Capítulo 6
Después de este último encuentro con Mikel, no he vuelto a saber de él.
Mi vida transcurre con total normalidad. Rubén y yo cada vez estamos más cerca el uno del otro y hemos empezado a dedicarnos más tiempo a nosotros. Por una vez, me ha hecho caso en cuanto a la nueva estrategia para recuperar a algunos clientes y no perder a los que estaban a punto de marcharse. Otra editorial asturiana está haciéndonos la competencia tratando de captar escritores importantes sin los cuales la Editorial Echeverría perdería prestigio indudablemente, y eso no podemos permitirlo. Hay que trabajar duro y mantener el negocio familiar en lo más alto, donde ha estado siempre.
No cabe duda de que los beneficios siguen siendo importantes y considerables pese a haber aumentado el porcentaje de los escritores, pero era un paso necesario, o más bien obligatorio, si no queríamos llevar a la editorial a la ruina. Al menos, ese problema lo hemos resuelto y desde entonces he empezado a percibir una notable mejoría en la actitud de Rubén.
Es finales del mes de abril y los días comienzan a ser más agradables, incluso las noches. Te apetece salir a la calle más a menudo y organizar excursiones más variadas.
Rubén y yo llevamos tiempo pensando en ir a Santorini. Fue nuestro destino cuando nos casamos y tenemos ganas de regresar. Así que un día cualquiera y para mi sorpresa, precisamente en las oficinas de la editorial, Rubén pone sobre la mesa dos billetes de avión a Grecia. Acaba de formalizar un contrato prolífico con su escritor más valioso y eso se traducirá después en una considerable e importante cifra en la cuenta corriente de la editorial. Su padre debe de sentirse orgulloso de su hijo, pues es cierto que Rubén se esfuerza mucho en mantener la buena reputación de la empresa que hace años creó el padre de su padre. Hizo bien en delegar sus funciones en él.
—¡Te has vuelto loco! —exclamo de repente y tan sorprendida que ni siquiera me he dado cuenta de que he gritado. Inmediatamente, Rubén me manda callar.
—¿Qué pretendes, que nos oiga toda la oficina?
—Me da igual, que se mueran los envidiosos. ¡Tú y yo nos vamos a Santorini!
Su sonrisa de complicidad equivale a una afirmación más que satisfactoria. Ambos sabemos lo que este viaje significa para nosotros.
—No lo dudes, Vero —me dice rodeándome la cintura—. Vamos a tener una segunda luna de miel.
En ese momento entra Rubén Echeverría padre, que se alegra de vernos tan felices.
—¿Interrumpo algo? —nos pregunta.
—Papá… —responde Rubén un tanto tímido—. Pues ya que lo dices, sí. Iba a besar a mi preciosa mujer para celebrar que mañana nos vamos a Santorini.
—¿Mañana? —No salgo de mi asombro, ni siquiera se me había ocurrido mirar la fecha de los billetes—. ¿Cómo que mañana?
—A las 14:25 horas, para ser exactos.
—Pero, Rubén, ¿y el trabajo? Tengo mucho que hacer esta semana.
—Alicia se ocupará de todo, Verónica —se adelanta a decir mi suegro.
—¿Conque tú también lo sabías, no?
—Yo mismo se lo sugerí. Lleváis unos meses trabajando sin parar para que esta empresa se recupere, os merecéis ese descanso.
Me acerco a mi suegro y le doy un abrazo enorme. Siempre ha sido tan amable y considerado conmigo que lo menos que puedo hacer es mostrarle mi gratitud.
—Gracias, Rubén, eres muy generoso. Todavía hay mucho que hacer y sin embargo…
—No me des las gracias —me interrumpe—. Te lo has ganado, Verónica. Ambos lo habéis hecho.
Rubén se acerca a su padre y le da un par de palmadas en la espalda, agradeciéndole también su magnífico detalle.
—Espero que seáis capaces de valeros sin nosotros —bromea.
—Hijo, llevo más de medio siglo dedicándome a la editorial, conozco este mundo más que todos vosotros juntos. Creo que podré apañarme sin ti unos días.
Las risas resuenan en la oficina entremezcladas con el ruido que entra por la ventana proveniente de la calle. Junto a él, el agradable aroma a primavera se cuela en la habitación, anunciándonos que es tiempo de marcharse a algún lugar. Por ejemplo, a Santorini.
Principios de mayo, 1992.
Tercer día de descanso en la isla griega. Dentro de otros tres días, vuelta a la normalidad. Mientras tanto, disfrutar del elíseo y de nosotros mismos es lo que hemos decidido.
Cuántos recuerdos maravillosos me trae este lugar, desde Fira, capital de la isla, hasta Oia, en el norte, pasando por la aldea de Imerovigli para visitar Roca Skaros, un rocoso promontorio situado en la fachada de la aldea; desde la isla de Thirassia, frente al pueblo de Oia, hasta las ruinas de Akrotiri, el emplazamiento arqueológico más importante de Santorini, parando en las recientes emergidas islas de Palea Kameni y Nea Kameni. En esta última se encuentra el cráter del volcán que convirtió a Santorini, tras su brutal erupción hace miles de años, en la caldera que hoy es.
Hemos repetido alguna visita, merecedora de ello, pero también hemos descansado y nos hemos regalado tiempo; nos teníamos demasiado abandonados el uno al otro.
De vuelta a Oviedo, las cosas siguen mejorando en el terreno profesional y también en el personal. Me doy cuenta de cuánto quiero a Rubén y de lo feliz que soy con él. A veces, parece que es necesario alejarse de una persona para darte cuenta de lo mucho que necesitas estar cerca de ella. Cómo nos gusta complicarnos, tan solo para poder mantener una relación casi perfecta.
Un sábado cualquiera decido salir con Estefanía, Úrsula y Sara, mis amigas de toda la vida, para festejar el cumpleaños de una de ellas. Úrsula, la más joven de todas, acaba de cumplir un cuarto de siglo y le hemos preparado una sorpresa.
—¿Pero qué habéis hecho? —se asombra Úrsula cuando llega al local donde solemos quedar, impresionada por el tinglado que le hemos montado.
—Te mereces esto y más, pequeña —dice Sara, abrazándola fuertemente—. No se cumplen veinticinco años todos los días.
A Úrsula le encanta Alejandro Sanz, un joven cantante que lanzó su primer disco el año pasado y que tuvo un éxito brutal. Y como no ha sido posible contratarlo personalmente, hemos optado por un sustituto que conozca sus canciones y las reproduzca en directo para ella. En el local nos conocen bien y no ha supuesto ningún problema para Mauro, el dueño, montar toda esa exhibición, sino más bien lo contrario, ha sido una manera de atraer a los clientes.
—Tú disfruta del concierto, pequeña. No es Alejandro Sanz, pero el chico canta bastante bien —le aseguro mientras el tema Viviendo Deprisa suena en la sala, amenizando nuestra entrañable velada.
—Bueno, Verónica, —habla Estefanía—, cuéntanos cómo han ido tus pequeñas vacaciones. ¿Has disfrutado?
Puesto que Estefanía pregunta con picardía, yo respondo de la misma manera.
—Ni te imaginas cuánto, Fanny.
—Entonces eso se merece una felicitación. Doble brindis, chicas —propone Estefanía—, por los veinticinco de Úrsula y por el despertar sexual de Verónica. —Las risas se propagan entre nosotras. Da gusto reunirse con ellas y festejar nuestros encuentros.
Es demasiado tarde y nuestros cuerpos nos piden una tregua. Beber tequilas sin parar hasta las seis de la madrugada tumba a cualquiera, por eso es hora de irse a dormir.
Llego a casa, más ebria que sobria, deseando tumbarme en la cama. Estoy tan borracha que ni siquiera reparo en que Rubén aún no ha llegado. De eso me doy cuenta dos horas después, cuando me despierto por las náuseas y el dolor de cabeza. Se me hace raro que Rubén no haya regresado todavía, normalmente no acostumbra a llegar tan tarde cuando se escapa con sus amigos, por lo que me inquieto un poco. Me meto en la cama otra vez y consigo dormirme otras dos horas. Las diez de la mañana y Rubén sin aparecer. Mi inquietud pasa a ser preocupación, y ya no concilio el sueño. Doy vueltas por la casa sin saber en qué entretenerme. Estoy sola y no sé qué hacer. Y, por fin, a las once y media de la mañana, oigo el ruido de las llaves girando en la cerradura.
Al menos, Rubén está bien.
—Me tenías preocupada —le digo abrazándolo, un abrazo que él no me devuelve.
—Lo siento, Verónica, sé que tendría que haberte avisado, pero se me olvidó.
—¿Se te olvidó?
—Los chicos y yo estábamos tan entretenidos que se nos pasó por alto avisaros.
—¿Se os pasó por alto? ¿A todos?
—Sí.
—Mientes.
—¿Qué? —Rubén empieza a ponerse nervioso. Se mueve de un lado para otro en la cocina buscando algo, un vaso, una taza, el café. Ni siquiera él lo sabe.
—Dime la verdad, Rubén, ¿con quién has estado?
—Verónica, he estado con mis amigos. ¡Con quién voy a estar! —Su tono de voz se eleva poniéndose a la defensiva. Me oculta algo, lo sé.
—No te creo —me enfado—. Estoy segura de que Andrés y Fabián no han llegado a sus casas a las once y media de la mañana, principalmente porque a estas horas ellos están trabajando. ¿Te quedaste tú solo bebiendo copas?
Rubén está descolocado. Le he pillado en su mentira rápida y fácilmente. Ya puede tener una buena excusa para justificar toda la noche fuera de casa.
—Escucha, Verónica, no quería decírtelo para que no te preocuparas, pero he estado en el hospital.
—¿Cómo? —Empiezo a asustarme mucho, demasiado, y mis latidos cada vez son más sonoros; apuesto a que Rubén es capaz de oírlos—. ¿En el hospital? ¿Cómo que en el hospital? ¿Qué dices? ¿Te encuentras bien, Rubén?
Me acerco a él y lo manoseo por todas partes, deseando no encontrar ninguna herida o daño en su cuerpo. Cualquier confuso e incómodo pensamiento que haya podido tener se esfuma de repente dando paso a una terrible preocupación, a un temor que emerge irremediablemente.
—Sí, tranquila, no tengo ninguna herida —responde—. Perdí el conocimiento cuando me dirigía a recoger el coche para venir a casa, sobre las dos de la madrugada. Lo siguiente que recuerdo es estar en el hospital.
—Dios mío, Rubén, pero ¿qué estás diciendo? ¿Estás bien? ¿Te duele algo?
Tengo tantas preguntas que hacerle. En cambio, guardo silencio y me derrumbo simplemente de pensar que mi marido ha estado en el hospital completamente solo, sin mi compañía, mientras yo bebía tequilas como si fuese el último día en la Tierra. Un sentimiento de culpabilidad desgarra mi interior haciéndome añicos el alma.
—No te preocupes, Verónica, los médicos me han hecho una serie de pruebas y han descartado cualquier cosa. Simplemente fue un síncope provocado por la falta de oxígeno. Estuve demasiado tiempo de pie en aquel garito, un lugar asfixiante, por cierto, y rodeado de un montón de individuos apiñados. Al final me faltó el aire y mis pulmones se ahogaron. Mi conciencia no respondía, Vero, lo siento. Siento no haber podido avisarte.
—Bueno, lo importante es que tú estés bien.
—Lo estoy, créeme.
—Venga, vamos a la cama —le sugiero—, ninguno de los dos hemos descansado.
—¿A no? ¿Tú también has trasnochado?
—Un poco, sí. —Le sonrío de manera forzada, deseando que lo que me acaba de contar sea verdad, porque con este tipo de cosas no se juega.
Sin embargo sé casi con toda seguridad, que lo que me ha contado es mentira, aunque lo voy a dejar pasar. ¿Por qué? Tal vez no quiera escuchar otra verdad.
Llevo varios días observando el comportamiento de Rubén. Cada vez estoy más convencida de que la excusa que me dio era mentira. No sé porqué ni cómo, pero las mujeres tenemos ese sexto sentido que nos hace desconfiar de ciertos detalles y que normalmente no falla.
Ha vuelto a cambiar, ha vuelto a distanciarse, y sin ningún motivo. Ha sido de repente, desde ese día, pero me da miedo preguntarle qué le pasa, me da miedo conocer la razón de su distanciamiento. Lo vigilo constantemente, aunque no hace nada fuera de lo común. Sus horarios siguen siendo los mismos; sus costumbres; sus aficiones; su rutina dentro de la empresa. Todo es, más o menos, normal. Pero hay algo. Lo presiento.
Trabajamos juntos, aunque desempeñamos nuestras funciones en distintos departamentos que, no hace mucho, remodelaron y colocaron en diferentes plantas dentro de las tres que ocupa el edificio. Está bien situado, en pleno centro de la ciudad, en un complejo de oficinas de reciente construcción con una altura de diez plantas. Hará tres años aproximadamente que la editorial se instaló en ellas, abandonando, por fin, la antigua sede que el señor Lorenzo Echeverría, abuelo de Rubén, inauguró allá por los años veinte. Antes nuestras oficinas estaban en la misma planta, pero la Directiva propuso unos cambios básicos por razones de logística y eso afectó a la ubicación de nuestros despachos. Él continuó ocupando el mismo, un magnífico despacho en el último piso. A mí me reubicaron en la primera planta de la editorial, junto con todo mi equipo. A decir verdad, el cambio no está mal, tan solo porque ya no veo a Rubén tan a menudo como antes, de modo que nos conformamos con el teléfono. Yo ya me he acostumbrado.
—Rubén —le llamo por teléfono—, es necesario que vengas. Ha surgido un pequeño inconveniente con la última campaña publicitaria y debes dar tu consentimiento.
—¿Ahora? —Noto que se queja—. Verónica, tú eres la Directora de ese departamento, ¿no puedes hacerlo sin mí?
Me sorprende su reacción. Con lo minucioso, perfeccionista y controlador que es, me extraña que no le conceda mayor interés y cuidado a los preparativos de la última campaña publicitaria.
Pese a que soy la Directora creativa y todos los trabajos pasan por mis manos siendo suficiente mi aprobación, me gusta que Rubén aporte su punto de vista para asegurarme de que está de acuerdo con mi decisión. Normalmente así es como trabajamos, salvo que se trate de algún asunto de escasa importancia, en cuyo caso ni siquiera me molesto en consultarlo con él. Sé que tengo su consentimiento y me limito a resolverlo con los miembros de mi equipo. Pero no es el caso.
—¿Y tú no puedes escaparte un momento? —Se nota que estoy decepcionada—. No te quitará mucho tiempo para seguir dedicándote a lo que sea que te estés dedicando.
Oigo un resoplido por el teléfono y estoy a punto de contestar, pero enseguida él vuelve a hablar.
—Verás, Verónica, ahora mismo no puedo. Estoy muy ocupado.
—¿Entonces? —No tengo ganas de discutir; no me apetece. Yo también tengo ciertas presiones dentro de la oficina y estoy agotada. El día ha sido muy largo, complicado y duro.
—Vete a casa y mañana lo resolvemos. Yo me quedaré un rato más terminando unos asuntos importantes, ¿de acuerdo?
No me gusta el plan en absoluto; no me encaja. Sin embargo, doy por zanjada la conversación y despido a los empleados hasta mañana. Por hoy ya basta. Son casi las ocho de la tarde y la jornada laboral hace una hora que tendría que haber terminado. Con un poco de suerte todavía me dará tiempo a llegar a casa y ver, mientras me tomo una cerveza bien fría, el final de mi novela favorita, un culebrón mexicano que me tiene totalmente enganchada pese a ser tosco y ramplón, pero la historia de amor entre los dos protagonistas es apasionante.
Cuando estoy llegando a la cancela de mi casa me doy cuenta de que hay un coche aparcado enfrente con un individuo apoyado en el capó que parece estar esperando a alguien. No reparo en quién es hasta que oigo su voz justo cuando voy a abrir la puerta.
—¡Verónica!
Un escalofrío me recorre el cuerpo con la intensidad suficiente como para paralizar el flujo de la sangre por mis venas. Mikel, otra vez.
—¿Qué haces aquí? —puedo decir.
—Es obvio, he venido a verte.
—Creí haberte dejado claro que no nos veríamos más.
—¿De veras? —Me mira con fijeza, hipnotizándome con esos ojos grises que apenas parpadean y que se clavan en el azúcar moreno de los míos derritiéndolos como si se encontrasen entre llamas—. ¿Quieres que me vaya?
Por un momento no sé qué decirle. No deseo nada que haga peligrar mi matrimonio, pero hay algo que me empuja hacia él, una fuerza desbocada que me arrastra a un lugar donde el peligro y la fatalidad son los únicos amos, algo parecido al infierno. ¡Qué demonios! Rubén no está y me apetece tomarme algo con alguien. Y resulta que ese alguien es Mikel. No hay nada malo en ello.
—No, no te vayas —respondo—. Podemos tomarnos una cerveza si quieres, aún es pronto.
—Me gusta esa respuesta. —Mikel me sonríe con una preciosa sonrisa que no recordaba tan bonita—. Vamos, sígueme con tu coche. Esta vez iremos a mi ritmo.
—Vale —digo—, no hay problema.
Le sigo en dirección a la montaña, está cerca de casa. Parece que se dirige a un viejo molino que lleva toda la vida, al menos desde que yo tengo memoria, sirviendo a los clientes comidas rancias y de mal gusto; no sé cómo atrae al público. La verdad es que nunca he deseado comer nada en ese lugar, su aspecto mugriento y cochambroso me lo han impedido. ¿Por qué Mikel parece dirigirse allí? Espero equivocarme y que cambie de dirección. Pero no solo no cambia, sino que se detiene en el viejo molino.
—¿De verdad vamos a tomar algo aquí? —pregunto cuando hemos aparcado.
—Por supuesto.
—Recuérdame que la próxima vez elija yo el sitio.
—¿Es que va a haber próxima vez?
—La verdad es que después de esto… no creo. —Le sonrío tímidamente, como si me hubiese dejado fuera de combate con esa pregunta—. ¿Sabes lo cutre que es este restaurante?
—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has probado?
—No, pero tampoco me gustaría.
—Entonces entra y calla. O mejor dicho, entra y come, y luego me cuentas qué te ha parecido.
—Si no hay más remedio —suspiro.
El lugar es asqueroso de verdad, repugnante es decir poco. Es el peor sitio donde he estado en mi vida, ni siquiera cuando era pequeña y vivía con mis padres fui a un lugar tan mugriento, como mucho, a la sucia taberna del barrio porque era el bar más barato para tomarse un vino. Pero, comparado con el viejo molino, aquel sitio estaba reluciente.
Me siento en un taburete en la barra del bar, con cuidado de no rozarme con el mostrador repleto de vasos y platos sucios, y Mikel se queda de pie.
—¿No te sientas? —le pregunto extrañada.
—Demasiado sucia la barra —y me guiña un ojo.
Nada más decir eso me pongo en pie lo más rápido posible. Mikel se echa a reír y yo me enfado.
—No tiene gracia —le suelto.
—Sí la tiene.
—Oye, ¿para qué hemos venido aquí si ni siquiera tú te quieres sentar?
En ese momento, el señor que está detrás de la barra llama su atención.
—Mikel —dice—, ya podéis pasar.
Me mira satisfecho y me hace una señal.
—¿De verdad creías que íbamos a cenar algo en esta vomitiva barra?
No puedo creerlo. Cómo me ha tomado el pelo.
No es que la mesa asignada para cenar esté impoluta, pero al menos tiene vasos y platos limpios, y también servilletas y cubiertos recién sacados del lavavajillas. Lo sé porque están calientes.
—Esto está algo mejor —comento.
—Pues espérate a probar la fabada. Es la mejor de la región sin lugar a dudas.
—¿Una fabada para cenar? —Mi expresión es exagerada—. Creo que prefiero algo más ligero.
—Está bien, como quieras. Pero te advierto que no pienso darte de la mía.
—Vale.
Mikel, en efecto, pide una fabada y yo un plato de ensalada, eso sí, aderezada con patatas fritas.
—¿Te apetece probarla? —me pregunta.
—¿No has dicho que no me darías?
—Sí, he dicho eso, pero sería un error irte de aquí sin al menos probarla.
—En ese caso, la probaré.
Me llevo una cucharada a la boca y cuál es mi sorpresa que, en efecto, es la mejor fabada que he probado.
—Te lo he advertido —se burla de mí.
—No parece que esté tan rica.
—Mentirosa.
Le robo un par de cucharadas más hasta que al final consigo quedarme con su plato de judías.
—¿Qué tal estás, Verónica?
Sospecho que se refiere a mi relación con Rubén, pero no tengo por qué darle explicaciones de los problemas por los que atraviesa mi matrimonio.
—Bien, gracias. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Lo has descubierto ya? —No se anda con rodeos, y que trate ese tema me molesta.
—¿Descubrir qué, Mikel? ¿Qué tengo que descubrir?
—Creo que lo sabes.
—Pues no, no sé a qué te refieres —respondo de mal humor—. ¿Hemos quedado para volver a hablar de lo mismo? Porque si es así, me voy. Tengo cosas más importantes que hacer que hablar de no sé qué misterio contigo.
La expresión de Mikel se vuelve suspicaz, creo que sabe que le estoy mintiendo. Pero ¿por qué él supone que pasa algo en mi matrimonio? ¿Acaso sabe algo que yo no sepa y que deba saber?
—Perdona, Verónica, cambiaremos de tema.
Parece que por fin se ha dado cuenta de que no me apetece hablar de mi relación, buena o mala, con Rubén. Yo quiero conversar con él de algo que no tenga nada que ver con mi vida privada. Por ejemplo, recordar los viejos tiempos es algo que me agradaría mucho y que me ayudaría también a dejar de pensar en la conducta sospechosa de mi marido.
—¿Sabes lo que encontré hace tiempo? —Tengo ganas de contárselo—. El pañuelo blanco, ¿lo recuerdas?
Al principio no habla, ni siquiera gesticula. Hay un silencio bastante incómodo entre nosotros que finalmente se rompe con una frase inolvidable que sale de su boca.
—¿Cuánto hace que nos conocemos? Casi una vida, la que espero vivir siempre contigo.
Por un momento, no digo nada, tan solo le sonrío. La verdad es que no sé qué decir, es como si esas palabras le hicieran daño.
—Las recuerdas.
—Nunca las he olvidado.
Me siento en la obligación de disculparme. Nunca lo hice y es lo mínimo que puedo hacer. Mikel siempre fue muy considerado conmigo, me trató con cuidado y humanidad. Y yo le traicioné.
—Lo siento, Mikel. Era muy joven, una adolescente, y no pude pensar.
—Ya, te obligaron a ello.
—No, no me obligaron, pero hice lo que creí que era mejor para mi familia.
—¿Y era lo mejor para ti?
De nuevo otro incómodo silencio entre nosotros.
—Mira, déjalo, Verónica —se lamenta—, no me expliques nada. A estas alturas ya no importa.
—Sí, Mikel —respondo de todas formas—, fue lo mejor para mí.
Supongo que mentirle es también lo que tengo que hacer. Puedo tener todos los lujos del mundo pero no tengo el corazón de Rubén, aunque eso no es de su incumbencia. Sin embargo, me conformo porque le quiero, pero vuelvo a tener la sensación de que mi corazón siente algo muy fuerte por Mikel. Me pasa cada vez que lo tengo delante.
—Entonces, me alegro —dice.
Al cabo de unos segundos Mikel se levanta, tal vez un poco decepcionado (o esa es la sensación que yo tengo), y paga al camarero.
—Es hora de irse, Verónica —se mira el reloj—, mañana hay que trabajar.
—Sí, es cierto. —En la puerta del viejo molino me despido de él dándolo un abrazo—. Gracias por invitarme a cenar la mejor fabada de Asturias.
—No tienes que agradecérmelo, de verdad.
—Me ha gustado estar contigo, Mikel. Ya nos veremos.
Él asiente y se despide, supongo que resignado a que nuestros encuentros no vayan más allá de un simple café o cena.
Cuando llego a casa, un poco nerviosa porque son más de las once de la noche y Rubén seguramente se esté preguntando dónde me he metido, me llevo un terrible chasco.
El coche de Rubén no está en el garaje. ¿Es posible que aún no haya llegado? La rabia me invade, ya ni siquiera siento preocupación, solo rabia y enfado porque no está. ¿Dónde coño se ha metido? ¿Todavía está en la oficina?
Decido llamarlo allí, pero nadie me coge el teléfono. Supongo que vendrá de camino.
En cualquier caso, es la segunda noche, en muy poco tiempo, que Rubén se salta sus horarios regresando a casa más tarde de lo habitual, y eso ya empieza a mosquearme.
Estoy tan agotada que solo quiero irme a dormir. Intento mantenerme despierta por si Rubén llega, pero el sueño me vence y, finalmente, me quedo dormida. Cuando amanece, Rubén está a mi lado en la cama. No lo oí llegar, y ahora él no me ha oído levantarme.