Capítulo 16

Demasiada casualidad que haya aparecido por aquí. Estoy perdida en medio del bosque y él me ha encontrado. ¿Cómo es posible?

—Hola —digo tímidamente.

—¿Te has perdido?

—¿Por qué crees eso?

—No lo creo. Lo sé.

No me gusta que lo sepa. Si lo sabe es porque me ha estado siguiendo, aunque tampoco puedo asegurarlo porque he ido todo el tiempo con los auriculares puestos y no me he percatado de ningún ruido. Pero si me ha estado siguiendo es porque quiere algo de mí. ¿El qué?

—Pues sí, me he perdido. —Es una tontería engañarle con algo tan evidente; es más, es preferible que lo sepa porque es posible que pueda ayudarme a salir de aquí—. ¿Sabes cuál es el camino que rodea la montaña?

—Llevo treinta y cinco años viviendo aquí —admite Tony—. Conozco todos los caminos que hay en la montaña como la palma de mi mano.

—En ese caso, podrás ayudarme.

—Tal vez.

Tony me está poniendo cada vez más nerviosa, incluso me está haciendo sentir miedo. Tiene ese punto misterioso y enigmático que te hace desconfiar pero que al mismo tiempo te produce atracción. Es un contraste entre el bien y el mal al más puro estilo ángel o demonio.

—¿Me vas a ayudar o no? —le pregunto exasperada—. Hace un calor espantoso, estoy sedienta y quiero irme a casa. Si me vas a ayudar, mejor, y si no, lárgate y déjame tranquila que ya encontraré el camino.

—¿He dicho yo que no te vaya a ayudar, nena?

Otra vez esa palabra.

—Has dicho que tal vez.

—Tal vez no significa que no.

—Pero tampoco significa que sí.

—Cierto.

Uf, me está poniendo como un demonio. Soy de temperamento bastante sereno, pero Tony me está sacando de mis casillas. Está haciendo que esa parte salvaje y agresiva que todo ser humano tiene enclaustrada en lo más profundo de su ser como algo oculto pero que está ahí para cuando sea el momento necesario de sacarla (y siempre hay un momento), se manifieste y atente contra todo aquello que le cause irritación. Y precisamente ahora, Tony es la persona que más me irrita.

—Que si me vas a ayudar —repito con malos modales.

—No.

—Vete a la mierda. —Estaba deseando decírselo.

Le doy la espalda y acelero el paso. Ni siquiera sé si es la dirección correcta, pero lo será siempre que me aleje de él.

—¡Verónica! —me llama. No le hago ni puto caso—. ¡Verónica!

Entonces me detengo y me giro para mirarle. Puede que haya cambiado de opinión y, por desgracia, él es en este momento mi única salvación.

—No es por ahí.

¡Joder! Otra vez tengo que acercarme a él. Paso a su lado pero no me detengo, simplemente le doy las gracias.

—Tampoco es por ahí.

¿Qué?

—¿Te estás riendo de mí? —me molesto.

—No.

—Entonces, ¿por dónde?

Casi no he terminado de preguntar cuando me empuja contra la maleza, me tira al suelo y me atrapa con su cuerpo. Grito, pero enseguida él me tapa la boca, y de todas formas ignoro si hay alguien por ahí que pueda oírme. Empiezo a llorar, desesperada por tener encima a un tipo que pesa tres veces más que yo y que me impide defenderme.

—¡Socorro! —puedo gritar en un momento que ha destapado mi boca. Sin embargo, son milésimas de segundo en las que me atiza una bofetada con todas sus fuerzas.

—¿Vas a estar calladita, nena? —Muevo la cabeza lo que puedo asintiendo a su pregunta. Estoy mareada y muy asustada. Intuyo lo que va a pasar y las lágrimas me brotan con más virulencia, quemando mis ojos y llegando hasta mis oídos.

—Tony, por favor, no lo hagas —digo débilmente, rezando para que no me atice otro bofetón. Siento el carrillo derecho tan inflamado que si me propinara otro tortazo creo que incluso me sangraría, aunque ojalá todo fuese eso, un par de bofetadas y nada más. Pero, desgraciadamente, no es eso lo que va a suceder.

—¿No has dicho que ibas a estar calladita? —Habla maliciosamente, mientras noto cómo se desabrocha el cinturón del pantalón. Yo vuelvo a asentir, horrorizada y aterrada. Me doy cuenta de que no tengo nada que hacer—. Así me gusta, nena. Sé buena chica y cierra el pico, pero abre bien las piernas. Te vas a enterar de lo que es correrte. 

Lloro. Lloro mucho. De dolor, de sufrimiento, de desesperación y rabia. Lloro por tantas cosas. Y solo puedo pensar en una persona: Rubén. ¿Dónde estás? ¿Por qué no vienes a salvarme, Rubén?

Ya está. Ha terminado. Se ha levantado y me ha dejado tirada en el suelo, inmóvil y dolorida, con las bragas rasgadas y sucias de tierra, orina y semen.

—Toda tuya —oigo como le dice a alguien.

¿Qué? ¡No, por favor! Chilla mi cabeza. ¡Hay alguien más con él, alguien que va a repetir la misma atrocidad que él ha cometido!         

—No te entretengas, Ismael, y acabemos ya.

¿Ismael? ¿Ha dicho Ismael? ¿Mi amigo Ismael?

Abro bien los ojos y puedo verlo. En efecto es él, que se dirige a mí feroz y violento, tan agresivo como su primo.

Intento incorporarme y protegerme, pero Ismael no me lo permite, se echa encima de mí antes de que yo pueda hacer nada.

—Ismael…, tú no, por favor —le suplico.

—¡Cállate, puta! —Y me golpea fuertemente en la sien, casi a la misma altura que Tony, causándome un dolor terrible en la cabeza.

Siento cómo voy perdiendo el conocimiento y cómo las lágrimas empapan toda mi cara. También puedo oír a Ismael decirme algo antes de desfallecer.

—Llora, Verónica, llora todo lo que tú quieras. Es lo único que puedes hacer.

Voy a vomitar. Voy a vomitar y por eso me despierto.

Estoy tirada en el suelo, cubierta de ramas, hojas e insectos que tratan de alimentarse de mi sangre. Vomito, y casi me atraganto con mi propio vómito. Tengo que girarme rápidamente para no hacerlo, pero esa sustancia maloliente ya ha impregnado todo mi cuello y mi pecho, dejándome más sucia todavía si cabe. Es repugnante.

          El dolor que siento en la cabeza, en las ingles y prácticamente en todo el cuerpo es tan fuerte que me impide moverme con agilidad. Intento incorporarme pero no puedo. Lloro desesperadamente y grito tanto como mis escasas fuerzas me lo permiten. Trato de recordar lo que ha pasado, y lo recuerdo todo perfectamente, al menos, hasta que perdí el conocimiento. Cuántas veces me habrán violado, cuántas cada uno. No puedo saberlo. Antes de desmayarme oí como Tony le decía a Ismael que se diera prisa. Puede que solo (solo) me haya violado una vez cada uno. Puede. Pero solo puede.

Lloro otra vez.  

—Mamá… —gimo—. Mamá… 

Si ella supiera lo que me ha pasado. Si se enterara mi padre. No puedo decírselo, sufrirían mucho y no puedo permitirlo.

Rubén… ¿dónde estás, Rubén? ¿Por qué no estás conmigo? Si hubieses estado nada de esto habría sucedido… Si hubieses estado, claro… Pero no estabas… No estás. Por eso yo estoy aquí y así, perdida en medio del bosque y violada por un amigo y su primo. Un amigo… No, claro que no. Ismael no es un amigo. Un amigo no hace estas cosas. Un amigo cuida a sus amigos. Un amigo cuida a una amiga, no la viola.

Me esfuerzo y me levanto, aunque torpemente, pero no puedo estar más tiempo tirada en este lugar. Tengo miedo, miedo de que anochezca, miedo de que vuelvan. Y también empiezo a sentir frío, pese al calor que hace. No sé ni qué hora es, me han quitado el reloj, el discman y las llaves de casa. Se me revuelve el estómago de pensar que puedan estar allí, esperándome, y tengo que pararme a vomitar una vez más, apoyada contra un árbol que ha sido testigo del crimen cometido allí mismo, junto a sus raíces. Lo golpeo, como si tuviese la culpa de algo.

—¡Qué miras! —Grito—. ¡Qué miráis todos! Podíais haberme ayudado en vez de quedaros ahí mirando cómo me destrozaban. ¡Me han violado, sabéis! Qué coño vais a saber si sois unos putos árboles.

Mi mente está tan trastornada… No asimila lo que ha pasado y gritarle a los árboles no sirve de nada, aunque me ayuda a liberar mi rabia, mi dolor.

—Mamá… mami —repito—, ¿dónde estás? Te necesito…

Y vuelvo a llorar, una vez más.

De pronto, imagino lo que ella me diría: <<Vamos, hija, sé fuerte, tú puedes. Corre y sal de ahí. Tú puedes>>.

—Sí, mamá —hablo otra vez, completamente sola—. Yo puedo. Yo puedo.

Claro que puedo, solo tengo que buscar el Sol, aún se ve su luz. Lo localizo, lo que significa que he localizado el oeste, más o menos; por lo tanto, el sur también, y el norte y el este. Pero solo me interesa el sur.

Me oriento y comienzo a caminar, dejando el Sol siempre a mi derecha. Sé que únicamente sale y se pone por su punto exacto durante los equinoccios de primavera y otoño; el resto del año la referencia de salida y puesta del Sol es tan solo aproximada. Sin embargo, me parece suficiente para orientarme y abandonar el bosque. Una vez que encuentre el camino que rodea la montaña podré ver la costa y entonces podré regresar a casa.   

Tardo un rato más, pues estoy agotada física y mentalmente, no me conozco en absoluto los caminos y, además, cada vez está más oscuro. Pero, afortunadamente, lo encuentro y mis nervios se templan un poco. Camino por el sendero hasta llegar a la falda de la montaña, donde por fin empiezo a ver el pueblo. Ya ha oscurecido bastante, aunque aún queda un poco de luz. Pronto será de noche y no querré estar sola en casa.

Mientras avanzo por las calles procurando andar derecha y protegiéndome con mis propios brazos, voy pensando en la Señora Anita y el Señor Aurelio. No tengo a nadie más a quien acudir y seguro que ellos no dudarán en darme cobijo.

Algunas personas que me voy encontrando por el camino me miran raro, como si apreciasen algo anómalo en mí, aunque no sé si pueden imaginar lo que me ha sucedido. Otras, en cambio, extranjeras la mayoría, ni se molestan en mirarme.

Por fin llego a mi calle, alumbrada escasamente como la mayoría de las calles antiguas del pueblo, pero no me encamino hacia mi casa, sino hacia casa de mis ancianos vecinos. Por favor, que estén, y sobre todo, que me abran sus puertas. En estos momentos, son lo más parecido a unos padres.

—¡Niña! —Grita la Señora Anita nada más verme—. ¡Qué te ha pasado!

           Al verla, no puedo hacer otra cosa que abalanzarme sobre ella y abrazarla fuertemente. Necesito su calor, su cobijo, sus abrazos. Necesito que me trate como me trataría mi madre.

—¡Qué te ha pasado, niña! —Repite—. ¡Me estás asustando!

—¿Puedo quedarme aquí esta noche, por favor? —Le pregunto llorando. El Señor Aurelio se ha unido a nosotras y está tan asustado como su mujer—. Señor Aurelio, ¿puedo quedarme?

—Naturalmente que puedes —responde—. ¿Cómo voy a dejarte ir así?

—Gracias —y lo abrazo con fuerza, y al mismo tiempo siento cómo me devuelve el abrazo, protegiéndome como un padre.

—Mi niña —me habla la Señora Anita—, ¿qué te han hecho?

Intuyo que lo sabe, no hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta, y aunque no quiero pensar en ello, me veo en la obligación de decírselo.

—Me han violado. —Y rompo a llorar de nuevo, solo que esta vez no me siento sola; la Señora Anita y el Señor Aurelio están conmigo y me envuelven con sus brazos dándome todo el amor y ternura que necesito en estos momentos.

          —¿Qué clase de persona te ha podido hacer eso? —dice la Señora Anita.

La voz se le entrecorta, consecuencia de la pena que siente su corazón. Siempre me ha querido como a una hija, la que nunca tuvo, y supongo que el que hayan cometido esta barbaridad conmigo le tiene que doler como si yo fuese de su propia sangre.

—Aurelio, ve calentando un poco de caldo para la niña —le ordena a su marido—. Yo le voy a preparar un baño.

—No se moleste, Señora Anita. Tampoco usted, Señor Aurelio.

—Tú a callar —replica—. Aurelio sabe calentar de sobra un caldo, solo tiene que encender el fuego. Y tú te vienes conmigo, necesitas entrar en calor. Cuando te hayas bañado y hayas cenado la sopa, te sentirás más aliviada. Tienes que estimular la sangre con calor para que el sueño se active. Debes descansar, mi niña.

—Había olvidado que fue usted enfermera.

—Y de las buenas, casi la mejor de todas —dice orgullosa.

—No lo dudo.

La Señora Anita me ha prestado un camisón. Me queda un poco grande pero estoy cómoda con él, mejor que con la ropa deportiva que llevaba y que nunca más volveré a ponerme. Si es necesario, la quemaré. El baño que me ha preparado me ha relajado mucho. Ella tenía razón. Y la sopa que le ha ordenado calentar al Señor Aurelio estaba tan deliciosa que le he tenido que pedir más. Llevaba desde anoche sin ingerir nada en el estómago, tan solo un poco de agua esta mañana, por lo que el hambre era voraz, aunque tampoco he querido obligar a mi estómago a atiborrarse de comida por lo que pudiera pasar. Estoy saciada y eso es suficiente.

—No sé como agradecérselo —les digo.

—No tienes que agradecernos nada, niña. Eres lo más parecido a una hija.

—En cualquier caso, se lo agradezco a los dos. Han sido muy buenos.     

Ya me he metido en la cama que la Señora Anita me ha preparado tan amablemente. Mañana será otro día, otro día para empezar de nuevo y para afrontar la realidad, la cruda y cruel realidad: Rubén me ha dejado; he perdido el contacto con Mikel; e Ismael y otro tipo más, me han violado.

Esa es la puta realidad.

Invierno de 1993.

Mi madre ha caído gravemente enferma. Papá y yo la hemos tenido que ingresar en un centro especializado. Su enfermedad, la espondilitis anquilosante, la ha tenido anclada desde hace unos años en una silla de ruedas y ahora ha empeorado bastante, por lo que el médico ha recomendado su hospitalización para practicarle una serie de pruebas y determinar el nivel en el que se encuentra.

No es una enfermedad extremadamente grave, pero sí hay que tratarla con sesiones de rehabilitación permanente y ejercicios respiratorios orientados a fortalecer la espalda para evitar la pérdida de movilidad de la columna vertebral. Sé que van a ser días muy duros para ellos e intentaré echarles una mano. Mi padre no puede dejar el trabajo para atender todo el tiempo a mi madre y yo solo puedo estar con ella algunas tardes, pero por las mañanas es prácticamente imposible.

—Papá, no te culpabilices —le digo molesta—, no podemos hacer más. Estaremos con ella todo el tiempo que podamos. Los médicos la atenderán estupendamente, por eso hemos decidido ingresarla aquí.

          —Mi pobre Mercedes —lloriquea—, es como si la abandonase en este lugar.

Entiendo a mi padre, solo se preocupa por ella. Llevan juntos toda la vida, dedicándose el uno al otro y atendiéndose constantemente. Y ahora se tienen que separar por primera vez en muchos años. Mi padre no está acostumbrado a eso.

—No estás abandonando a mamá, y ella lo sabe. Tú tranquilo.

Da igual lo que le diga, él continuará pensando que sí, pero lo que estamos haciendo es por su bien, es la opción más correcta. Pronto mamá estará en casa con él y ambos continuarán disfrutando de su compañía y de su amor. Estoy orgullosa de ellos, se quieren honradamente, siempre ha sido así. Tal vez nunca encuentre a un hombre como mi padre, que ame de verdad, con pasión y respeto. Tal vez tampoco sea capaz de amar como ama mi madre. Lo que ellos tienen es casi imposible de conseguir. O quizá sí, pero la vida me ha decepcionado tanto que lo dudo mucho. Y eso que las desgracias aún no han terminado…

No sé lo que habré hecho para merecerme tanto mal, pero está claro que si existió otra vida y yo formé parte de ella, tuve que ser un demonio.