CAPÍTULO XVIII
EL ANIMAL MÁS CRUEL
PETE creyó llegada su oportunidad. Dejando su refugio, saltó el muro, disponiéndose a correr tras Durkey. En la mano derecha tenía ya preparado el lazo.
A su espalda alguien lanzó un grito. El sheriff se volvió a mirar. Uno de los pistoleros acababa de descubrirle. Dos balas silbaron a poca distancia de su cabeza, seguidas, inmediatamente, por una verdadera granizada de plomo.
Delante de él, Durkey corría hacia la plaza donde estaba la piscina. Su intención era, sin duda, tirarse al agua para escapar de las garras de la bestia.
Pero Pete comprendió que el hombrecillo no lograría sus propósitos.
El jaguar se hallaba a menos de cinco metros de él y a varios más allá de la distancia que podía alcanzar el lazo.
En aquellos momentos el sheriff estaba en una situación desesperada.
Detrás de él nueve hombres disparaban sin cesar. El blanco que ofrecía no era muy fácil, pero la casualidad podría hacer lo que no podía la puntería.
Además, corría también el peligro de que Durkey pudiera cargar otra vez su revólver.
Al doblar una esquina se libró del peligro de los disparos de sus perseguidores, pero entonces se encontró ante otro. El jaguar, en cualquier momento, podía volverse contra él.
Sin embargo, Pete continuó la persecución. Durkey iba aflojando el paso.
De pronto hizo algo incomprensible en un hombre que se sabe perseguido por un jaguar sediento de sangre.
Se detuvo, dio media vuelta y se encaró con la fiera al mismo tiempo que se llevaba la mano al bolsillo interior del chaleco y sacaba algo.
Pete se paró también, comprendiendo lo que iba a ocurrir. Durkey se disponía a emplear su arma favorita. La dinamita.
Levantando el pequeño cartucho lo tiró contra el animal que estaba a punto de lanzarse sobre él. Oyóse una ensordecedora explosión y una cegadora llamarada pareció disolver al felino.
Una casa próxima se derrumbó y la conmoción sufrida hizo vacilar a Pete Rice. Pero no cayó. Sin perder un segundo echó a correr hacia Durkey haciendo girar vertiginosamente el lazo.
Durkey rebuscaba afanosamente en el bolsillo interior del chaleco. Por fin sacó la mano, y en ella apareció un nuevo cartucho de dinamita.
El lazo de Pete Rice partió silbando hacia él.
El gangster trató de evitar el lazo que se le venía encima, pero antes de que pudiera hacerlo, la cuerda le aprisionó por el cuello. Entonces el sheriff acercóse rápidamente cobrando cuerda.
—¡Alto! —chilló Durkey.
Pete Rice siguió avanzando.
—¡Te digo que te detengas! ¿Me oyes? —repitió Durkey, blandiendo el cartucho de dinamita—. Si das un paso más —continuó-te tiro esto y te hago añicos.
Pete no le hizo caso y siguió avanzando. Cuanto más cerca estuviera de Durkey menos peligro correría.
El gangster no provocaría la explosión a menos que les separase una respetable distancia.
—Puedes tirarlo —dijo—, pero ten en cuenta que cuando te recojan, la cabeza estará a mil metros de los pies.
Durkey masculló una maldición y levantó una mano, pero era la izquierda, y con ella tiró su vacío 45 contra Pete Rice.
El miedo le hizo calcular mal la distancia y el revólver pasó por encima de la cabeza de Pete Rice yendo a caer a veinte metros detrás del sheriff.
Pete Rice se mordió los labios. Los bandidos estaban a punto de llegar y no podría recoger aquel revólver y cargarlo con las balas que llevaba Durkey en su canana.
Las primeras balas de sus perseguidores empezaron a silbar a su alrededor.
Los pistoleros no disparaban a dar, por miedo a herir a Durkey.
De un salto, Pete llegó junto al gangster y cogiéndole por la cintura le hizo marchar delante de él. El hombrecillo trató de resistirse, pero el sheriff le dijo con voz amenazadora:
—Será mejor que vengas conmigo.
—¿De veras? ¡Prueba si te atreves!
—Te doy un segundo de tiempo! —dijo Pete—. Transcurrido ese tiempo te tumbaré de un puñetazo y volaremos los dos. ¿Vienes, o no?
El hombrecillo palideció intensamente. Dejó de luchar y apretó con fuerza el cartucho de dinamita. Pete le cogió del brazo y le hizo seguirle.
Durkey gritó frenéticamente a los pistoleros que dejaran de disparar.
Llegaron a la próxima plaza. Al final se veía la enorme piscina llena de agua. Pete confiaba en que aquella piscina le proporcionaría el medio de escapar.
Cogió el cartucho de dinamita que sostenía Durkey y se volvió para enfrentarse con sus perseguidores.
Pero inmediatamente se dio cuenta de que le era imposible matar a tantos hombres, aunque fueran bandidos de la peor especie, por lo cual tiró el cartucho a un pozo cercano.
Oyóse un estruendo ensordecedor. El piso de la plaza tembló violentamente.
Una columna de fuego, piedras, ladrillos y destrozadas serpientes ascendió por los aires.
Pete, con su lazo en la mano, corrió hacia la piscina.
Los pistoleros le seguían de cerca. Una bala rasgó la camisa del sheriff, otra le rozó el cabello y una tercera le mordió la pierna.
¡Pam!
El sheriff notó una quemadura en un costado. Negras sombras le bailaron ante los ojos. Los gritos de los pistoleros y demás ruidos parecieron alejarse.
Los revólveres seguían disparando, pero a él le hacían el efecto de una traca muy lejana. Se estremeció, trató de dominarse y, por fin, notó que perdía pie.
De pronto experimentó una sensación de ahogo seguida de un frío intenso.
El resto de conciencia que le quedaba le indicó que acababa de caer en la piscina. Después, densas tinieblas le envolvieron y perdió el sentido.