CAPÍTULO XXIV
BAJA EL TELÓN
LOS tres compañeros, después de asegurarse de que Estrada dormía y de que los prisioneros seguían bien atados, abandonaron la Ciudad del Sol, regresando a los riscos donde habían estado a punto de perder la vida.
Amanecía ya cuando el sheriff se asomó al parapeto de la represa. Vio las hogueras del campamento y varias figuras que se movían a su alrededor.
Contó siete hombres junto a los fuegos y algunos más que se movían en la sombra. A pesar de su inferioridad numérica, los tres amigos tenían a su favor la ventaja de la sorpresa.
Entre las cosas de los bandidos encontraron cuerdas y, uniéndolas, descendieron al precipicio por un lugar donde no podían verles los bandidos.
Cuando llegaron abajo, el sol salía por detrás de las montañas.
Pete y sus comisarios se acercaron hasta un tiro de revólver del campamento, ocultándose detrás de una enorme roca. Varios hombres estaban durmiendo. Dos, sin embargo, conversaban animadamente. Uno era pequeño y vivaz; el otro, alto y fornido. Pete Rice reconoció inmediatamente a Clay Kildare. Y también reconoció al primero: ¡Era Cy Williams!
—Voy a tratar de apoderarme de esos dos hombres sin necesidad de sacar el revólver —anunció Pete a sus comisarios—. Me gustaría llevármelos vivos... Sobre todo a Cy Williams. Me adelantaré yo solo. Si fuéramos los tres nos verían en seguida.
Pete abandonó su refugio y avanzó de roca en roca hasta llegar a una distancia desde la cual podía oír cuanto se decía en el campamento.
—Ya no podemos confiar en Garza —explicaba Williams—. El pobre ha emprendido un viaje muy largo.
Kildare se echó a reír, indiferente por completo a la suerte que pudiera haber corrido el jefe insurrecto.
—¿Lo han cogido los federales? —fue cuanto preguntó.
—Sí, y no tardarán mucho en ponerle delante de un muro y convertirlo en una verdadera criba. Parece que tú y yo nos repartiremos solos el beneficio.
Pete sintió una gran alegría al enterarse de la desaparición del revolucionario, pero, inmediatamente, la asaltó un pesar; el general Alvarez también habría sido detenido y, en tal caso, habría corrido la misma suerte que su jefe.
El sherif f había llegado lo bastante cerca para ver hasta las bolsas que se formaban bajo los ojos de Cy Williams.
Tenía su Colt al alcance de la mano, dispuesto a sacarlo de la funda e intimar a todos aquellos bandidos para que se rindiesen. Como de costumbre, Pete Rice procuraba evitar todo derramamiento de sangre.
Pero un ligero ruido que oyó a sus espaldas le obligó a tirarse al suelo. Este rápido movimiento le salvó la vida; pues, en el momento que se apretaba contra la tierra, una bala fue a estrellarse en el lugar que, una décima de segundo antes, ocupara.
Un mejicano habíase acercado a él por la espalda, protegido por la escasa luz reinante.
La proyectada sorpresa había fallado. En el campamento de los bandidos reinaba una indescriptible confusión.
Pete disparó sobre el mejicano que acababa de sorprenderle; el hombre soltó su revólver y, con la mano izquierda, se apretó la herida recibida en el brazo derecho.
Los mestizos lanzaban maldiciones en español. Dos de ellos corrieron hacia Pete Rice, pero éste les detuvo con dos certeros disparos, que les obligaron a soltar las armas.
El sheriff refugióse detrás de una roca. Las balas lanzaban en todas direcciones menudos fragmentos de piedra, muchos de los cuales fueron a clavársele en el rostro. Otro mestizo situóse detrás de Pete; un segundo después, una bala pasaba a pocos centímetros del sheriff. En el momento en que Pete se volvía, el bandido, herido por un disparo de Teeny, cayó al suelo y un 45 fue a parar a un par de metros de Pete.
Este, corriendo un gran peligro, abandonó su refugio para apoderarse del arma, regresando inmediatamente a él.
La lucha prometía ser muy encarnizada, y el sheriff pensó que podría necesitar un arma de repuesto.
Unos pasos precipitados a su espalda le indicaron que sus comisarios acudían en su ayuda.
¡Crac-c-c! Un fusil Remington, de gran calibre, dejó oír su voz en el campamento de los bandidos. Teeny Butler, que corría detrás de «Miserias», cayó al suelo y, dando varias vueltas, fue a refugiarse detrás de una piedra.
—¡Estoy perfectamente! —chilló—. ¡Me han fallado!
Pero Pete pudo ver que el fornido comisario trasladaba su revólver a la mano izquierda. La bala del Remington le había «fallado» en el brazo derecho.
¡Pam! ¡Pam! ¡Ziss!
Las balas silbaban alrededor del sheriff. El y sus comisarios replicaban terriblemente a los disparos de los bandidos.
¡Crac-c! ¡Ziss!
El Remington disparaba desde otro punto. Indudablemente, su poseedor iba dando la vuelta y pronto llegaría a un sitio desde el cual la roca no ofrecería ninguna protección al sheriff.
Era, pues, de gran urgencia hacer callar a aquel tirador.
Pete aguardó a que aquel bandido disparase de nuevo. Entonces abandonando su refugio, precipitóse en dirección al tirador. Cuando estaba a mitad de camino, el rifle entró de nuevo en acción y la bala arrancó un trozo de la camisa del sheriff, quien siguió corriendo hacia el bandido, refugiándose detrás de las rocas que ofrecían suficiente protección. Antes de que pudiera llegar junto al tirador sonó otro disparo; un segundo después Pete caía sobre el hombre, tratando de apoderarse del rifle, pero no lo consiguió, recibiendo un fuerte culatazo en un hombro.
Antes de que el mestizo pudiera levantar de nuevo el arma, Pete le apretó fuertemente, dispuesto a no soltarla.
Si no conseguía vencer a aquel hombre, la mayor eficacia del rifle terminaría aquella lucha de un modo poco agradable para él.
Pero el mestizo era muy corpulento y el sheriff comprendió en seguida que no lograría vencerle por la fuerza.
Una bala silbó junto a Pete Rice. Otro bandido acudía en socorro del tirador.
La situación se hacía desesperada. A pesar de su repugnancia en matar, el sheriff comprendió que no le quedaba más remedio y, dando un salto hacia atrás, empuñó el revólver y metió una bala entre ceja y ceja al bandido del rifle. El hombre cayó como un fardo.
Pete arrancóle el rifle de las manos y volviéndose hacia el bandido que disparaba sobre él, le apuntó con el Remington y apretó el gatillo.
El mestizo soltó su revólver. La bala le acababa de atravesar el hombro derecho. Aterrorizado por la terrible puntería del sheriff, el hombre dio media vuelta y corrió a refugiarse detrás de una roca.
Pete hubiera podido matarle, pero no era su costumbre disparar por la espalda.
Los bandidos aún seguían disparando, pero se les notaba cierto decaimiento.
La terrible eficacia de los disparos de los tres compañeros les indicaban las pocas esperanzas que podían abrigar de salir con vida de aquel paso.
«Miserias, que nunca se sentía más contento que cuando estaba metido en una buena lucha, lanzaba alaridos de alegría.
Un mestizo le apuntó cuidadosamente con su revólver y la bala trazó un rojo surco en el cuello del barberillo comisario.
Pero el bandido no tuvo ocasión de volver a hacer alarde de su puntería, pues, un segundo después, su cuerpo había aumentado de peso a causa de una onza de plomo que fue a alojarse en su corazón.
De pronto, Pete vio a Kildare. El soldado de fortuna, comprendiendo que la lucha estaba perdida, se batía en retirada.
Pete, rápidamente, al mismo tiempo que gritaba a sus comisarios que no matasen al aventurero ni a Williams pues quería llevarlos vivos a la «Quebrada del Buitre», llenó los cilindros de sus revólveres y corrió tras Kildare.
Cy Wílliams trató de detenerlo a tiros. Pero sus disparos fueron contestados con uno solo que le arrancó el arma de las manos, haciéndole lanzar un grito de dolor.
El sheriff continuó la persecución de Kildare. Confiaba que sus hombres se harían cargo de Williams y del resto de los pistoleros.
Poco a poco fue ganando terreno sobre el fornido aventurero, que huía con un 45 en cada mano. Pete le disparó una bala, que pasó rozándole una oreja y otra que le segó algunos cabellos.
Kildare se detuvo y, soltando sus revólveres, levantó las manos al cielo.
—No soy ningún loco —dijo, mientras una sonrisa le curvaba los labios—. Me entrego.
¡Pam! Un disparo sonó en el campamento de los bandidos.
Pete vio que Kildare miraba hacia el lugar donde había sonado el tiro.
—¡Eh! —exclamó el aventurero—. ¡Su comisario Hicks ha muerto!
Instintivamente Pete volvíóse. Al momento comprendió que se trataba de una añagaza de Kildare.
Pero el breve instante que permaneció vuelto de espaldas al aventurero, fue suficiente para que éste echase mano al revólver que llevaba en una funda, bajo la axila.
¡Pam! ¡Pam!
Los dos disparos sonaron casi al unísono. Pete había disparado una décima de segundo antes que Kíldare y su bala atravesó el corazón del aventurero, quien se dobló lentamente y cayó al suelo con una expresión de profundo asombro reflejada en los ojos.
«Miserias» acudió a toda prisa. Llevaba el rostro manchado por la sangre que le brotaba por una herida que tenía en la frente.
—¡Has terminado con él, patrón! —gritó.
—No he tenido otro remedio. Era necesario escoger entre él o yo y he preferido que marchase delante.
—Has hecho bien, patrón. ¡Y vaya tiro! Le has atravesado limpiamente el corazón. Teeny y yo hemos atado a los mestizos. Esta guerra ha terminado ya.
En efecto, la lucha había terminado. Pete Rice y sus comisarios acababan de destruir una de las más peligrosas bandas de criminales que recordaba la historia del país...
Una banda de asesinos mandada por un jefe más peligroso que los otros, porque era, también, más inteligente y educado.
En la Ciudad del Sol había un tesoro que podía proporcionar la riqueza a cada uno de los compañeros. Una riqueza con la que jamás podían haber soñado, y por la que tampoco se preocuparon.
El descubrimiento sería comunicado a las autoridades competentes. Pete Rice sólo luchaba por la Ley y se atenía en todo a sus mandatos.
El hallazgo del tesoro era sólo un incidente. El viaje y la aventura fueron motivados porque debían de encontrar al asesino de John Damon Carver.
Y el mejor premio para los tres camaradas era haber conseguido sus propósitos.
Seguido de «Miserias», Pete regresó al campamento de los bandidos. Teeny tenía desarmados a los mestizos y estaba curando a un herido.
Cy Williams, con los pies atados, se hallaba tendido junto al fuego, gimiendo y maldiciendo. El disparo de Pete había destrozado la muñeca derecha del canallesco abogado.
En otras ocasiones, el bondadoso corazón de Pete se había conmovido por los gemidos de un herido; pero, en aquel momento, no podía sentir compasión por Cy Williams.
El fue quien dirigió el asesinato de Carver, un pobre viejo, incapaz de causar ningún daño a nadie.
También era responsable de toda la sangre vertida en aquella cruenta lucha en la Ciudad del Sol. Fue él quien pidió la ayuda de Kildare y quien, por lo tanto, atrajo a los rebeldes.
Estrada también fue víctima de sus maquinaciones y estuvo punto de perder la vida por unos hechos de los que no tenía culpa.
Todo estaba ya aclarado.
Cy Williams sería ahorcado por el asesinato de John Damon Carver y en la «Quebrada del Buitre» se hablaría de ello durante muchos años.
Mas para Pete Rice, aquello era asunto terminado. Su único deseo y alegría era poder regresar junto a su madre.
Luego, tiempo vendría en que él y sus comisarios partirían de nuevo tras la pista de algún infractor de la Ley.
FIN