CAPÍTULO VIII
CLAY KILDARE
EN una caseta, situada en la montaña, a tres millas de la «Quebrada del Buitre», un hombre estaba estudiando un mapa a la luz de una lámpara de petróleo, mientras fumaba un excelente cigarro.
De cuando en cuando trazaba una línea en el mapa, lo observaba atentamente y, en seguida, se sumía en profundos pensamientos.
Era un hombre atractivo, de unos treinta y cinco años, alto, vigoroso, bien proporcionado. Su rostro era de color de la caoba, el cabello casi rubio y los ojos de un azul claro.
Estos brillaban duramente cuando el hombre salía al porche de la entrada de la vivienda y escuchaba con gran atención.
Cuando regresaba a la mesa y miraba al reloj, su rostro reflejaba la cólera que le embargaba. Faltaban pocos minutos para las once.
—¿Por qué no llegará? —murmuró—. ¡No puede haber salido mal el proyecto!
El desconocido cogió un arrugado periódico y lo extendió sobre la mesa.
Era un ejemplar del «Light», de San Antonio.
El hombre pareció interesarse enormemente por el último intento de Vicente Garza para derribar al gobierno mejicano.
Según el periódico, la campaña de Garza estaba a punto de fracasar a causa de que el revolucionario no podía encontrar los fondos necesarios para el mantenimiento de su enorme ejército.
El desconocido, cuyo retrato aparecía en una de las páginas del periódico, lo arrugó violentamente. Debajo del retrato había habido un suelto que fue recortado y que el hombre, sacándolo de un bolsillo, volvió a leer atentamente en aquel momento.
«CLAY KILDARE ACUDE EN AYUDA DEL GENERAL GARZA»
Así rezaba la cabecera del suelto. A continuación se leía:
<Un antiguo vecino de esta ciudad, soldado de fortuna, se alista a las órdenes del general Garza.
»Nos comunican que Clay Kildare, natural de esta población, y antiguo soldado de fortuna, se ha unido a los «ínsurrectos» mejicanos que acaudilla el general don Vicente Garza.
»Los amigos de Kildare aseguran que ha tomado por lo menos parte en doce guerras y revoluciones y que ha estado al servicio de varios gobiernos como instructor militar.
»La tía de Clay Kildare, la señora de Preston Kildare, se ha negado a confirmar estos rumores al visitarla hoy nuestro redactor.»
Una sonrisa curvó los labios del hombre.
—Cuando me apodere de ese millón de dólares, se va a hablar bastante más de mí— murmuró.
De nuevo dirigió la mirada al reloj, y, levantándose, fue de un sitio a otro con grandes zancadas. De pronto inclinó la cabeza a un lado, escuchó atentamente, y de nuevo salió al porche.
—¿Quién es? —gritó.
Oyóse el golpear de los cascos de un caballo y poco después una voz contestó: —Soy yo.
—¿Lo conseguiste? —preguntó ansiosamente Kildare.
—Claro que lo conseguí, compañero. Ya sabes cómo soy.
El jinete saltó al suelo. Era un hombre muy alto, vestido al estilo mejicano, pero que no hablaba en español.
—Espero que tendrás un poco de ron, ¿verdad, Kildare? —dijo el recién llegado, apeándose y entrando en la caseta.
—Sí, te daré todo el ron que quieras, pero antes entrégame el pergamino, Regan.
Red Hook Regan tiró su ancho sombrero mejicano sobre una silla y con la mirada recorrió la habitación.
—¿Estabas en el pueblo cuando la explosión de la cárcel? —preguntó al mismo tiempo que se dirigía a una alacena donde se veía una botella de ron.
Clay Kildare negó con la cabeza:
—No, creí que era preferible no dejarme ver. Durkey me envió una nota por mediación de uno de mis mejicanos, diciéndome que lo había dispuesto todo. En realidad te esperaba más pronto.
—¡Más pronto! —rugió Regan—. Me hubiera gustado verte allí.Tuve que esperar varias horas escondido en el barrio mejicano, hasta que dejaron de buscarme los pistoleros de Pete Rice. Además, el sheriff dejó vigilantes en todas las carreteras. Un mejicano me llevó por un atajo, pero tuve suerte de que Pete Rice no estuviese en el pueblo, de lo contrario no habría podido salir. Siento un odio a muerte contra ese sheriff, porque hay que reconocer que es peligroso.
—Por lo que me decía Durkey en su nota —dijo Kildare—, no tendremos que preocuparnos más de Pete Rice. Le tiene preparada una carga de dinamita que lo hará papilla. En eso de las explosiones Durkey es un as. Allí en el puente hizo un excelente trabajo. ¡Lástima que estallara un segundo antes de lo que nos hubiese convenido!
—No te preocupes, que esta vez no se salva. ¡El idiota creyó a Durkey cuando fue a pedirle ayuda contra «mí»! Durkey le enviará a él y a sus dichosos comisarios a cien kilómetros de altura. Manejando explosivos, es un hombre de cuidado.
—A Garza le hará mucho servicio —siguió Kildare—. Podrá volar los puentes que convenga si hay que retirarse. Garza deberá nombrarle capitán, si el trabajo de esta noche sale bien. Es de gran interés para la insurrección que a Pete Rice y a sus comisarios se les quite de en medio. El mismo ha dicho que Pete Rice vivo podría significar el fracaso de la revolución.
Kildare miró el reloj. Las saetas marcaban las once menos un minuto.
—Yo también me sentiré más seguro cuando sepa que Pete Rice ya no existe —admitió—. La mayoría de los sheriffs son fáciles de manejar, pero ese Rice es un hueso. Y sus comisarios...
¡Buuum!
La explosión despertó múltiples ecos en las montañas e hizo vibrar los cristales de la ventana.
Red Hook Regan pegó un brinco.
—¡Ya está! ¡El millón es nuestro! Durkey tenía dispuesta la explosión para las once. Son las once y hemos oído ya el estruendo. ¡Bebamos para celebrarlo!
Kildare sonrió fríamente, dirigióse a la alacena y cogió un vaso.
Los dos conspiradores estaban a la mitad de la botella cuando, de pronto, Regan se puso en pie.
—¿Has oído eso? —preguntó—. Son los cascos de un caballo. Debe de ser Durkey.
—Quizá —asintió Kildare—, pero será mejor que te escondas por si es otra persona.
—¡Es él! —exclamó Regan—. Conozco su manera de silbar.
Unos segundos más tarde, Durkey entraba en la habitación.
—¿Habéis oído esa explosión? —preguntó ufanamente—. ¿Qué os parece mi manera de trabajar?
—¿Estás seguro de que Pete Rice ha muerto? —preguntó Regan.
—¿Que si estoy seguro? ¡Vaya pregunta! Cuando salí de allí procuré alejarme lo más posible, pero no tanto que perdiera de vista la casa. La vi volar y con ella a Pete Rice y sus malditos comisarios.
E inmediatamente explicó cómo había escapado de la casa por un pasaje secreto que se abría en la chimenea, apretando un determinado ladrillo.
El pasaje conducía a la casa encantada, detrás de la cual le esperaba un caballo ensillado.
—Ese secreto me lo contó Slick Martin, el falsificador, que fue compañero mío de celda en la penitenciaría donde cumplí condena. Slick era de la «Quebrada del Buitre». Como sabía que nunca saldría de la cárcel, me reveló el secreto. ¡Un secreto que nos ha servido de mucho! ¿Verdad, compañeros?
—Y que quizá a ti te valga el grado de capitán en el ejército de Garza —replicó Kildare—. Regan será comandante. Le he presentado como experto en ametralladoras.
—¡Y no has dicho ninguna mentira! —intervino Durkey—. Regan se «cargó» a tres «polis» con una ametralladora, allá en Brooklyn.
—¡Haz el favor de no hablar de cosas pasadas! —protestó Regan—. Las paredes tienen oídos.
—Es un sistema excelente el hablar lo menos posible —dijo sonriendo Kildare—.
—Estoy convencido de que me seréis útiles vosotros dos, amigos. Yo pondré el cerebro, y no porque vosotros no tengáis la suficiente inteligencia, sino porque carecéis de práctica, pero en cambio podéis poner la fuerza.
Acercóse a la alacena y cogió otro vaso.
—Entre nosotros no deben existir secretos —dijo al volver junto a la mesa—. La victoria de Garza nos tiene sin cuidado... Lo que nos interesa es aprovechar los rebeldes para nuestros propios fines. Tendremos una banda nuestra completamente gratuita.
—¡A propósito! —exclamó Regan—. El otro día, cuando hablaba con...
—¡Alto! —exclamó Kildare—. ¡Nada de nombres! Aquellos que cooperan con nosotros no quieren que se mencionen para nada sus nombres. No olvidéis que si cogen a alguno de nosotros le irá la vida.
—¿Estás seguro de que hay oro en esa ciudad? —preguntó Regan, dirigiéndose a Kildare.
—Completamente. Ya oísteis al viejo Carver, poco antes de morir, cómo en su delirio proclamaba que en la Ciudad del Sol había mucho oro. El vejestorio aquel fue un idiota no queriéndonos decir dónde estaba esa ciudad. Si lo hubiera hecho le habríamos matado más suavemente.
—Pero ahora ya tenemos el mapa —rió Durkey—, Garza tendrá el oro que necesita para adueñarse de todo Méjico y nosotros el suficiente para pasar el resto de la vida lo más agradablemente posible.
Kildare extendió sobre la mesa el mapa azteca y mientras lo observaba, exclamó:
—¡Sí, es el mapa que nos conducirá a la Ciudad del Sol!
—Está muy bien —intervino Regan—. Pero, ¿quién leerá esos garabatos?
—Estrada —replicó Kildare. Llenó los tres vasos y levantando el suyo, exclamó—:— ¡Comandante Regan! ¡Capitán Durkey! ¡Brindemos por la Ciudad del Sol!