Capítulo 27

Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Sevilla. Dos meses después.

 

Hurgo entre las cosas de mi bolso. Estoy buscando el amuleto mientras espero a que me abran la puerta. De repente, un ruido mecánico me sobresalta. La primera puerta se abre. Es una reja que se activa mecánicamente desde el interior. Paso y atravieso un patio sombrío donde dos vigilantes hacen su turno de guardia. Fijan la vista en mí, sin quitarme el ojo de encima, lo cual me incomoda bastante. Tiene que ser muy aburrido pasar horas en la misma posición mirando al frente y esperando a que llegue algún visitante para distraerse con él, como están haciendo conmigo en este mismo momento. Llego a otra puerta, también cerrada. Espero a que la abran y paso. Allí hay un tipo, otro guardia de seguridad a juzgar por su uniforme, que me obliga a dejar el bolso en una cinta y me hace pasar por un escáner. El guardia que está sentado mirando la pantalla del ordenador apenas hace un gesto pero entiendo lo que me quiere decir: mi bolso no esconde nada fuera de lo normal; puedo continuar. Avanzo por el pequeño vestíbulo, tan sombrío y triste como el patio anterior, y un escalofrío me recorre el cuerpo. No sé si he hecho lo correcto viniendo hasta aquí, pero era lo que tenía que hacer y ya no hay marcha atrás.

Una tercera puerta me aguarda cerrada como las anteriores y tengo que esperar otra vez. Mientras lo hago, echo un vistazo alrededor. Todo está lleno de cámaras de seguridad ubicadas en las esquinas de los techos. Cualquier precaución es poca en un lugar así. A saber qué otros mecanismos de control habrá escondidos y camuflados por todo el recinto, lo cual me aporta un plus de seguridad bastante importante, que no de tranquilidad, pues estoy nerviosa como nunca antes lo he estado. Aunque es probable que no sean nervios lo que siento, sino miedo. O puede que ambas cosas.

Cuando por fin se abre la tercera puerta, accedo al ala central del hospital. Es como cualquier otro hospital, con un mostrador de información, otro de recepción, una zona de espera, una cafetería, similar a todos los hospitales. Me acerco hasta el mostrador de información y aviso de mi llegada. Ignoro si es ese el lugar donde tengo que acudir pero no veo otro sitio más adecuado y, en cualquier caso, me van a hacer esperar avise a quien avise, pese a haber concertado una cita.

—Espere en la sala, por favor —me dice la recepcionista con su inconfundible acento sevillano—. Ya he avisado al doctor. En cuanto pueda vendrá.

—Gracias —digo sin más.

          Transcurren unos diez o quince minutos hasta que el médico oportuno aparece.

—Buenos días —me saluda—, soy el Doctor Sánchez-Rus. La señorita Puig-Bassols, ¿verdad?

—Sí. —Me levanto y le tiendo mi mano—. Encantada.

El Doctor Sánchez-Rus es un hombre de mediana edad con el pelo canoso que le hace parecer mayor. Se muestra educado y agradable, y su voz suena grave pero tranquilizadora. Me siento más relajada estando con él.

—Ha elegido usted un buen día para venir. Todo está bastante tranquilo.

—Eso se agradece ¿no?

—Desde luego. Si fuese uno de esos días caóticos, que suelen ser la mayoría, probablemente no habría podido atenderla y casi seguro que no habría podido ver a mi paciente.

Al recordarme a su paciente se me hace un nudo en la garganta. No importa, tengo que dar este paso, me digo a mí misma. Es necesario y soy perfectamente capaz de hacerlo.

Sigo al médico hasta llegar a otra puerta custodiada por otro guardia que por supuesto nos da permiso para atravesarla. Una vez que la pasamos se cierra automáticamente. Un golpe sonoro y retumbante marca la diferencia con los que oí antes cuando se cerraron las demás puertas. Este golpe es el definitivo, el que me indica que ya he llegado a mi destino final y que no puedo abandonarlo. Ya no. Ya estoy dentro y a escasos metros de él.

Avanzamos unos pasos más, casi hasta el final del pasillo, donde se localiza otra mesa con otro guardia.

—Por favor, espere aquí —me dice el médico, el cual se acerca al guardia y le da una serie de instrucciones que parece cumplir inmediatamente. Se levanta y se dirige a una puerta, la abre y el médico entra.

Mi pulso se acelera, los nervios me producen palpitaciones y parece que mi corazón se vaya a salir de su cavidad. Lo oigo latiendo fuerte por todas las extremidades de mi cuerpo. De pronto, el miedo se impone y siento el impulso irrefrenable de salir de allí. Y como un acto reflejo, retrocedo unos pasos y doy media vuelta. Demasiado tarde, el doctor ya ha salido y me avisa de que puedo entrar.

—Tranquila —me dice—, no le hará daño.

—Permítame que lo dude —expulso sin pensarlo.

—Confíe en mí. Está deseando verla. Su visita es muy importante y le hará progresar mucho. Adelante, no tema.

Camino lentamente, apretando mis manos que sudan sin poder evitarlo. Tengo miedo, tengo miedo, me digo. Tienes miedo, tienes miedo, me dice la vocecilla interior, pero puedes hacerlo. Puedes hacerlo, Verónica.   

Entro.

Allí está, sobre las sábanas blancas de la cama vestido con un pijama blanco, sentado como los indios. Un estremecimiento me invade, aunque no sé si es por pena, por temor o por satisfacción. Recuerdo de nuevo sus palabras: <<El ser humano se mueve por impulsos vengativos, siempre queriendo aniquilar al prójimo>>. Es posible que con esta visita esté saciando mi sed de venganza.

—Verónica —me llama.    

Su voz suena muy distinta a como sonaba la última vez que la oí. Es como si fuese otra persona diferente a la que me atacó. 

—Hola —digo tímidamente.

—Sabía que vendrías. ¿Por qué lo has hecho?

No sé qué responderle, pues no sé muy bien por qué he venido. No sé si lo he hecho para comprobar que realmente está encerrado, para regodearme por ello, para ver cómo se encuentra, o bien por todas esas razones juntas.

—Quería entregarte algo —le digo tras pensar un momento mi respuesta.

Busco en mi bolso y cuando lo localizo lo aferro con mi mano escondiéndolo como si quisiera protegerlo de alguien o de algo. Me ha hecho tanto bien, pese a todo lo ocurrido, que desprenderme de este amuleto es como dejar escapar mi vida. Pero ha llegado el momento de despojarme de él entregándoselo a otra persona que lo necesita más que yo.    

En cuanto lo saco y se lo muestro, Mikel se pone en pie y avanza. Inconscientemente, doy un paso atrás y él se detiene al ver que yo cejo. Entonces, más segura de mí misma y de él, camino de nuevo. Mikel también lo hace, despacio, y nos encontramos a mitad de camino. Extiendo la mano y se lo ofrezco.

—Es un amuleto indio, te ayudará a mantener lejos tus demonios.

Lo coge, lo analiza y lo envuelve con su mano.

—Gracias, Verónica.

Miro sus ojos casi transparentes como los de un gato siamés, los observo detenidamente todo el tiempo que él me permite. Reflejan una luz distinta, una luz que no reconozco en él. Presiento que es un ser nuevo, como si hubiese resucitado, como si hubiese vuelto a la vida desde más allá del infierno. Un impulso me hace acariciarle la cara, pero él se retira. Tengo la sensación de que es capaz de controlar las emociones mejor que yo, incluso las tentaciones. Sin embargo insisto e intento tocarlo otra vez. Mi miedo parece haberse esfumado de repente, tal vez porque ahora es él el que lo siente. Esta vez se deja tocar y una lágrima brota de su ojo. Eleva su mano y la une a la mía, que aún acaricia su rostro. Su piel ha envejecido pero desprende el mismo calor de antes, el que tantas veces yo he sentido. Cierra los ojos y al hacerlo las lágrimas salen de su escondite. Y justo en ese momento me doy cuenta de lo débil que es, de lo triste que tiene su corazón, su alma, y de lo solo que está.

—Lo siento, Verónica —dice con amargura—. Lo siento.

Su arrepentimiento me convence, pero no digo nada, tan solo lo beso en la otra mejilla.

Esa fue la última vez que vi a Mikel, al menos con vida. Un mes después se suicidó, y al ser yo la única persona en el mundo capaz de perdonarlo, me encargué de su funeral y de su posterior incineración, y también de que sus cenizas reposaran en las aguas del Cantábrico. Benjamín me ayudó a esparcirlas desde el viejo faro al final de la carretera, aquel que una vez fue testigo de la pasión entre Mikel y yo. Cada vez que recuerdo aquel momento pienso que, probablemente, no fuese real, no para él, aunque sí para mí. Aunque también es posible que me equivoque y que, después de todo, Mikel me quisiese de verdad hasta el punto de querer matarme si no era suya. Puede que aquel encuentro no fuese premeditado con la única intención de herirme después. Esa es la conclusión a la que llego tras leer su última nota. Y es que, al morir, Mikel dejó una carta de despedida para mí y un pequeño paquete con ella.

<<Querida Verónica, siento mucho todo el mal que te he causado y desconozco si algún día podrás perdonarme. Sin embargo, confío en que ese buen corazón que habita en tu pecho lo hará tarde o temprano. Los motivos que me llevaron a obrar mal los conoces de sobra. Sí, son esos en los que estás pensando. Te quería tanto que no podía soportar la idea de que fueses de otro. Y te sigo queriendo. Nunca lo olvides. M>>.

Está escrita de su puño y letra y, por supuesto, firmada con su característica M, la que marca el final de todas sus notas. En ella no solo me dedica unas palabras emotivas sino que también me adjudica todo su patrimonio, me hace beneficiaria de su negocio y me entrega sus bienes en propiedad, incluidos los personales, entre ellos, el amuleto que le regalé. Eso es lo que esconde el pequeño paquete que acompaña la carta. Al abrirlo, un sentimiento de pena y tristeza me invade intensamente atormentándome durante unos largos minutos. Al final, no fue capaz de ahuyentar sus demonios, estos pudieron con él y se lo llevaron para siempre. Lloro al pensar en eso y al recordar sus últimas lágrimas.

Después de leer su última carta de despedida, me doy cuenta de que me siento profundamente apenada y necesito comprobar una cosa. Voy a mi habitación y busco la cajita dentro del armario. La encuentro, la abro y leo la nota al mismo tiempo que suena una musiquita celestial. Sonrío. Él tenía razón, sonreiría cada vez que leyese su nota. Vuelvo a leerla y vuelvo a sonreír. <<Cada vez que la tristeza te invada, abre esta caja y piensa en nosotros. Sonreirás>>. La M continúa perfectamente grabada en la esquina del espejo, no se ha borrado, nunca se borrará. Como nunca se borrará su recuerdo en mí, pese a todo.    

 

Mikel, Ismael, Tony y Rubén. Los cuatro han intentado acabar conmigo pero ninguno lo ha conseguido.

 

Tal vez Mikel sea la persona por la que más odio debería sentir. Él fue el artífice de todo, el que peor obró de todos, el que quiso matarme y el que casi me mata. Sin embargo, no es así.  

Mi mayor odio se concentra en otra persona: Rubén. Puede que él haya sido el más benevolente de todos ellos, al menos físicamente hablando, pero es el que más daño me ha causado emocionalmente. Él ha sido el que más ha herido mi corazón, mi alma, dejándola casi sin vida en muchas ocasiones.

No he querido denunciarlo aún, estoy esperando a que llegue el momento oportuno y entonces él tendrá su castigo y yo tendré mi recompensa. Una vez más vuelvo a recordar las palabras de Mikel: venganza.