Capítulo 8

14 de febrero de 1992.

 

—¿Qué tal estás? ¿Trabajas aquí? —Escucha Rubén desde la puerta del baño del restaurante.

Se dispone a salir pero la voz de su mujer hablando con alguien llama su atención y alimenta su curiosidad. Y, sin saber muy bien por qué, se queda rezagado escuchando la conversación.

—Hoy es San Valentín y los enamorados no dan tregua.

—Perdona, Mikel, tengo que marcharme.

Rubén escucha unos jadeos y se asoma un poco para poder ver lo que sucede, con cuidado de no ser descubierto. Y parece que lo consigue, pues tanto Verónica como Mikel continúan con su escena.

          Puede observar cómo él se acerca a ella, pero también cómo ella no le detiene, incluso puede apreciar cómo Verónica intenta abrir la boca para besarle, o eso es lo que a él le parece. De repente, escucha la puerta del pasillo abriéndose y, de forma mecánica, se esconde en el interior del baño.

Mikel… Siempre Mikel.

A mi dolor se une ahora una confusión todavía mayor que la que ya tenía. ¿Qué pasa con Mikel? ¿Qué tiene que ver él con todo esto?

—Mikel Chávarri, Verónica —recalca Rubén—. Tu exnovio.

—Sé quién es Mikel —digo sorprendida. No pensé que él tuviera que aparecer en esta disputa conyugal.

—Claro que lo sabes. ¿Y qué tal está tu ex? —pregunta con socarronería.

Imagino, entonces, que Rubén está al tanto de que Mikel ha aparecido, no sé cómo lo sabe ni quiero saberlo. Pero sigo sin entender qué tiene que ver él en todo esto.

—¿Qué estás tratando de decirme, Rubén? ¿A qué viene esto?

—Vamos, Verónica, no te hagas la tonta.

—¿La tonta? Habla claro.

—¿Quieres que hable claro? Bien, hablaré claro. ¿Desde cuándo te ves con él?

—¿Qué? —No salgo de mi asombro—. ¿De dónde te has sacado eso?

—Verónica, os vi en aquel restaurante de Gijón, en el pasillo de los lavabos, ¿lo recuerdas?

—Claro que lo recuerdo, ¿y qué?

—¿Y qué? —Rubén traga saliva un par de veces, tiene la garganta seca y está nervioso—. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué parecía que te lo querías comer allí mismo?

—¿Pero qué coño estás diciendo? —Empiezo a creer que quiere echarme la culpa de todo—. Yo no tengo nada que ver con Mikel, y si no te dije que lo vi fue para que no te preocuparas.

—¿Preocuparme de qué?

—Mikel me ha buscado varias veces.

—¿Y cuántas veces te has visto con él?

—¿Cuántas te has visto tú con ella? —La discusión está empezando a irse por otros derroteros y no me da la gana asumir una culpa que no tengo—. No trates de culparme de un error que es únicamente tuyo, Rubén. Yo he estado aquí todo el tiempo, tú solo de vez en cuando. Sé honesto y discúlpate por lo que has hecho, en vez de pretender cargarme el muerto a mí.

—Tú también me has engañado.

—Yo no te he engañado. Tomarme un par de cervezas con Mikel o con cualquier otra persona no es engañarte. En cambio, lo que tú has hecho sí. Por lo tanto, no confundas las cosas.

¿Cómo Rubén puede ser tan cruel? ¿A qué está jugando? ¿Me ha sido infiel y pretende culparme a mí? ¿Pretende hacerme sentir culpable por haberme tomado un café con Mikel o haber cenado con él? Esto es el colmo, es lo que me faltaba por escuchar. No voy a consentir que me manipule. Quiero una explicación, me la merezco.

—¿Por qué me has hecho esto, Rubén? ¿Por qué? 

Al principio no responde, supongo que no tiene ninguna respuesta. Sin embargo, yo espero una y necesito que sea sincera, aunque, cómo saberlo. Seguramente me engañe, como ha hecho hasta ahora.

—Hace tiempo que ya no había nada entre nosotros. Nuestro amor se consumió.

—Eso es cierto, pero ¿por qué no me lo dijiste? ¿Por qué  no hablaste conmigo en vez de refugiarte en los brazos de otra mujer? Podríamos haber salvado lo nuestro, o aunque eso no hubiese sido posible, las cosas se podrían haber hecho de otra manera, sin causar tanto dolor.

—Surgió, Verónica, me enamoré de ella.

Otra vez esa palabra.

—Llevabas doble vida, Rubén, y eso es una traición muy grande. —Lo miro con un odio que jamás pensé que podría sentir y menos por él—. Si yo no lo descubro, ¿qué habría pasado? ¿Habrías seguido llevando esa doble vida?

—No —dice—, pensaba decírtelo.

—¿Cuándo, Rubén?

—No lo sé, supongo que inmediatamente.

—¡Mentiroso! ¡No tienes valor! Es más, prefieres culparme a mí.

—¿Es que lo de Mikel es mentira? —Vuelve otra vez ese tono pérfido y alevoso, parece que disfrute hablándome así—. ¿Acaso no es cierto que os habéis visto?

          —Sí lo es, pero en un lugar público. —Empiezo a cansarme ya de este tema. Es la excusa perfecta para él, su modo de quitarle importancia a lo que ha hecho y desviar la culpa hacia mí, lo cual me parece muy injusto—. Yo nunca te he sido infiel.

          —Yo tampoco lo he sido, Verónica. —¡Ja! ¿Pero cómo puede mentir tanto? ¿No le da vergüenza?—. Noelia y yo no hemos tenido nada, solo hemos quedado alguna vez y ya está. No ha habido sexo entre nosotros.

—¡Cállate! ¿Crees que soy imbécil?

          El solo hecho de pensar en un beso entre ellos ya me rompe el corazón; no quiero ni imaginarme lo otro. Pero estoy segura de que lo han tenido. Lo sé, igual que lo sabe él.

—Verónica…, te lo prometo.

—También prometiste amarme hasta que la muerte nos separase, ¿lo recuerdas? —Le dedico una mirada de repugnancia que si hubiese ido cargada con una bala lo habría matado—. Deja ya de mentir y reconoce tu error. No pensé que fueras tan cobarde.

—No me faltes más al respeto —me exige.

—¿Perdona? —No sé si he oído bien—. ¿Qué no te falte al respeto? ¿Y tú qué has hecho? ¿Humillarme y menospreciarme como si no hubiese significado nada para ti, como si te importasen una mierda mis sentimientos? ¿Crees identificarte conmigo? Pues no, no es comparable tu dolor o como quieras llamarlo con el mío. Además, ¿a ti qué más te da si tú ya has elegido? ¿Qué te importa si he visto a Mikel si tú te acuestas con otra?

—¡Que no me acuesto con ella! —insiste.

—Te recuerdo que el día de la gala benéfica de Navidad te perdiste entre la multitud, y ahora que lo pienso bien, ella también. Te recuerdo que más de una vez has regresado tarde a casa con una excusa barata que yo, idiota de mí, me he creído. Lo que no entiendo es por qué hemos hecho este reciente viaje a Grecia. ¿A qué ha venido, Rubén? ¿O es que ella también estaba allí y mientras yo me duchaba tú te la follabas?

—Ya basta, Verónica, no hables así. ¿Te estás oyendo?

—No me digas lo que tengo que hacer, maldito cabrón. Estoy en mi derecho de estar cabreada. ¿Qué pensabas, que te felicitaría por tu nueva conquista, por tu terrible traición?

La ira se apodera de mí cada vez con más corpulencia. Una mezcla de odio, aborrecimiento, inquina y desprecio recorre el interior de mi cuerpo deseando manifestarse otra vez en forma de bofetada, pero soy perfectamente consciente de que Rubén es más fuerte y rápido que yo y me detendrá antes de que yo levante la mano. El factor sorpresa no creo que le pillara ahora tan desprevenido.

—Entiendo tu enfado, tu reacción, pero…

—¡Fantástico, querido esposo! —lo interrumpo, intentando mostrar una falsa sonrisa, pero ni siquiera eso puedo—. Entonces tengo tu permiso para cabrearme, ¿no?

—Contrólate, Verónica.

—¿Qué me controle? ¿Te controlaste tú cuando ella se te echó encima? ¿O fuiste tú el que la engatusó? ¡Qué estúpida he sido! ¿Cómo no me he dado cuenta con la cantidad de errores que has cometido? El caso es que sí me di cuenta, pero me hice la ciega, la ingenua, deseando que no fuese verdad. Tal vez por eso es por lo que he permitido a Mikel acercarse a mí, por la soledad que me regalabas.

—Esto ha sido un error de ambos —dice totalmente convencido. Es increíble cómo parece creer que es culpa de los dos, supongo que porque de ese modo calma su conciencia.

—No, Rubén, esto ha sido tu error, solamente culpa tuya. Tú has sido el traidor, el que me ha engañado, el que me ha herido, el que ha destrozado mi vida de la noche a la mañana.

Su expresión es rara, como si me odiase por decirle que él tiene la culpa. Pero es la puta verdad, que se deje de gilipolleces, de rollos y de jueguecitos infantiles y que asuma la responsabilidad que le corresponde.

—Imagino que ya has tomado una decisión —digo con mucha tristeza. Ambos sabemos lo que va a suceder, es inminente, insalvable. —Y si tú no lo has hecho, ya lo hago yo.

—Sí lo he hecho, Verónica, y créeme que lo siento de verdad —insiste.

—Qué coño vas a sentir tú salvo alivio por divorciarte de mí.

Salió la palabra. Divorcio. Temía oírla, pronunciarla. Es una de esas palabras que te desgarran el alma.

—¿Crees que me siento bien haciéndote daño? —vuelve a decir—. Verónica, soy el primero que no quiere que sufras, te he querido mucho y durante mucho tiempo. Solo quiero hacerlo lo mejor posible.

—Me vas a permitir que me ría, Rubén, o mejor, que me descojone. —Qué poca vergüenza le queda—. ¿Dices que no quieres que sufra, que lo haces lo mejor que puedes?  —Por narices tengo que reírme—. Pues para no querer hacerme daño ya me has causado bastante, así que no finjas más y vete de una puta vez. ¡Corre! Ya eres libre, ¿no es lo que querías?

Estoy tratando de ser todo lo fuerte que puedo, no quiero llorar en su presencia, no se merece que derrame una sola lágrima por él. Pero estoy a punto de hacerlo, es más, necesito hacerlo, vaciar todo el dolor que hay dentro de mí y liberarme de unas lágrimas manchadas de injusticia, unas lágrimas que tardarán tiempo, demasiado tal vez, en dejarme abrir los ojos y sonreír de nuevo.

Rubén me ha roto, me ha despedazado, ha acabado con mis ganas de vivir.

—Vete, Rubén —le pido, con la voz desgarrada—. Vete de una vez.

—Cuánto lo siento, Verónica. —Se acerca a mí y me besa en la frente. Yo me dejo hacer, tal vez porque lo que más deseo es que me abrace y me proteja como ha hecho siempre. Sin embargo, se va. Y yo me quedo sola en medio del frío baño que ha sido el escenario de nuestro final.

Ya no puedo retener las lágrimas por más tiempo.

Han pasado casi dos meses desde nuestra separación. Los papeles del divorcio ya están ultimados y la sentencia a punto de llegar. Durante este tiempo he estado de baja laboral asistiendo a la consulta de una especialista; aún continúo haciéndolo. Ella me está ayudando a superar este trágico golpe, aunque avanzo muy poco a poco. Pero no puedo forzar mi progreso.

Afortunadamente, el padre de Rubén me ha reservado mi puesto de trabajo en la editorial, a pesar de las disputas con su hijo por querer concederle mi empleo a su nueva amiga. Rubén Echeverría padre, aunque ya no es el Director General, tiene un cargo importante dentro de la editorial. Es el Presidente de Honor de la misma hasta que fallezca, así consta en el reglamento interno de la empresa que su propio padre, el difunto Señor Lorenzo Echeverría, redactó hace años. Y como tal tiene derecho de voz e incluso, para ciertos asuntos, también derecho de voto. Siempre me he llevado muy bien con él, y él siempre ha sido muy bueno conmigo. Sé que todo esto también ha supuesto un duro golpe para él, más que para otros miembros de su familia, y quizá por eso, por nuestra estrecha y bonita relación, es por lo que no ha dejado que nadie ocupe mi lugar, al menos dentro de la editorial.

Al principio me daba igual que la mujer que había roto mi matrimonio se quedase con mi puesto de trabajo. Estaba hundida y no era capaz de reaccionar. Incluso pensé en abandonar la editorial yo misma para no ver nunca más a Rubén; solo así podría olvidarme de él. Pero después, cuando fui consciente de lo que estaba sucediendo, pensé: ¡Y una mierda! Se ha podido quedar con mi marido, pero no con mi empleo. Si tengo que hacer de tripas corazón en la oficina, lo haré, pero mi empleo es mío.

De modo que ha llegado el momento de regresar al campo de batalla. Por fortuna, nuestras oficinas están en plantas diferentes. Con un poco de suerte no los veré nunca, o al menos, los veré poco. Además, en un par de semanas estaré de vacaciones y durante otro mes no tendré noticias de ellos, y eso me servirá para reponerme aún más.

En el trabajo me concentro sorprendentemente bien. Vuelvo a coincidir con Benjamín, al cual no despidieron después de aquel horrible despropósito con la agencia del Señor Martínez, pues él mismo supo subsanar el error. Menos mal. Lo he autorizado para que, en mi lugar, tenga las reuniones necesarias con el Director de la editorial (o lo que es lo mismo con Rubén) y juntos lleguen a un acuerdo respecto a los próximos lanzamientos de las sucesivas campañas publicitarias. Benjamín sabe cómo trabajo y conoce lo que me gusta o interesa. Así que mis encuentros con Rubén son, de momento, nulos. Pero pese a haber delegado esa función en Benjamín, el puesto de Directora creativa del departamento de publicidad sigue siendo mío.

Lo peor viene cuando regreso a casa, a mi nueva casa, un pequeño apartamento en un barrio de clase media bastante sencillo y coqueto. Es el hogar ideal para mí. Sin embargo, cada vez que estoy en él y decido hacer cualquier cosa que tuviera por costumbre, me invade ese sentimiento de melancolía y añoranza que me recuerda que eso mismo lo hacía con él no hace demasiado tiempo. Está claro que aún no lo he olvidado.

Procuro mantenerme distraída, tener siempre la mente ocupada en cualquier cosa o actividad, a ser posible, no relacionada con él. Pero no siempre lo consigo. A veces estoy con el ánimo por las nubes y todo lo veo bien, sereno, incluso perfecto, o casi perfecto. Otras veces decaigo y no soy capaz de levantarme de la cama, en el sentido literal de la palabra, salvo porque no quiero perder mi empleo y menos cuando sé que hay una víbora detrás de él. Por lo demás, la cama o el sofá de mi casa son los únicos confidentes capaces de escucharme sin decir nada. De vez en cuando también tengo reuniones con mis amigas, las cuales me están ayudando verdaderamente a superar todo este trauma, así como con mis familiares que me visitan muy a menudo o yo los visito a ellos. El caso es que no estoy sola demasiado tiempo.

Un día en la oficina recibo un magnífico ramo de rosas muy parecidas a las que recibí en una ocasión, solo que esta vez no son rosas rojas, sino blancas. Dos docenas de flores inundan nuevamente mi despacho con su agradable fragancia a verano, a júbilo y alborozo, a libertad. Una libertad agradecida. Por fin empiezo a ver las cosas de otra manera, con algo más de distancia… Creo.

Enseguida me imagino que las flores proceden de la misma persona que la otra vez, es decir, de Mikel. Y no me equivoco cuando leo la tarjeta que me dedica: <<Te mereces estas rosas, hermosas, cándidas y vivas como tú. M>>.

—Ay… —se me escapa.

Mikel. Otra vez él… Siempre él.

Lo llamo al restaurante, acabo de decidirlo. La última vez guardé en mi agenda el número de teléfono, por lo que me resulta bastante fácil localizarlo. Además, ya no tengo nada que perder, soy una mujer libre y como tal puedo relacionarme con quien yo quiera. Marco el número y en esta ocasión atiende él mismo al teléfono.

—Buenos días. Catering La Paloma —pronuncia correctamente, vocalizando a la perfección.

—Buenos días, Mikel. —Doy por hecho que con eso es suficiente; no creo que haya olvidado mi voz.

—Hola, Verónica. —Solo escuchar su voz pronunciando mi nombre me acelera el pulso.

De repente, los nervios me invaden y no me dejan hablar. No digo nada, estoy como una jovencita en su primer día de trabajo, paralizada y perdida en el camino. Ahora no sé qué decirle y se me pasa por la cabeza colgar el teléfono, pero eso sería una estupidez más propia de una quinceañera que de una mujer adulta como yo. Sin embargo, no parezco precisamente una mujer adulta. Y como no digo nada, Mikel rompe el silencio.

—Ya ha pasado, ¿verdad? Ya lo has descubierto.

Entonces recuerdo que, en una ocasión, él trató de advertirme sobre Rubén. No sé cómo pero lo había olvidado. El disgusto me invade entonces, anulando cualquier inquietud que quisiese compartir con él, y las palabras comienzan a salir de mi boca.

—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué me lo ocultaste?

—Te lo dije, Verónica.

—No fuiste claro.

—Debías descubrirlo tú.

—¿Cómo lo supiste?

El silencio reaparece y yo, por unos segundos, espero, intranquila, nerviosa, a que él responda. Quiero enterarme de todo pero al mismo tiempo prefiero no saber nada, a estas alturas ya no. Es posible que el dolor regrese a mí y no quiero sufrir más.        

—Verónica —dice—, no es un tema para tratar por teléfono. Es delicado.

Tal vez tenga razón y lo más adecuado sea vernos. Necesito una explicación para todo esto, aunque dudo que él pueda dármela. No obstante, es lo más conveniente. Puede que ya tenga la excusa perfecta para quedar con él. 

—Está bien, Mikel. ¿Cuándo y dónde?

—¿Qué tal te viene ahora? —Parece impaciente, pero no me asombro; yo estoy igual.

—Ahora es un momento complicado, estoy trabajando.

—Bueno, yo también.

Detesto que me pongan en una tesitura de este tipo. Decidir entre ir a ver a Mikel o quedarme trabajando es de lo más injusto.

—Nos vemos al mediodía y almorzamos juntos, ¿te parece?

—Demasiado tiempo sin verte —suelta sin más.

Caramba, sí que le urge verme.

—Ahora no puedo, Mikel, de verdad.

—Claro que puedes, eres la Directora del departamento. ¿Quién tiene que darte permiso?

—Nadie tiene que darme permiso, pero tengo mucho trabajo y no puedo retrasarme más. Ahora me resulta imposible ausentarme, Mikel. Lo siento.

—En ese caso, me conformaré —dice resignado—. Esperaré hasta el mediodía, pero a la una te recojo…

—No…

—… y no acepto un no por respuesta, ni siquiera un recógeme un poco más tarde. ¿Entendido?

—Entendido, señor mandamás.

Cuelgo el teléfono con una sonrisa de oreja a oreja y una sensación de satisfacción pletórica. Ya ni recuerdo el disgusto de hace un momento, solo pienso en verle. Solo.

La mañana transcurre con celeridad en la oficina y enseguida llega la hora de almorzar. Le digo a Alicia que he de salir antes para reunirme con un cliente.

—¿De quién se trata? —pregunta.

          Uf, ya estamos. Alicia y sus curiosidades.

—Es el mismo cliente de la semana pasada, no terminamos de concretar.

—Hubo varios clientes la semana pasada. ¿Cuál de ellos es? —insiste.

No sé qué decirle, pensé que no haría tantas preguntas. En cualquier caso, como Directora del departamento, no tengo por qué dar demasiadas explicaciones sobre los clientes con los que me reúno.

—Uno —respondo sin más, y espero que así dé por zanjado el interrogatorio.

—¿No será el de las flores, verdad?

Me ha pillado, no se le escapa ni una.

—¿Serás capaz de guardarme el secreto?

—No te preocupes, jefa, irá a la tumba conmigo. 

Unas risas marcan el final de la conversación. Confío en que Alicia sea prudente y no se vaya de la lengua, no porque me importe demasiado si hablan en la oficina de mí y de que me veo con alguien que me regala flores, lo cual tampoco es nada malo, pero prefiero que no anden chismorreando a mis espaldas. Y sobre todo no quiero que juzguen por qué motivo me marcho antes de la oficina. El horario laboral es el que es, y aunque sea la ex del Director y la jefa de un departamento, he de cumplirlo como cualquier otro empleado. Sin embargo, para bien o para mal, hoy me he tomado la libertad de darme un capricho.

Salgo a la calle y miro alrededor buscando a Mikel, pero no lo veo.

—Joder —me quejo—. Espero que no me dé plantón.

          Entonces escucho mi nombre.

—¡Verónica!

Me giro e intento localizarlo, pero continúo sin verle. ¿De dónde procede la voz? Y enseguida oigo un pitido que proviene de una moto aparcada en la acera. Mikel levanta la mano y llama mi atención. Con razón no lo veía. No esperaba que viniese a recogerme en moto.

Me acerco y veo que se está riendo.

—¿De qué te ríes? —Me da la sensación de que lo hace de mí.

—Es que parece que no hayas visto una moto en tu vida. ¿Tan sorprendida estás?

—A decir verdad, sí, lo estoy. Pero no te preocupes, que no es la primera moto que veo en mi vida.

—¿Vienes guerrera?

—Nos vamos, ¿por favor? —Ignoro su comentario y hago todo lo posible por subirme en la moto, pero Mikel me detiene. Me mira un instante sin apartar esos ojos felinos de mí y yo comienzo a ponerme nerviosa.

—Necesitas esto —me dice.

¡Seré estúpida!

—El casco, claro. —Me siento idiota—. Disculpa.

Mikel suelta una risita que me pone más nerviosa aún y yo le imito. Supongo que los nervios también me hacen reír a mí. Me subo a la moto y me agarro fuertemente a él; me siento como una auténtica adolescente.

—¿Adónde quieres ir?

—Llévame lejos, Mikel, muy lejos.