CAPÍTULO XII

CAMINO DEL SUPLICIO

PETE Rice y sus comisarios iban a una velocidad asombrosa. Sus tres caballos eran animales escogidos para desarrollar grandes velocidades.

Hasta el bayo de Teeny podía llevar al gigantesco comisario a una velocidad increíble.

Los anímales descansaron cumplidamente en la misión, donde recibieron un pienso extraordinario por lo cual su galope no sufrió variación alguna y Pete empezó a tener esperanzas de alcanzar al cabo Aguilar.

A juzgar por las monturas de los demás rebeldes, la de Aguilar debería de ser un jamelgo incapaz de competir con los caballos del trío de la «Quebrada del Buitre».

Pete y sus comisarios galopaban montaña arriba con la misma rapidez que si lo hubieran hecho montaña abajo. Sonny iba en primer lugar, e inmediatamente después seguían los caballos de Teeny Butler e Hicks «Miserias».

Torrentes y arroyos eran cruzados de un salto. El terreno que atravesaban los tres jinetes estaba cubierto de pinos, cedros y robles.

Ni una sola vez perdió Pete la pista del cabo. El sheriff de la «Quebrada del Buitre» tenía la vista de un halcón y la habilidad de un comanche para seguir pistas.

En realidad avanzaban con mucha más rapidez que el mejicano, pues éste, desconocedor del terreno, tenía que orientarse constantemente, como lo indicaban con toda claridad las huellas.

Indudablemente el cabo Aguilar caería en sus manos.

Esta suposición adquirió mayores visos de verosimilitud cuando al descender a un valle, los tres jinetes vieron, dirigiéndose hacia la otra montaña, un jinete que espoleaba ferozmente a su caballo.

—¡Ahí está nuestro hombre, muchachos! —exclamó Pete.

Sonny pareció comprender lo que deseaba de él. El alazán emprendió un galope que los demás caballos se vieron con dificultades para igualar, y, rápidamente, fueron ganando terreno sobre el fugitivo.

—El caballo del fugitivo va cojo-chilló Pete, para hacerse oír de sus comisarios, pues el galopar de los cascos en tierra, el choque de los revólveres y los gemidos del cuero de la silla y de las chaparreras, apagaban la voz.

—La culpa es de Aguilar —aulló Teeny—. Le está espoleando cruelmente. Así no se consigue nada de los caballos, sólo destrozarles los ijares e impedir que puedan dar de sí todo lo posible.

—Ese animal debe de tener una «miseria» enorme en los ijares —tronó «Miserias»—. No cabe duda de que cogeremos al rebelde ese.

Los tres camaradas habían recorrido las tres cuartas partes del valle cuando el cabo empezaba a ascender la montaña. A los primeros pasos, el caballo se desplomó, incapaz de ascender la cuesta. El insurrecto obligó al animal a levantarse, pero Pete sabía que el caballo aquel ya no daría nada más de sí...

Rápidamente el sheriff y sus hombres iban ganando terreno sobre el fugitivo.

Este se volvió hacia ellos y desenfundando su Colt disparó sobre sus perseguidores.

Pete Rice masculló una maldición. La bala fue a parar a gran distancia de los tres jinetes. El rebelde era un mal tirador, pero Pistol Pete Rice comprendía que aquel disparo podía ser también una señal.

El fugitivo debía de estar cerca del cuartel general de los insurrectos y el tronar de un revólver podía hacer acudir en su ayuda a sus compañeros de armas.

—¡Abrid bien los ojos, muchachos! —recomendó Pete—. Estad dispuestos a sacar a relucir los revólveres. No disparéis sobre ese joven. Al fin y al cabo hace lo que considera su deber.

Pete se dio cuenta de que él y sus comisarios corrían un grave riesgo. Pero no podía hacerse otra cosa. Mientras anduvieran buscando la Ciudad del Sol no podrían impedir que una numerosa banda de hombres les persiguiese con las peores intenciones.

El mejicano, después de abandonar su caballo, se perdió de vista al otro lado de la colina. Cuando el sheriff y los suyos llegaron allí no pudieron ya verle.

Las huellas de sus pies quedaban muy espaciadas, claro indicio de que huía a toda velocidad.

De nuevo Pete frunció el entrecejo. Aguilar no podía ser tan estúpido, que creyera poder escapar a pie de la persecución de tres hombres montados.

Además, podía haber encontrado infinidad de sitios para esconderse y, sin embargo, seguía corriendo ¿Por qué? Pete creía conocer la respuesta.

Seguramente el fugitivo estaba cerca del campamento de los suyos.

Al escalar la siguiente colina, Pete descubrió al joven a un centenar de metros delante de él. Iba corriendo a toda velocidad.

El sheriff rozó ligeramente con las espuelas los flancos de Sonny y el noble bruto partió a todo galope. La distancia entre perseguido y perseguidores disminuyó rápidamente.

Pete cogió el lazo que llevaba en su silla y haciéndolo girar sobre su cabeza lo lanzó a distancia. La cuerda, semejante a una larga culebra, partió en dirección al fugitivo cayendo sobre él, aprisionándole los brazos contra el cuerpo.

Pero en el momento en que Pete tiraba hacia sí del lazo, una nubecilla de humo surgió tras un matorral cercano y una bala silbó a poca distancia de la cabeza del sheriff.

¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! Tres nuevos disparos sonaron en la cumbre de la colina.

Pete detuvo a Sonny. De una ojeada se hizo cargo de la situación. Por la colina bajaban corriendo infinidad de mejicanos, cuyas cabezas iban cubiertas con sus típicos sombreros.

E1 sol se reflejaba en los cañones de los fusiles y revólveres. El sheriff comprendió en seguida que siendo ellos tan pocos, y tantos los enemigos, era una locura intentar la menor lucha, que sólo podría causarles perjuicios.

Los caballos podían aún dar de sí otra carrera y la movilidad de los blancos impediría a los mejicanos disparar con posibilidad de éxito.

—¡Media vuelta, muchachos! —gritó Pete—. ¡No disparéis! Pasad delante. Yo os guardaré las espaldas.

Tenía en la mano su Colt del 45, pero no disparaba. Los mejicanos avanzaban refugiándose tras los troncos de los árboles. Tampoco disparaban.

Únicamente habíanse oído cuatro detonaciones y de ellas, sólo una pareció provenir de un arma dirigida al cuerpo de Pete.

Quizá el general quisiera apoderarse de los tres norteamericanos vivos. En tal caso, las probabilidades de escapar eran mayores.

El sheriff hizo dar media vuelta a Sonny y emprendió la huida. De pronto sintió erizársele los cabellos, y el corazón le latió desenfrenadamente.

El caballo de «Miserias» aparecía sin jinete. El barbero comisario estaba tendido en el suelo con un pie todavía cogido al estribo.

Su inteligente caballo, comprendiendo que algo anormal ocurría, permaneció inmóvil.

La cabeza del pequeño comisario aparecía bañada en sangre. Aquello hacía presumir que había llegado al final de las aventuras del barberillo.

Pete Rice saltó a tierra como un rayo. Ya no pensaba en los soldados que le perseguían; ni siquiera pensó en él.

No se atrevía a acercarse a su compañero por temor a encontrarle muerto.

Teeny Butler habíase apeado también. Los mejicanos, abandonando ya el refugio de los árboles, corrían a cuerpo descubierto hacia los tres hombres.

Pero ni Pete ni Teeny se daban cuenta de su proximidad, mientras se inclinaban sobre su amigo. El sheriff cogió la muñeca de «Miserias».

El temor se le alejó del rostro y los ojos brillaron alegres. El pulso de Hicks latía normalmente. La bala no había hecho más que rozarle la cabeza.

El cuero cabelludo presentaba un largo desgarrón, pero la herida, desde luego, no era mortal.

En aquel momento diez u once hombres cayeron sobre Pete Rice.

Este se deshizo de dos de ellos, mediante otros tantos puñetazos. Los demás vacilaron un momento y el sheriff vislumbró una leve esperanza de poder escapar aún con su herido comisario, ya que era indudable que les querían coger vivos y no volverían a emplearse las armas de fuego.

Teeny Butler también manejaba con gran destreza los puños y un joven que se puso al alcance de ellos fue despedido a gran distancia.

—¡Resístete, compañero! —aulló Pete. No creía ya poder escapar, pues cada vez eran más numerosos los enemigos que le rodeaban. Comprendía que la captura equivaldría a una sentencia de muerte. Uno de sus puños chocó con demoledora fuerza contra el mentón de otro insurrecto.

En el momento en que se disponía a repetir el golpe sobre otro enemigo, oyó que Teeny le gritaba:

—Cuidado, patrón. —Detrás de...

Pete Rice no oyó más; algo muy duro acababa de chocar contra su cabeza.

Por unos segundos notó que aún se mantenía en pie. Como en sueños le pareció que trataba de golpear a unos extraños y borrosos seres humanos, pero, al fin, cayó de bruces.

Cuando recobró el conocimiento se encontró tendido en el sucio suelo de una choza de ladrillo. Hicks «Miserias» había recobrado el sentido.

Un tosco vendaje le rodeaba la cabeza y hasta el sheriff llegó el olor de un fuerte antiséptico. Indudablemente los insurrectos tenían entre ellos a alguien que se tenía por médico.

Hicks «Miserias» apartó la mano con que se había arreglado el vendaje y señalando un rincón de la choza que estaba envuelta en densa sombra, indicio de que la noche estaba a punto de caer, dijo:

—Los mejicanos tumbaron también a Teeny. Bonito sitio éste, ¿verdad, patrón?

Pete miró a su alrededor. La choza era de la peor especie. Dos agujeros en la pared hacían las veces de ventanas. La entrada carecía de puerta.

Notábanse diversos olores a excrementos de animales, claro indicio de que hacía mucho tiempo que aquello había dejado de ser un lugar habitado por personas.

Pasando frente a las ventanas, Pete vio varios hombres vestidos con uniforme color caqui, armados de fusiles Máuser.

Aquel lugar, supuso Pete, debió de ser una ciudad minera y al agotarse el mineral se convirtió en ciudad fantasma.

En aquel momento servía de alojamiento a los rebeldes. Sin duda era el cuartel general de Alvarez. El sheriff se imaginó que estaba muy cerca de la frontera, pero no podía decir en qué parte.

Por la puerta pudo ver algunas montañas cuyo color le indicó que se encontraba en la sierra de Baja, pero esta sierra se extiende hasta Méjico.

Indudablemente los insurrectos evitaron el encuentro con los guardias de la frontera, siguiendo atajos y veredas sólo por ellos conocidos.

En el rincón donde estaba tendido Teeny oyóse un gruñido y el enorme comisario se sentó en el suelo. Apretándose con las manos la cabeza, preguntó:

—¿Qué me ha pasado en la cabeza, patrón? ¡Pardiez cómo me duele! ¡Ah, ya sé! Alguno de esos mejicanos me pegó un culatazo. Bueno, algún día se lo devolveré.

Pete sonrió. Era imposible permanecer serio con un par de hombres como Teeny Butler e Hicks <Miserias>.

—Pues a mí también me hicieron la raya con la culata de un revólver-explicó a su vez.

Era indudable que Hicks <Miserias> no se encontraba mejor. Frotándose la nuca, exclamó:

—Será mejor que procures conservarla sobre los hombros —replicó, sonriendo, Pete—. Si queremos salir de aquí necesitaremos emplear bien la cabeza.

Volvióse hacia la puerta y exclamó:

—¡Vaya, vaya! Parece que aquí tenemos a nuestro perseguido, ¿no?

El recién llegado era el cabo Aguilar, el joven mejicano a quien persiguieran tan encarnizadamente. Cuadrándose ante los prisioneros, empezó en español:

—Vengo con una orden de mi general, pero antes quiero decirles, amigos, que fueron ustedes muy locos al perseguirme a mí, el teniente Mariano Aguilar. Como pueden ver por mis estrellas, ya no soy cabo del ejército libertador. Su persecución dio por resultado su captura y por ello el general Alvarez me ha nombrado teniente. Vengan conmigo, gringos.

Pete se echó a reír. Aquel jovencito acababa de conseguir un ascenso en un ejército donde los grados valían tanto como la vida de los hombres que lo componían.

—Podría escribir tu historia en una sola línea, hijo mío —dijo en español—. Peón, Cabo, Teniente, Cadáver. Será mejor que dejes este ejército y vuelvas a casa con tu madre. Te aseguro que es un buen consejo.

—¡Macanas! —replicó, ofendido, el joven—. Al hablar de cadáveres habla usted bien. En seguidita les llevaremos a que les baleen frente a un muro.

Desenfundó una excelente pistola automática de construcción española y apuntando a los prisioneros, ordenó:

—¡Andando, amigos! ¡Andando, si no quieren que les perjudique!

Y como parecía muy dispuesto a «perjudicar» a cualquiera de los tres camaradas, éstos se pusieron en pie, mientras el mejicano continuaba:

—Vamos a ver, amigos, cómo se tienen ustedes frente a los fusiles.