CAPÍTULO XXII

¡ARMAS!

EL mestizo había vuelto en sí y mudo de horror presenció la terrible lucha.

Cuando el sheriff se puso en pie y dirigióse hacia él, el hombre lanzó un grito de miedo, pero, a pesar de intentarlo, no consiguió levantarse y escapar.

Pete, vacilante, se fue hacia él. Al llegar junto al mestizo le cogió por el cuello de la camisa y le zarandeó violentamente.

Era admirable la resistencia del sheriff. Cualquier otro hombre en su lugar, después del castigo recibido, no hubiese podido dar un paso.

—Quiero saber una cosa —dijo al aterrorizado mestizo—. Y te aconsejo por tu bien que me la digas en seguida. ¿Dónde guarda Kildare las armas y municiones?

—No lo sé, señor —gimió el pistolero, acurrucándose medrosamente contra la pared—. No lo sé. Se lo aseguro. El jefe nos quitó los revólveres y los escondió en un sitio secreto.

Pete Rice le obligó a ponerse en pie. Con una mano le apretó contra la pared y levantó la otra, amenazador.

—¡Habla o te deshago! —rugió.

No fingía. Su vida y la de sus comisarios dependía del pronto hallazgo de aquellas armas, estuvieran donde estuvieran. Según la declaración de aquel mestizo, los bandidos iban todos desarmados y sin embargo, en el momento de la lucha con los jaguares, todos llevaban armas. Por lo tanto, era indudable que Kildare las tenía guardadas en algún sitio.

—¿Dónde están las armas que os ha quitado Kildare? —insistió Pete.

El mestizo siguió proclamando su absoluto desconocimiento de ello.

—Le aseguro que no lo sé...

¡Paf!

No fue un golpe muy fuerte, pero el mestizo se tambaleó y lanzó un chillido de miedo. Pete repitió en seguida el golpe con un poco más de fuerza.

—¡Ya se lo diré, ya! —gimió el bandido—. Pero si Kildare se entera de que se lo he dicho, me matará...

—No te preocupes. Kildare no volverá a matar a nadie más en su vida. En cambio, si no me dices en seguida dónde están esas armas, te mataré como un perro.

La luz que brillaba en los ojos del sheriff debió de convencer al forajido, pues con voz temblorosa dijo:

—Están en la segunda casa, a la derecha del ídolo donde quemaron al norteamericano pequeño. Kildare es quien las vigila. Los demás duermen la siesta.

Pete miró con atención al mestizo. Durante muchos años había tratado con aquella clase de gente a lo largo de la frontera y podía decir cuándo mentían y cuándo no.

Era evidente que aquel hombre estaba diciendo la verdad. En sus ojos brillaba el miedo, miedo debido al pensamiento de lo que haría con él Kildare cuando se enterase de su traición.

Sin perder un segundo, el sheriff arrancó la camisa al mestizo y rasgándola le ató las manos a la espalda y después le amordazó.

Luego, quitándole la faja le ató fuertemente los pies.

—¡Si me has engañado —gruñó Pete, volviéndose hacia el pozo—, te desharé la cabeza a puñetazos!

Acercóse al agujero y gritó a sus amigos:

—Quedaos ahí, muchachos. Yo me voy en busca de revólveres y es un trabajo que conviene lo haga uno solo. Si fuéramos todos, nos descubrirían en seguida.

Sin hacer caso de las protestas de sus comisarios, Pete recogió la llave inglesa de Regan y el facón y perdióse por entre las callejuelas de la abandonada ciudad.

Era ya mediada la tarde y soplaba un fresco airecito. Pete aguzó el oído, pero hasta él no llegó más ruido que el del aire.

Después de atravesar varias calles y plazas solitarias, dio vista al ídolo de bronce, a poca distancia del cual se paseaba Kildare.

El fornido norteamericano estaba bañado por el sol poniente y sus rasgos eran claramente visibles.

Refugiado en un portal, el sheriff miró cautamente por si había algún otro bandido, pero no pudo ver a nadie.

Pete esperó durante varios minutos que se presentase una oportunidad de salir de su cobijo para buscar refugio en un portal más próximo a la meta de sus esperanzas.

Kildare no se apartaba más de dos metros de la puerta de una casa cercana al ídolo azteca.

El sheriff empezaba ya a perder la esperanza de conseguir las armas cuando de pronto el bandido miró atentamente a su alrededor, y, después de una corta vacilación, dirigióse hacia la esquina de una calleja, perdiéndose de vista.

Pete lanzó un leve grito de alegría. Aquello era más de lo que había esperado. Podía, por fin, cruzar la plaza y apoderarse de los revólveres y fusiles. Pero no lo hizo en seguida.

Antes quiso asegurarse de que la ausencia de Kildare no era momentánea y esperó unos minutos. Seguro, por último, de que el aventurero se había ausentado por largo rato, salió de su escondrijo y corrió sigilosamente hacia la casa.

Había recorrido ya la mitad de la distancia cuando vio venir al forajido.

Entonces se dio cuenta de que, en su excesiva cautela, había perdido un tiempo precioso.

En cuanto dobló la esquina, el aventurero vio a su enemigo. De momento lanzó un grito de asombro, pues le suponía muerto. Echó mano al revólver y disparó sobre Pete.

La bala pasó silbando junto a una oreja del sheriff, fallando sólo por milímetros. El joven saltó al refugio de una puerta en el momento en que otra bala hendía el aire con siniestro silbido.

Cuatro balas más pasaron a una peligrosa proximidad de Pete.

Terminada la carga de su revólver, Kildare procedió a cargarlo de nuevo.

Pete, aprovechando aquel momento de respiro para guarecerse en un lugar más seguro, abandonó el portal y corrió hacia otro, donde quedaría más resguardado.

Antes de llegar a él, otra bala pasó rozándole la barbilla. Kildare no empleaba, como la mayoría de los vaqueros, un revólver Colt, tipo «Frontiers» que, aparte de ser de simple acción, tienen el cilindro fijo y, por lo tanto, son lentos de cargar, pues la extracción de las cápsulas vacías se hace una a una, por medio de la baqueta de que van provistos. El revólver que empleaba el bandido era el último modelo del 45 de doble acción, cilindro oscilante y extracción por baqueta automática, de las seis cápsulas a la vez. Tres disparos más hizo Kildare, cuyas balas pasaron también muy cerca del joven sheriff.

Y entonces, con dos balas todavía en el cilindro del arma de su enemigo, fue cuando Pete decidió correr el riesgo mayor de su vida.

El mejor tirador puede fallar al primer tiro un blanco en constante movimiento, pero no es fácil que falle tantos tiros como le sucedió a Kildare.

Por lo tanto, era preciso atribuir a la casualidad el hecho de que Pete siguiera con vida. Por eso, al tomar su decisión, el sheriff sabía que tenía todas las posibilidades en contra.

Pero su permanencia en aquel refugio, Kildare no tardaría en cazarle como a una rata, pues se había ido acercando y pronto estaría a pocos metros de él.

—Pete Rice —gritó en aquel momento el forajido—. No te creía ya en este mundo; pero, por muchas vidas que tengas, no tendrás más que balas hay en mi canana...

Antes de que terminara de hablar, el sheriff abandonó su refugio y, en velocísimo zig-zag, corrió a la casa donde suponía se guardaban las armas.

Un tropezón le hizo caer de rodillas en el preciso momento en que Kildare disparaba. Fue una caída providencial, pues la bala pasó silbando a pocos centímetros de la cabeza del joven, a la altura en que una décima de segundo antes estaba su corazón.

Levantándose de un salto, Pete se metió en la casa. Apenas había entrado, una bala se hundió en el quicio de la puerta.

La carga del revólver de Kildare estaba agotada, y ante el valiente Pete se extendía una variada colección de revólveres y cajas de municiones.

Rápidamente cogió dos Colt, y en el momento en que acababa de asegurarse de que estaban cargados, Kildare apareció en la puerta de la casa y disparó sobre Pete Rice.

La bala se hundió en el suelo y el sheriff replicó inmediatamente. Kildare saltó a un lado, refugiándose tras la puerta, desde donde disparó varias veces contra su enemigo.

Pete rió alegremente. La caza había terminado. La lucha era ya igual y a los disparos de Kildare podía contestar con otros disparos.

La lucha siguió sañudamente y, en los breves descansos motivados por la recarga de las armas, Pete recogió un cinturón-canana con dos revólveres en sus fundas y se lo ató a la cintura.

Aquellas armas eran de repuesto, por lo cual quiso asegurarse de que estaban cargadas. Con los dos revólveres que empuñaba mantenía el fuego contra Kildare mientras iba cogiendo las municiones de una caja abierta, que colocó ante él.

¡Ziss! ¡Ziss!

Las balas se hundieron en el suelo ante él, después de rozarle la cabeza. Al volverse a mirar, otra bala le rozó la nariz.

Desde un tejado próximo, y a través de la ventana de la casa, alguien disparaba contra él. La tarde moría ya y no pudo reconocer a su nuevo enemigo.

Otro disparo estuvo a punto de herir a Pete, quien, echándose al suelo, disparó a su vez contra el inesperado atacante.

El sombrero del desconocido voló por el aire y una mancha roja apareció en la morena cabeza del tirador. Al caer hacia delante, Pete descubrió quién era:

¡Acababa de matar a Tiburcio Estrada!

Pete no tuvo de lamentar lo ocurrido. De repente se dio cuenta de que Kildare no disparaba ya. Asomando cautamente la cabeza, tuvo la inmediata explicación. El bandido huía a través de la plaza.

Pete corrió a la puerta, pero el otro estaba ya fuera del alcance del revólver.

Pete no podía creer que huyera por miedo. Indudablemente era otro el motivo; por eso, sin perder momento, el sheriff corrió detrás del fugitivo.

¡Pam! ¡Pam!

Pete volvióse con gran rapidez al oír los disparos y vio que Durkey bajaba por la calle que conducía a la plaza con un revólver en cada mano, disparando frenéticamente.

Una bala rasgó el pantalón de Pete, quien, involuntariamente, cayó al suelo.

Su caída fue acogida con una ruidosa y alegre carcajada de Durkey que, no obstante, siguió disparando.

¡Pam!

Era Pete quien acababa de disparar y la carrera de Durkey se interrumpió.

El gangster soltó uno de los revólveres y llevóse una mano al pecho mientras con la otra trataba de disparar, consiguiéndolo tras algunos esfuerzos.

La proximidad a que se encontraban los dos hombres hacía peligroso que el bandido siguiera disparando y Pete Rice apretó el gatillo de su Colt.

Durkey soltó el otro revólver y, por unos segundos, permaneció trabajosamente en pie, pero, tras inútiles esfuerzos por mantenerse derecho, cayó de bruces al suelo, donde quedó inmóvil.

Entonces el sheriff trató de reemprender la persecución de Kildare, pero en aquel momento aparecieron varios mestizos. No llevaban armas de fuego, pero todos esgrimían sus facones, que, en sus manos, eran armas terribles.

El sheriff de la «Quebrada del Buitre» no mataba cuando podía evitarlo. Su único deseo era entregar a aquellos hombres a las autoridades competentes.

Estas decidirían cuál era su delito y el castigo que merecían. Pete Rice era un sheriff, no un juez ni un verdugo.

Sin embargo, era preciso asustarles para abrirse paso. Los revólveres que empuñaba dispararon repetidas veces sobre los pistoleros. Las balas pasaron por encima de sus cabezas o fueron a hundirse a sus pies.

Dando gritos de terror, los mestizos dieron media vuelta y emprendieron rápida huida. Pete los dejó escapar.

A quien él deseaba coger era a Kildare, y de nuevo echó a correr en la dirección tomada por el fugitivo.

Pero a éste va no se le veía por parte alguna, y por muy experto seguidor de huellas que fuese Pete, no lo era tanto que pudiera leer las impresas en las losas de las calles.

En vano registró callejones y plazas. En ningún sitio halló el menor rastro del aventurero. La noche había caído ya y, tras una hora de inútiles pesquisas, Pete decidió regresar a la casa que servía de almacén a las armas.

Al llegar al extremo de la plaza vio encendida cerca del ídolo una hoguera.

Entonces divisó la silueta de varios hombres tendidos en el suelo. Sin embargo, a aquella distancia, no pudo identificar a ninguno de ellos.