CAPÍTULO XI
¡POR LA LIBERTAD!
EL herido era un hombre joven. Se trataba de un mejicano de aspecto muy atractivo cuyo labio superior lucía un fino bigote.
Olvidando momentáneamente todo, menos su dolor, el joven permaneció en descubierto el tiempo suficiente para que Pete Rice vaciara sobre él la carga entera de su revólver. Pero el sheriff ordenó a sus comisarios:
—¡No disparéis!
Orden completamente innecesaria, porque Teeny Butler y «Miserias» nunca disparaban sobre hombres indefensos.
—Fijaos en el uniforme que lleva —dijo Pete Rice—. Ahora comprendo con quien nos las habemos.
El herido fue arrastrado hasta ponerle a cubierto de las balas por uno de sus compañeros. El tiroteo había amainado y detrás de las rocas oíanse parlamentos en español. Aquel incidente hizo recobrar la sensatez a los atacantes, que comprendieron que se las habían con una oposición muy tenaz.
Pete Rice sabía ya quienes eran los emboscados. El joven herido vestía un uniforme caqui. El brazo del compañero que le ayudó a resguardarse, también llevaba una manga de uniforme.
Aquellos hombres no eran soldados norteamericanos. Tampoco eran soldados del ejército federal mejicano.
Indudablemente pertenecían a las fuerzas rebeldes de Vicente Garza.
—No disparemos hasta que ellos vuelvan a empezar— dijo Pete a sus comisarios.
—Es posible que la mayoría de esos hombres sean excelentes personas.
En aquel momento, el sheriff miró hacia la izquierda. Un militar se dirigía hacia él. En las mangas de su uniforme veíanse los galones de sargento.
En la mano derecha llevaba un revólver y al verse descubierto, se dispuso a disparar sobre los tres hombres.
Pero de nuevo el Colt de Pete Rice entró en acción y un fogonazo se proyectó hacia el mejicano, cuyo revólver salió despedido.
La bala había chocado contra el arma, sin rozar siquiera al hombre.
El sargento quedóse tan asombrado que, momentáneamente pareció no saber qué hacer contemplando, como embobado a los tres guardadores de la Ley.
Pero, como buen hispano americano, el valor era el sentido dominante en él y sin pararse a reflexionar en la terrible puntería de que acababa de hacer gala Pete Rice, con la mano izquierda empuñó el 45 que guardaba en la otra pistolera.
¡Craccc! El largo látigo de Teeny Butler silbó en el aire yendo a enroscarse en el cañón del revólver del mejicano.
Este, ya convencido de la clase de hombres con quienes tenía que habérselas, y, además, completamente desarmado, se puso en pie dispuesto a huir.
¡Zass! Las boleadoras de «Miserias» silbaron también en el aire y fueron a enredarse en las piernas del fugitivo, haciéndole caer de rodillas.
En el momento en que el sargento se disponía a deshacerse de ellas, el lazo de Pete Rice cayó sobre él, y, poco después, le arrastraba hasta donde estaban los tres.
Tras de los árboles los rebeldes volvieron a abrir el fuego. Las balas de plomo se aplastaban contra las rocas de granito que protegían al sheriff y a sus comisarios. Mientras éstos permanecieron tendidos, había muy pocas probabilidades de que recibieran ninguna herida, a pesar de que de vez en cuando, alguna bala se abría paso por las grietas de las rocas.
—¡No os retiréis! ¡Cabo Aguilar, ve a pedir refuerzos al general Alvarez!
Una voz dura y fuerte, sin duda la del cabo Aguilar, contestó respetuosamente a su sargento. Pistol Pete Rice se echó a reír.
El sargento no se figuraba que los hombres que le habían apresado sabían hablar el español.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó «Miserias»—. Me parece que nos hemos metido en un nido de revolucionarios. ¿Qué nos hará tan importantes a los ojos de esos señores?
—No sé —replicó Pete—. Lo cierto es que parecen morirse de ganas de matarnos. Lo único que no creo probable, es que sea gente a las órdenes de Regan y Durkey. Esos nos creen en las nubes.
Después de la orden del sargento, y seguramente, para no herirle, el tiroteo cesó. Los tres representantes de la Ley vigilaban atentamente a sus enemigos para evitar toda sorpresa.
¡Clocloc, Clocloc, Clocloc!
El ruido de los cascos de un caballo al chocar contra el suelo llegó del Sur.
Rápidamente se fueron debilitando hasta apagarse por completo.
Indudablemente el cabo Aguilar iba a avisar al general Alvarez.
—Debemos deshacernos pronto de nuestros sitiadores —dijo Pete a sus dos amigos—. Si Aguilar vuelve con refuerzos nos rodearán en un momento—. En seguida, volviéndose hacia su prisionero, el sheriff preguntó en español— ¿Cómo te llamas?
E1 joven sargento mostró una gran sorpresa al oír hablar en su propio idioma a aquellos extranjeros. Con mucho orgullo contestó:
—Soy el sargento Hernández Orozco. Sirvo a las órdenes del libertador, el general don Vicente Garza. Es una locura tratar de hacerle frente. Es demasiado poderoso. Lucha por la libertad y toda la juventud mejicana le sigue. Es también una locura mantenerme preso, yo algún día seré general también.
Pete sintió cierta admiración por aquel joven. Acostumbrado a tratar con criminales comprendió que el sargento era sólo un patriota equivocado.
Así, con una sonrisa en los labios contestó:
—Puede que alguna vez llegues a general, muchacho, pero no será en el ejército rebelde. Los sargentos de una tropa insurrecta no viven lo suficiente para alcanzar altos cargos. Ahora, hazme el favor de decir quién os ha ordenado que nos matéis.
—Fue el mismo jefe, el general Garza quien ordenó al general Alvarez que os detuviésemos, para impedir, según creo, que os apoderaseis de un gran tesoro.
Pete se volvió hacia sus comisarios y les dijo en inglés:
—Por fin sabemos porqué asesinaron a John Damon Carver. En esa Ciudad del Sol debe de haber una enorme fortuna en oro. La población azteca y la revolución mejicana están íntimamente ligadas. Este asunto se enreda cada vez más. Es necesario que alcancemos a ese hombre que ha ido a avisar a sus compañeros.
A Pete no le gustaba tener que maltratar al prisionero, pero en aquellas circunstancias no podía hacer otra cosa.
Arrancando un pañuelo de hierbas que el joven llevaba en un bolsillo, le amordazó fuertemente. Para lo que intentaba hacer, el menor grito podría ser fatal.
—Voy a salir de aquí arrastrándome —dijo el sheriff a sus camaradas—. Tan pronto como se haya alejado, atraed la atención de los insurrectos disparando. Pero disparad alto, sin herir. Cuando me oigáis lanzar el graznido del búho, retiraos hacia la derecha y disparad por encima de las cabezas de los mejicanos. Debemos meterles el susto en el cuerpo.
—Cuenta con nosotros, patrón-aseguró Hicks «Miserias».
—Yo soy tu hombre-dijo Teeny Butler.
Arrastrándose lentamente, el sheriff abandonó las rocas y se fue ocultando por entre los matorrales, siguiendo el ejemplo que le había dado el sargento mejicano.
Pero era una cosa muy expuesta, pues si alguno de los rebeldes le descubría, sériale muy difícil librarse de las balas. Pero no ocurrió nada y unos minutos más tarde el sheriff estaba fuera del alcance de las armas de los sitiadores.
Con la cautela de un indio, Pete Rice fue bordeando el lugar donde se refugiaban los mejicanos hasta colocarse detrás de ellos, en un sitio desde donde podía verlos sin ser descubierto.
Los soldados eran siete en total. El que había resultado herido estaba sentado en el suelo, curándose la herida del brazo: en su rostro se reflejaba una gran preocupación.
Todos eran jóvenes, demasiado jóvenes para estar metidos en semejante empresa. Sin embargo, sus balas podían matar lo mismo que las de un soldado veterano. Pete se encogió de hombros. Tenía que correr aquel albur.
Empuñó uno de sus revólveres y abrió el fuego contra los soldados, pero, disparando al suelo para que el silbido de los proyectiles les desconcertase.
Gritos de profundo terror contestaron al ataque.
De pronto, el sheriff se mostró a los rebeldes, no sin antes haber escogido un árbol tras el cual refugiarse. Los siete mejicanos abrieron el fuego contra él, después de una momentánea paralización debida al asombro que les produjo la aparición de Pete Rice. El desconcierto duró sólo dos segundos, pero ello fue suficiente para que el sheriff de la <Quebrada del Buitre> pudiera guarnecerse detrás del árbol.
A la sorpresa siguió una exclamación de ira y los hombres se precipitaron hacia Pistol Pete Rice, disparando sus armas.
¡Hu-huuu! ¡Hu-huuu! ¡Hu-huuu!
En el momento en que el sheriff daba la señal convenida con los suyos, una bala silbó a pocos centímetros de su cabeza. Los mejicanos estaban a pocos metros de él.
Presentaban un blanco fácil, pero a Pete Rice le hubiera repugnado matar a aquellos inocentes jóvenes que luchaban por lo que ellos creían la libertad de su patria. La situación del sheriff se hacía desesperada.
Antes de cuarenta segundos, aquellos muchachos habrían alcanzado su refugio y se vería obligado a morir matando, a pesar de su repugnancia en causar el menor daño a aquellos jovenzuelos equivocados.
¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! Varias balas silbaron por encima de las cabezas de los soldados. «Miserias» y Teeny acababan de entrar en acción.
Pete Rice lanzó un suspiro. Humano al fin, los últimos segundos habían sido de prueba. Temió que los mejicanos le alcanzasen antes de que sus comisarios abriesen el fuego.
Pero de tragedia, la situación acababa de convertirse en comedia.
La sorpresa paralizó a los rebeldes. Creyéndose rodeados de enemigos por un momento permanecieron indecisos, vacilación que aprovechó el sheriff para hacer varios disparos al suelo, después, saliendo de su refugio, les gritó en español:
—¡Soltad las armas! —¡Arriba las manos!
Los insurrectos obedecieron de mala gana y mientras Pete Rice les apuntaba con sus revólveres, Teeny y «Miserias» les despojaron de sus armas y cananas.
Inmediatamente fueron conducidos todos junto al maniatado sargento.
Pete Rice hizo un breve discurso a los prisioneros. No trató de hacer reaccionar su patriotismo sino el instinto de conservación.
Explicó lo más sencillamente posible que ningún gobierno instituido por un bandido puede resistir mucho tiempo.
Aún en el caso de que Garza consiguiese sus propósitos, no tardaría en hundirse y entonces, aquellos que con él hubiesen subido, con él se hundirían. En aquel juego todos los triunfos estaban en contra de Garza.
Si triunfaban, su triunfo sería efímero, y si fracasaban les esperaba el fusilamiento. —Ya habéis probado lo que es la guerra —continuó Pete—. Como habréis visto, no tiene nada de agradable. Tengo derecho a llevaros detenidos. Seréis castigados severamente, pero no tanto como si os hubieran cogido los soldados federales de Méjico. Ellos, después de alinearos contra una pared os fusilarían.
Los jóvenes miraron asustados al sheriff.
—No quiero que ocurra eso —siguió diciendo Pete—.Os voy a soltar de manera que podáis volver a vuestro país y convertiros en ciudadanos honrados. Os devolveré vuestros caballos, pero no las armas ni las municiones.
Como Pete no podía confiar demasiado en aquellos muchachos, dadas las circunstancias, entre él y sus comisarios, después de soltar a los prisioneros, condujeron sus caballos a unas millas de distancia.
Cuando los jóvenes recuperaran sus monturas, los tres defensores de la Ley estarían ya lo bastante lejos para reírse de las posibles ideas de venganza de los insurrectos.
—Ahora, démonos prisa —dijo el sheriff espoleando a Sonny—. Si no alcanzamos al cabo Aguilar antes de que llegue al campamento de los rebeldes, estamos perdidos.
Miró a Teeny unos instantes, y, al fin, le preguntó:
—Cómo dijo el sargento que se llamaba el general, ¿te acuerdas?
—Creo que Alvarez-replicó Teeny.
Pete Rice asintió.
—Sí, Alvarez. Desde luego puede que no sea quien me figuro. Alvarez es un apellido tan corriente en Méjico como el de Jones en nuestro país. Pero me parece haber oído algo acerca de un primo de Estrada que está enredado en esa revolución y creo que se llama Alvarez. En fin, ya veremos. ¡Démonos prisa, muchachos!