiento. Me da la sensación de que el techo, las paredes, incluso Mikel, se me echan encima, machacándome como una apisonadora que allana el terreno de un camino. Hoy es el día de los enamorados y ahora entiendo por qué hay tantas reservas y tantas parejas en el salón del restaurante regalándose besos y arrumacos. Rubén y yo no nos hemos acordado de este día, un día normal y corriente para muchas personas pero extremadamente especial para nosotros, pese al olvido por ambas partes. Hoy es nuestro aniversario.

—Perdona, Mikel, tengo que marcharme —digo rápidamente, intentando librarme de su asalto.

De repente, sus manos aprietan mis brazos hasta el punto de hacerme su prisionera. Empujándome contra la pared del desierto pasillo, me acorrala con su pecho oprimiéndome hasta sentir su ardoroso aliento. Siento el impulso de darle un bofetón, pero sus brazos me tienen atrapada y, aunque lucho con fuerza, tengo la batalla perdida, entre otras cosas porque no me opongo lo suficiente. En el fondo, deseo que se acerque más y más a mí y que acaricie mis labios con su boca. Parece que sea eso lo que vaya a hacer, y sin darme cuenta, separo los labios esperando que su aliento impregne el interior de mi garganta, pero no se acerca lo suficiente para saborear tal deseo, sino lo contrario, se separa de mí dejándome libre.

          Justo en ese momento alguien se acerca por el pasillo, cualquier cliente del restaurante que se dirige al baño. Pasa de largo, pero nos obsequia con una mirada desagradable. Mikel intenta recuperar la compostura, podría perder su empleo por este error, y yo trato de recobrar el aliento robado y que se ha esfumado como el humo al aire.

Estoy tan confundida que se me olvida que tengo que salir de allí hasta que Mikel me susurra <<vete>>, y entonces, sumamente disgustada, le atizo una bofetada y me alejo. El pasillo se me hace interminable, y cuando llego al vano de la puerta del comedor, echo la vista atrás y le miro un instante, el imprescindible para darme cuenta de que aún siento algo por él.

Rubén no está cuando llego a la mesa y me preocupo.

—Tranquila, querida —me dice Ana María—, ha ido al baño.

¿Al baño? Pienso. Yo vengo de allí y no lo he visto.

—¿Qué te pasa? Parece que hayas visto un fantasma.

—Nada, Ana María, algo me ha sentado mal.

—¿Quieres que avise a Rubén, Verónica? —Luis parece preocupado por mí, debo de tener muy mal aspecto.

—No hace falta, querido —se adelanta a decir su esposa—. Viene por ahí.

—¡Rubén! —le llamo de inmediato.

—¿Sabes a quién me he encontrado en el pasillo de los lavabos? —pregunta sin más.

¡No lo digas, calla! Mis piernas empiezan a debilitarse, siento que me voy a caer y tengo que sentarme.

—No se encuentra bien, Rubén —le avisa Luis, que me ayuda a acomodarme.

—¿Qué te pasa, Verónica? —Lo percibo alarmado, pero ni siquiera sé si es real ya que lo oigo a lo lejos. Mis sentidos empiezan a fallarme.

—Sácame de aquí, por favor —le pido en un susurro. Y Rubén, sin dudarlo, me agarra y me pone a salvo.

 

 

—¿Mikel? —Pregunta Rubén a esa persona apoyada sobre la pared—. ¿Mikel Chávarri?

Mikel se vuelve y desorbita sus ojos. Uf, cuestión de segundos, simplemente.

          —Hola, Rubén —saluda en medio del pasillo. No tiene muchos deseos de ser amable con él. En cambio, Rubén se muestra efusivo y afectuoso.

—¿Cuánto tiempo? ¿Cómo estás? —Se dirige a él para darle un abrazo, pero Mikel lo detiene.

—Trabajando —responde con acritud—. Si me disculpas, tengo que continuar. —Y desaparece hacia las cocinas.

A Rubén ni siquiera le da tiempo a reaccionar ante semejante mala educación. Que él recuerde, eran amigos hace años y, normalmente, los amigos se saludan con más entusiasmo cuando se reencuentran después de tanto tiempo.

—Pobre desgraciado —dice Rubén para sí. Y sigue sus pasos, pero en busca del comedor.

 

 

—¿Te sientes mejor, Verónica? —me pregunta fuera del restaurante.

—Sí, gracias, Rubén, solo necesitaba un poco de aire fresco. —Y respiro una gran bocanada de oxígeno—. El ambiente ahí dentro estaba muy cargado. Tanta gente me ha agobiado, eso es todo.

—Sí, demasiada gente —comenta molesto—. Vámonos a casa, allí estaremos más tranquilos.

Ramiro conduce con tranquilidad hacia Oviedo. No hay prisa, son las órdenes que le ha dado Rubén.  

—¿Qué te ha pasado, Verónica? Parecías muy angustiada.

—Ya te lo he dicho, demasiada gente.

          —Ven, abrázate a mí —me dice Rubén.

Sus brazos son un bálsamo para mí, me consuelan del temor vivido hace un momento. No quiero volver a saber de Mikel, perjudica mi vida, la desbarajusta, o al menos eso es lo que me recomienda mi cabeza. En cambio, mi corazón sigue otro camino y no puedo controlar sus pasos.

—Gracias, Rubén. Gracias por estar conmigo. —Me hundo en su pecho y siento su abrazo más fuerte que nunca.

Al llegar a la finca, anocheciendo ya, Rubén se despide de Ramiro y me abre la puerta de casa.

—Les he dado la noche libre a Eva y a Ramiro —me dice.

—¿A sí? ¿Por qué? —Me extraño. Es lunes y que yo sepa descansan los fines de semana, aunque en realidad tampoco me importa. No nos vendría mal un poco de intimidad y más en un día como hoy. 

—Para que podamos estar solos. —Se acerca a mí y me acaricia el rostro. Por un segundo cierro los ojos, sintiendo su caricia. No puede imaginar lo que su gesto significa para mí—. Ven.

Lo sigo, agarrada a su mano.

—¿Rubén, dónde vamos?

—Cierra los ojos.

Le obedezco de inmediato, entusiasmada y embriagada por su conducta misteriosa. Puedo intuir fácilmente que se dirige al jardín y que me conduce por el camino hasta el cenador al final del sendero, un rincón de nuestra casa cubierto de plantas trepadoras que construimos entre los dos hace mucho tiempo. Estoy nerviosa por su extraño comportamiento. ¿Qué se trae entre manos? Sea lo que sea, ha hecho que me olvide de Mikel.

—Ya puedes abrirlos —me dice.

—No —bromeo—, me da miedo.

—Vamos, ábrelos. Te va a gustar, estoy seguro.

¡Oh, Dios mío! Pienso. ¡Me encanta! Nuestro cenador se ha convertido en un refugio para enamorados. Hay una mesita con velas encendidas, copas de vino y rosas blancas y rojas ideal para acoger una romántica cena de aniversario. También hay una hamaca colgada entre dos álamos de oro que cobijan el emparrado del frío que empieza a calar. Y para aportar más calidez e intimidad si cabe, unas cortinas blancas rodean todo el cenador impidiendo que sus invitados, futuros protagonistas de una escena de amor intensa y apasionada, sean identificados por ojos ajenos.

—Te has acordado, Rubén…

—Cómo iba a olvidarme de nuestro aniversario, Verónica.

¿Por qué no? Yo lo he hecho, y me enfado conmigo misma por ello. ¿Cómo es posible? Me pregunto una y otra vez. Jamás me había olvidado de una fecha tan importante y jamás pensé que podría olvidarme algún día.

—Está todo tan bonito, Rubén. ¿Lo has preparado tú? —Su sonrisa me revela que ha recibido ayuda—. Me lo imaginaba, alguien ha colaborado contigo.

—Ramiro me ha echado una mano, y Eva también ha participado.

—Claro, ahora entiendo por qué ayer merodeaban por aquí en vez de disfrutar de su tiempo libre.

—Ven, bailemos —me propone.

No hay música, pero eso no importa. Lo que importa es que Rubén me ha regalado un aniversario que desde hacía años no teníamos. Había olvidado lo detallista que era.

Después de unos pequeños pasos de baile, me invita a sentarme y me sirve un poco de vino. Está fresco y delicioso, en su punto. No sé si serán las cortinas, la excitación o el calor que me está ofreciendo Rubén, pero no tengo ni pizca de frío.

Cenamos algo ligero que nos ha preparado Eva; a Rubén no se le da bien la cocina, pero ese detalle no cuenta. Y bebemos más vino, y brindamos, y nos besamos una y otra vez.

—Verónica, voy a hacerte el amor en esa hamaca —me susurra al oído. Percibo el calor de su aliento en todo mi cuello y me estremezco dolorosamente. Sus palabras son embriagadoras, sus gestos, sus caricias. Tengo la sensación de estar viviendo un sueño, pero, afortunadamente, no lo es.

Rubén comienza a desnudarme poco a poco: el pañuelo, la camisa, me van liberando del calor que irradia mi cuerpo. La falda, los zapatos, las medias, todo quiere abandonarme y yo me dejo abandonar. En cuestión de segundos estamos desnudos los dos, dándonos calor con nuestros cuerpos en medio de las plantas trepadoras de nuestro jardín. La hamaca nos hace balancearnos de un lado a otro mientras Rubén me penetra salvajemente a la vez que yo gimo con ganas.

Es casi seguro que mis escandalosos gemidos despertarán a los árboles, los cuales parecen haberse dormido ya.

Gracias, Rubén, pienso mientras estallo de placer, deseaba un momento así contigo. Había olvidado lo que era sentirse amada. Amada por ti.