CAPÍTULO VI

AMENAZA DE MUERTE

PETE Rice corrió a la calle mayor y llevándole un centenar de metros de ventaja a Estrada, llegó al despacho de Cyrus Williams, el abogado.

Este se hallaba tendido en el suelo, de bruces sobre una piel de oso que hacía las veces de alfombra.

En el momento de entrar el sheriff en la habitación, el abogado hizo un esfuerzo para levantarse, y, tras algunas tentativas, consiguió apoyarse en un codo.

Al ver a Pete Rice, Williams señaló una botella de whisky y con voz ronca dijo, mientras se frotaba la barbilla:

—Deme un poco de ese veneno. ¡Vaya porrazo el que me han pegado!

Pete llenó un vaso y se lo tendió al abogado, que lo apuró de un trago.

—¿Ha visto quién era, Cy, o quiénes eran? —preguntó Pete.

—Que yo recuerde, era uno solo —contestó Williams—. Debió de llegar por detrás. Como la alfombra apagaba el ruido de los pasos, no me di cuenta de su presencia hasta que estuvo junto a mí, entonces, al volverme, recibí un puñetazo en la barbilla que me hizo ver las estrellas. Era un tipo muy fornido.

—Seguramente Red Hook Regan-indicó Pete.

—Quizá —asintió Williams—.Quienquiera que fuese, lo cierto es que me tumbó dejándome sin conocimiento. El golpe es lo último que recuerdo. Luego, cuando usted entró, volví en mí ¡Diablo! ¿Y el pergamino? ¿Ha desaparecido?

El sheriff movió afirmativamente la cabeza.

—¡Qué lástima!

—No tanta. Por lo menos eso indica que todo está relacionado con el asesinato de John Damon Carver. No es que haya salido ya de las tinieblas, pero empiezo a vislumbrar cierta claridad. Red Hook Regan está metido en ese crimen; de esto no cabe la menor duda. Por lo tanto, lo que interesa ahora es echarle el guante lo antes posible. Bueno, hasta luego, Cy.

Pete salió del despacho del abogado. Al llegar a la calle encontró a sus comisarios «Miserias» y Teeny, acompañados de un mestizo llamado Hopi Joe, gran rastreador, con cuya ayuda examinaron todas las carreteras que salían de la «Quebrada del Buitre», sin que en ninguna de ellas pudieran encontrar el menor rastro de Red Hook Regan.

Por lo cual, Pete Rice quedóse convencido de que el pugilista estaba aún en el barrio mejicano.

Seguido de sus comisarios, el sheriff regresó a su oficina, donde se les reunió don Tiburcio Estrada. Este parecía desconsolado por el robo del mapa azteca.

—No se preocupe, señor —le dijo Pete—. El trabajo del sheriff es parecido al de esos policías que se llaman detectives. Son muchos misterios que hay que aclarar y que aclaramos. No se preocupe, que los asesinos de Carver caerán en nuestras manos. Seguramente, dentro de unos días tendré necesidad de hablar con usted.

—Cuando usted guste, señor sheriff —asintió Estrada—. Siempre que me necesite me encontrará en mi hacienda. Haré todo lo posible por ayudarle a capturar al asesino de mi amigo.

—¡Por las barbas de Belcebú! —exclamó Hicks «Miserias», cuando el mejicano se hubo retirado—. Ese Estrada es un hombre muy amable, ¿no os parece?

—Muy amable es. La amabilidad y la educación son dos virtudes que hacen más efecto en una mula que un látigo y un capazo de avena. Ahora, muchachos, vayamos a registrar bien el barrio mejicano, a ver si encontramos el rastro de Red Hook Regan. No creo que ocurra nada más esta noche. El pueblo parece estar en calma.

Pero algo tenía que ocurrir. Y ocurrió en aquel preciso momento.

El pálido y pequeño Durkey, se precipitó en la oficina. Iba sin sombrero y en sus ojos se leía la más profunda desesperación. Llegaba jadeante a causa de la velocidad que había traído y en la mano sostenía un papel, y los papeles no presagiaban nada bueno al sheriff en aquellos días.

—¡Ya sabía yo que ocurriría! —exclamó Durkey—. Creí que la Suerte me sonreía, pero no ha hecho más que burlarse de mí. ¡Voy a ser asesinado! ¡Asesinado! —repitió—. Quiero...

—No vaya tan deprisa, forastero —le interrumpió Pete Rice—. No corra como una gallina recién decapitada.

En la voz del sheriff se adivinaba el profundo disgusto que le causaba aquel hombrecillo llegado de las populosas ciudades del Este.

Pero su deber era proteger la vida de todas las personas residentes en la «Quebrada del Buitre», tanto si le eran simpáticas como no.

—Bien, explíquese. ¿A qué viene tanto ruido? ¿Ha ocurrido algo?

—¡Que si ha ocurrido! —exclamó Durkey—. ¡Mire, fíjese! ¡Lea esto! Estaba durmiendo la siesta y cuando me desperté fue para encontrarme con esto prendido en el traje. Creí que tenía usted a Regan en la «sombra».

—También lo creíamos nosotros-replicó secamente Pete cogiendo la carta que le tendía Durkey.

«Durkey —leyó—, pienso matarte. Te lo digo en seguida para que sepas cuáles son mis intenciones. Seguramente creías que en un poblacho como éste no iba a encontrarte, ¿verdad? Pues no me ha sido nada difícil, como ya habrás podido ver.

»Podría haberte matado al dejar sobre ti esta carta. Pero no lo he hecho, porque quiero que sufras y sudes, pensando que de un momento a otro morirás

»Por tu culpa he estado en la cárcel y en ella he visto a los habitantes de la Casa de los Muertos esperando turno para ser asados en la silla. Te aseguro que pasaban unos días terribles. Tú no pasarás días, pero sí horas, y confío que sean tan malas como las de aquellos desgraciados.

»Hubo un tiempo en que me llamaste <camarada>. Pues bien, camarada, esta noche, a las once, serás ejecutado. Que te diviertas hasta entonces.

»Te saluda, deseándote los más hermosos sueños, tu camarada:

»Red Hook Regan.»

—¡Yo no quiero morir! —gimió Durkey—. Sheriff, usted y sus comisarios deben hacerme compañía esta noche. Mañana mismo saldré del pueblo. Lo haría esta misma noche, pero no sale ningún tren.

Pete Rice frunció el ceño al mismo tiempo que se pellizcaba el labio inferior.

No sentía la menor simpatía por Durkey; sin embargo, era necesario protegerle lo mismo que si le inspirase una simpatía loca.

De momento pensó decirle que se hospedara en el Hotel Arizona, pero en seguida abandonó tal idea. Regan salió de la cárcel gracias a la dinamita.

El hospedaje de Durkey en el hotel podría ocasionar la pérdida de muchas vidas inocentes.

—Usted vive en casa de Martín, ¿no? —preguntó.

Durkey asintió.

—Una casa muy solitaria.

Pete reflexionó un momento y, al fin dijo en voz alta:

—Slick Martín era un monedero falso antes de que me nombrasen sheriff. Las ventanas de su casa están resguardadas con barrotes de hierro y puertas de acero. Es una especie de fortaleza ¿Por qué no se encierra usted allí? Regan no puede alcanzarle con sus disparos; también es imposible prender fuego a una casa de ladrillo. Nosotros vigilaremos fuera...

El sheriff se interrumpió. No, aquello no sería una protección muy eficaz contra la dinamita.

Observó con gran atención a Durkey. En el rostro del hombre se reflejaba el más profundo de los terrores. Era indudable que no se trataba de un ángel; probablemente, en el Este debió de pertenecer a una banda rival a la de Red Hook Regan.

Pero en la «Quebrada del Buitre» no tenían nada contra él y, por lo tanto, era necesario proteger su vida.

Por fin el sheriff tomó una decisión. Lo mejor era llevar al hombrecillo aquel a su casa y vigilar ésta desde fuera. Sería el modo mejor de apoderarse de Red Hook.

Y en el caso de que se tratase solamente de una baladronada no se habrían perdido con ello más que unas horas.

—Bien —dijo al fin Pete—. Le vigilaremos hasta que salga el primer tren de la mañana, en el cual le dejaremos sano y salvo.

—Les aseguro que ese es mi mayor deseo-contestó fervorosamente Durkey—.Pueden ustedes creer que hasta me da miedo comer.

—No se preocupe. Dentro de unos momentos iremos al Hotel Arizona a cenar —dijo Pete—. Y luego a su casa. Ahora estese aquí mientras yo hago un trabajito.

Y sin preocuparse de Durkey, se puso a escribir el informe de los últimos sucesos ocurridos en el distrito de Trinchera.

El asesinato de John Damon Carver; la voladura del puente del Bonanza; la casi destrucción de la cárcel; el robo del pergamino; el ataque sufrido por Cy Williams y la amenaza de muerte contra Durkey.

Durante los dos últimos días habían ocurrido infinidad de cosas en la «Quebrada del Buitre».

Además de este informe, Pete Rice escribió algo más que Durkey no vio.

—Lleva esta nota a Curly Fenton —le dijo después a Teeny Butler, entregándole el papel que acababa de escribir—. Luego reúnete con nosotros en el Hotel Arizona.

—Estaré allí en el momento de la cena —rugió el comisario—. Mi estómago reclama a gritos un poco de combustible para seguir funcionando.

La nota que se llevaba el comisario no iba dirigida sólo a Curly Fenton.

Contenía además un telegrama que Teeny iría a imponer en la estación.

Estaba dirigido a El Paso, Tucson, Phoenix, Denver y Nueva York. En él se describía minuciosamente a Durkey y se pedían a la Policía de aquellos puestos, todos los detalles posibles acerca de él.

Pete no se fiaba del hombrecillo de ojos ratoniles. Sin embargo, mientras no tuviera pruebas de lo contrario, le trataría como a un hombre de bien.

En cuanto tuviese alguna prueba de culpabilidad contra él, en lugar de cenar en el Hotel Arizona, le enviaría a comer el rancho que servía a los presos de la cárcel de la «Quebrada del Buitre».

El sheriff tenía un motivo muy importante para llevar a Durkey a cenar al Hotel Arizona.

Red Hook Regan había demostrado que no era hombre que se detuviese ante un obstáculo. Si descubría que aquel a quien juró matar estaba en el hotel procuraría por todos los medios quitarle de en medio allí.

Así, pues, Pete tomó toda clase de precauciones para impedir que tal cosa ocurriese. Su misiva a Curly Fenton, un joven vaquero que tomaba parte en todas las levas de hombres que hacía el sheriff cuando era necesario perseguir a alguna banda numerosa, indicaba al muchacho que rondase cerca del hotel, y que, a la menor sospecha, lanzara un silbido de aviso.

Mientras se dirigía al hotel, acompañado de Durkey y de su comisario «Miserias», Pete no miró atrás ni una sola vez.

Si Regan o uno de sus cómplices lo vigilaban, debió quedar convencido de que el sheriff no abrigaba la menor sospecha.

Por fin los tres hombres llegaron al hotel en cuyo comedor encontraron a Teeny Butler, que ya les estaba esperando.

—¡Esto es vivir! —exclamó el robusto comisario cuando, después de convertir en esqueleto un magnífico pato, se disponía a hacer lo mismo con una gallina asada.

—Sí —asintió «Miserias»— pero si continúas comiendo así, tendrás que cambiar tu penco por un elefante, Teeny. Créeme, amigo, si sigues hinchándote, terminarás no pudiéndote mover a causa de las «miserias».

—Para que veas el caso que te hago —replicó Butler—, voy a encargar una docenita de pichones para cuando termine con este pajarito que estoy liquidando. Me quedaré cómodamente sentado aquí, comiendo, hasta...

¡Crac!

Oyóse un ruido de cristales rotos y una piedra fue a caer al centro de la mesa.

El sheriff de la «Quebrada del Buitre» corrió a la ventana cuyo cristal acababa de ser roto y avizoró las tinieblas que se extendían al otro lado.

En la mano derecha tenía uno de sus Colts del 45, con el percusor levantado.