Capítulo 29

24 de junio de 1997.

 

La ermita luce fantástica, espectacular y hermosa. Nadie diría que hace tan solo unos meses era una vieja y ruinosa construcción medio destartalada y desvencijada que amenazaba con desplomarse sobre la hierba verde y fresca que cubre todo el terreno como una alfombra de terciopelo. Qué gozada pisar sobre la misma. Qué gozada ver la ermita en pie sabiendo que ha sido reconstruida por Benjamín y por mí.

—¡Verónica! —me llama Benjamín desde fuera.

—¡Sí, lo sé! —Le grito—. ¡Ya voy!

Me está esperando para la inauguración. Hemos querido celebrar con nuestros amigos y familiares el comienzo de la nueva P-BE. Rubén Echeverría padre y yo nos hemos aliado y hemos fundado una nueva editorial más fuerte que las anteriores, más avanzada y renovada, la cual se ha catalogado como la número uno a nivel nacional y como una de las diez mejores a nivel mundial. La nueva Puig-Bassols Echeverría ha nacido pisando fuerte. Y qué mejor lugar para celebrar la inauguración de la misma que la ermita que Benjamín y yo hemos reconstruido con tanto ahínco y entusiasmo en los últimos meses.

—Lo siento, disculpad mi demora —les ruego a los invitados—. Cuando quieras, Rubén.

          Una cinta de color blanco cruza el pórtico construido delante de la ermita esperando a ser cortada por sus legítimos dueños: Rubén padre y yo, tijeras en mano, hacemos un corte lento y pausado sobre la misma manteniendo la expectación de todos.

          —¡Vamos! —se escucha entre la multitud.

—¡A qué esperáis! ¡Se nos va a hacer de noche!

—¡Y eso que hoy es la noche más corta del año!

Las risas y las palmas se multiplican entre los invitados, felices por el momento.

Rubén y yo, por fin, cortamos la cinta blanca que simboliza nuestra unión profesional, brindamos con un delicioso cava y damos un pequeño discurso de agradecimiento a todos los que están allí.

Un tumulto de vítores y aplausos se prolonga entre la gente, que comienza a aproximarse para darnos la enhorabuena.

—Gracias —voy diciéndole a todo aquel que se acerca para saludarme.

Estoy feliz porque mi familia, mis amigos y Benjamín están conmigo, dándome apoyo y aliento en un momento tan importante como este.

Las puertas de la ermita se han abierto y un sacerdote amigo de mi madre ha pasado a bendecirla. Queríamos que la celebración fuese todo lo ceremonial posible, inaugurando la nueva editorial y al mismo tiempo nuestro pequeño templo, de Benjamín y mío.

Los camareros del catering La Paloma andan por ahí sirviendo copas y entrantes a los invitados, y Nanda es la que más entusiasmada se muestra de todos ellos.

—Enhorabuena, cielo, te lo mereces —me dice.

—Gracias, Nanda. Me alegro de que hayas venido.

—¿Creías que iba a perderme tu puesta de largo?

—Soy una editora curtida en este mundillo. No es mi puesta de largo.

—¡Claro que sí! —replica, tan impertinente como siempre.

—Ay, Nanda, no cambiarás nunca.

—Nunca, cielo —me dice por lo bajini, como si no quisiera que nadie la escuchara—. Y ahora, si no me entretienes más, voy a continuar trabajando. Mi jefa anda por aquí y no quisiera que me viera charlando con nadie.

—Me parece bien —y le giño un ojo a la vez que tomo una copa de champán de su bandeja.

Me acerco a mis amigas, las cuales parecen debatir algo junto a sus maridos y mantener conversaciones acaloradas con ellos. A saber de qué estarán hablando.

—Qué peligro tenéis —les digo—. ¿Puedo saber de qué habláis?

—Les estoy diciendo a los chicos que Benjamín y tú habéis reconstruido esta ermita pero no me creen. Explícaselo tú, por favor.

Úrsula se muestra desesperada. No me extraña, su marido es la persona más incrédula que conozco.

—Así es, Benjamín y yo la hemos levantado —me muestro orgullosa—. ¿A que está genial?

—¡Venga ya! ¿En serio? —Fran, el marido de Úrsula, se asombra como si fuese algo inviable. ¡Uf! A veces es realmente insoportable hablar con él.

—Te lo estoy diciendo, Fran, no sé por qué no me crees —replica ella.

—No puede ser. ¿De verdad?

—¿Qué pasa? ¿No lo crees posible o qué? ¿Tan torpe me consideras? 

—Tranquila, Verónica, te creo. Es solo que me sorprende. —Fran reacciona con normalidad y me felicita—. Enhorabuena, habéis hecho un buen trabajo.

—Gracias —le digo sin más, pero no puedo evitar dirigirle una mirada desagradable.

—¿Qué? —se extraña.

—Que eres un estúpido. —Tengo suficiente confianza con él como para decirle las cosas tal y como las pienso.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Vamos, Vero, déjalo —interviene Úrsula antes de que diga una palabra más—. No te preocupes por lo que piense Fran ni ninguno de nosotros. Relájate y disfruta de tu momento. Es lo que todos queremos, ¿de acuerdo?

—Cariño, ahora eres feliz —habla Fanny—, no lo estropees tú misma y ve a disfrutar con tus invitados.

—Vosotras también sois mis invitadas —digo malhumorada, a pesar de que ellas no tienen la culpa.

—Nosotras somos tus amigas. Ya nos recompensarás.

—Verónica —Sara me acaricia la barbilla y me obliga a levantar la mirada—, has sufrido mucho, te han hecho mucho daño, pero no todas las personas son malas. Debes aprender a fiarte de la gente, sobre todo de aquellos que te queremos.

Miro de refilón a Fran, avergonzada por mi actitud tan adusta de antes.

—Tienes razón —admito—. Lo siento, Fran, estoy un poco nerviosa.

—No te preocupes, Verónica. —Fran me da un cálido y afectuoso abrazo, justo lo que necesito para calmarme—. Es magnífico lo que habéis hecho con la ermita, y sobre todo lo que tú has hecho con tu vida. Me alegro por ti, de veras.

No me sale decir ninguna palabra más, estoy tan avergonzada que me callo. Pero asiento con la cabeza en señal de agradecimiento.

De pronto lo que necesito es darles un abrazo a mis padres, así que los busco por el jardín y los encuentro junto a mis tíos; ellos tampoco podían faltar. Están todos reunidos en el pórtico de la ermita, cobijados por su hermosura.

—Papá, mamá —me acurruco en el pecho de mi padre—. ¡Os quiero tanto!

—Hija, ¿qué sucede? —pregunta mi padre, extrañado.      

—¿Por qué tiene que suceder algo? —Mi padre me aprieta contra él, protegiéndome como a una niña. Adoro que haga eso; es mi bendito refugio.

—Porque te conozco y no me puedes engañar. —Despego la cabeza de su pecho y le sonrío.

—Estoy tan emocionada por todo esto que tengo ganas de llorar.

—Pues no llores, hija —dice mamá—. No querrás que tus invitados te vean así, y menos unos muy especiales que han venido desde muy lejos para acompañarte.

—¿Invitados especiales? ¿A quién te refieres? —Me pongo muy nerviosa e intento pensar en quién puede ser, pero no tengo ni idea.

—Mira allí, sentados bajo aquel árbol.

Dirijo la mirada al lugar, inquieta e incluso asustada. ¡No me lo puedo creer!

—¿Son…? ¿De verdad? —mi madre asiente feliz.

—¿A qué estás esperando? ¡Corre a saludarlos! —me acucia mi padre.

Voy hasta ellos y cuando los tengo delante los abrazo fuertemente. Son tan ancianitos que me parece mentira que hayan venido hasta aquí.

—¡Señora Anita! ¡Señor Aurelio! ¡Qué alegría verles!

—¡Ay, mi niña! Más alegría nos da a nosotros verte tan bonita y tan feliz. Cuánto me alegro.

La Señora Anita intenta levantarse torpemente y tengo que ayudarla.

—No te preocupes, niña —me regaña—, no estoy tan torpe.

—No, claro que no —bromeo—. ¿Pero cómo es que han venido?

—¡Vaya por Dios! ¿Es que no querías que viniéramos?

—Por supuesto que sí. Gracias, Señora Anita, por todo.

—No digas tonterías, niña. Eres como una hija para nosotros.

—Me gustaría mucho invitarles a comer mañana, con papá y mamá y con mis tíos, y así conocen a Benjamín. ¿Qué les parece? ¿Estarán aquí mañana?

—Claro que sí. —La Señora Anita se dirige a su marido y le ordena malhumorada que me entregue algo—. ¿A qué estás esperando, Aurelio?

          —Niña, perdona —dice el Señor Aurelio—. Te hemos traído un regalo.

Estoy tan emocionada que casi rompo a llorar.

—¿Un regalo? ¿Por qué? No tenían que haberse molestado.

—¡Claro que sí! —Protesta la Señora Anita—. ¿Acaso creías que me iba a presentar aquí sin traerte nada?

Le sonrío tímidamente y abro el paquete. La piel se me pone de gallina cuando veo lo que hay en su interior. Es tan hermosa, tan pura y reluciente, que por un momento creo tener una estrella entre mis manos. Una paloma de piedra, blanca, virginal e inmaculada, despliega sus alas y me obsequia con un mensaje jubiloso que me hace llorar definitivamente. Sé lo que significa esa paloma, he oído su historia miles de veces en el pueblo.

—Libera tu temor y sal de tu escondite. —Leo en voz alta y entrecortada el mensaje que la nívea paloma me transmite.

—Es tan hermosa como tú, niña, y te protegerá como protegió a la Virgen de la Peña hasta que fue liberada de su escondite.

          —Muchas gracias, Señora Anita. —No puedo evitar las lágrimas y el Señor Aurelio me entrega un pañuelo para que me las enjugue—. Gracias, Señor Aurelio —repito—. Siempre han sido tan buenos conmigo que no sé cómo podré agradecérselo.

—No digas tonterías, niña. Pero si quieres agradecernos algo, la mejor manera de hacerlo es demostrándonos que eres feliz. —La Señora Anita tiene tomada mi mano y me la acaricia continuamente—. Si vives feliz y dichosa, nosotros nos sentiremos satisfechos. Recuerda lo que te dije una vez: eres un ángel, niña, y te mereces lo mejor.

La abrazo con fuerza y la beso afectuosamente. Siempre la recordaré como aquella persona que me cuidó y protegió en un momento crucial de mi vida como si de su propia hija se tratase. Mi madre la ha querido como se quiere a una madre, y yo no puedo ser menos.

—Mamá. —Mi madre se ha acercado hasta nosotros en su silla de ruedas acompañada de papá—. ¿Puedes guardarme este regalo como si fuera tu más preciado tesoro? Necesito atender a los demás invitados.

—Por supuesto, hija. —Lo mantiene en su regazo protegiéndolo con sus manos—. ¡Vamos, vete!

—Gracias, mamá. —No quiero marcharme sin darle antes un beso—. Te quiero.

Me separo de ellos y continúo saludando. Todos los invitados se muestran muy amables conmigo y me felicitan por mi gran labor en el mundo editorial.

Ha acudido la prensa y los demás medios de comunicación, así que concedo algunas entrevistas y me fotografío con el Señor Echeverría.

—Gracias —les dice Rubén a los periodistas—. Buen trabajo.

—Adiós, chicos —me despido de todos ellos.

Se marchan y seguimos con la celebración en un nivel más familiar.

—¿Qué te ha parecido, Rubén?

—Que todo ha ido muy bien: la inauguración, la presentación, las entrevistas. Estoy satisfecho. ¿Y tú?

—Muy satisfecha —respondo feliz—. Auguro una larga vida a esta nueva editorial. P-BE tiene mucho futuro, estoy segura. 

—Confío en ti —me dice Rubén, al tiempo que me tiende su mano.

—Gracias.

Compruebo que, a pesar del momento tan satisfactorio y gratificante en el que nos encontramos, tiene la mirada un tanto entristecida y puedo adivinar por qué.

—¿Cómo estás?

—Bien.

—Sé que lo echas de menos.

—Es mi hijo, al fin y al cabo.

—¿Cómo está él? —me atrevo a preguntar. Y no es curiosidad, es necesidad de saber cómo se encuentra Rubén en la cárcel.

—Fastidiado y muy apesadumbrado.

—Se repondrá, Rubén.

—¿Irás a visitarlo algún día?

Su pregunta me pilla por sorpresa.

—Francamente, no lo creo.

—Me ha preguntado por ti.

Eso me sorprende más todavía.

—¿Por mí? ¿En serio?

—Le he dicho que estás bien, feliz, con quien tienes que estar y donde tienes que estar. Se ha alegrado mucho.

—Ya.

Lo primero que pienso es que se trata de otra mentira por parte de su hijo. Pero, por otro lado, también pienso que es posible que Rubén se haya arrepentido de lo que hizo. Ya ha pasado un año desde que ingresó en prisión y eso es tiempo suficiente para hacerlo.

—Si estás pensando en ello, sí —dice Rubén, sacándome de mis elucubraciones—, está arrepentido.

—Eso es fácil de entender teniendo en cuenta que está en la cárcel.

—Creo que es sincero, Verónica.

—Lástima. Yo no.

Lo que Rubén hizo a lo largo de mucho tiempo es como esa fábula de Pedro y el lobo. Después de tantos avisos falsos sobre la llegada del lobo, cuando de verdad el animal acudió para comerse a las ovejas del rebaño, ya nadie creyó a Pedro y el pastor se vio solo e indefenso, pues nadie quiso ayudarlo. Esa misma sensación de apatía y desidia que tuvieron los pastores hacia Pedro es la que tengo yo con respecto a Rubén: después de tantas mentiras ya no me creo ni una sola de sus palabras. En ambos casos, la moraleja es la misma: en boca del mentiroso, lo cierto se hace dudoso.

—Centrémonos en nuestro proyecto —le aconsejo fríamente a Rubén—. Es lo que debemos hacer, ¿de acuerdo?

Otra de las muchas cosas que he aprendido en todo este tiempo es a guiarme por la realidad, y esta no es otra que el trabajo constante que me hace feliz, sin volver la vista atrás. Lo pasado queda lejos y nada de eso importa ya. Es más, nada de lo sucedido lo busqué yo, por lo tanto, nada tengo que ver con el destino de nadie. Solo con el mío, y el mío es este, el que me he ganado y estoy viviendo.

Me voy despidiendo de los invitados: Úrsula, Fanny, Sara, sus maridos, Alicia y Blanca, mis secretarias, Nanda y todos los demás empleados del catering, mamá, papá, mis tíos, la Señora Anita y el Señor Aurelio, mi querida Eva y su novio Quique, los cuales no podían faltar, el párroco de la iglesia del barrio de mis padres, Rubén y los demás miembros de la recién creada editorial, y algún que otro invitado más.

Ya ha caído la noche y la temperatura es sumamente agradable. No hace calor y menos en lo alto del monte donde nos encontramos. Apenas he podido ver a Benjamín en toda la tarde, siempre tan ocupada saludando a unos y a otros y comprometida con mis obligaciones. No obstante, él también ha tenido su papel ya que forma parte de este nuevo proyecto. Es muy gratificante saber que Benjamín entiende y respeta mi posición y que me concede por ello la libertad que necesito para ocuparme tranquilamente de las cosas que me importan. Y ahora llega el momento de su recompensa. Ahora estamos él y yo solos, en nuestra casa, junto a nuestra ermita, nuestro pequeño templo.

—Te veo feliz —me dice.

—Lo estoy.

El pórtico de la ermita nos ofrece la intimidad deseada y el olor a incienso que procede del interior me recuerda que es la noche de San Juan y que hay que encender una hoguera.

—Vamos, Benjamín, encendamos una hoguera y pidamos un deseo.

—¿Qué? ¿Ahora? —se sorprende.

—Ahora es el momento. Es la noche de San Juan.      

Benjamín se levanta de un brinco y promete ayudarme.

Cuando tenemos la hoguera preparada, la encendemos e inmediatamente comienza a arder. La oscuridad desaparece y se convierte en luz, alumbrando nuestros rostros y todo lo que hay alrededor de nosotros. Le ermita resplandece vivazmente en medio de la oscuridad y brilla de manera fulgurante como si fuese una estrella en mitad del firmamento.

—Qué bonita nos ha quedado, Benjamín. Al final lo conseguimos.

—Con voluntad y dedicación todo se puede conseguir. Tú lo has hecho.

—Gracias a ti.

Benjamín me acerca a su cuerpo, me rodea fuertemente con sus brazos y me acaricia la mejilla.

—Verónica, te quiero. —Me besa en los labios tiernamente mientras me sostiene la cara con ambas manos—. Te voy a querer siempre.

—¿Siempre?

—¿Lo dudas? —Niego con un leve movimiento de cabeza—. Ven —me dice—, quiero enseñarte algo.

Me conduce hasta el pórtico de la ermita otra vez y me hace entrar en ella. Me indica que me aproxime al pequeño altar que gobierna la capilla y que busque una pequeña cajita de color blanco. Cuando la encuentro no me atrevo a cogerla.

—Ábrela —me pide.

Estoy temblando de emoción, sintiendo los latidos de mi corazón desde la cabeza hasta los pies. Si es lo que creo que es, sé que voy a llorar. Y si no lo es, también lo haré.

Pero es lo que imaginaba.

Una caricia de felicidad y plenitud me roza el cuerpo erizándome la piel.

—Benjamín, yo… yo… —Hablo torpemente, no sé ni qué decir, solo quiero abrazarlo, besarlo, pero no me deja. Saca el contenido de la cajita, se arrodilla y, tomándome la mano, habla. Suena tan celestial que parece que esté recitando una poesía.

—Mi princesa, ¿quieres casarte conmigo?

Mientras Benjamín me pone el anillo, un cúmulo de sensaciones se amontonan en mi interior chocándose unas con otras y proporcionándome una dicha inimaginable. Jamás pensé que volvería a oír esas palabras.

La proposición de Benjamín me hace temblar y me confirma que estoy viva. La vida es maravillosa y lo que más deseo es compartirla con él.

—Sí. —¡Por supuesto! Grita mi vocecilla loca—. Sí quiero, Benjamín. ¡Sí quiero!

Se pone en pie, me acaricia los brazos y me sostiene la cara. Sus ojos brillan igual que brillan los míos y ambos se pasean por la paz que los lidera guiándolos a la más absoluta felicidad. Entonces me besa, me roza con sus cálidos labios y me hace subir al cielo. Abro los ojos y veo que nuestra pequeña ermita no es el único testigo de nuestro amor. El sacerdote que la ha bendecido antes vuelve a estar allí, junto al altar.

—¡Benjamín! —exclamo.

—Verónica, cásate conmigo ahora mismo.

¡Qué! Es de locos pero acepto. Me embriagan este tipo de locuras, las cuales enajenan mis sentidos lo mismo que cualquier droga y me aportan un alto nivel de excitación. Pero es lo que realmente quiero. Amo a este hombre y quiero pasar el resto de mi vida con él.

No hay testigos, salvo nuestro amor y nuestro particular templo que nos sonríe tan emocionado como nosotros mismos. Tampoco necesitamos a nadie más para confirmar que nos queremos, ambos sabemos que es una verdad firme e inexorable. 

—Te quiero, Verónica.

Sonrío, inmensamente feliz.

—Te quiero, Benjamín.

El cura nos bendice y ante los ojos de Dios, ya somos marido y mujer.