CAPÍTULO XV

EL TORRENTE DE LA MUERTE

EL sheriff de la «Quebrada del Buitre» se agitó entre las mantas que le cubrían. Abrió los ojos y contempló el puro cielo de la mañana que semejaba un azulado mar.

El sol acababa de emprender su diario viaje y una pequeña masa de niebla parecía colgar aún del cielo hacia Poniente. Pero pronto el astro del día la deshizo con sus ardientes y brillantes rayos.

En dos días de constante cabalgar a través de las montañas, Pistol Pete Rice había dormido sólo seis horas.

El trío de la «Quebrada del Buitre» dedicó al descanso sólo breves momentos, procurando poner la mayor distancia posible entre ellos y sus posibles perseguidores.

La comida tampoco fue muy excelente. Bayas silvestres y alguna que otra perdiz, asada sin sal.

Sin embargo, después de aquel breve descanso, el sheriff sentíase tan fuerte como si hubiera dormido veinticuatro horas.

Sus hombres seguían roncando. Pete no les despertó, pues ya no tenía prisa, en la seguridad de que tras los altos picachos que se divisaban a corta distancia, se hallaba la Ciudad del Sol.

Siguiendo las indicaciones contenidas en la traducción que fray Adolfo había hecho de los jeroglíficos aztecas, los tres compañeros habían llegado ante el pico de Bajaquitl en la sierra Baja. Desde el valle de los caballos que en él se mencionaba, el avance fue muy penoso y los hombres corrieron grandes peligros, pues en muchas ocasiones el camino era apenas una senda de cabras bordeando profundos precipicios, cuyo fondo aparecía erizado de puntiagudos roquedales.

Comprendiendo que el avance en aquellas condiciones sería sumamente peligroso para hombres y bestias, los tres compañeros regresaron al valle donde dejaron sus monturas, pues en él hallarían gran cantidad de hierba y agua.

En seguida, los tres servidores de la Ley emprendieron a pie el camino hacia la Ciudad del Sol, llegando al río «que mordía la montaña» y, poco después, a un monte en forma de pirámide, pero no les fue posible encontrar el pino que mencionaba el documento.

Seguramente se debía esto a que haría muchos años que debió ser destruido por algún alud o por un rayo.

Los tres hombres estaban acampados en la meseta de una montaña ante otra de más de trescientos metros. La configuración de aquellos montes era bastante curiosa, pues siendo de enorme altura, todos ellos terminaban en amplias mesetas.

En cuanto se hubo levantado, Pete Rice dirigióse a un manantial cercano a buscar agua. Quería preparar el almuerzo mientras sus comisarios dormían como osos en invierno.

Teeny roncaba musicalmente. Hicks «Miserias» dormía con la placidez de un niño. Pete les dejó dormir.

Los asesinos de John Carver podían encontrar otra entrada a la Ciudad del Sol y, entonces, los revólveres serían los encargados de dar voz a los saludos, en cuyo caso, «Miserias» y Teeny necesitarían todas sus energías.

La tarde anterior, Pete Rice encontró una especie de urna medio enterrada.

Este detalle le indicó que se hallaban cerca de la ciudad azteca; pues aquella urna estaba decorada con figuras de águilas y otros animales.

El sheriff añadió la urna a los escasos enseres que llevaba consigo y, en aquel momento, la cogía para llenarla de agua.

Mientras se dirigía a la fuente, cuyo líquido sobrante formaba un pequeño riachuelo, el sheriff examinaba con atención el terreno.

Como al llegar, el día anterior, a aquella meseta, era ya de noche, no se entretuvieron en investigar por los alrededores.

De pronto, Pete Rice se detuvo, con la vista fija en el suelo.

La mayor parte de la gente no hubiera visto allí nada anormal, Sin embargo, Pete Rice, que podía seguir una pista con la misma destreza que un comanche, comprendió que otros hombres habían pasado por allí... y no muchas horas antes. Siguió por el camino, que aparecía bordeado por altos peñascos, cuyo piso estaba cubierto de menuda grava que crujía bajo las botas. De pronto, antes de llegar al riachuelo, los ojos de Pete brillaron emocionados.

Pendiente de la arista de una roca veíase un trozo de tela roja.

El sheriff la cogió, examinándola atentamente. Era un trozo de faja bordeada por una estrecha franja azul.

Cuando Pete Rice miraba a un hombre, en realidad lo fotografiaba, pues su imagen le quedaba profundamente grabada en la mente, con todos los detalles, color de los ojos, del cabello, ropas que vestía, etc.

Por eso, mientras examinaba aquel trozo de faja, entornó los ojos y pareció sumirse en una profunda meditación. Por fin, moviendo la cabeza, murmuró:

—¡No cabe duda, es la misma!

La última vez que había visto a Tiburcio Estrada, el acaudalado mejicano llevaba una faja roja semejante al trozo que tenía en la mano.

Pete llenó de agua el cacharro y regresó al campamento. Pero su pensamiento estaba fijo en algo más importante que el almuerzo: ¡Tiburcio Estrada había pasado por allí!

Además, las huellas demostraban que Estrada no iba solo. ¿Quién le acompañaría? ¿Red Hook Regan? ¿Durkey?

El sheriff se arrodilló para examinar con más atención las huellas. Parecían las de dos o tres individuos. Pero podía haber muchos más.

Aquellas marcas podían ser las de los hombres que fueron al riachuelo a buscar agua para los menesteres del campamento.

Pero, ¿dónde había estado el campamento?

Mientras caminaba con la urna llena de agua, Pete no dejaba de pensar en Tiburcio Estrada. ¿Sería, acaso, el mejicano el asesino de John Carver?

Era primo del general Alvarez y cabía dentro de lo posible que estuviera mezclado en la revolución mejicana acaudillada por Garza.

Pero, en tal caso, ¿era lógico que su primo, el general Alvarez, se hubiera puesto en contra de él, al tratar de apoderarse de parte del oro de la Ciudad del Sol?

¿Por qué desapareció tan misteriosamente de su hacienda? ¿Estuvo, acaso, aliado con Regan y Durkey?

¿O acaso los dos bandidos le raptaron, sabiendo que él podría traducirles el pergamino azteca y conseguir así llegar a la Ciudad del Sol?

El sheriff se detuvo y dirigió una mirada a su alrededor. No pudo ver la menor columna de humo, indicadora de una hoguera de campamento.

Miró arriba y abajo, sin descubrir ninguna señal de vida en la senda.

La sierra de Baja era una de las regiones más solitarias de Arizona y, en realidad, de todo el Sur. La sierra tendría una extensión de unas doscientas millas. De cuando en cuando la cruzaba algún viajero que deseaba pasara Méjico sin ser molestado. Sus sendas y vericuetos eran poco menos que intransitables, y los que conducían a las cumbres, lo eran completamente.

Durante unos segundos, la mirada del sheriff se clavó en una especie de parapeto rocoso que dominaba el camino, cerca de donde estaba durmiendo Teeny y «Miserias».

Pete creyó notar que algo se movía allí. ¿Sería acaso una cabra montés, un hombre, o simple imaginación suya?

Siguió hasta el campamento y despertó a Teeny y «Miserias».

Los dos se levantaron bostezando.

—¡Vaya sitio para dormir! —exclamó el barbero comisario—. La gente se hincha de potingues para librarse de los constipados y demás «miserias», teniendo estas montañas que curan hasta lo incurable. Pero la gente es idiota y no le gusta venir aquí.

—No toda la gente hace lo que tú supones —intervino Pete—. ¡Acabo de descubrir la pista de unos que se nos han anticipado!

Teeny Butler miró, asombrado, a su jefe.

—¿Qué dices, patrón?

—Acabo de encontrar un trozo de faja que, para mí, pertenece a don Tiburcio Estrada. Además, hay huellas de otros hombres. Creo que debemos andar con cuidado. Hasta ahora creíamos que éramos los únicos en seguir este camino, pero, en adelante, deberemos tomar las precauciones posibles para no caer, cuando menos nos lo esperemos, sobre un grupo de gente. Me figuro que llegaron por esa senda que...

¡Buuum!

La explosión había tenido lugar en el parapeto en el cual se fijara poco antes Pete Rice. Una mirada del sheriff le bastó para darse cuenta de la situación.

Aquel parapeto contenía un pequeño lago de reserva, formado por el agua de las lluvias. En aquel momento, una tromba de agua se precipitaba sobre los tres hombres, arrastrando a su paso enormes moles de granito.

Si el torrente alcanzaba a los tres servidores de la Ley, no habría salvación posible para ellos. No podía perderse ni un segundo. Si estaban vivos aún, era debido a las rocas que oponían cierta resistencia al avance de las aguas.

Pete Rice cogió su lazo, y con la rapidez del rayo lo hizo girar lanzándolo a una roca que sobresalía de la superficie de la pétrea pared.

Si la puntería le fallaba, no tendría tiempo de probar otra vez, pues la catarata avanzaba con terrible estruendo.

Pero no falló. El nudo corredizo quedó fuertemente fijado al peñasco; y un segundo después los tres hombres escalaban a toda velocidad la pared.

Momentáneamente quedaron envueltos en una nube de espuma producida por el agua al pasar por donde estuvo instalado el campamento. Un segundo de retraso y el torrente los habría precipitado montaña abajo.

El estruendo de la enorme cascada hacía imposible que los tres hombres se oyeran. Pero en realidad no eran necesarias las palabras.

Lo que tenían que decirse, todos lo sabían. Acababan de librarse de la muerte por puro milagro.

Pete Rice comprendió en seguida que la rotura de la presa no fue debida a causa natural e inmediatamente recordó la impresión que tuvo poco antes de que alguien se había movido cerca del muro.

Algún enemigo dinamitó la represa. ¡Durkey!

El nombre pareció sonar en el espacio. Durkey, Red Hook Regan y quizás otros de la banda fueron los causantes del desastre.

Colgados de la cuerda sobre el impetuoso torrente, se encontraban en muy precaria situación. No habían tenido tiempo de recoger sus armas y éstas, junto con el látigo de Teeny y las boleadoras de «Miserias» fueron arrastradas por el agua.

Al sheriff y sus hombres no les quedaban más defensas que sus propios puños y el lazo de Pete Rice.

Como la situación era insostenible y el torrente tardaría aún en decrecer, los tres hombres treparon hasta el saliente de donde pendía el lazo.

De allí, siguiendo una especie de sendero de unos veinte centímetros de anchura, los tres hombres, en fila india, se dirigieron hacia el paredón.

El avance se hacía con enormes dificultades. Gruesas gotas de sudor resbalaban por los rostros de los tres hombres.

Habían dejado ya el sendero y en aquellos momentos subían cogiéndose a los salientes de la pared.

—¿Por qué diablos no nos habrán pegado un tiro? —preguntó «Miserias», deteniéndose a descansar en la cavidad de una roca.

—Pues porque tenían miedo de que replicásemos —contestó Pete, mientras sentábase frente a su comisario secándose el sudor—. Las rocas aquellas ofrecían amplia protección y si no nos hubieran matado del primer tiro, habríamos disparado con mejor puntería que ellos.

—¿Quién crees que habrá sido? —preguntó Teeny, que también acababa de entrar en la gruta.

—Durkey, no me cabe la menor duda. Los explosivos son especialidad suya.

—¿Y qué hay de armas? —preguntó < Miserias»—. Nos hemos quedado sin ningún revólver, sólo tenemos ese lazo. Los hombres que han querido darnos un baño, están bien provistos de esos instrumentos. Los puños desnudos no significan gran cosa contra gente que está dispuesta a dispensarnos un recibimiento de los más calurosos.

Pistol Pete Rice permaneció callado unos instantes. Era una gran verdad que estaban en una situación desesperada.

Red Hook Regan y Durkey ya habían intentado matarles cuando la riqueza encerrada en la ciudad azteca era sólo un rumor.

En aquel momento, después del segundo fracaso, cerca ya de la fortuna, los dos pistoleros no cejarían en su empeño de exterminarles.

—Una ventaja tenemos a nuestro favor —dijo al fin Pete Rice—. Y es que no estamos metidos en este asunto por ansias de lucro personal. Perseguimos a unos asesinos. Sabemos que Red Hook Regan y Durkey lo son, y es muy posible que Estrada también lo sea. En cambio, esos hombres, van ciegos de codicia detrás de un tesoro. Están enloquecidos por el ansia de riqueza y cuando un hombre se halla en tal situación no es capaz de guardar la menor cautela. Esta es nuestra única ventaja.

—Pues yo —intervino Teeny—, en lugar de esa ventaja que tú dices preferiría encontrar un buen par de revólveres por cabeza. Por mucha razón que tengamos nosotros, y por poca cabeza que tengan ellos, siempre tendrán la suficiente para no ponerse al alcance de nuestros puños.

—Tienes toda la razón —asintió Pete—. Por lo tanto, nuestra única preocupación ha de ser ponernos fuera del camino de las balas. Debemos portarnos como indios y procurar cazar a alguno de esos individuos para quitarles sus revólveres. Desde luego, si toda la banda se nos viene encima, tendremos las mismas posibilidades de escapar que un vaquero caído ante una estampida. Pero ya hemos hablado bastante, pongámonos en marcha.

De nuevo reanudaron la ascensión, lenta y dolorosa. En primer lugar iba «Miserias», le seguía Teeny Butler, y Pete Rice cerraba la marcha.

Al poco rato la subida se hizo menos penosa con la abundancia de fisuras en las paredes que permitían a los tres hombres subir con menos esfuerzos y más seguridad.

Por fin, bañados en sudor, llegaron a la cumbre de la meseta. Al mirar hacia abajo, vieron que el torrente había cesado de correr, a pesar de que el depósito natural de agua aparecía casi lleno.

Esto sorprendió a Pete Rice, pero tras un atento examen, comprendió el motivo. El agujero producido por la explosión del cartucho de dinamita quedaba por encima del nivel del agua que aún llenaba el depósito.

—¡Diablos! —exclamó Hicks <Miserias> que, puesto en pie, examinaba las montañas vecinas—. ¿Me he vuelto loco, patrón? ¿Ves lo que veo?

—Si te has vuelto loco que me encierren a mí en la misma celda. ¡Patrón! ¡John Carver tenía razón! ¡Estrada tenía razón! ¡El fraile de la misión también tenía razón!

Pete Rice asintió con un movimiento de cabeza. Ante sus ojos se ofrecía un espectáculo que le hizo estremecer a pesar de la vida de emociones que había llevado en sus veintitantos años.

A poca distancia, en aquella región rehuída por los hombres, se extendía una gran ciudad, cuyo camino de acceso fue borrado por algún terremoto.

Una ciudad de grandes y hermosos edificios, restos de una de las más grandes civilizaciones de América.

El sheriff de la «Quebrada del Buitre» y sus comisarios se hallaban ante la Ciudad del Sol.