CAPÍTULO I

LA SENDA MISTERIOSA

EL jinete no economizaba las fuerzas de su caballo ni las suyas. Los herrados cascos del animal batían rítmicamente la tierra, levantando, de vez en cuando, fugaces chispas de las graníticas rocas.

Los herbosos terrenos, con sus grandes matas de artemisa, única vegetación de aquel lugar, habían quedado ya atrás.

La vasta desolación del desierto, hogar de las serpientes de cascabel, de los escorpiones y, a veces, de hombres más terribles y venenosos que estos animales, se extendía, entonces, ante él.

Por entre los cactos, mezquites y palos verdes que, como martirizados fantasmas, se erguían en la inmensa planicie, el viento susurraba, levantando nubes de finísima arena.

Para librarse de ella el jinete se tapó la boca con el rojo pañuelo que llevaba anudado al cuello.

Por su aspecto parecía un vaquero. Al verle mirar tan fijamente la tierra, cualquiera hubiese creído que seguía la pista de alguna ternera extraviada; pero no eran de aquella clase las huellas que buscaba el hombre, sino de cascos herrados.

Por fin logró dar con ellos, y tras una breve vacilación, se dispuso a seguirlas, dirigiéndose hacia el Suroeste por entre macizos de espinosos cactos y chollas.

Las millas fueron quedando atrás, convertidas en nubes de polvo. Llegó el ocaso y, seguidamente, cayó la noche como negra cortina de rico terciopelo.

En el firmamento se encendieron millares de estrellas, que proyectaban sobre el desierto su pálida y fría luz.

El sofocante calor se fue convirtiendo, gradualmente, en frío, a pesar de lo cual, jinete y caballo estaban bañados en sudor.

El hombre quítóse el sombrero de <diez galones> y, con el enorme y rojo pañuelo que horas antes le sirviera para defenderse del polvo, enjugóse el rostro y la badana del sombrero.

A poca distancia veíase una solitaria colina, perdida en la llanura. Una raquítica vegetación de espinosas plantas cubría sus resecas laderas.

Al pie de esta colina brillaba un puntito de luz, que hubiera podido tomarse por una gigantesca luciérnaga.

El jinete se levantó sobre los estribos y sus ojos taladraron la oscuridad.

Lanzó un suspiro de alivio, y, picando espuelas, avanzó más rápidamente, hasta que, por fin, el puntito luminoso se convirtió en una hoguera, claro indicio de que algún caminante había establecido allí su campamento.

El magnífico garañón fue obligado por su dueño a abandonar la senda e internarse entre la salvaje vegetación, que hería en vez de acariciar.

El jinete se detuvo a unos treinta metros del círculo de luz de la fogata. El que la había encendido podía ser un amigo, pero también podía no serlo.

En aquellas soledades era preciso no correr riesgos innecesarios. Las manazas del vaquero se posaron sobre las nacaradas culatas de los Colts del 45, que descansaban en sus fundas, y gritó:

—¿Eres tú, Carver?

La voz que contestó era, indudablemente, la de un hombre muy viejo.

—No. Soy Alec MacDonald. Acérquese al fuego, forastero. ¿Tiene tabaco?

El cuerpo del jinete perdió su rigidez. Acababa de reconocer la voz de un viejo buscador de oro, que varias veces había estado en la «Quebrada del Buitre» para comprar lo que necesitaba.

El jinete saltó al suelo y, acompañado del argentino tintinear de sus espuelas, se acercó a la hoguera con la sonrisa en los labios.

—¿Cómo va eso, Alec? —saludó—. ¿Has encontrado algo de oro estos días?

Un hombrecillo calvo y de blanca barba levantó la vista hacía el recién llegado, percibiendo entonces los destellos que la llama de la hoguera arrancaba a la estrella que el desconocido llevaba prendida en el chaleco.

—¡Por los clavos de Cristo! ¡Pero si es Pistol Pete Rice! —exclamó—. No, hijo mío —siguió inmediatamente—, no he encontrado ni una sola pepita, ni tampoco una brizna de tabaco.

Los dos hombres se estrecharon las manos, luego, Pete Rice sacó una bolsita y se la tendió al minero, diciendo:

—Por lo menos encontrarás tabaco. Puedes guardártela, Alec. Mañana por la mañana volveré a la «Quebrada del Buitre» y podré comprar cuanto quiera. Siento no poder darte del de mascar, pero yo no lo uso.

El viejo Alec sacó una viejísima pipa de enebro, cuyo aroma enrareció el ambiente y mientras la cargaba con todo cuidado, invitó al sheriff.

—Siéntate mientras yo me preparo esta pipa. He olvidado ya el tiempo que hace que no fumo.

Antes de encender la pipa acercó al fuego una abollada y ennegrecida cafetera de hierro, que, en un tiempo, había sido roja. Entretanto, Pete Rice se sacudía con el pañuelo del cuello el polvo que llenaba sus ropas.

—Me quedaré a tomar una taza de café, Alec, y después continuaré el camino.

—¿Que seguirás cabalgando? —exclamó el viejo minero—. ¡Dios santo! A ti sí que se te puede llamar centauro, pues te pasas el día y la noche a lomos de tu potro. Los muchachos se ríen de mí porque soy una rata del desierto, que siempre va detrás de un oro que nunca encuentra. Quizás esté loco, no digo que no; pero me parece mucho mejor mi trabajo que el tuyo, Pete. ¡Siempre detrás de los que viven fuera de la Ley! No, decididamente, no me gusta tu empleo. Algún días terminarás con una onza de plomo en el vientre.

Pete Rice se echó a reír.

—Mi empleo, como tú le llamas, es ideal para conservar la línea y el humor —dijo—. A todos esos sujetos que, según las novelas, se sienten invadidos por el hastío, les daba yo unos meses de mi trabajo, que consiste, como sabes, en estar siempre con los revólveres prestos a salir de sus fundas. Te aseguro que en quince días, o habían muerto, o eran los seres más alegres del mundo. ¡No hay como el tronar de los Colt del 45 para quitar el aburrimiento! Pero, volviendo a lo que has dicho antes, Alec; esta noche no sigo las huellas de ningún proscrito. Tú conoces a John Carver, ¿verdad?

—¿Carver? Sí, le conozco. Esta misma tarde le he visto pasar a caballo. Le pregunté si tenía tabaco y me contestó que no. Con ese penco tuyo le alcanzarás en seguida. Pero, oye, Pete, supongo que ese viejo bribón no habrá hecho nada malo, ¿he?

Pete denegó con la cabeza.

—No, Carver es un hombre que se mantiene dentro de la Ley, sin apartarse ni un ápice de ella. Además, es todo un caballero; se ha educado en buenos colegios y sabe un sinfín de cosas, que ni tú ni yo aprenderemos nunca. Si le busco es porque quiero hablar con él.

Cuando dejó de hablar, el sheriff acercóse a Sonny, su alazán, y le cubrió con una manta para protegerle del frío reinante.

Luego dejóse caer al suelo, junto a la hoguera, y mientras MacDonald sacaba de su petate dos potes de hojalata, él sacó, a su vez, de uno de sus bolsillos una carta. Acercóse al fuego y leyó una vez más:

<Sheriff Pete Rice:

»Buen amigo mío: Antes de emprender otra expedición a las montañas, quería esperar tu regreso para explicarte ciertas cosas interesantes. Jamás se me habría ocurrido escribirte, de lo contrario. Ante todo quiero decirte que en una de mis últimas expediciones me pareció que unos extranjeros me seguían. Usé toda mi cautela, pero no pude comprobar la certeza de mis sospechas.

»Interesándome arreglar las cosas por si en esta excursión ocurriera algo, deseo que abras la caja escondida en la chimenea de mi casa. Te extrañará quizá que te encargue de esta misión, pero lo hago así porque eres el único en quien tengo completa confianza.

»Te queda agradecido por este favor tu buen amigo:

»John Damon Carver.»

Cuando terminó la lectura, Pete guardóse la carta en el bolsillo de donde la había sacado. Hacía un año que conocía a Carver, que era el tiempo que llevaba el viejo neoyorquino en Arizona a donde acudió para reponer su quebrantada salud.

Para la mayor parte de los habitantes de la «Quebrada del Buitre», Carver era un «viejo bribón».

Pocos se dieron cuenta de que se trataba de un famoso hombre de ciencia, profesor de arqueología de una universidad del Este, y que su nombre era famoso en el mundo entero por sus estudios sobre las ciudades de la antigüedad.

Pero, ¿qué clase de expedición podía haber emprendido Carver?, Y, ¿por qué podía sentir alguien interés en espiar sus pasos?

¿Sería, acaso, una fantasía del extraño profesor? Sin embargo, Pete Rice no creía que fuera así. Hubiese deseado que Carver no hubiera sido tan vago en su carta.

El profesor habitaba en una modesta casa de ladrillo a pocas millas de la «Quebrada del Buitre», donde pasaba el tiempo rodeado de libros, mapas, microscopios y muestras de minerales.

Desde el momento de llegar se dedicó de lleno al estudio de los primeros habitantes de Arizona. Su carácter reservado no le permitió crearse muchas amistades, pero era imposible que un hombre honrado pasase más de un mes en la «Quebrada del Buitre» sin hacerse amigo de Pete Rice.

Mientras el sheriff bebía el hirviente café servido por el viejo Alec, preguntábase, mentalmente, qué significaban las palabras: «Por si en esta excursión me ocurriese algo».

¿Por qué emprendía Carver una expedición secreta a las montañas? ¿Por qué temía no regresar?

No encontrando respuesta satisfactoria a todas estas preguntas, Pete lió un cigarrillo, pero a las tres chupadas lo arrojó nerviosamente al fuego.

A pesar de la insistencia de Alec de que le hiciera un poco más de compañía, quitó la manta que abrigaba a Sonny y saltó sobre la silla, al mismo tiempo que gritaba al viejo rata de desierto:

—Es necesario impedir el crimen antes de que sea demasiado tarde. Hasta la vista, Alec.

—Me parece que pierdes el tiempo, Pete —replicó el buscador de oro—. Ese Carver me hizo el efecto de un tipo excéntrico y medio loco.

—Puede que sea verdad; aunque a mí me parece que Carver no es lo que tú dices, sino un hombre muy leído, que sabe un sinfín de cosas que nosotros no sospechamos siquiera que existan. Bueno, repito: Hasta la vista, Alec.

Y dándole unas palmadas a Sonny en el cuello, el sheriff se alejó al galope.

Pete Rice supuso que el neoyorquino acamparía aquella noche en algún cañón, y esperaba encontrarle antes de que se hiciera de día.

Así fue registrando todos los barrancos que encontraba, buscando las huellas dejadas, al pasar, por su amigo.

Había estado ya otras veces por aquellos lugares y sabía que remontaba la montaña en un camino bastante bueno que conducía a un valle que se hallaba al otro lado.

Para entretenerse buscó una pastilla de goma de mascar que guardaba en uno de los bolsillos: Cuando la hubo encontrado, sus níveos dientes se pusieron a aplastarla metódicamente, dándole multitud de variadas formas mientras seguía buscando la senda que le convenía seguir.

Muchos en su lugar, no hubieran hecho ningún caso de los temores de Carver; pero Pete Rice sentía un profundo respeto por el profesor.

Quizá había ocurrido algo en la <Quebrada del Buitre> mientras él y sus dos comisarios estuvieron en Buffalo Ford liquidando una formidable banda de ladrones de ganado.

Había dejado en la «Quebrada del Buitre» a sus comisarios, Teeny Butler e Hicks «Miserias». Estos dos hombres eran suficiente garantía para el mantenimiento del orden en la «Quebrada», mientras el sheriff iba en segui-miento de Carver.

En aquel momento, Pete Rice llegó a la entrada de un cañón, por el cual soplaba, encajonado, el viento. Como el camino era difícil, el sheriff dejó a su caballo que lo siguiese como su instinto le diera a entender.

Sabía que a una milla de distancia encontraría un puente natural formado por una roca horadada por el río Bonanza.

Una vez allí, hallaría el camino que buscaba y, antes de una hora, habría alcanzado a Carver. Su aguda mirada descubría a cada momento frescas señales del paso de una caballería.

Aquella era una comarca muy solitaria. El único ruido que turbaba el silencio, que el viento hacía más intenso, era el choque de las herraduras de Sonny contra los peñascos que llenaban el camino.

Después, creciendo lentamente a medida que se acercaba al río, el murmullo del Bonanza se dejó oír. A un lado de la senda veíase una pared de piedra de unos quince metros de altura.

El otro lado lo ocupaba un montón de rocas, caídas desde lo alto de los riscos. El lugar era ideal para un emboscada.

La mano derecha de Pete no se apartaba de la funda de su revólver. Era posible que el único ser humano que hubiese por aquellos alrededores fuera, aparte del sheriff, el viejo profesor.

Pero también era muy posible que hubiese varios hombres emboscados en espera de Carver, dispuestos, al mismo tiempo, a quitar de en medio al guardador de la Ley y del orden en aquella región.

El murmullo del Bonanza se había convertido ya en estruendo. Pete estaba casi en la cima del cañón. De pronto Sonny tropezó con un obstáculo y estuvo a punto de caer.

Algo brilló entonces en la oscuridad y, como por arte de magia, el Colt 45 de Pete Rice apareció en la mano derecha del sheriff que, con los ojos entornados, escudriñó los alrededores.

Ya no mascaba chicle; tenía la boca fuertemente cerrada y todo en él revelaba que estaba presto a la lucha.

¡Pam! ¡Pam! ¡Pam!

Tras de una de las grandes rocas, tres fogonazos rasgaron las tinieblas. Las balas erraron el camino y, antes de que brillase la tercera llamarada, el Colt de Pete Rice entró en acción, disparando a su vez contra los relámpagos.

Oyóse un grito de dolor y el 45 que dejó oír su voz allá en las rocas, cesó en su mortífera charla.

Pero desde otro peñasco, en el lado opuesto del primero, un nuevo 45 tomó la palabra. Una de las terribles balas de plomo pasó silbando a pocos centímetros de Pete Rice.

¡Por si el concierto necesitase más instrumentos, un Winchester automático entró en acción a espaldas del sheriff! El tirador no tenía blanco seguro y las balas iban a perderse en la pared del cañón, de la cual arrancaban brillantes chispas.

—¡Adelante, Sonny! —gritó Pete al mismo tiempo que picaba espuelas. Era necesario alejarse lo antes posible de aquella vecindad, sobre todo, del rifle automático, cuya gran precisión era un peligro para la salud del sheriff de la «Quebrada del Buitre».

Para colmo de males, un nuevo tirador entró en escena. Desgraciadamente, tratábase de un hombre que sabía cómo se debe disparar, y sus balas estuvieron a punto de terminar con la carrera de Pete Rice; pues una de ellas, afortunadamente de plomo, fue a aplastarse contra uno de los cartuchos de la canana del sheriff y otra arrancó un trozo de tacón de una de sus botas.

Como no tenía otro medio de salvarse que la huida, Pistol Pete Rice castigó los flancos de su alazán, el cual partió a toda la velocidad que permitía el estrecho caminejo. El fuego era graneado y las balas silbaban cada vez más cerca. Sólo le quedaba una salvación a Pete Rice; cruzar el puente y escapar por la otra vertiente de la montaña. Una vez allí, a cubierto de los disparos de aquellos asesinos, podría cargar su revólver y tratar de desquitarse.

Era indudable que había varios hombres emboscados; pero lo mismo podían ser diez que veinte, pues Pete no veía a ninguno de sus atacantes.

¡En cambio, ellos podían verle perfectamente! Era, pues, una temeridad permanecer allí, tratando de hacer frente a aquellos enemigos invisibles.

El plomo cortaba el aire con agudo silbido alrededor de Pete Rice. El ancho Stetson voló empujado por uno de aquellos mortíferos moscardones.

Sonny galopaba con todas sus fuerzas bajo el acicate de las espuelas. El puente de roca estaba sólo a unos seis metros.

—¡Animo, Sonny! —gritó el sheriff—. ¡Ya llegamos! ¡Ya!

¡Buuum!

Un terrible estruendo ensordeció a Pete. Fragmentos de rocas poblaron el aire, cayendo sobre jinete y caballo. Una arista de piedra fue a clavarse en la mejilla del sheriff, dejándole el rostro bañado en sangre.

Un trozo de granito, impulsado con la velocidad de una bala de cañón, rozó una de las rodillas, obligándole a hacer un esfuerzo para no lanzar un grito de dolor. Pero, inmediatamente, Pete Rice recobró el dominio de sus nervios.

Apretó las piernas contra los flancos de Sonny y le obligó a avanzar. El noble bruto, después de dar unos pasos, se detuvo al borde de la hendidura, por cuyo fondo corría, rugiente, el Bonanza.

¡El puente natural, obra de infinitos siglos de lenta perforación, había desaparecido!

Mil pensamientos se agolparon en la mente de Pistol Pete Rice. ¡Aquello era imposible! ¡Sin embargo, había ocurrido!

La huida por el puente no se podía ya realizar. Acababa de ser volada aquella maravilla de la Naturaleza.

Los encargados de la operación calcularon mal el momento en que ésta debía producirse. Dos segundos más tarde y, jinete y caballo, habrían volado con el puente.

Sin embargo, todo parecía indicar que la muerte sólo había sido retardada.

El Winchester automático vaciaba un nuevo cargador sobre el sheriff de la <Quebrada del Buitre>. Las balas chocaban cada vez más cerca; por el sendero ascendían varios hombres disparando y lanzando gritos de triunfo.

Pete se volvió. Su Colt disparó la última bala que quedaba en el cilindro, enviándola a alojarse en el cuerpo de uno de los atacantes, que cayó de bruces al suelo.

Guardando el arma en su funda, Rice empuñó el otro revólver. En el mismo instante, una bala pasó rozándole la cara. La mala luz que reinaba en el lugar, impidió al sheriff comprobar si sus disparos hacían blanco en sus enemigos.

Por lo menos obtuvo un resultado evidente, y fue la retirada de los asesinos, que se apresuraron a buscar refugio tras de las rocas.

Durante esta breve pausa, Pistol Pete Rice trató de hacerse cargo de la situación. Estaba cogido en una trampa.

No tenía tiempo de volver a llenar los cilindros de sus dos revólveres. Era verdad que los tiradores eran, en su mayoría, poco diestros, y que la luz era mala; pero, más o menos pronto, alguna bala le alcanzaría.

Nadie es capaz de permanecer inmune en medio de una granizada de balas.

Sólo había un medio de escapar. Lanzarse al río. Cierto que podía morir ahogado, o ser estrellado contra una roca por la impetuosa corriente; pero, al fin y al cabo, había una posibilidad de salvación.

En cambio, arriba no quedaba ninguna.

Hincó espuelas a Sonny, con decisión; pero el caballo retrocedió, asustado, no atreviéndose a dar aquel terrible salto. Pete trató de animarlo:

—¡Vamos, Sonny! ¡Salta!

El caballo relinchó y siguió retrocediendo.

Desesperado, Pete Rice hundió salvajemente las espuelas en los ijares de su alazán. ¡Era preciso correr aquel albur!

Lanzando un salvaje relincho, el caballo se decidió, y, sin vacilar más, saltó al vacío.