Capítulo 14
Me despierto con un terrible dolor de cabeza. Son casi las doce del mediodía y tengo mil cosas que hacer. Entre ellas, visitar a la Señora Anita. Pero antes voy a ir al supermercado a hacer unas compras. Mi despensa, a pesar de que mi adorable vecina la decoró con algunas provisiones, tiene demasiados huecos. Y, sobre todo, no tengo papel higiénico. ¡Menuda putada! No quiero acordarme de cómo me he tenido que limpiar esta mañana después de haber gastado anoche el único rollo que ha-bía. Supongo que los chupitos que me tomé con Ismael afectaron tanto a mi memoria que ni me acordé de que no había más papel. De todas formas, a las cinco de la mañana, ¿adónde habría podido ir a comprarlo?
Llego a un supermercado cercano, atestado de extranjeros, pero creo que es mejor que andar buscando otro. Mi lista de la compra es larga y no quiero perder más tiempo. Fruta y verdura, un poco de carne y pescado, cereales, leche, algo de pasta y lácteos, coca cola y vino, productos de limpieza y aseo. Por supuesto, papel higiénico, y también algún capricho que otro como unas patatas fritas onduladas sabor jamón serrano y un par de tabletas de chocolate. Total, un carro repleto para mí sola. Y tan solo para unos veinte días.
Cuando termino de llenar la despensa y la nevera decido ir a la casa de al lado. La Señora Anita se alegrará mucho de verme, estoy segura.
—¡Niña! —Grita cuando me ve—. Pero cómo has crecido, si solo eras una chiquilla cuando te vi la última vez.
—Tenía diecinueve o veinte años, Señora Anita, si no recuerdo mal.
—Pues eso, una chiquilla —y me sonríe muy dulcemente, como si le provocara nostalgia recordarme como una niña—. Pero estás muy guapa.
—Gracias, Señora Anita. ¿Cómo están usted y el Señor Aurelio?
—Pues como vamos a estar, con los achaques de dos viejos, que es lo que somos.
—Anda ya, Señora Anita, usted nunca será una vieja.
—¿Y tú? ¿Cómo estás tú? ¿Por qué has venido sola? ¿Dónde está tu marido?
Mi exmarido, modifico la palabra dentro de mi cabeza. Pero ella no lo sabe.
—Tenía ganas de regresar al pueblo —respondo, sin mencionarlo a él ni pretenderlo—. Bueno, y también debía darle un poco de luz a la casa, según mis tíos. Lleva demasiado tiempo cerrada.
—¡Ay, tus tíos! —se alegra de oírme hablar de ellos—. ¿Cómo están? ¿Y tus padres, niña, están bien?
—Sí, todos están bien. Gracias. Le voy a pagar lo que le prometí, Señora Anita. Ha hecho un trabajo perfecto.
—No sabes cómo te lo agradezco, niña. Nunca está de más un sueldecito extra.
—Y también le he traído un regalo, a usted y al Señor Aurelio.
—¡Ay, niña! No tenías que haberte molestado, si con venir a vernos era suficiente.
—Tome, ábralos. —Le entrego sonriente un paquete rectangular de tamaño mediano y una caja pequeña de bombones.
—¡Qué bonita, niña! ¡Qué bonita! —La Señora Anita se pone a llorar cuando abre el regalo, y yo me emociono tanto que casi termino llorando.
Le he traído una figura de una Virgen, la Virgen de la Peña, patrona del pueblo.
—Puede que ya la tenga, pero es que me ha parecido tan bonita cuando la he visto en el mercado, que lo primero en lo que he pensado ha sido en la Virgen adornando su mesita de noche.
—Claro que la tengo, niña. ¡Es la patrona de mi pueblo! Pero eso no importa porque esta vale más que la otra. —La pobre mujer habla con el corazón encogido—. Eres un ángel, niña, te mereces lo mejor.
Sí, eso mismo pensaba yo, y sin embargo he recibido lo peor. El peor castigo es el premio que me he llevado a cambio de ser un ángel.
—Me encantaría quedarme un rato más, pero tengo muchas cosas que hacer. ¿Podría pasarme otro día para saludar al Señor Aurelio y tomarme un café con ustedes?
—Por supuesto, niña, cuando tú quieras. Le diré a Aurelio que has estado aquí. Se ha ido a su huertecito, ¿sabes? Se pasa las horas allí.
—Eso es estupendo —le sonrío—. Por cierto, los tomates estaban riquísimos. Muchas gracias.
—Eso también se lo diré, le va a encantar.
Qué mujer más adorable, no puedo hacer otra cosa salvo darle un fuerte abrazo.
—Adiós, Señora Anita. Hasta pronto.
He alquilado una bici y he bajado a la playa. Cuando era niña solía hacer el mismo recorrido con la mía montones de veces al día, cuesta arriba, cuesta abajo. Recuerdo cómo nos íbamos buscando unos a otros para llegar todos juntos a la playa. Éramos incansables.
En el camino me he encontrado con algún burro que otro. Estos animales llevan toda la vida funcionando como taxis y, por lo que veo, siguen existiendo. Se han convertido ya en una tradición dentro del pueblo y son todo un reclamo turístico. Los visitantes se interesan por fotografiarse con ellos y darse una vuelta por el pueblo a lomos de esos peculiares animales. Tanto es así que el Ayuntamiento, por lo visto, se vio obligado a aumentar el número de burros hace ya unos años y a construir un aparcamiento especial para ellos con el fin de poder controlar mejor esta ya considerada institución mijeña.
Encadeno la bici a una farola del paseo marítimo. Está precioso, mucho más cuidado que antes pero igual de abarrotado, o tal vez más. Claro, hay cien locales más de los que había antes entre tiendas y chiringuitos, y quizá me quede corta porque a ojo no sé calcular. Pero es un decir.
Camino hasta la orilla y me refresco los pies, incluso paseo por el agua sintiendo la aterciopelada alfombra de arena. Tengo que esquivar algunas piedras también, y eso hace que los recuerdos de aquella noche se agolpen otra vez en mi cabeza. Pero en esta ocasión no son ni Rubén ni Mikel los que protagonizan mi recuerdo, sino Ismael.
Mijas, Málaga, verano de 1980.
Rubén se ha molestado porque le he acusado de ser un obsceno y un insolente, y también porque le he dicho que su ombligo apesta más que ninguno. Me da exactamente igual. Es un imbécil.
Lo ignoro el resto de la noche y me distraigo hablando con las chicas y los demás, sobre todo, con Ismael.
—Reconozco que se ha pasado —me dice Ismael. Como mi cara es de ¿qué dices? lo aclara inmediatamente—. Me refiero a Rubén.
—Sí, bastante, pero no me sorprende, es un payaso.
—¿Estás bien?
—Si no tengo en cuenta que uno de mis amigos me ha llamado zorra y mi novio me ha dejado tirada… sí, estoy bien.
—Ni Rubén te ha llamado zorra ni Mikel te ha dejado tirada.
—¿Ah, no? Entonces percibimos las cosas de manera diferente.
Le dedico una sonrisa burlona y él me la devuelve, pero ya está, no vale la pena seguir conversando sobre esa idiotez. Será mejor que olvidemos el incidente y continuemos con la barbacoa. Al fin y al cabo, nos hemos reunido para eso.
—Anda, tómate algo —Ismael me ofrece una bebida.
—¿Otro vaso de sangría? No, gracias.
—Es Coca cola.
—¡Ah! En ese caso… —y la acepto—. Gracias, Ismael.
—¿Quieres que demos un paseo por la orilla?
—De acuerdo, me apetece.
Me descalzo y anudo los cordones de mis zapatillas entre sí para colgármelas del cuello. El agua está templada y se agradece su roce cuando choca con los pies. Además sienta de maravilla el cosquilleo que provoca la espuma; es como estar recibiendo un masaje terapéutico.
—¿Estás muy pillada por Mikel? —me pregunta inesperadamente.
—¿Cómo dices?
No entiendo a qué viene esa pregunta. ¿Qué le importa a Ismael lo que yo siento por Mikel?
Supongo que enseguida se da cuenta de su torpeza y rectifica.
—Nada, nada, déjalo. No tiene importancia.
—No, dímelo. —Ahora ya estoy mosqueada y quiero saberlo.
—Nada, Verónica, de verdad. Ha sido una simple pregunta.
—Ismael, no ha sido una simple pregunta. Los chicos no preguntáis esas cosas salvo que…
—¿Salvo que… qué?
Por un momento dudo en contestar; tal vez mi conclusión sea precipitada. Pero después pienso ¡qué más da! Así que me arriesgo y lo digo.
—Salvo que te guste esa persona.
—¿Quién? ¿Mikel? —Parece que tiene ganas de bromear—. Te aseguro que no me van los hombres.
—¡Ismael! —le chillo—. ¡Que no estoy bromeando!
—¡Ni yo tampoco!
Es inevitable reírnos del comentario, pero tras las risas Ismael se pone serio.
—Perdóname, sé que no es asunto mío.
Hay un breve momento de silencio entre nosotros roto únicamente por el sutil ruido de las olas. El mar está en calma y parece que acompañe nuestro tranquilo paseo.
—Pues sí —le respondo—, estoy muy pillada por Mikel.
—Me alegro —dice, aunque creo que no es sincero. Tengo la sensación de que Ismael quiere decirme algo, pero no se atreve.
—Escucha, Ismael, tú y yo somos muy buenos amigos y así quiero que siga siendo. ¿Me entiendes?
—Te entiendo, no pasa nada. Y por supuesto que seguiremos siendo amigos.
—¡Ay! —me quejo.
Una maldita piedra me hace tropezar y caigo en la arena, ensuciándome la falda más de lo que ya estaba. Para colmo, la piedra es puntiaguda y me corto en el dedo. Justo me daño el meñique.
—¡Mierda!
—¿Qué pasa, Verónica?
—Me he cortado.
Ismael le echa un vistazo a la herida. Hay poca luz y no se distingue bien si es grave o no. El caso es que duele y parece que sangra bastante.
—¡Joder, menuda raja! —exclama—. Creo que habrá que operar.
—Muy gracioso —digo ofendida—. Duele ¿sabes?
—Pues ya verás cuando te operen.
—¡Idiota! —Se ríe y le doy un manotazo en el hombro—. Anda, sé un caballero y ayúdame e levantarme.
Al hacerlo, me agarra fuertemente de los brazos y por unos segundos me mantiene atrapada. Su mirada es intensa y realmente atrayente. Me intimida y tengo que evitarla. No quiero más líos, bastante tengo ya con el de Mikel.
Regresamos con la pandilla y yo camino agarrada a él y cojeando. Cuando llegamos hasta los demás, mis amigas se preocupan y enseguida nos echan una mano.
—¡Verónica, qué te ha pasado! ¿Estás bien?
—Tranquila, Laura, no es para tanto —le dice Ismael.
—¡Ya, como a ti no te ha pasado! —refunfuño.
—¿Pero qué te has hecho? —pregunta Sabrina.
—Me he cortado con una piedra.
Aquí hay más luz y puedo ver la herida mejor. Y cuando lo hago, pienso que ojalá no lo hubiese hecho.
—¡Conque no es para tanto! —le grito a Ismael.
No estoy muy segura pero parece una raja profunda. Lo que sí está claro es que sangra bastante. ¡Joder! Con lo histérica que soy yo para la sangre.
—¡Hala! Venga, vamos, te acompaño al ambulatorio —se ofrece Sabrina.
—¿Al ambulatorio? —Ismael se muestra bastante sorprendido—. Pero qué exageradas sois.
—Exageradas o no, esa herida debe vérsela un médico.
Nos ponemos en marcha. Al final Ismael nos acompaña a Sabri y a mí. Los demás se han quedado recogiendo un poco y han regresado a sus casas, unos más borrachos que otros. Quisiera verlos mañana al despertar.
Camino agarrándome a los dos y procurando no apoyar el pie herido en el suelo ya que me resulta muy doloroso hacerlo. Y a cada paso que doy, una gota de sangre marca el camino.
Al llegar a una avenida tenemos que detenernos porque una ambulancia pide paso imperiosa y autoritariamente. No me gusta en absoluto oír el ruido de las sirenas, del tipo que sean, y menos aún cruzarme con ellas. Esa urgencia que llevan evidencia la gravedad de algún suceso, y eso me provoca escalofríos.
Ya en la zona de urgencias del ambulatorio todo sucede muy deprisa. El médico se ocupa enseguida de mí y nada más ver la herida adopta una solución.
—Lamentablemente —dice—, tengo que darte unos puntos. La herida es demasiado profunda y la única manera de cerrarla es cosiéndola.
—¿En serio? —pregunta Ismael asombrado—. No pensé que fuese para tanto.
—¡Mierda! —exclamo. Yo tampoco lo pensé.
Me toco la cicatriz de aquella herida. Apenas se nota. Ha pasado tiempo, pero el recuerdo renace en mi cabeza como si hubiese ocurrido ayer mismo, supongo que también porque Ismael reapareció anoche después de llevar años enterrado.
Me gustó conversar con él, más de lo que imaginaba. Al final, me hizo pasar unas agradables horas recordando la cantidad de hazañas y proezas en las que nos embarcábamos de jóvenes.
Decido interrumpir ahí ese recuerdo, justo en el momento de coserme la herida. Lo demás es verdaderamente desagradable.
Llevo unos días en el pueblo y estoy realmente tranquila. He recordado muchos momentos vividos con Rubén que no me han afectado negativamente, sino más bien lo contrario. Pensar en la cantidad de aventuras, situaciones e incluso dramas acontecidos bajo este mismo escenario me ha reportado cierto aliento además de tranquilidad y relajación. Hice bien en volver al pueblo. No me arrepiento. La vida aquí es muy diferente a la que transcurre en Oviedo, hay más paz y todo sucede de manera más lenta y relajada por lo que tienes la ventaja de disfrutar más de todas las cosas. No me parece en absoluto aburrida, no sé por qué Ismael se siente tan tedioso viviendo aquí. ¡Vaya! Justo en el que estaba pensando.
—¡Verónica! —me saluda. Doy un brinco porque no me lo esperaba; en realidad, no me esperaba a nadie. Estoy en el mercado comprando tranquilamente mi almuerzo y él ha aparecido de repente en el mismo puesto.
—¡Ismael, qué sorpresa! Ni que me estuvieses siguiendo.
—No, no te sigo, tranquila. Vengo todos los días a comprar el pan aquí. Cumplo órdenes de la jefa —sonríe tímidamente—. En aquel puesto de allí, ¿lo ves? Buen pan el que hacen.
—Lo tendré en cuenta para la próxima vez. —Para bien o para mal yo ya he comprado el pan en la tahona de toda la vida—. No sabía que hubiese tantas panaderías en el pueblo.
—El pueblo ha cambiado, nena. —Sonríe de nuevo, tiene una bonita sonrisa, no la recordaba así. Tal vez, ni la recordaba.
—Ya —apunto—, he podido comprobar que todo tiene mejor aspecto.
—Será porque tú has llegado.
¿Qué? ¿Cómo? ¿He oído bien? Sí, he oído a la perfección lo que ha dicho y, francamente, me aterra. ¿Está Ismael ligando conmigo? ¿O son imaginaciones mías? No, no, solo ha hecho una simple gracia para agradarme, seguro. Sus intenciones no van más allá.
—¿Qué pasa? Es cierto —insiste al ver mi cara de asombro—, tu llegada ha llenado de magia este pueblo. Ahora brilla más.
Sin darme cuenta, se ha acercado un poco más a mí. En cuanto me cercioro, retrocedo.
—Bueno, Ismael, tengo que marcharme. He de preparar la comida.
—Claro, nena. Ya se va abriendo el apetito.
¿Abriendo el apetito? ¿Será eso otra insinuación? ¡Pero qué tonterías pienso! Será mejor que me deje de idioteces. Ismael solo es un viejo amigo que hace comentarios de cualquier tipo como cualquier otra persona. Nada más. A ver si ahora me voy a obsesionar con que todos los hombres son iguales.
—Adiós —me despido.
Estoy a punto de alejarme cuando me hace una pregunta que no viene a cuento.
—¿Has visto alguna vez una panificadora?
No respondo, no entiendo a qué viene esa pregunta, aunque sí pienso que quizá se esté riendo de mí.
—Los dueños de la panadería son mis primos. Puedo enseñarte cómo hacen el pan.
Ah, la panadería donde compra el pan cada día cumpliendo órdenes de la jefa.
—Sería interesante —miento—. Tal vez un día de estos.
—Perfecto, cuando tú quieras. Dejarás de comprar el pan donde siempre.
Se despide con un guiño y yo me giro para largarme sabiendo que él se queda detrás de mí mirando cómo me alejo. Y mientras lo hago voy pensando qué narices me importa cómo hacen el pan sus primos si a mí me gusta el de la panadería de toda la vida. Pan de pueblo, el que he comido tantas veces.
Cuando llego a casa preparo el almuerzo y después me echo una pequeña siesta, algo que no acostumbro a hacer pero que me apetece para equilibrar el sueño que me provocan las altas temperaturas del sur. Sin embargo, creo que no ha sido la mejor elección. Echarme esa siesta ha resultado ser peor que soportar el calor incluso bajo el sol. Supongo que la falta de costumbre ha debido de influir. El caso es que me he despertado de muy mal humor y tengo que darme un baño de agua fría para espabilarme y volver a estar activa.
Decido salir a correr por el sendero que sube a la montaña. Sudaré como un pollo, lo sé, pero luego me refrescaré otra vez con la gélida agua de la ducha. Me apetece darme la paliza mientras escucho canciones en mi discman y pienso en la cantidad de tonterías que últimamente se me pasan por la cabeza.
Llevo dándole vueltas a lo de Ismael toda la tarde, desde que me he despertado de esa fatigosa siesta. ¿Por qué habrá dicho eso? Tal vez su vida no es tan idílica. Tal vez es aburrida porque lleva demasiado tiempo con su mujer y no sabe cómo mantener la llama encendida. O tal vez no es nada de eso y soy yo la que se está montando una historia de película que más de un director de cine querría para sí.
En cualquier caso, he visto demasiado a Ismael en estos últimos días y no es precisamente eso lo que me apetece. Lo que yo quiero (y para lo que he regresado al pueblo) es estar sola, tranquila, sin ataduras, visitar los lugares que más me apetezca y recordar viejos tiempos. Sobre todo eso, recordar mi infancia y mi adolescencia y todo lo que fue sucediendo después.
Mientras corro cuesta arriba por uno de los caminos que suben a la montaña me pregunto qué estará haciendo Rubén en este preciso momento. También se me pasa por la cabeza lo que Mikel pueda estar haciendo. Incluso pienso en lo que Ismael esté haciendo.
—¡A la mierda! —me grito a mí misma—. ¿Qué coño me importa a mí lo que ellos hagan?
Todo esto es de locos: Rubén, Mikel, Ismael… Malditos hombres, siempre complicando la vida de las mujeres.
Sigo corriendo. Suerte que estoy en forma y subir por la cuesta no me provoca excesivo cansancio. Practico deporte casi a diario y por ese motivo estoy acostumbrada al ejercicio físico, así que mis pulsaciones son, más o menos, normales. Pero como cualquier ser humano que entrena un poco, comienzo a agotarme y decido regresar.
Cuando llego al primer cruce de calles me detengo un momento: algo ha cambiado allí. Al pasar antes no me he dado cuenta, pero ahora que voy más despacio y mirando los alrededores, observo que el edificio de la esquina que antaño era un cine de verano ha pasado a ser un precioso edificio que alberga una biblioteca municipal, lo cual me produce una gran satisfacción. Ya tengo un motivo para pasarme por allí y buscar los libros que más me han conquistado emocionalmente. Durante el verano, o más bien durante las vacaciones, me gusta leer algún libro que ya he leído antes. Repetir la historia en mi mente hasta conseguir que ciertos detalles del libro formen parte de la realidad, es algo que me fascina. Por eso, decido entrar e informarme.
Todo está tranquilo, el ambiente relajado, como tiene que ser, y eso se traduce en un importante respeto. He estado en otras bibliotecas donde, nada más entrar, un continuo bisbiseo al fondo terminaba exasperándome y haciéndome perder la paciencia hasta que, al final, me largaba sin haber hecho lo que había ido a hacer.
Me informo en el mostrador de la recepción y, al parecer, no preciso ser socia de la biblioteca para poder acceder al servicio de consulta de libros; me basta con tener una tarjeta de lector que me hago en ese mismo instante. Accedo a las instalaciones y me dirijo a una determinada sección: la de obras sobre la Guerra Fría. Me resulta llamativo y excesivamente interesante todo lo relacionado con ese período de tiempo. No hace demasiado que se dio por finalizada, pero hay una cantidad de información, documentos y textos que hablan de esa guerra que no estar informado parece casi una tarea imposible. Además, las historias inspiradas en esa época son verdaderamente emocionantes y aportan una serie de datos tan significativos para la humanidad que resulta realmente fructífero y provechoso almacenarlos.
Encuentro varios artículos vinculados con esa etapa y también algún que otro documento que contiene información relacionada. Les echo un vistazo por encima porque son publicaciones realmente extensas y no me puedo parar a leerlas con detenimiento. En realidad sí puedo, pero no quiero. Estoy un poco cansada y necesito llegar a mi casa cuanto antes para darme otra ducha bien fría y quitarme este olor a tigre. Mañana mismo volveré y los estudiaré con atención. Incluso me puedo sacar el carnet de asociado y poder acceder así al servicio de préstamo de libros, para el cual sí es necesario ser socio. De ese modo podré hacerme con algún ejemplar que trate este tema y llevármelo a casa para leerlo tranquilamente.
Pero cuando estoy a punto de abandonar la biblioteca, oigo una voz que pronuncia mi nombre. Es casi un susurro, sin embargo lo escucho a la perfección, tal vez porque está demasiado cerca, justo detrás de mí.
—Verónica —susurra la voz.
Al principio no la reconozco, pero después caigo. Me giro y veo su cara.
Ismael. Otra vez Ismael.