CAPÍTULO IV
TIBURCIO ESTRADA
DOS grandes amores tenía el sheriff Pistol Pete Rice: Su madre, y la Ley.
Durante los momentos de peligro de sus arriesgadas empresas, siempre tenía un pensamiento para su madre.
En ella pensó cuando las balas cortaban el aire a su alrededor durante la lucha sostenida en el cañón, y cuando las frías aguas del Bonanza se cerraron sobre él y su caballo.
Al separarse de Cyrus Williams pensó dirigirse a la casa donde vivía con su madre. Pero de pronto recordó que su amada viejecita le había dicho infinitas veces que la obligación es antes que la devoción.
La hacienda de don Tiburcio Estrada estaba en el extremo del pueblo, en el lado opuesto de donde se levantaba la casa de los Rice.
Y era allí donde la obligación llamaba a Pete.
Era indudable que se preparaba algo muy serio en la «Quebrada del Buitre».
Si el muerto hubiese sido un hombre rico, la cosa no habría ofrecido ninguna dificultad. Pero a John Damon Carver no le mataron para robarle dinero.
Debía de tratarse de algo más serio y Pete Rice no pensaba dejar que las huellas se perdiesen antes de seguirlas. Mientras los cascos de Sonny golpeaban la dura tierra del camino que conducía a la hacienda de los Estrada, Pete Rice reflexionaba profundamente.
¿Tendría algo que ver con el crimen la presencia en la <Quebrada> de Red Hook Regan? Pete recordó la mirada de asombro que le dirigió el pugilista cuando vio que regresaba con el cuerpo de Carver.
¿Y qué hacía aquel Durkey en Arizona? Indudablemente se trataba también de un ex presidiario. ¿Por qué John Carver ponía tanto misterio en sus actos?
Pete se preguntaba si Estrada sería capaz de proyectar alguna luz sobre aquel misterioso asesinato.
Estrada era mejicano, descendiente de una noble familia española. Era todo un caballero, muy educado y bondadoso. Se decía que había estudiado con John Carver en la misma Universidad.
De ser así, Estrada sería el único habitante de la «Quebrada del Buitre» con quien Carver habría podido hablar de asuntos científicos.
Pero el señor Estrada pasaba muy poco tiempo en la «Quebrada».
Periódicamente se trasladaba a Méjico, en viaje de negocios.
Los pobres de ambos lados de la frontera sólo tenían frases de alabanza para el caritativo mejicano.
Pete Rice se desvió del camino y lanzó su caballo por la llanura cubierta de artemisa, al final de la cual aparecía la hacienda de Estrada cuyas numerosas edificaciones formaban un hermoso pueblo.
El rico mejicano tenía un ejército de criados. Los peones habitaban atractivas casitas de ladrillo construidas al estilo colonial español.
Al Norte del pueblo se veía una hermosa casa de tres pisos que circundaba.
Alegres balcones de hierro forjado adornaban la fachada de la mansión de Tiburcío Estrada, construida tres generaciones antes.
Pete entró en los bien cuidados jardines y dirigióse a la vivienda. Antes de que pudiera desmontar, un peón acudió a ayudarle, saludándole con una versallesca inclinación.
En seguida, cogiendo a Sonny por la brida, lo condujo al corral. Tiburcio Estrada estaba ya a la puerta de su morada.
—¡Buenas tardes, señor sheriff! —saludó—. Espero que no vendrá a decirme que alguno de mis peones ha cometido algún atropello en la «Quebrada del Buitre», ¿verdad?
Hablaba un inglés correcto. Mucho más correcto del que empleaban los norteamericanos residentes en el condado.
—Buenas tardes, señor Estrada —replicó Pete Rice—. No, no ha ocurrido nada de eso-el sheriff se interrumpió, no sabiendo cómo comunicar al mejor amigo de Carver la noticia de que éste había sido asesinado.
—¡Por Dios, amigo! Haga usted el favor de pasar —invitó el hacendado. Y estrechando calurosamente la mano del sheriff le hizo entrar en la casa—. —No sabe usted cuánto me alegro de que haya venido a visitarme. Venga, iremos al patio y Félix nos servirá un poco de chocolate.
Estrada guió a Pete a través de un vestíbulo ricamente amueblado. Era un hombre alto, elegante y delgado como cualquiera de sus vaqueros.
Tenía algo más de cuarenta años. Su cabello era de negrura de ala de cuervo.
—Perdone un momento, señor Estrada —dijo Pete—. Creo que no hago bien en ocultarle las noticias que traigo para usted. He venido a traerle un mensaje muy triste. Su amigo John Carver... ha emprendido el largo viaje...
El aristócrata mejicano se detuvo como herido por un rayo.
—¡Que John Carver ha muerto! —exclamó. Luego, señalando un ídolo de piedra que adornaba una mesita, continuó—: Hace algunos años, cuando John Carver visitó por primera vez esta comarca, encontramos juntos ese idolillo. John estaba alegre como un niño con un juguete nuevo. Se trata de la imagen de Itzamma, uno de los dioses mayas.
El mejicano movió tristemente la cabeza.
—¡No sabe usted cuánto me afecta la noticia que me ha dado! Pero, en fin, creo que debo resignarme. John Carver era ya viejo y vivió una vida intensa. La muerte ha sido muy piadosa con él llevándoselo con una envidiable rapidez, pues ni siquiera sabía yo que estuviera enfermo.
Pete Rice carraspeó, aclarándose la garganta y, con voz entrecortada y ronca, explicó:
—¡John Damon Carver ha muerto asesinado!
El rostro de Estrada se convirtió en la estampa de la ira. El mejicano enrojeció intensamente y sus ojos brillaron como carbones encendidos.
—¡Asesinado! —rugió—. ¡Pero si John no tenía ningún enemigo! No se metía en nada. Tampoco tenía dinero. ¿Quién podía desearle daño alguno al pobre John? ¡No, es imposible! Debe de estar usted equivocado, sheriff.
—Reconozco que parece imposible, señor Estrada —replicó Pete Rice—. Sin embargo, lo cierto es que le metieron un balazo por la espalda. Encontré el cadáver entre el Cañón de la Tijera y el río Bonanza. Quería preguntarle si podría echar usted alguna luz que aclarase algo este misterio. ¿Conocía esto?
Pete sacó de un bolsillo las tres llaves de cobre.
Estrada lanzó una exclamación.
—¡Cómo!— Esas deben ser las llaves de que me habló John en su última carta. Me la escribió desde la «Quebrada». Yo entonces estaba en Méjico. Precisamente acabo de llegar de allí.
—¿Explica algo respecto a las llaves? —preguntó Pete—. ¿Tiene a mano la carta?
—No. Como no le concedí importancia, la rompí. John escribía que acababa de encontrar un viejo pergamino que fue pasando de padres a hijos en una familia de peones. Creía que con él lograría descubrir el emplazamiento de una antigua ciudad azteca. ¿Cree usted que puede tener eso alguna relación con el asesinato?
—Seguramente —asintió Pete—. En esa ciudad podría hallarse oculto algún tesoro, ¿no?
—Podría existir e, indudablemente, existe tal tesoro-replicó Estrada. Sin pronunciar más palabras, guió a su invitado a un fresco patio y al criado que acudió ordénole que trajese chocolate.
Con el ceño fruncido, el mejicano escuchó atentamente la explicación del sheriff acerca de la nota y de la caja de hojalata.
—Cyrus Willíams debe de estar esperándonos en su despacho-terminó Pete.
—Williams-repitió el señor Estrada. Era evidente que el hacendado no sentía la menor admiración por el abogado, o bien sospechaba de él, como de cualquier otro, después de la trágica noticia que acababa de comunicarle Pete Rice.
—Indudablemente, eso significa que mí viejo amigo deseaba que yo contemplase el pergamino. Esperemos que sólo seamos cinco los enterados de su existencia —se interrumpió un momento y, al fin, preguntó— ¿Callarán sus comisarios, sheriff?
Por primera vez desde que había entrado en la casa, Pete Rice pareció a punto de ofenderse.
—Mis hombres —replicó— saben cuándo deben callar.
—Perdone, sheriff —se excusó el señor Estrada, inclinándose—.No he querido ofenderle. Pero, volviendo a lo importante, el asesino de mi amigo debe ser detenido. Usted es quien debe hacerlo, sheriff Rice. Deseo decirle que todos mis recursos en hombres y dinero están a su disposición. Asimismo lo están todos mis conocimientos...
Se detuvo bruscamente, con el ceño fruncido. Pete no parecía escucharle con la debida atención.
La aguda mirada del sheriff estaba clavada en una colina cercana a la hacienda, que se divisaba por uno de los ventanales del patio. Un sexto sentido acababa de advertir a Pete que un peligro se cernía sobre ellos.
Un suave vientecillo agitaba la verde alfalfa frente a la casa haciendo el efecto del oleaje de un pequeño mar situado en medio de la roja extensión de tierra.
De pronto, Pete Rice se lanzó sobre su huésped derribándolo al suelo con silla y todo. En el mismo instante una bala silbó sobre los dos hombres y fue a clavarse en una de las estucadas paredes.
Inmediatamente, otras dos balas se alojaron junto a la primera y, apagadas por la distancia y el viento, oyéronse tres débiles detonaciones de rifle.
Varios peones aparecieron en el patio, lanzando exclamaciones en español.
Pete ayudó al mejicano a ponerse en pie y le hizo apartarse de la ventana.
—Siento mucho haberme portado tan bruscamente con usted, señor Estrada —dijo—, pero no tenía más remedio.
—Yo soy quien debe darle las gracias por su oportuna intervención, señor Rice —dijo Estrada. Y volviéndose hacia sus servidores, gritó—: ¡Félix! ¡José! ¡Miguel! ¡Montad a caballo! Hay un asesino en la...
—No haga nada —le interrumpió Pete—. Eso sólo podría tener por resultado que algunos hombres perdieran la vida cayendo en una emboscada. Por ahora dejaremos que ese criminal escape. Hemos de habérnoslas con una legión de asesinos. La muerte de uno no serviría de rada. Lo mejor que podemos hacer ahora es marchar al pueblo para poder llegar allí antes de que anochezca.
Estrada entró en su casa, acompañado de Pete Rice.
—No sé de nadie que pueda tener algún interés en matarme —dijo—. Estoy seguro de que disparaban contra usted, señor Rice. Si lo que se avecina es tan importante como lo hacen prever los acontecimientos, lo indudable es que sea usted la persona a quien tienen interés en quitar de en medio. Nosotros, los ciudadanos cumplidores de la Ley, le debemos a usted mucho, amigo mío.
—No me deben nada —replicó modestamente Pete Rice—. Preparémonos para marchar hacia la «Quebrada del Buitre.