Capítulo 5

Después de unos minutos asombrosamente mágicos, nuestros cuerpos sudorosos empiezan a enfriarse.

—Vayámonos a nuestra habitación —sugiere Rubén—, o cogeremos una pulmonía.

Tiene razón, la temperatura del lugar ha caído en picado, aunque nosotros no lo hayamos notado hasta ahora. La calidez de nuestro dormitorio será reconfortante.

—Me ha encantado la sorpresa, Rubén. Echaba de menos tu atención. —Las sábanas de nuestra cama arropan y abrigan nuestros encogidos cuerpos como un arrullo que envuelve a un recién nacido aportándole el calor del vientre materno—. Es lo más bonito que has hecho por mí en mucho tiempo.   

—Lo siento, Verónica, he estado muy distraído últimamente.

—Es cierto, ¿puedo saber por qué?

Rubén, tumbado sobre el colchón, me sostiene la mirada durante unos segundos sin decir nada. Es como si no quisiera soltarlo. Sé que en su cabeza ronda algo, pero no parece querer compartirlo conmigo.

—Vamos, Rubén —le digo acariciándole su sonrojada mejilla—. Háblame, por favor. Soy yo, Verónica, la de siempre. ¿De qué tienes miedo?

—No es miedo, Verónica —dice pensativo—, solo estoy preocupado por la editorial. Últimamente estamos perdiendo clientes importantes que pactan contratos más remunerativos con editoriales mucho más mediocres que la nuestra.

—Entonces es el momento de hacerles la competencia, ¿no crees?

—¿A qué te refieres? —duda frunciendo el ceño, aunque estoy segura de que sabe a qué me refiero.

Probablemente también haya pensado en ello, pero la avaricia es un defecto que posee toda la familia Echeverría. Defecto o virtud, según cómo se mire.

—Deberíamos pensar en reducir un poco nuestras ganancias —sentencio— si eso a la larga nos va a aportar mayores beneficios.

          Tal y como imaginaba, el semblante de Rubén se descompone palideciendo progresivamente. Es parecido al momento en el que recibes un insignificante golpe en el lugar más inapropiado del cuerpo pero que duele como si fuese un testarazo. Así es su expresión, dolorosa de manera exagerada.

—¡No, imposible! —Se alarma—. ¿Reducir nuestro sueldo? ¿Te refieres a eso?

—Sí, claro. No es tan grave.

—Mi familia ha ganado mucho dinero con la editorial toda la vida, desde que mi abuelo la fundó.

—Precisamente por eso, Rubén.

—¿Quieres dejar de llevar la lujosa vida que te acompaña desde que te casaste conmigo, Verónica? —suelta prepotentemente—. No creo que a tu padre le haga ninguna gracia.

Ha recuperado su cinismo, ese que le convierte en el rey de los desvergonzados y que maneja ofensiva y lacerantemente a la perfección —al menos cuando de mí se trata— con la única intención de herir la buena voluntad de los demás.

—Deja en paz a mi padre —respondo enfadada—, él no tiene nada que ver con esto. Además, solo pretendía ayudarte, era una mera opción.

Me levanto furiosa de la cama y, arropada con las sábanas, me dirijo al baño. Indiscutiblemente Rubén es un capullo. En cuestión de segundos lo tengo encima, completamente desnudo, abrazándome de manera enternecedora.

—Perdóname, Vero, no quería herir tus sentimientos. —Me dejo abrazar, me gusta tanto recibir su cariño—. Ya te he dicho que toda esta mala situación con la empresa me está afectando sobremanera.

—Está bien, no te preocupes. Yo solo quería ayudarte —le digo molesta—, pero tú eres el que toma las decisiones.

—He entendido lo que has querido decir —me susurra con voz queda a la vez que me acaricia la mejilla con delicadeza—, y no me resulta una idea tan descabellada. Puede ser un camino.

—Ya lo habías pensado, ¿verdad?

—Tal vez. —Su voz suena suave y relajante en el interior de mi oído y su lengua saborea el lóbulo de mi oreja. Oh, Dios mío. Parece que su provocación domine mi enojo y despierte en mí de nuevo el apetito sexual, erizándome el bello de la piel de manera instantánea.

—Entonces no vuelvas a ser cruel con tus palabras —pronuncio entrecortadamente, pues la excitación apenas me deja hablar.

—Vale.

—Bien. —Y me silencia con un ávido beso que recorre las cuatro extremidades de mi cuerpo. Sin duda, me está preparando para que de nuevo, de lo mejor de mí. Y sin duda, lo haré.   

   

         

Han pasado las semanas y mi relación con Rubén sigue siendo inmejorable. Irradio tanta felicidad y alegría como la primaveral mañana del mes de marzo que se ha presentado.

—Son para ti, Verónica —me avisa Alicia cuando llego a la oficina.

—¡Caramba! ¿Y esta preciosidad? —Un hermoso y delicado ramo con dos docenas de rosas rojas se halla en lo alto de mi mesa esperando a ser halagado por su dueña. Se impone en medio de mi despacho como un señorial y regio castillo en la cima de la montaña más alta. Lo contemplo ensimismada y repito en mi interior una y otra vez <<Rubén, Rubén, Rubén>>.

Loca de alegría me acerco hasta la mesa y busco la tarjeta.         

<<Por los millones de besos que no te he dado.

M>>.

No he reconocido la caligrafía de la nota, pero esa letra mayúscula lo dice todo: M.

Otra vez M. 

 

 

Mijas, Málaga, verano de 1980.

 

Atardece en el pueblo y los bañistas más frecuentes se hacen los remolones tumbados en la arena a la espera de que el sol se esconda tras las montañas próximas y dé salida a una apolínea luna llena que aguarda pacientemente su turno. Mikel y yo permanecemos acurrucados sobre un pareo extendido en la arena mirando hacia el horizonte, contemplando la eclosión de líneas naranjas, rosas y púrpuras tatuadas en el cielo que en breve darán paso a una oscuridad alumbrada por la fulgurante luz de la luna.

Justo antes de que el sol se ponga, Mikel me entrega una rosa que parece estar recién cortada de algún jardín. Es muy simple, pero es preciosa. Nunca antes un chico me había regalado una, es el detalle más bonito que he recibido.

—La vi y enseguida supe que sería para ti. Es igual de hermosa que tú.

Sus palabras son tan tiernas que hacen que un pellizco me sobrecoja el pecho. Estoy tan impresionada que ni siquiera soy capaz de hablar. La emoción me inunda, desbordando mi capacidad de reaccionar.

—Gracias, Mikel, no sé qué decir.

—No digas nada, solo huélela y recuerda siempre su olor. Es el olor del amor.

 

 

—El olor del amor —digo para mí al percibir el aroma que desprenden las flores, pero quizá lo haya dicho demasiado alto.

—¿El olor del amor? ¿Qué significa eso, Verónica? —me pregunta Alicia, extrañada.

—No, nada, Rubén y sus cosas. —Prefiero mentir y que crea que ha sido mi marido el que ha enviado las flores a tener que explicarle que un antiguo novio anda detrás de mí. Además, con lo chismosa que es, se le escaparía intencionadamente en cuestión de segundos. Y siendo sincera, no me apetece en absoluto tratar el tema. Por eso, no le doy más vueltas a la nota que acompaña al ramo, la guardo en el bolso y me pongo a trabajar. No quiero pensar en Mikel.

Sin embargo, es imposible no hacerlo.

Miro una y otra vez esas preciosas rosas, frescas y vivas como aquella que me regaló. Las contemplo hechizada por su belleza. Son veinticuatro rosas rojas que atrapan mis pensamientos y me transportan a un pasado que creía que no querría recuperar nunca. Pero ahora no estoy tan segura.

—Alicia, ¿me puedes poner en contacto con la floristería que ha enviado las rosas? —le pido a mi secretaria por el teléfono. No le doy opción a preguntar, directamente cuelgo. Si le concedo la más mínima oportunidad se atreverá a interrogarme, es el defecto que tiene. Suerte que es bastante eficiente y por eso aún mantiene su puesto de trabajo.

Lo que pretendo hacer es devolver las flores a su remitente, con una nota, por supuesto. Mikel no puede regresar de repente e irrumpir en mi vida como si yo no tuviese ninguna. Tengo un trabajo, un hogar y un marido, los cuales no quiero perder. Es cierto que aquella noche en el restaurante estuve a punto de ser atrapada por su imantado poder de seducción. Aquella noche estuvo a punto de besarme, o tal vez fui yo la que estuvo a punto de besarlo a él. Mikel posee una habilidad casi perfecta para descolocarme y confundirme. De hecho, lo ha vuelto a hacer.

¿Por qué todo es tan complicado? Tengo nuevamente la atención de mi marido, estoy enamorada de él, pero al mismo tiempo mi corazón se entusiasma al recibir cualquier noticia de Mikel. ¿Qué me está pasando?

Me pregunto qué es exactamente el amor, cómo se sabe cuándo estás enamorada de una persona. ¿Cuando sientes enajenados tu razón o tus sentidos porque te cortejan y te dicen te quiero? ¿O cuando sientes mariposas en el estómago porque te dedican una simple mirada?

Es imposible acertar. Nunca se acierta. Al final siempre hacemos lo menos indicado, y sin embargo, creemos estar haciendo lo más correcto.

Localizo la floristería que ha hecho el envío y les pido que devuelvan el ramo a su remitente. Yo me haré cargo de los gastos.

—No, señora, no puedo hacer eso —me responde la voz de una mujer por el teléfono.

—¿Cómo dice? —pregunto incrédula.

—Lo explicó claramente el señor que hizo el encargo. Dijo: no devolver al remitente.

—Me da igual lo que dijera ese señor, yo no quiero las flores.

—Bien, entonces, tírelas.

La rabia se apodera de mí en ese instante, no solo porque la floristería no me hace ni puñetero caso sino también porque ahora tendré que ser yo misma la que devuelva las flores a su remitente. Tendré que acudir al trabajo de Mikel y decirle personalmente que no quiero más flores ni más notas.

Salgo disparada de la oficina con el ramo en las manos y me planto en su trabajo; suerte que sé dónde se encuentra el establecimiento. Le pido al taxista que espere en la puerta del restaurante, no tengo intención de tardar demasiado: le devuelvo las flores (y la nota) y me voy. Fin de la historia.

—¿Mikel Chávarri se encuentra? —pregunto desagradablemente a la primera camarera que veo. Me mira con algo de repulsa, pero es lo más natural teniendo en cuenta los malos modales con los que le he hablado.

—¿Quién pregunta por él? —dice molesta, incluso parece resentida, pero en realidad no tengo nada en contra de esa muchacha.

—Dile que soy una vieja amiga, con eso será suficiente.

Espero en la barra mientras la camarera se acerca a otra mujer algo mayor que nosotras y le dice algo. Esta se aleja por una puerta, parece ser el comedor del restaurante, aunque no puedo asegurarlo, y al cabo de un par de minutos, tal vez más (o tal vez a mí se me hacen demasiado largos), aparece acompañada de él. Me pongo nerviosa nada más verlo y trato de disimularlo, pero los nervios son más fuertes que mi propia seguridad y siento que mi autocontrol se desvanece, dando paso a una ferocidad que incluso me asusta a mí misma.

Ni siquiera dejo que me salude, me dirijo hacia él y le doy con las flores en las narices.

—Por favor, Mikel, déjame en paz.

Me giro y me alejo, pero enseguida él me llama.

—He, he, he… espera un momento, señora maleducada. ¿Dónde crees que vas? ¿Te plantas aquí y me devuelves las flores más bonitas que te han regalado nunca? Sé que te gustan, Verónica.

Con rapidez y mucho ímpetu me doy la vuelta y me pego a él, tan cerca que puedo olerle perfectamente.

—¿Qué te hace pensar que son las flores más bonitas que me han regalado, señor pretencioso? ¿O acaso crees que Rubén nunca me ha regalado flores? ¿No entiendes que estás descolocando mi vida? Desaparece de ella como yo desaparecí de la tuya en aquella ocasión, no quiero hacer peligrar mi matrimonio. Soy feliz y no necesito saber nada de ti.

—No lo necesitas, pero sí quieres. ¿Por qué has venido si no hasta aquí? ¿Para devolverme las flores? ¡Venga ya, Verónica! Has venido porque te mueres de ganas de verme y cualquier excusa es perfecta para hacerlo. Podrías haber tirado las flores a la basura, simplemente, y haberte olvidado de mí, pero no puedes hacerlo. Has venido porque quieres que haga una cosa, una que tú no te atreves a hacer.

—¿Y cuál es esa cosa que quiero que hagas, según tú? —Los dos estamos tan cerca que puedo oír sus latidos claramente. Son fuertes, sonoros, hablan por sí solos, como los míos, a punto de salirse de mi pecho.

—Quieres que te bese —sentencia Mikel, para lo cual no tengo respuesta.

Es evidente que quiero que lo haga, ¿tanto se me nota? He perdido por completo el control, él ha hecho que lo pierda, es astuto y ha sabido manejarme.

—¿Y lo vas a hacer? —Mis labios arden y desean los suyos, no puedo disimularlo.

—No, Verónica, no lo voy a hacer.

Entonces siento el impulso de abalanzarme sobre él, pero eso sería un acto de desesperación que me haría parecer una desequilibrada y no estoy dispuesta a mostrar signos de debilidad, y mucho menos delante de todos esos camareros que están pendientes de nosotros, aunque finjan no estarlo.

          Pero al mismo tiempo también siento el impulso, o más bien la necesidad, de abofetearlo por provocarme para luego avergonzarme delante de sus compañeros.

—¿Y para qué toda esta farsa, Mikel? —Presiento que todos sus actos han sido una perfecta interpretación con el único fin de vengarse de mí por el daño causado hace tiempo.

—Nada ha sido una farsa, Verónica, yo sigo enamorado de ti. Pero tienes que darte cuenta de una cosa.

—¿De qué, Mikel? —Empiezo a estar cansada de tanto misterio. 

—Tú sola lo descubrirás, tarde o temprano.

Mi mirada es muy distinta ahora, se extraña. No entiendo a qué se refiere, aunque tampoco tengo ganas de preguntar. Mikel me desafía, esconde algo que le atormenta. Esa es la sensación que yo tengo, pero no quiere hacerme sufrir. Puede que sea cierto que le importo demasiado.

—Muy bien, Mikel —digo más tranquila; ambos lo estamos—. A partir de ahora no nos veremos más, por favor. Esto acaba ahora mismo, no me busques y yo no te molestaré.

Asiente nada más moviendo la cabeza, pero antes de separarnos, dice algo.

—Mira a tu alrededor, Verónica. La verdad se esconde cerca de ti.