CAPÍTULO XX
EL IDOLO ARDIENTE
EL enorme ídolo metálico que durante siglos permaneció frío en aquella plaza de la Ciudad del Sol, cobró de nuevo vida con las llamas que acariciaban su interior.
La leña que guardara infinidad de años en sus entrañas, dispuesta para un sacrificio que no llegó a realizarse, ardió como yesca cuando Durkey le prendió fuego.
Hicks «Miserias», miró horrorizado al espantoso ídolo. Estaba al pie de la escalera que conducía a la boca del dios, rodeado por Kildare, Regan, Durkey, Estrada y demás pistoleros.
Después de lanzar a Teeny al pozo de las serpientes, llevaron a «Miserias» allí y en cuanto recobró el sentido, le anunciaron la muerte que le esperaba.
—Supongo que querrás reunirte con tus compañeros, ¿verdad? —preguntó burlón Kildare—. Pues vamos a hacer que vayas con ellos de una manera muy agradable. ¿Verdad que nunca pensaste que alguna vez te convertirías en sacrificio humano?
La ferocidad de Kildare en su constante lucha por la vida, había ido en aumento con los años. En Africa, China, en los mares del Sur, en la India, en todos los sitios donde había estado, se impuso a los nativos, por su ferocidad.
Los aztecas no fueron jamás tan crueles como aquel hombre.
«Miserias» comprendió lo que le esperaba y viendo que no tenía salvación, trató por lo menos, de castigar a aquel ser inhumano.
De un salto, pues, cayó sobre Kildare y le arrancó el revólver que llevaba en la funda. Pero antes de que tuviera tiempo de disparar, los bandidos se precipitaron sobre él.
Siguió un momento de terrible confusión. De pronto sonó un disparo y uno de los mestizos cayó al suelo con la cabeza destrozada de un balazo. Pero «Miserias» no pudo volver a disparar. Cuando trataba de levantar otra vez el percusor del Colt, un culatazo dado por Regan con toda su fuerza le hizo caer al suelo sin conocimiento.
—Buena faena, Regan —dijo el soldado de fortuna, sin prestar ninguna atención al mestizo muerto en la lucha. Para él, aquel hombre sólo significaba una paga menos al final de la aventura.
—Ahora subid a ese a la cabeza del ídolo —continuó, señalando a Hicks—. Tan pronto como esté dentro, cerrad la boca para que se tueste bien. Daos prisa, pues si tardáis mucho no podréis entrar.
Durkey y tres mestizos se apresuraron a cumplir la orden. «Miserias» fue introducido en el interior de la cabeza del ídolo en la cual reinaba ya un calor bastante grande.
Después de dejar al inconsciente comisario tendido en el metálico suelo, los bandidos cerraron la boca del ídolo y corrieron a reunirse con Kildare y los demás.
El calor hizo volver pronto en sí a «Miserias». De momento no pudo comprender lo que ocurría.
Después, poco a poco, fue recordando los acontecimientos y tuvo que contenerse para no lanzar un grito de horror.
Se puso en pie y corrió a la boca del ídolo. Trató de abrirla, pero fue en vano. No podía escapar. Moriría allí en medio de los más terribles suplicios.
El calor se fue haciendo más fuerte y en algunos lugares el metal empezaba a tomar ya un color rojo vivo.
Fuera, los bandidos saludaban la agonía del odiado representante de la Ley con tiros y gritos de júbilo. «Miserias» creyó que la cabeza iba a estallarle y mordióse, hasta hacerse sangre, los puños.
De pronto le pareció oír el grito de un búho. Debía de ser una alucinación.
Pero el grito volvió a sonar; esta vez más cerca, seguido de un ruido metálico en el suelo. <Miserias> miró hacia el lugar donde había sonado y con profundo asombro, vio que se abría un agujero en el suelo por donde salía una voz que gritaba:
—¡Salta por aquí, «Miserias», ¡Pronto!
Y «Miserias», sin tratar de explicarse lo que era inexplicable, obedeció la orden, yendo a caer en brazos de Pete Ríce.
Tres hombres muy alegres estaban reunidos en la habitación subterránea que servía de pedestal al ídolo. Era la misma habitación donde Pete Rice estuvo a punto de romperse la cabeza contra la compuerta de hierro.
De momento, el incidente le irritó, pero gracias a él, Hicks «Miserias» pudo ser salvado. Al oír a Kildare expresar sus intenciones respecto al comisario, Pete comprendió que la salvación de éste sería más sencilla que la de Teeny Butler.
Y a toda prisa corrió por el intrincado dédalo de pasadizos, hasta llegar al del incidente, seguido de Butler, que no podía explicarse lo que le ocurría a su jefe.
Una vez en la cámara subterránea, Pete cerró la trampa, para impedir que los bandidos la descubrieran al meter a «Miserias» en el horno, y aguardó pacientemente los acontecimientos.
Oyó los disparos y por un momento temió que su comisario hubiese recibido una muerte más rápida. Por eso lanzó un suspiro de alivio al oír que <Miserias> era colocado en el ardiente ídolo. Después de dejar pasar un tiempo prudencial, cuando supuso que los bandidos estaban ya fuera, llamó al comisario con la señal acostumbrada y en seguida abrió la trampa.
—¡Diablos! —exclamó «Miserias»—. Me he visto tan cerca de la muerte, que, en adelante, todo cuanto me ocurra me parecerá cosa de niños. Tengo la impresión de ser un resucitado. Estoy casi por abrazar a uno de esos esqueletos y llamarle camarada.
—Te aseguro que me enternece volver a ver esa carota tuya, <Miserias» —dijo Butler—. Después de ésta, creo que mi mayor alegría será cuando pueda hacer unas cuantas caricias al señor Kildare.
—Yo también tengo ganar de darle su merecido —gruñó Hicks «Miserias».
Interrumpióse un momento y en seguida continuó—: ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Buscar revólveres —replicó Peter—. Esto es lo más importante, y, además, de urgente necesidad. Nuestra posición subterránea nos facilitará la tarea, pues podremos seguir a los bandidos guiándonos por sus voces. En cuanto notemos que alguno se desvía, salimos fuera y nos apoderamos de él. O si no, será mejor que me encargue yo de hacerme con las armas necesarias.
—¡Protesto! —gritó «Miserias»—. Quiero ser yo quien se las entienda con ese Kildare. ¿No me destinaba a mí el peor de los suplicios?
—No voy a buscar a Kildare, sino a cualquier mestizo que lleve un par de revólveres encima —replicó Pete.
«Miserias» no trató de insistir. Sabía que cuando Pete Rice tomaba una decisión era inútil tratar de disuadirle de ella.
La oportunidad que deseaba Pete, no se presentó hasta transcurridas dos horas del salvamento del barberillo comisario.
Al llegar a uno de los pozos de serpientes, oyeron en el exterior unos ronquidos formidables. Indudablemente alguno de los bandidos se había echado a dormir en plena calle, rendido por las fatigas del día.
El sheriff cogió su lazo y, a pesar de las protestas de sus compañeros, se aproximó al pozo y lanzó el nudo corredizo a un pilar de piedra que se levantaba al borde de él.
Las serpientes, al notar la presencia de los hombres, empezaron a lanzar furiosos silbidos.
Despidiéndose de «Miserias» y de Teeny y después de asegurarse de la solidez del pilar, Pete emprendió la ascensión, mientras a sus pies los reptiles silbaban encolerizados, produciendo un ruido semejante al choque de planchas de madera.
Cautamente, Pete asomó la cabeza por el borde del pozo que daba a una plaza. Poco después descubría al durmiente que, tendido en el quicio de una puerta, respiraba acompasadamente.
Era uno de los mestizos. En cuanto se convenció de que nadie más rondaba por las cercanías, el sheriff salió del pozo, y, muy despacio, acercóse al mestizo.
Lo examinó atentamente y con gran disgusto vio que el hombre no llevaba ni armas ni canana. Sin duda, Kildare no se fiaba de sus hombres y cuando no necesitaban las armas para su defensa, se las quitaba.
Comprendiendo que nada le quedaba por hacer allí, y temiendo que si permanecía más rato el mestizo se despertase y diera la voz de alarma, Pete retrocedió hacia el pozo, pero al llegar junto a él, tropezó con una piedra y la hizo caer sobre las serpientes, que prorrumpieron en un concierto de silbidos que dieron por resultado que el dormido mestizo se despertara.
El hombre se puso en pie lanzando unas cuantas maldiciones en español. Al ver a Pete Rice, llevó la mano derecha a la faja y empuñó un enorme facón.
El sheriff comprendió que no tenía tiempo de regresar junto a sus compañeros y además sería inútil, pues su presencia ya estaba descubierta.
Por lo cual lanzóse sobre el mestizo y esquivando la puñalada de éste, le pegó un fuerte puñetazo.
El rufián no cayó, pero sí soltó el facón, que fue a caer lejos de él. Viendo que no podría recogerlo, gritó con toda su fuerza:
—¡Socorro! ¡Soco...!
El segundo grito fue ahogado por un nuevo puñetazo, pero el daño ya estaba hecho.