Capítulo 19

—¿Tú?

—Te dije que siempre estaría aquí.

No puede ser verdad, tiene que ser un sueño.

—¿Cómo me has encontrado?

—¿Qué importancia tiene eso?

Cierto. Lo importante es que no estoy sola, que estoy con mi salvador. Mikel, una vez más, es mi ángel de la guarda.

—Gracias. —Le abrazo del cuello y apoyo mi mejilla sobre su hombro—. Gracias, Mikel, siempre estás cuando más te necesito.

Lloro.

—Eh, eh, eh…—me regaña—. Si derramas una sola lágrima me voy.

—No lo harás, nunca te irás. —Así es, él siempre estará ahí.

Me lleva a casa como ha prometido. Está muy sucia y desordenada y de pronto me da vergüenza. Por primera vez en mucho tiempo imagino lo que la gente pensará de mí tal y como soy ahora. Mi inclemencia y mi falta de piedad han dirigido mi vida últimamente, comportándome con las personas como el mismísimo diablo, usándolas como trapos, igual que me han usado a mí. Sin embargo, con Mikel es distinto, no puedo tratarlo mal, no me sale, y me importa lo que piense de mí. Es más, puedo imaginarlo. Y me da mucha vergüenza.

—Perdona el desorden —le digo.

—¿Por qué estás haciendo esto, Verónica? Tú no eres así.

Estoy segura de que me va a echar un sermón, pero no importa, lo escucharé.

—He cambiado. Supongo que el dolor provocado por el engaño, la traición y… —Me detengo, iba a decir la violación, pero Mikel no sabe nada al respecto ni me apetece contárselo, sería volver a recordarlo todo, así que improviso—. Bueno, todo eso que ya sabes me ha convertido en lo que soy.

—¿Y qué eres, Verónica?

—Una zorra.

Su mirada me asusta; es como si le hubiese insultado a él mismo.

—Eres una víctima, pero eso no te convierte en una zorra.

—¿Ah, no? ¿Y cómo llamas tú a lo que yo hago?

—Venganza, Verónica, eso es lo que estás haciendo.

Perdona, ¿cómo dices? ¿Me acuesto con montones de tíos a lo largo de los días por los cuales no siento absolutamente nada, salvo un deseo sexual intenso y desenfrenado (lo que viene llamándose ninfomanía), y no soy una zorra? Es la primera noticia que tengo.

—Quieres vengarte de Rubén —explica al ver mi cara de asombro— y para ello utilizas a todo el mundo, más a los hombres que a las mujeres, porque crees que así provocas celos en él y le causas dolor, pero no te das cuenta de que él te ignora por completo, que le trae al fresco que te tires a uno o a cientos. Despierta, Verónica, vuelve al mundo real, ese que pisas con los pies y manejas con la cabeza y olvida todo el pasado. Solo te trae dolor y no te permite avanzar. Estás destruyendo tu vida, cavando tu propia tumba, y estás a un solo paso de enterrarte. Vive honradamente, Verónica, no caigas en ese agujero del cual nunca podrás salir.

Sorprendentemente, no tengo nada que rebatirle. Es más, estoy de acuerdo con sus argumentos, pero llegan demasiado tarde. Yo ya estoy muerta.  

—Verás, Mikel… —Me acerco a él lo suficiente como para ponerlo nervioso. Quizá mi atrevimiento le incomode, algo que antes le entusiasmaba—. El caso es que no soy la misma persona… Lo que yo quiero es divertirme, sin compromiso.

Intento besarle en los labios pero me rechaza. No entiendo, ¿acaso ya no le parezco atractiva? ¿Ya no soy lo que más quería? Tal vez su fervor por mí pasó, lo cual sería lógico pues yo misma le sugerí que se buscase a otra persona. Si no lo hubiese hecho, es posible que lo que me sucedió en el pueblo no hubiese ocurrido y tampoco mis últimas excentricidades. Puede incluso que ahora tuviésemos una relación. Pero en aquel momento mi corazón únicamente sentía por Rubén. En realidad sigue siendo así, es imposible olvidarme de él. Y al mismo tiempo me siento enganchada a Mikel. Justamente ahora siento deseo hacia él.

—¿Qué te pasa, Mikel? ¿Ya no te gusto? —Le susurro al oído y lamo sus orejas. Su cuello huele a deseo y su olor penetra en mí trayéndome infinitos recuerdos—. ¿No me deseas? Seguro que sí, pero te haces el duro, te gusta que te persuada.

Mis manos se mueven impacientes por todo su torso, deseosas de acariciar su piel, pero Mikel no parece muy convencido de querer lo mismo que yo.

—Basta, Verónica —expulsa—. No sigas.

—¿Ah, no? ¿Y por qué no? —Continúo acariciándole, incluso trato de meter mis manos dentro de sus pantalones.

—¡Para! —Me asusto y alejo mis manos de su entrepierna.

Mikel se retira, abochornado, o esa es la sensación que yo tengo.

—Lo siento —me disculpo, tan avergonzada como él—. Voy a darme una ducha. ¿Me esperas?

Por un momento creo que se va a negar, pues tarda en responderme. Pero, como siempre, me complace.

—Claro, Verónica. Te espero.

No tardo demasiado en regresar pero le ha dado tiempo a prepararme algo para cenar. Un sándwich triple relleno de tortilla francesa, lechuga, tomate y mayonesa me espera en la mesa del comedor abarrotada de trastos inservibles y comidos de polvo. Siento vergüenza de nuevo y espero que Mikel no haya reparado demasiado en la suciedad que predomina. El caos y la anarquía de mi apartamento se imponen con suma libertad, como si fuesen los únicos gobernantes con poder. Y de hecho, lo son. En ese momento me prometo a mí misma limpiar y ordenarlo todo, así no sentiré esa vergüenza nunca más. 

—Gracias, Mikel. —Me siento y empiezo a darle bocados. En realidad no tengo hambre, pero no voy a despreciar el gesto que ha tenido.

—Estás muy delgada, tienes que comer —dice.

—Lo sé, pero mi apetito ha desaparecido. —Salvo el sexual. Vaya, qué ingeniosa soy.

—Pues haz que aparezca.

—¿Me vas a echar la bronca por mi falta de apetito? —Me enfado de repente—. ¿Estoy comiendo, no?

—Porque yo estoy aquí. Si me fuese, no le darías ni un bocado.

—Tenlo claro.

Puedo ver cómo se le escapa una sonrisa, aunque trata de disimularla.

—Verónica, estoy muy preocupado por ti, no me gusta el estilo de vida que llevas, te estás destruyendo tú sola…

—¡Ya, ya! ¿Quieres parar? —En esta ocasión sí me enfurezco por su reprimenda, no tengo ganas de oír otra vez el mismo sermón—. Con una vez es suficiente.

—Quiero que veas a un psicólogo —me suelta, sin más.

—¿Qué dices?

—¿No me has oído?

Sí, perfectamente.

—¿Y para qué necesito ver a un psicólogo?

—Porque te estás autodestruyendo.

Otra vez…

—Eso es lo que tú crees.

—Es más, vas a ir a ver a mi psicólogo.

Vaya, encima imponiendo.

—¿Quién te has creído que eres para imponerme nada?

Ya soy bastante mayorcita como para tener que tolerar imposiciones de nadie. Sé que lo hace de buena fe, con la única intención de ayudarme, pero no voy a consentir que me diga lo que tengo que hacer.

—Di lo que quieras, Verónica, pero ya te he concertado una cita con él.

—Anúlala.

—No.

—He dicho que la anules.

—Y yo he dicho que no.

—¡Maldito cabrón! ¡Pero quién te crees que eres!

          Me pongo en pie tirando la silla al suelo y me acerco hasta él con la ira propia de un demonio. Si pudiera lo aplastaría allí mismo, pero él es más fuerte, rápido y hábil que yo, por lo que no puedo hacer gran cosa salvo levantarle la mano. Mikel me sujeta el brazo en el aire sin apenas esfuerzo y clava sus ojos grises en los míos. Yo le sostengo la mirada intentando ser la vencedora pero, finalmente, tengo que darme por vencida. De lo contrario, acabaré lanzándome a sus labios.

—Tranquilízate, ¿quieres? —me susurra delicadamente, tratando de calmar mis nervios. Obedezco, controlo mis emociones y relajo la mente, y entonces me suelta el brazo—. ¿Ves como necesitas ver a un psicólogo?

Puede que tenga razón. Todos la tienen: mis padres, mis amigas, él. Todos menos yo.

—¿Cuándo tendría que ir? —pregunto malhumorada antes de dar un sorbo al vaso de agua, pero no porque me interese acudir, sino por pura curiosidad, aunque si me muestro interesada es posible que me deje en paz respecto a ese tema.

—Mañana.

Se me atraganta el sorbo y tengo que toser.

—¿Mañana? —Consigo decir después de recobrarme del golpe de tos—. Das por hecho que acudiré a la cita.

—Sí.

          —¿Y si no lo hago?

—Lo harás.

—¿Y si no lo hago? —Repito. No me gusta su autoritario tono de voz, como tampoco me gusta que me imponga algo que no quiero hacer. De repente, me siento como una niña regañada por su padre y, ni él es mi padre, ni yo soy una niña.

—Tú verás —dice mostrando despreocupación, pero sé que en el fondo le fastidia la posibilidad de que no acuda a la cita—. La cita es a las doce del mediodía, para que puedas descansar. Esta es la dirección. —Me entrega una tarjeta de visita donde se detallan los datos de la consulta.

La tomo con resignación, le echo un vistazo por encima y la suelto sobre la mesa. Ni le doy las gracias.

—Es importante que vayas, Verónica —insiste, aunque yo no digo nada—. Descansa.

Me besa en la frente. Es un beso largo, lleno de esperanza. Y se va.

No sé si esa esperanza se desvanecerá en cuanto salga por la puerta de casa, pero apuesto que sí. Tanto él como yo sabemos que no acudiré. No lo haré, lo mismo que no acudí a la llamada de mi padre aquella vez que mi madre fue ingresada en el hospital con un cuadro depresivo tras enterarse de que me había convertido en una persona sin escrúpulos e inmoral. La vergüenza la destrozó. Pero a mí me resultó totalmente indiferente.

—Verónica, tu madre está ingresada. Ha sufrido un ataque de ansiedad y se le ha complicado la cosa.

—Ah, vale.

—¿Eso es lo único que se te ocurre? Está así por tu culpa, hija.

—Yo no tengo la culpa de que a mamá se le haya ido la cabeza.

—¿Cómo puedes ser tan desagradecida?

—¿Quieres algo más, papá?

—Sí, hija mía. Quiero que vuelvas a ser tú.

—Esta soy yo.

Definitivamente, perdí la razón. Aún no la he recuperado, y por ese motivo no acudiré a mi inesperada cita con el psicólogo.

 En efecto, no he acudido a la cita, tal y como sabía. Y tal y como esperaba, Mikel ha venido a casa para sermonearme una vez más.

—Te he conseguido otra cita —me dice después del sermón—. Mañana, a la misma hora.

—¿Cómo? —Eso no me lo esperaba—. ¿Quieres dejarme en paz de una vez, Mikel?  

—No —apunta sin más. Su enfado salta a la vista.

—No necesito tu ayuda.

—Te equivocas. Y no solo la necesitas, la quieres también.

—Ni la necesito ni la quiero.

—Entonces, ¿por qué me permites estar aquí? ¿Por qué permitiste que ayer te trajera a casa?

No tengo respuestas.

—Eres tú el que insiste, yo no te he pedido ayuda.

—Eso es cierto. Sin embargo, quieres que esté aquí porque conmigo no te sientes sola, ni utilizada, ni defraudada. Buscas mi refugio, por eso permites que me acerque a ti.

—Tú también me utilizaste y me defraudaste, ¿lo recuerdas, Mikel?

—Y sabes el motivo por el que lo hice. Era necesario.            

—¿Era necesario mentirme y engañarme? ¿Te sentiste mejor cuando lo hiciste?

—No, en absoluto, pero tenía que hacerlo. No me fiaba de ti.

—¿Y ahora? ¿Te fías de mí ahora? —La rabia se va apoderando de mí conforme voy recordando su engaño. He sido traicionada tantas veces por tantas personas que es el único sentimiento que pervive en mí. 

          —Sí, me fío de ti.

—Pues no deberías. Precisamente ahora no.

Me acerco a la puerta de la calle y la abro. Quiero que se vaya.

—Siempre estaré, Verónica. Siempre.

No dejo que diga nada más. Cierro la puerta y apoyo mi cabeza en ella. Vete y no vuelvas, me digo a mí misma, intentando convencerme de que he hecho lo correcto.

He dormido hasta más de las doce del mediodía. Es evidente que la cita con el psicólogo la he vuelto a perder. Lo he hecho a propósito. Solo espero que Mikel no se presente aquí diciéndome que me ha conseguido otra cita para mañana. Al imaginarme esa posibilidad se me escapa una risa, como si me hiciera gracia. ¿De qué me estoy riendo? Si no quiero que vuelva, no quiero que aparezca más en mi vida. ¿O tal vez sí?

—Ya basta —me exijo en voz alta mientras me preparo un café.

Hoy me apetece añadir al desayuno algo más que una simple taza de café. Unos huevos con beicon al estilo americano es la opción ideal. Y, probablemente, con eso almorzaré también. Mejor, así me ahorro tener que preparar otra comida después.

Mientras trajino en la cocina suena el teléfono; no me apetece cogerlo, pero lo cojo.     

—¿Diga? —Respondo de mal humor.

La señora que me atiende al otro lado del teléfono se presenta muy educadamente y me dice que llama de la consulta de psicología del Doctor Heredia. No me lo puedo creer. ¿Es posible?

—Sí, yo soy Verónica Puig. ¿Qué quiere?

Al parecer, no he asistido a la cita de hoy. Vaya, no me había dado cuenta. Pero no importa, porque me la reservan y me la retrasan para mañana, a la misma hora.

—Qué detalle —digo sarcásticamente—. Pero mañana no puedo, lo siento.

La señora me dice de nuevo que no importa, que le permita consultar su agenda para que pueda darme cita otro día.

—No se moleste —le aviso.

No sé por qué estoy siendo tan paciente si no me importa la dichosa cita con el psicólogo. Directamente tendría que mandarla a hacer puñetas y colgar. Sin embargo, ella insiste y no me da opción a intervenir. ¿A que cuelgo? Pero no puedo despegarme el teléfono de la oreja.

Maldita sea. ¡Maldita sea!

—¿Pasado mañana? Está bien. —Acepto sin rechistar más, tengo la sensación de que no va a parar a pesar de mis excusas—. De acuerdo, gracias.

Por fin.

Qué manera de insistir, ni que la estuviesen forzando. ¿Y si es eso? ¿Y si alguien está forzando a la clínica para que me den una cita cuanto antes? ¿Y si ese alguien es Mikel? De ser así, no podría creerlo. ¿Hasta dónde puede llegar su dominio o manipulación? ¿O tal vez son paranoias mías? Tendré que preguntárselo. Ya tengo la excusa perfecta para volver a verlo. Y eso que no quería.

A los dos días acudo a la cita con el psicólogo; a la tercera va la vencida. Pensé que no lo ha-ría porque en realidad no me interesa. Y, sin embargo, aquí estoy.

—Quiero decirle —me adelanto a hablar con el doctor de manera un tanto desabrida— que yo estoy bien, y si estoy aquí es porque me han obligado.

—Reacción típica de un paciente —comenta él—. Todos decís lo mismo al principio.

Tiene una voz suave y melosa y eso me agrada. Además me tutea, lo cual también me gusta porque me hace sentir una cierta cercanía con él. Este pequeño hombre de pelo blanco, gafas minúsculas y barriga prominente me transmite calma y sosiego, aunque no obstante, sigo desconfiando. Supongo que tendrá que ganarse mi confianza.  

Veo que conecta la grabadora que hay sobre su mesa y que apunta varias cosas en una libreta.

—¿Qué quiere decir con reacción típica? —pregunto un poco molesta.

—Por favor, túmbate, estarás más cómoda. —Vaya, no ha hecho ni el más mínimo caso a mi pregunta.

Me tumbo en el diván y espero.

—Háblame, Verónica, cuéntame lo que te sucede.

—Ya se lo he dicho, no me pasa nada.

—¿Y entonces por qué has venido?

—Me han obligado.

—¿Quién te ha obligado?

—Un amigo mío, paciente suyo, creo.

—¿Y por qué te han obligado?

—Según él, estoy demasiado afectada por mi divorcio.

—¿Y lo estás?

—¿Por qué iba a estarlo? ¿Porque mi marido, perdón, exmarido, me ha dejado por otra mujer y además lo ha hecho más de una vez?

Hay un silencio imperante, ni siquiera el ruido de la calle penetra en la consulta. El doctor también permanece en silencio, supongo que esperando a que yo hable, mirándome con fijeza y serenamente.

—Pues sí —respondo al fin—, estoy afectada, ¿es normal, no? Después de haber descubierto yo sola su infidelidad, de haberle dado una oportunidad inexplicable para muchos y haber hecho todo lo que estaba en mis manos por salvar nuestro matrimonio, después de haber oído una mentira tras otra respecto a su amor verdadero por mí, un engaño tras otro para intentar justificar su hipócrita actuación, después de haberle amado sinceramente, de haberle suplicado que volviera conmigo sin apenas escucharme, después de oír de su boca que no me ama, que ama a otra mujer y que me deja por ella porque es el amor de su vida, después de semejante traición es normal que yo esté afectada, ¿no?

Ya está, ya lo he dicho. Ya me he desahogado con este hombre que he visto hoy por primera vez en mi vida y que no conozco de nada pero que siento como si conociera de mucho, simplemente porque hace las preguntas exactas y escucha atentamente sin juzgar mi actitud, mi conducta o incluso mi enfado. Al final, me voy a alegrar de haber venido.

—Verónica, por supuesto que tu reacción es normal —me tranquiliza el doctor—. Respondes a una serie de estímulos provocados por el dolor y el sufrimiento que siguen anidados en tu interior y que te dominan a través de la rabia y el odio. Tienes que intentar liberarte de ellos o bien, si crees que es demasiado difícil o precipitado todavía, aprender a controlarlos y a vivir con ellos. Es importante que sigas unas pautas diarias de relajación física y mental y que te conciencies de algo verdaderamente importante: la diferencia entre el pasado, el presente y el futuro. Quiero decirte con esto que has de centrarte en el presente, sin pensar cuál va a ser tu futuro, ni siquiera el más inmediato, pues no sabes lo que puede suceder de hoy a mañana, ni tan solo lo que va a suceder en los próximos cinco minutos. Has de centrarte en el presente porque el pasado siempre es irrecuperable, y aunque pudiera volver nunca sería el mismo. Tu objetivo ha de ser el presente, y no ha de ser el objetivo principal o prioritario, sino el único, ya que es el presente lo único que puedes controlar ipso facto. Quiero que atiendas a tus propias necesidades, que priorices tus sentimientos y le des cuerda a la razón. Solo ella te llevará a un estado de bienestar saludable y eso es lo que has de conseguir. Si eres capaz de llegar hasta él, harás feliz a muchas personas, pero lo más importante de todo es que te harás feliz a ti misma. 

Me he perdido un poco mientras le escuchaba, pero me ha parecido descortés interrumpirlo tanto como decirle que lo vuelva a repetir. En resumidas cuentas, creo que quiere que me olvide del pasado y del futuro y que únicamente me centre en el presente. ¿Y no es eso lo que estoy haciendo?

En cualquier caso, me ha sentado bien asistir a la consulta, me ha relajado tumbarme en el diván y soltarle toda esa perorata sobre mis indignados sentimientos y mis miedos ocultos, algo que, por otra parte, estoy segura de que estará harto de escuchar, de manera que no he de sentirme ridícula por haberle expuesto a un desconocido toda una hilera de detalles íntimos que solo debería de conocer yo. Y me refiero a todos los detalles de mi vida, todos, incluidos los de mi violación. Al fin.

Por supuesto, confío en que la más mínima palabra salida de mi boca en esta pequeña consulta quede amparada por el secreto profesional.