CAPÍTULO III

ASESINATO

EL pugilista empleaba en la lucha todas las malas artes aprendidas en el ring.

Al principio, en su rostro se reflejó una sonrisa de burla, creyéndose enfrentado con un rústico lugareño, incapaz de resistir unos cuantos golpes.

Después del primer puñetazo que le marcó la mejilla, le dirigió otro al cuerpo, con la esperanza de engañar al sheriff y hacer que se descubriese.

Pero comprendiendo la treta, Pete amagó un directo con la izquierda, dirigido a la mandíbula del pugilista y, al levantar éste las manos para detener el golpe, el sheriff lanzó un terrible derechazo al estómago de su contrincante.

El pugilista se dobló, lanzando un gemido de dolor; pero un upercut de Pete le obligó a enderezarse, mal de su agrado.

La réplica del forastero fue fulminante. Su puño derecho fue a chocar contra la barbilla del sheriff, quien quedó vacilante unos segundos.

Pero cuando el púgil se lanzó sobre él para asegurar la ventaja conseguida, fue recibido con un directo en la nariz, que hizo brotar la sangre a borbotones.

Ciego de rabia y de dolor, el hombre descargó dos puñetazos al estómago de Pete, quien, de nuevo, se creyó a punto de caer al suelo.

Haciendo un violento esfuerzo, se rehizo, y, por cuatro veces seguidas sus puños castigaron duramente al forastero, el cual, para librarse de aquella lluvia de golpes, buscó el cuerpo a cuerpo.

En aquel momento su mano derecha chocó con uno de los revólveres de Pete Rice.

Con rápido movimiento lo sacó de la funda y apuntó al sheriff.

Pero antes de que tuviera tiempo de levantar el percusor recibió un puñetazo sobre el corazón seguido de un upercut que le hizo perder la noción de las cosas y dio con él en tierra, completamente sin sentido.

Los espectadores aplaudieron la hazaña de su sheriff. Pero el rostro de éste no revelaba ninguna alegría.

Inclinóse a recoger el revólver, que había caído al suelo. A pesar de la dura lucha sostenida, Pete respiraba con toda normalidad.

—¿Qué diablos significa todo esto? —preguntó—. ¿Qué ha hecho este hombre?

¿Quién es?

Durkey, el hombrecillo a quien el caído apuntara poco antes con una pistola automática se abrió paso entre la gente y señalándole dijo, dirigiéndose a Pete Rice:

—¡Encierre a este sujeto! Es terrible. Me quería matar porque una vez tuve que prestar declaración contra él, por el robo que cometió en una fábrica de tejidos. Pasó dos años en la cárcel y ahora quería quitarme de en medio.

—¿Y qué hacía aquí? —interrogó Pete.

—Quiso matarme. Yo creí que le había despistado, pero hoy ha aparecido cuando menos me lo esperaba. Es Red Hook Regan, el boxeador más sucio que ha pisado un ring.

Pete Rice, que leía todos los periódicos que caían en sus manos, conocía de nombre a Red Hook Regan, uno de los boxeadores que más knocauts tenía en su historial, pero que al fin terminó faltando a la Ley y fue a parar a Sing Sing, donde pasó un par de años.

—Deseo que se me proteja de los ataques de ese individuo-pidió Durkey.

Pete Rice observó atentamente al hombrecillo y al fin decidió que aquel hombre debía ser vigilado. Regan, entretanto, iría a descansar a la cárcel; y así lo anunció el sheriff.

—Queremos que a los forasteros que llegan a la «Quebrada del Buitre» no se les moleste en absoluto-dijo. Después, volviéndose a Teeny, añadió:—Llévate a este pájaro a la jaula—. De pronto se interrumpió y observó, extrañado, el magullado rostro de su comisario. —¿Qué te ha ocurrido? —preguntó.

Teeny Butler miraba tristemente al suelo. Aquella había sido la primera vez que terminaba una pelea a puñetazos tendido en tierra.

—No lo comprendo, patrón, pero ese hombre me ha tumbado de un puñetazo —dijo—. Estoy que se me cae la cara de vergüenza.

El sheriff de la «Quebrada del Buitre» se echó a reír.

—No te preocupes, Teeny. Regan es un luchador de mala fe. Si te ha tumbado lo habrá hecho con una llave inglesa. Y eso, amigo, es capaz de curar el insomnio a un búfalo...

Entretanto el boxeador había recobrado ya el conocimiento y con la ayuda de Teeny estuvo pronto en condiciones de caminar.

Pete Rice buscó con la mirada a su otro comisario, Hicks «Miserias», y, al encontrarle, le ordenó:

—Lleva el cadáver de Carver al enterrador y luego avisa al doctor Buckley —El doctor Buckley era el forense del distrito—. Cuando hayas hecho eso ve a casa de Williams, el abogado del Banco, y dile que vaya a verme a mi oficina, que tengo que hablar con él. Ahora debo ir a un sitio y no volveré hasta dentro de una hora o cosa así.

El sitio donde tenía que ir el sheriff era la casa que ocupara John Damon Carver durante su estancia en la «Quebrada del Buitre».

Pete no perdió tiempo explicando sus aventuras en el cañón, ni cómo había escapado milagrosamente a la muerte al lanzarse con su caballo al río Bonanza, donde permaneció más de media hora luchando brazo partido con la terrible corriente.

Al llegar a la vivienda de Carver vio que la puerta estaba destrozada. Una vez dentro comprobó que la casa había sufrido hacía poco un registro minucioso.

Los cajones de la mesa escritorio del viejo aparecían forzados, y su contenido estaba desparramado por el suelo. Un viejo baúl fue también forzado como así mismo dos maletas, cuyo contenido fue revuelto precipitadamente.

Las cajas que contenían muestras de minerales y los estantes de la cocina también habían sido registrados. Los libros del sabio llenaban el suelo mostrando la blancura de sus hojas. Era indudable que la persona que hizo aquel registro buscaba algún documento científico.

Sin embargo, los ladrillos del hogar no parecían haber sido tocados. Pete Rice, tras largo y detenido examen descubrió algunos ladrillos más nuevos que los otros.

Entonces, con un cuchillo, el sheriff fue separando la argamasa que los juntaba hasta que por fin logró levantar uno.

Los demás siguieron con gran facilidad y pronto apareció un agujero lo bastante grande para poder pasar la mano por él.

En una pequeña cavidad, encontró Pete Rice una cajita de hojalata esmaltada, cerrado con un candado. La cogió con todo cuidado y emprendió el camino de regreso a su oficina.

Al entrar en el pueblo tuvo la impresión de que alguien le observaba. Su perspicaz mirada registró las ventanas de las chozas más próximas y como medida de precaución guió a Sonny detrás de un montón de residuos de la fundición de la «Quebrada del Buitre».

Pero no vio a nadie. Llevaba la mano derecha apoyada en la culata de uno de los Colts, dispuesto a sacarlo para repeler cualquier agresión.

*****

Pero no hubo necesidad. Si algún espía observaba a Pete Rice, no lo hacía con intención de entablar una conversación a tiros con el famoso sheriff, cuya terrible puntería era conocida en toda la región.

Hicks «Miserias» hallábase en la oficina del sheriff, que como ya se ha dicho, estaba instalada en la parte posterior de su establecimiento.

El forense estaba examinando el cadáver de Carver en casa del enterrador y Cyrus Willíams, el abogado del pequeño banco de la «Quebrada del Buitre», llegaría dentro de pocos minutos.

Hicks «Miserias» no se sentía feliz. El barberillo comisario había cortado muchas veces el cabello al viejo Carver y llegó a sentir una profunda simpatía por aquel viejo que se entretenía buscando piedras inútiles en las ruinas de la antigua ciudad india próxima a la «Quebrada del Buitre».

—¡Y pensar que le mataron por la espalda! —gemía el buen hombre.

Pete asintió con un movimiento de cabeza.

—Sí, le pegaron un tiro por la espalda —murmuró—. Ya tenemos un asesinato que aclarar. Puedes guardar tus navajas y tijeras, «Miserias». No podrás volver a trabajar en tu oficio hasta que los asesinos de Carver estén muertos o enjaulados, esperando la cuerda.

—Ahora mismo cierro la barbería —rugió «Miserias»—. ¡Por cien mil diablos! No afeitaré a nadie hasta que esto quede aclarado.

Movió tristemente la cabeza y continuó: —¡Pobre Carver! ¡La de conversaciones que hemos sostenido los dos! Una vez me detuvo en medio de la calle. Le brillaban los ojos como si le acabasen de comunicar la mejor noticia del mundo. Me dijo que iba a enseñarme algo. Estaba tan alegre, que supuse que acababa de encontrar una mina de oro e iba a sacar una pepita del tamaño de un huevo. ¿Y sabes lo que me enseñó? Pues un hierro de lanza india. Una cosa sucia, más oxidada que una momia. ¡Que a un hombre tan inocente le hayan matado! No hay derecho.

Durante unos segundos, Pete permaneció en silencio.

—«Miserias» —dijo al fin—. Sería muy posible que a Carver le hubiesen matado por unos simples hierros de lanza india.

El piso de la barbería crujió bajo el peso de la imponente mole de Teeny Butler.

—El gorila ese está ya encerrado en su jaula —anunció, riendo—. Seguramente Durkey se alegrará mucho de saberlo.

Pete movió la cabeza. En aquel momento Cyrus Williams entró en el establecimiento.

—¿Qué tal, Cy? —saludó el sheriff—. Supongo que se habrá enterado ya de la noticia.

—¡Es terrible! ¡Terrible! —rugió Williams—. Daría cualquier cosa por estrangular al coyote que mató al pobre Carver.

Movió la cabeza y sentóse a la mesa que Pete Rice usaba como escritorio.

Era un hombre de aspecto vivaz e inteligente, que ganó el dinero de su carrera domando potros. Durante la vista de alguna causa, hablaba en inglés puro, pero una vez en la calle empleaba el mismo vocabulario de cuando era vaquero.

—Supongo que estará usted dispuesto a echarle el guante al asesino de Carver, ¿verdad, Pete? —preguntó.

—Ese es mi deseo —contestó el sheriff—. Quiero coger al asesino o asesinos de nuestro amigo.

En seguida explicó al abogado lo de la carta y la caja de hojalata.

—¿Estoy equivocado al suponer que una caja así debe abrirse delante de testigos?

—Se ha escrito bastante sobre eso, pero en resumen, creo que no hay ningún inconveniente en que la caja sea abierta ante nosotros.

—Pues empecemos-dijo Pete.

Fue a buscar la caja y Teeny rompió el candado.

Dentro de ella sólo había una hoja de papel en la que se leía:

«En el caso de mi muerte deseo que la caja de seguridad que tengo alquilada en el Banco de la «Quebrada del Buitre» sea abierta en presencia del señor Estrada y del sheriff Rice.

«John Damon Carver.»

—¡Hum! —gruñó Williams—. ¿No hay nada más? Qué hombre más extraño era ese Carver. De todos modos, su caja de seguridad hubiese sido abierta al saberse su muerte —el abogado se puso en pie y, acercándose a Pete, le preguntó—: ¿No tiene alguna sospecha de quiénes hayan podido ser los asesinos de Carver?

Pistol Pete negó con la cabeza.

—No tengo la menor idea. En la oscuridad no pude verles les caras a los asesinos. Cuando encontré el cadáver de Carver vi que le habían registrado los bolsillos. Pero como se marcharon antes de que fuera de día se olvidaron de algo que el viejo debió de tirar al suelo antes de caer muerto. Estaba a unos cinco metros del cadáver.

Y Pete sacó de un bolsillo tres largas llaves de cobre en las cuales se veía un extraño dibujo: Un águila con una serpiente en el pico.