CAPÍTULO XIX
EL POZO DE LAS SERPIENTES
CUANDO Hicks «Miserias» y Teeny Butler separáronse de su jefe se dirigieron por una estrecha calle hacia el Oeste yendo a parar al extremo de la plaza. «Miserias» fue a ocultarse en una pequeña construcción de adobe y por una especie de aspillera que había en ella asistió a la lucha entre los pistoleros y los jaguares.
Teeny Butler metióse en otra casa cercana al salón de los festines. Los dos compañeros estaban a una distancia de unos cincuenta metros el uno del otro.
Desde su refugio vieron cómo el jaguar mataba al pistolero y cómo Pete Rice apresaba a Durkey. Luego escucharon la explosión.
Los dos se inquietaron un poco, pero habían aprendido a confiar en su jefe, y, al fin, decidieron que nada malo debía de haberle ocurrido.
«Miserias» pudo comprobar que la lucha con los jaguares costó a los pistoleros un muerto, un herido grave, y otros varios leves. Las fieras no se dejaron matar impunemente.
Desde su refugio asistió al feroz aniquilamiento de los animales heridos, que se realizó en medio de las salvajes carcajadas de los bandidos.
El pequeño comisario estaba deseando que uno de aquellos hombres se acercara lo bastante para podérsele tirar encima y apoderarse de su revólver.
Por último vio que los jaguares heridos se retiraban arrastrándose por el suelo para ir a morir lejos de aquellos seres más salvajes todavía que ellos.
Los bandidos seguían disparando sobre las bestias. Uno de los maltrechos animales pasó cerca de la casa de adobe, «Miserias» le perdió de vista en seguida, por entonces.
Los bandidos empezaron a disparar en aquella dirección. Una bala silbó a pocos centímetros de la cabeza del comisario.
En aquel momento oyó unos suaves pasos a su espalda. Hicks se volvió, encontrándose con la desagradable presencia del jaguar que poco antes había visto desaparecer.
El pobre animal había escogido aquel lugar para morir tranquilamente. Pero aún le quedaba vida suficiente para terminar con la del barberillo comisario.
Lanzándose contra él, le dirigió un zarpazo con una de sus ensangrentadas garras.
El comisario corrió a la puerta. El jaguar se precipitó sobre él no alcanzándole por muy poco.
Sin aguardar la reacción del animal, «Miserias» salió a la calle.
—¡Ahí está el enano! —oyó gritar a alguien—. ¡Matadle!
¡Pam! Una bala silbó sobre la cabeza de «Miserias»: El comisario volvió la cabeza. Era Estrada quien había disparado.
Hicks siguió corriendo, tratando de ganar el recodo de la calle y refugiarse al otro lado.
¡Pam! Pero esta detonación Hicks «Miserias» no llegó a oírla, pues en el preciso momento en que sonaba caía de bruces al suelo.
En aquel mismo instante Teeny apareció inesperadamente en medio de los pistoleros. Había presenciado la caída de su camarada y, sin poderse contener, acudió en su ayuda.
Sus poderosos puños, semejantes a mazas, que la ira hacía más terribles, entraron en acción.
¡Crac! El puño derecho chocó contra la mandíbula de Tiburcio Estrada. El mejicano cayó al suelo sin sentido.
¡Crac! Un izquierdazo casi aplastó el rostro de uno de los mestizos que intentó disparar su revólver.
El hombre cayó de bruces a tierra y quedó allí inmóvil, mientras los combatientes le pisoteaban.
Era imposible usar las armas de fuego en una lucha como aquella, sin exponerse a herir a un compañero. Así lo entendieron los bandidos, los cuales guardaron sus revólveres y trataron de valerse de los puños.
Clay Kildare, comprendiendo que a puñetazos era imposible vencer a aquel gigante, cogió su Colt por el cañón con la esperanza de descargar un culatazo sobre la cabeza de Teeny, pero el fornido comisario, viendo la maniobra a tiempo le pegó tan fuerte golpe en la frente, que el mercenario se tambaleó, soltando su revólver.
Teeny hubiera querido enviarle de otro puñetazo a la región de los sueños, pero el golpe destinado a Kildare lo interceptó un mestizo que se colocó ante él y cayó al suelo. Red Hook Regan intervino a la lucha, dispuesto a terminarla con sus fuertes puños.
Pero sus golpes no parecieron causar ningún efecto en Teeny Butler. Con un gruñido, éste dejó sin sentido a Kildare y volvióse contra Regan.
Los luchadores se descargaron una lluvia de puñetazos que parecían chocar contra roca viva. Pronto, sin embargo, ambos acusaron los efectos del aporreamiento y la sangre empezó a resbalar por una herida que Teeny recibió en una ceja.
Los labios de Regan no sufrieron mejor suerte, pues quedaron partidos de un puñetazo del comisario. A este golpe siguieron otros dos que amorataron los ojos del sucio pugilista.
Al disponerse a convertir la nariz de su enemigo en algo que no la recordase ni siquiera vagamente, Teeny recibió un directo en el estómago que por unos segundos le hizo sentirse completamente vacío.
Pero antes de que Regan pudiera aprovecharse de la ventaja conseguida, el comisario se recobró, y ciego de ira, cayó sobre el pugilista.
Este retrocedió asustado al recibir varios terribles directos, uno de los cuales fue a parar a la nariz del púgil y un chorro de sangre manchó a los dos enemigos.
Por el rabillo del ojo, Butler pudo ver que el mercenario Kildare se ponía lentamente en pie.
Antes de que pudiera recobrarse del todo, un puñetazo de Teeny intentó tirarle al suelo de nuevo.
Pero Kildare no cayó. Sosteniéndose en la pared, se frotó los ojos y luego, inclinándose, recogió su revólver; e inmediatamente lo dejó caer sobre la cabeza de Teeny.
El golpe habría dejado sin sentido a un buey y Butler cayó de bruces. Regan le pegó un salvaje puñetazo.
—Esto para empezar —dijo—. Ahora verás cómo te dejo la cara.
Clay Kildare le contuvo.
—Espera un momento, Regan. Hay un medio mejor. Le tiraremos en uno de esos pozos de serpientes. Así lo oiremos chillar cuando le muerdan. Por poco nos deshace todos nuestros proyectos. Es necesario que nos las pague todas juntas.
—Muy bien —replicó Regan—. Por mucho que le hagas, nunca le harás bastante, para mí. ¡Eh! —la mirada de Regan se acababa de posar en <Miserias>—. Creí que ese gusanejo estaba ya en el otro mundo. Mira cómo se mueve.
El barberillo comisario había lanzado un gemido y se acababa de volver boca arriba. Regan dirigióse hacia él y le pegó un puntapié. —¡Pues está vivo aún! —exclamó.
—No lo estará mucho rato —rió Kildare—. Al mismo tiempo se volvió para interrogar a los pistoleros que persiguieron a Pete Rice.
Durkey y tres mestizos explicaron lo ocurrido.
—Se han terminado ya nuestras preocupaciones —dijo confiadamente Kildare—. Rice ha muerto. Butler va a morir dentro de un momento y a «Miserias» lo despacharemos por medio de una vieja ceremonia azteca. ¡Amigos, el oro es nuestro!
Seguidamente se acercaron a uno de los pozos y atando una cuerda al pecho de Butler, le sentaron al borde de él. El comisario tardó varios minutos en recobrar el conocimiento.
—¿Qué ocurre? —preguntó el comisario—. ¡Dejadme levantar!
—Despacio, despacito —le replicó Clay Kildare. Y volviéndose a los hombres que mantenían inmóvil al comisario, les ordenó: —Bajadle, pero id con cuidado. Si le soltaseis de golpe podría matar dos o tres serpientes. Si sus dientes se han de estropear, mejor será que ocurra al morder la carne de Butler. ¿Habéis oído ese cascabeleo? ¿No os emociona como una melodía?
Del fondo del pozo llegaban una serie de horribles silbidos, vibraciones preludio de la horrible muerte que esperaba al condenado.
Teeny Butler era hombre de gran valor. Pero volver en sí de un golpe para encontrarse a punto de ser lanzado a un pozo lleno de crótalos, era demasiado, hasta para él.
No temía a la muerte. Infinidad de veces la había afrontado y no le asustaba morir a consecuencia de las picaduras de las serpientes.
Lo que le llenaba de horror, era la idea de los momentos que pasaría en vida en medio de los terribles reptiles.
Los forajidos empezaron a descender lentamente al comisario. Teeny, rojo de ira, les increpó con las más variadas maldiciones de su repertorio.
De pronto la cuerda recibió tan violenta sacudida, que los tres hombres que la sostenían estuvieron a punto de caer al pozo.
—¡Ese policía es todo un hombre! —gruñó, admirado, Kildare—. Se da cuenta de que no le queda ninguna esperanza de salvación y, sin embargo, intenta aún arrastrar a alguno de nosotros a la muerte. Me gustaría atraerme ese hombre.Con unos cuantos como él haríamos la revolución en todo el mundo. Pero no, no habría manera de reformarle. Nunca sería un buen bandido.
De pronto el silbido de las serpientes aumentó tanto en intensidad, que los bandoleros callaron sobrecogidos.
El pozo era demasiado hondo para que se pudiera ver lo que en él sucedía, pero el cerebro más obtuso podía imaginárselo.
Alaridos de agonía subieron del fondo. La cuerda se agitó violentamente.
Hasta Clay Kildare se mordió los labios y palideció intensamente al oír a los reptiles y los gritos del desgraciado comisario.
Los lamentos de Teeny cesaron.
La cuerda recibió una violenta sacudida. Kildare movió la cabeza y los mestizos que descendieron al comisario dentro del pozo soltaron la cuerda que se hundió en las tinieblas.
El rostro de Red Hook Regan tenía una mueca de horror mientras un estremecimiento le recorría el cuerpo. Durkey temblaba también.
El único que no demostraba la menor emoción era Tiburcio Estrada.
Por fin Kildare se echó a reír.
—Ya hemos terminado con uno —dijo—. Ahora le toca a «Miserias». Lo que habéis visto no es nada en comparación con lo que veréis. Os voy a enseñar qué clase de gente eran los antiguos aztecas inventando suplicios.
»¿Veis ese ídolo de metal que tiene la boca abierta? Sí, ese de la cabezota es Itzobritl, el dios de la danza. En lugar de cerebro la cabeza está llena de leña. Unas cuantas chispas la encenderían al momento. Bueno, pues, meteremos a Hicks dentro de la boca esa y encenderemos la hoguera para ver si consigue bailar una danza que complazca al dios.
El ídolo al cual se refería Kildare era el mismo visto por Pete Rice y sus compañeros durante su inspección a la ciudad.
El norteamericano tenía razón al explicar el uso de aquella gigantesca cabeza. Las personas destinadas al sacrificio eran colocadas dentro de ella, cerrada la boca del ídolo, se encendía la leña y la cabeza se convertía en horno que abrasaba al infeliz que se hallaba dentro.
Por su crueldad, Kildare era un digno descendiente de aquellos aztecas.
—¿Y serás capaz de asar así a Hicks? preguntó débilmente Durkey.
—¡Ya lo creo que soy capaz! —replicó Kildare—. Voy a terminar con Hicks y con sus «miserias» de una vez para siempre.
Cuando Pete Rice cayó en la piscina, pareció indudable que su carrera había terminado allí. El mismo pensó que no saldría vivo y lo mismo creyeron los mestizos los cuales, como se ha visto, así se lo comunicaron a Kildare.
No podían equivocarse, pues permanecieron junto a la piscina el tiempo suficiente para que el sheriff se hubiera ahogado diez veces.
En el momento en que explicaban a Kildare que el sheriff de la «Quebrada del Buitre» estaba para siempre en el fondo del agua, Pete Rice se hallaba cobijado debajo de un saliente de la piscina y disponíase a salir.
Al hundirse en el agua, el frío de ella le hizo recobrar el sentido.
Procurando contener lo más posible la respiración, Pete Rice nadó por debajo del agua hasta llegar a un sitio desde el cual no podía ver la luz del sol. Entonces, próximo ya a perder de nuevo el conocimiento por falta de aire, ascendió hasta la superficie, encontrándose bajo un saliente de forma circular, adornado con profusión de esculturas aztecas.
La piscina, propiamente dicha, terminaba a medio metro de aquel saliente y el agua sobrante resbalaba por un plano inclinado de unos dos metros de anchura que bordeaba toda la piscina.
Encima de este plano, a modo de techo, quedaba parte del suelo de la plaza.
Pete se subió allí y descansó durante varios minutos.
Cuando ya se encontró más fuerte, dirigió una mirada a su alrededor y estuvo a punto de lanzar un grito de alegría.
A su espalda se abría una especie de túnel o acequia subterránea que en aquel momento estaba seca. La luz llegaba allí por algunas grietas del suelo de la plaza.
Pete comprendió en seguida que aquello era una cloaca del mismo tipo que las modernas, pero construida quinientos años antes.
Sin perder un momento, el sheriff se dirigió hacia el pasaje subterráneo. Al pasar junto a una abertura lateral oyó una serie de silbidos.
Entonces, acercándose al agujero, vio que éste daba a uno de los pozos de serpientes que se abrían en la plaza, a varios metros de distancia de la piscina.
Indudablemente, además de cloaca, aquello era el camino de los servidores y esclavos aztecas encargados de alimentar a los animales sagrados y de otros menesteres.
Siguió adelante metiéndose por un laberinto de subterráneos, guiado por las detonaciones de los revólveres, que sonaban en una de las plazas.
El sheriff, confiando en que sus comisarios permanecerían a cubierto, poco a poco iba recobrando las fuerzas.
Se acercaba el desenlace de la aventura aquella. Pete lo preveía, y se alegraba. Por fin sabía ya con quien luchaba.
El hombre de más cuidado de todos era Clay Kildare, el único que tenía inteligencia suficiente para ser un digno enemigo del sheriff.
Los demás eran unos diablos sin pizca de cerebro.
Un estremecimiento de rabia recorrió a Pete Rice al recordar que había visto a Tiburcio Estrada. No cabía el menor error.
Sin embargo, el comportamiento del mejicano era extraño por demás.
Estrada no era ya el altivo y correcto caballero que conocían los habitantes de la <Quebrada del Buitre>. Su aspecto tenía algo anormal, era más bien el de un bandido que el de un caballero.
Lo que más deseaba Pete Rice en el mundo era capturar vivo a Estrada y conducirle a la «Quebrada del Buitre» para juzgarle allí. Seguramente tratarían de linchar al mejicano, pero ya procuraría que tal cosa no ocurriera.
El sheriff se preguntó qué suerte correría la Ciudad del Sol cuando él anunciara su descubrimiento. A ser posible procuraría que ninguna de las obras de arte encerradas en ella fueran a parar a manos codiciosas.
La fortuna que allí se guardaba era propiedad de la Nación y sólo el oro suelto que ningún valor artístico tuviese, se le daría al general Alvarez, cómo premio por la ayuda prestada.
El sheriff metióse por un subterráneo contiguo al que había seguido hasta entonces. La vida era más importante que el oro y su deber hacia la Ley y sus comisarios se anteponía a los pensamientos de las riquezas acumuladas por los fundadores de la ciudad.
Por lo cual decidió llegar hasta donde se encontraban Hicks «Miserias» y Teeny Butler.
La herida del costado le molestaba mucho, a pesar de que la bala no hizo más que rozar la carne. La cabeza aún no la tenía muy firme, pero las piernas le sostenían cada vez con más fuerza.
Por fin se dilo que se hallaba ya en disposición de luchar con cualquiera de aquellos bandidos que se atreviese a hacerle frente.
Siguiendo la dirección del sonido de los disparos, Pete Rice llegó a una amplia sala subterránea, de forma circular que estaba llena de esqueletos.
Después metióse en otro subterráneo. Aquellos pasadizos formaban un verdadero laberinto. Sin embargo, Pete Rice estaba seguro de poder volver sobre sus pasos en caso necesario.
Siguió avanzando. En el pasadizo reinaba una densa oscuridad.
De pronto, al entrar en una habitación, dio con la cabeza contra un objeto muy duro que pendía del techo.
El sheriff desplomóse sin sentido. No supo cuánto rato permaneció así.
Cuando se levantó estaba aún un poco atontado.
Con cuidado trató de descubrir el objeto con que había chocado y cuando se acostumbró a la semi-oscuridad del lugar, vio que era una especie de compuerta de hierro que pendía del techo.
Pete metió la cabeza por el agujero y entonces comprobó que éste se abría en la parte inferior de la cabeza del enorme ídolo. Esto lo comprendió por los edificios que vio por la abierta boca.
Un examen detallado del interior de la estatua le indicó el macabro empleo que de ella hicieron sus constructores.
En aquel momento se dio cuenta de que los disparos habían cesado.
Aquello significaba la muerte de los jaguares. Por lo tanto, los bandidos dirigirían su atención a otras cosas y esas otras cosas serían, sin duda, «Miserias» y Teeny.
Un débil rumor de voces llegó hasta él.
Oyó un grito que, al parecer, sonó por las inmediaciones de la piscina. Sin perder un segundo, el sheriff echó a correr en aquella dirección.
Las voces de los bandidos se hicieron más perceptibles y no le costó gran trabajo llegar hasta el lugar de donde partían, que era uno de los agujeros que comunicaban con los pozos de serpientes.
Ante él, con profundo horror, vio suspendido el cuerpo de Teeny Butler.
Arriba, los bandidos reían brutalmente; abajo, las serpientes silbaban enfurecidas.
Mentalmente se preguntó cómo habían subsistido hasta entonces aquellos crótalos. Indudablemente su alimento lo proporcionaron las ratas que en enorme cantidad pululaban por las cloacas.
Pero no era momento oportuno de pensar en el alimento de unos bichos que amenazaban la vida de su compañero.
Pete acercóse a la abertura, miró hacia arriba, y pudo ver a los mestizos inclinados sobre el pozo.
Ellos no podían verle a él a causa de las tinieblas que reinaban allí, las cuales apenas le permitían ver a Teeny.
Inmediatamente el sheriff echó a su amigo el lazo, apretándole fuertemente la cintura, al mismo tiempo que le decía:
—Grita fuerte cuando tire de la cuerda. Luego sigue gritando y lanzando ayes, después calla como si te hubieran cortado el resuello. Así creerán que las serpientes te han matado.
De momento, Teeny no hizo nada de cuento le decía su jefe. Su asombro fue demasiado grande.
Pero por último, dándose cuenta de lo que ocurría, lanzó un alarido que sorprendió al mismo Pete, alarido que los bandidos interpretaron como grito de desesperación.
Seguidamente dio unos cuantos gritos más y lanzó unos gemidos que interrumpió en la forma aconsejada por Pete.
Teeny Butler estaba salvado de las serpientes de cascabel.
El sheriff y su comisario permanecieron junto al pozo, escuchando las palabras de Kildare respecto a sus proyectos exterminadores.
—¡Diablos! —exclamó Teeny—. ¡Vaya intenciones! En fin, por lo menos, sabemos que «Miserias» está vivo. Creí que lo habían perforado definitivamente. Pero... ¿será verdad eso de que piensan quemarlo vivo?
Pete Rice no replicó, pero la expresión de su rostro indicó claramente cuál era su impresión.