CAPÍTULO II

DISTURBIOS EN LA "QUEBRADA DEL BUITRE"

UN hombrecillo rechoncho caminaba por la entarimada acera que bordeaba la calle principal de la «Quebrada del Buitre».

De cuando en cuando dirigía una medrosa mirada hacia atrás, y el cigarrillo que llevaba en la boca temblaba convulsivamente.

Era indudable que el hombre sentíase amenazado por algún peligro.

Desde la barbería de Hicks, dos hombres le observaban atentamente por la abierta puerta. Estos dos hombres, los comisarios de Pistol Pete Rice, tenían por misión observar a todas las personas sospechosas que circulaban por las calles de la <Quebrada>.

Uno de ellos era Teeny Butler, el otro, Hicks «Miserias», propietario de la barbería.

—Ese hombre está asustado por algo— dijo Teeny, con acento marcadamente tejano.

—Por esta vez no te equivocas —asintió el comisario-barbero—. Es el señor Durkey. Debe de temer que alguien le emplome el estómago.

«Miserias» salió a la puerta de su establecimiento y observó atentamente la calle. A cierta distancia se veía otro hombre, que andaba apresuradamente.

Tendría alrededor de un metro ochenta de estatura, los hombros eran anchos, revelando una fuerte complexión, y el rostro mostraba evidentes huellas de una vida en estrecho contacto con los elementos.

Este hombre era, al parecer, el causante del pánico del hombrecillo.

—¡Carape! Durkey viene aquí-anunció «Miserias».

Y así era. Inesperadamente había variado de camino y, a toda prisa, entró en la barbería del comisario.

—¿Qué tal, señor Durkey? —le saludó Hicks—. ¿Qué será? ¿Cabello? ¿Afeitar? Tengo unos cuantos tónicos nuevos para el cabello, y son capaces de hacer salir pelos hasta en una bola de billar.

Pero el llamado Durkey no estaba para charlas. Con pasos recelosos, como un coyote, se dirigió hacia uno de los sillones y se sentó en él.

Estaba mortalmente pálido al decir, contestando a la pregunta del barbero:

—Sí, claro, aféiteme. ¡Pronto! ¡Corra, écheme una toalla por encima! ¡Dese prisa, haga el favor!

—¿Ha estado en la taberna?...—empezó Hícks, dispuesto, como de costumbre, a entablar conversación con su cliente. Pero éste no estaba para perder el tiempo y se apresuró a interrumpirle:

—Sí, sí. Oiga, ¿sabe dar masaje? ¿No? Bueno, es igual, pruebe conmigo écheme una toalla por la cara.

—En seguida, no se preocupe-replicó «Miserias», y dirigiendo una significativa mirada a Teeny, hizo como que iba a buscar una toalla, pero, en realidad, lo que hizo fue acercarse a la puerta y dirigir una mirada a la calle.

El hombretón causante del espanto del señor Durkey acababa de entrar en «El Descanso del Vaquero», la taberna más importante de la «Quebrada del Buitre».

Indudablemente, supuso «Miserias», el hombre, o había perdido la pista de Durkey, o se disponía a esperar que saliese de la barbería, pues en la parte trasera del establecimiento estaba la oficina del sheriff, y nadie se hubiera atrevido a armar allí un alboroto.

«Miserias» regresó al lado de su cliente y se puso a enjabonarle el pálido rostro. Deseaba entablar conversación con él, e hizo todo lo posible por conseguirlo.

Pistol Pete Rice le había dicho que deseaba adquirir cuantos informes fueran posibles acerca de aquel hombrecillo, llegado del Este una semana antes.

Hicks, en sus pesquisas de los días anteriores, se enteró de que Durkey vivía en una casa de adobe, que en un tiempo fue morada de un monedero falso.

Era indudable que aquel hombrecillo, de cara ratonil, no visitaba la «Quebrada del Buitre» para disfrutar del clima y del paisaje.

La manera que tenía de hablar por la comisura del labio convenció a Pete Rice de que era un «pájaro de cuenta».

Sin embargo, no pudo encontrar su fotografía entre las muchas que componían su archivo de «Reclamados por la Justicia».

«Miserias» empezó a suavizar la navaja. El ruido hizo estremecer a Durkey.

Con un ademán cogió el brazo del barbero, y pidió:

—No haga eso, amigo, que me pone los nervios de punta.

El barbero comisario movió la cabeza, diciendo:

—Veo que se le ha metido una «miseria» en el cuerpo. Precisamente ahí tengo una medicina hecha por una india, que le sentará a maravilla. Le hará dormir toda la noche. Le dará un sueño tan profundo como si hubiese detenido con la barbilla un puñetazo de Teeny Butler.

—¿Qué pasa? —preguntó en aquel momento Teeny, quien, sentado en una desvencijada silla, estaba enfrascado en la lectura del Trailler de la «Quebrada del Buitre». Al dejar el periódico a un lado, el crujido del papel hizo dar un bote en el sillón al señor Durkey.

—¡Por favor! —gimió—. Que mis nervios no pueden resistir más. He visto hoy algo que me ha puesto fuera de mí, y no puedo oír ningún ruido sin sentirme a punto de estallar. ¡Deje tranquilo ese periódico!

Teeny lanzó una carcajada y, excusándose, dijo:

—Perdone, amigo, siento haberle atacado los nervios.

El comisario podía haberse permitido el lujo de mostrarse descortés, pues su formidable musculatura le hacía temible en una lucha cuerpo a cuerpo.

De un leve manotazo hubiera podido enviar al forastero a morder el polvo de la calle. Pero, en su calidad de comisario, Teeny Butler debía ser, y era, cortés.

—Me tiene sin cuidado que lo sienta o no —gruñó Durkey—. ¡Sólo le digo que no vuelva a hacerlo!

—¡Bien, amigo! —replicó, sumiso, Teeny, guiñando un ojo a «Miserias».

Después, su mano derecha se deslizó hacia atrás y de bajo de la silla sacó un largo látigo, que en manos del comisario era una arma terrible.

Tenía un mango corto y el cuero que formaba el látigo era de una desmesurada largura. Con él, Teeny era capaz de hacer caer la ceniza de un cigarrillo sin tocar la cara del fumador.

Más de una vez el comisario se había valido de él para desarmar a algún proscrito que trataba de tomarle por blanco su revólver.

—De manera que sus nervios no funcionaban bien, ¿eh, forastero? —preguntó a Durkey—. ¿Le molesta el crujido del papel de un periódico? Eso no está bien, no debía molestarle un ruidillo tan insignificante. Veamos, ¿qué le parece éste?

El comisario dio al aire un fuerte latigazo, que produjo un estampido semejante al disparo de una arma de fuego.

¡Craaac!

El salto que pegó Durkey le hizo llegar casi al techo.

—¡Déjese de juegos, amigo! —pidió—. Prefiero que haga crujir el periódico.

—Como guste, forastero —replicó Butler, con la misma humildad que antes—. Quería terminar de leer las hazañas de ese Vicente Garza, el rebelde que quiere derribar al gobierno mejicano. Parece que ese hombre está a punto de ser derrotado.

El hombrecillo prestó atención a las palabras del comisario.

—¿Dice eso el periódico? —preguntó.

—Sí. Parece que ese Garza ha reunido un ejército tan numeroso, que no encuentra comida suficiente para alimentarlo. Necesita un millón de pesos para continuar la campaña y por más que hace, no puede conseguirlos robando en los pueblos. Parece que tendrá que dejar de hacer revoluciones y dedicarse otra vez al robo del ganado.

Hicks «Miserias» empezó a afeitar a su cliente. El rapabarbas y comisario estaba dispuesto a hablar del revolucionario Vicente Garza como si le conociese de toda la vida.

El famoso insurrecto hacía varios meses que sembraba el terror por su país natal. Muchos norteamericanos, que habitaban cerca de la frontera, temían que el revolucionario, embriagado por sus triunfos, intentase alguna correría por territorio estadounidense.

—Si hace eso —predijo «Miserias»—, saldrá perdiendo. Pete Rice le hará huir tan lejos que, cuando vuelva, su traje estará ya pasado de moda.

El hombrecillo escuchaba atentamente. No parecía estar ya tan mal de los nervios y hasta consintió en comprar una botella de tónico nervioso, fabricado por la india.

Hicks recibió el remoquete de «Miserias» por los males, «miserias» como él los llamaba, que siempre estaba dispuesto a curar.

Los médicos podían dar tantos nombres raros como quisieran a las enfermedades; para Lawrence Michael Hicks, todas ellas eran «miserias».

Una persona no tenía jaqueca, sino una «miseria» en la cabeza; ni gota, sino otra «miseria» en la pierna.

Al dirigirse el barbero a buscar la botella del tónico, pasó frente a la puerta y, con gran sorpresa, vio parado enfrente, apuntando al sillón con una pistola, al hombre que siguiera a Durkey. Teeny Butler se puso en pie de un salto y, empuñando el látigo, lo hizo restallar, enviando el extremo a enrollarse alrededor de la pistola del asesino, arrancándosela de la mano.

Pero el forastero era un tipo valiente, y, sin asustarse, corrió dentro de la barbería, precipitándose sobre el comisario, dispuesto a descargar un puñetazo sobre él.

Indudablemente se trataba de un ex boxeador, pues, a pesar del movimiento de Teeny, el puño chocó con gran fuerza contra la mandíbula del comisario que, ante el profundo desconcierto del hombre, permaneció impasible.

Nadie había conseguido jamás tender a Teeny; por eso, el asombro de «Miserias» fue enorme cuando el segundo puñetazo del desconocido hizo desplomarse al fornido comisario.

Pero en seguida tuvo el barbero la explicación de lo ocurrido. Aquel hombre se protegía los nudillos con una llave inglesa y, por fuerte que fuese la mandíbula del comisario, no lo era tanto que resistiese el choque del acero.

El desconocido no trató de recuperar su pistola, y, dando media vuelta echó a correr calle abajo, abriéndose paso entre la gente que se había estacionado frente a la barbería.

Un vaquero que se interpuso en su camino, recibió un puñetazo que le tumbó de espaldas, dejándole inmóvil bastante rato.

Un niño fue derribado y sus gritos llenaron la calle.

Todos los curiosos lanzaban gritos de cólera, pero ninguno se decidió a perseguir a un hombre que acababa de tumbar a Teeny Butler, el hombre más fuerte de la «Quebrada del Buítre».

Hicks «Miserias» se precipitó a un estante y empuñó un Colt del 45, pero en seguida comprendió que no podría disparar sin correr el riesgo de herir a algún pacífico ciudadano.

Así, guardando el revólver se dirigió a una percha y descolgó un extraño objeto. Unas boleadoras, regalo de un gaucho que fue a Arizona a domar algunos caballos; aquel particular objeto se componía de tres bolas de metal forradas de cuero, sujetas fuertemente a sendas gascas unidas entre sí.

«Miserias» saltó por encima de su caído compañero y salió a la calle, volteando por encima de la cabeza las boleadoras.

—¡Abrid paso, amigos! —gritó.

El que huía disponíase a torcer por una calle adyacente, cuando las boleadoras salieron disparadas, produciendo un agudo silbido y fueron a enrollarse a los pies del fugitivo, sujetándole fuertemente y haciéndole caer al suelo.

Sin embargo, no estaba herido. La mucha práctica en la lucha le permitió caer en la mejor postura, y antes de que Hicks llegase junto a él, logró librarse de las boleadoras y echó de nuevo a correr; pero, por desgracia suya, fue a caer en brazos de un joven alto, delgado, cubierto con un sombrero agujereado por un balazo y con el rostro bastante magullado.

—¡Pete Rice! —gritó alguien.

El pugilista palideció intensamente al oír el nombre del famoso sheriff. Con un esfuerzo trató de liberarse de las manos de Pete Rice.

Dándose cuenta de que aquello era imposible, dirigió un terrible puñetazo a la mandíbula de su aprehensor.

El golpe falló por una fracción de centímetro, al apartar Pete Rice la cabeza, mientras una sonrisa le curvaba los labios. Pero se desvaneció todo vestigio de buen humor y los labios se apretaron fuertemente, hasta formar una línea.

El puño derecho chocó, con la fuerza de una catapulta, contra la mandíbula del fugitivo, y antes de que éste pudiera recobrarse del golpe, el puño izquierdo completó el trabajo.

Pero la mandíbula del pugilista fue capaz de resistir el impacto de los fuertes puños del sheriff, por lo cual, el segundo golpe de éste fue seguido de una fulminante réplica, y una mancha cárdena apareció en la mejilla de Pete Rice.

La gente se arremolinó alrededor de los combatientes, Teeny Butler que, por fin logró volver en sí, acercóse al grupo y, no pudiendo aproximarse a los luchadores, se dirigió a donde estaba el caballo de su jefe.

Cruzado sobre el noble bruto veíase el ensangrentado cuerpo de un viejo.

—¡Pardiez! —exclamó. Inclinóse hacia delante y observó atentamente el rostro del muerto—. ¡Es el viejo Carver! ¡Está muerto! ¡Lo han asesinado!

Pero ni el morboso espectáculo del cadáver fue capaz de arrancar a más de tres personas de la contemplación de la lucha entre Pete Rice y el forastero.

Cuando el sheriff de la «Quebrada del Buitre» empleaba sus puños, los habitantes del pueblo procuraban no perderse lo que para ellos era un verdadero espectáculo.

Una vez más, Pete Rice demostraba sus cualidades de luchador.