9

Morfeo

—Morfeo —digo en un tono más acusador que revelador.

El demonio alado muestra sus blancos dientes en una sonrisa deslumbrante que capta mi atención y me pone en guardia.

Mmm —murmura.

Pasa la mano por el narguile como si fuese un violín.

—Tu voz es una canción. Dilo de nuevo.

Da una calada al narguile. Estoy tan embelesada al verlo, vivo y real, que ni siquiera trato de resistirme.

—Morfeo —repito.

—Precioso. Tu madre debería haber sabido que hacía falta algo más que un par de tijeras para podarme de tu vida. Aunque parece que sí consiguió arrancarme de tus recuerdos durante un tiempo.

Exhala anillos de humo.

—Estoy dolido, Alyssa. No deberías haber tardado tanto tiempo en encontrarme.

Coge los anillos de humo con el dedo y los lanza al aire, donde se rompen en estrellas vaporosas.

Jeb, junto a mí, se debate bajo la red.

—¿Es éste el tipo al que has estado buscando? ¿El de la página web? —pregunta.

—Más que eso —respondo, sin estar siquiera segura de que mis palabras sean coherentes—: crecimos juntos, de alguna forma. Aparecía en mis sueños cuando era pequeña. ¿A que sí? Acudías a mí en mis sueños… me traías aquí. Me contabas cosas.

—Te enseñaba cosas, mejor dicho —dice Morfeo—. Pero también sacábamos tiempo para divertirnos, ¿eh? Tendré que asegurarme de que seguimos honrando esa tradición.

Morfeo les alarga el narguile a unas hadas con sus dedos pálidos y elegantes. Cierro los ojos y vislumbro recuerdos de nosotros, de niños, saltando de roca en roca hasta que Morfeo levantaba el vuelo y me alzaba consigo agarrándome de las axilas, proporcionándome una tierna seguridad. Cuando abro los ojos de nuevo, me sonrojo al recordar lo diferente que sentí su piel ayer por la noche en mi habitación. Se pone en pie sobre la seta, con las alas plegadas formando un fluido arco en su espalda, y une los dedos bajo su barbilla creando una uve invertida.

—¡El sombrero de la hospitalidad! —grita, sin venir a cuento.

Varios de sus asistentes aletean sobre su cabeza llevando un sombrero de cowboy de terciopelo negro, que le colocan en la cabeza. Morfeo lo ladea hasta que queda en una posición absurda. Una bandada de mariposas blancas en descomposición acentúan el terciopelo, lo que le da a Morfeo un aspecto elegante y salvaje a la vez.

—Ella no tenía ningún derecho a interferir —dice. Recorre el ala del sombrero con un alargado dedo índice. Largos mechones de cabello azul le rozan los hombros—. No era quién para hacerlo.

Me lleva un minuto darme cuenta de que ha retomado el tema de Alison.

—¿La conocías? —le pregunto.

—Sí. De entre todas las demás candidatas, de todas tus antepasadas, su mente era la más receptiva conmigo. Conectamos cuando oyó la llamada de las profundidades a los trece años. Pero cuando conoció a Tommy-luz, le dio la espalda a su deber.

Se burla del apodo de mi padre. Luego recobra la compostura y se alisa la chaqueta.

—No importa. Veo que llevabas los guantes. ¿Has traído también el abanico?

—Junto con todo lo que Alison había escondido.

—¡Y se creía que si enterraba los tesoros en la butaca impediría que vinieras! Lástima que las palabras escritas en los márgenes fuesen indescifrables, ¿no? Tal vez debería haber mantenido la boca cerrada y jugado con sus claveles.

¿Claveles? ¿Palabras indescifrables? De repente, lo comprendo todo.

—Fuiste tú. Tú emborronaste sus anotaciones para que yo no pudiera leerlas. Y en el psiquiátrico… ¡fuiste tú el que estuvo a punto de matarla!

—No admitiré nada, aparte de que la mujer estaba fuera de control. Tenía que calmarse, por su propia seguridad.

—¡Claro que estaba fuera de control! ¡Jugaste con su mente durante la mitad de su vida! —Aprieto la mandíbula—. Es culpa tuya que Alison esté en ese lugar.

Morfeo extiende sus alas satinadas, un movimiento que oculta a las brillantes hadas y que proyecta una sombra sobre mí.

—Tú eres la responsable de eso. Alison se las estaba apañando bien hasta que llegaste tú. Pregúntale a tu padre, si no. Antes de que nacieras, nunca les había respondido a los bichos y a las plantas que le hablaban. Al menos, no en presencia de gente.

—No —susurro.

—No le hagas caso, Ali —trata de consolarme Jeb—. Tu madre te quiere.

Morfeo levanta las manos por encima de la cabeza y aplaude.

—Bravo, caballeroso caballero. ¿Habéis visto eso?

Las hadas se unen a la falsa alabanza dando brincos por el hongo. Todas excepto Sedosa, quien, sentada en el narguile, observa la escena en un silencio solemne.

—Esto sí que es nobleza —continúa Morfeo, paseándose sobre el hongo con aire pomposo—. A pesar de estar atado, sólo le preocupa la tierna sensibilidad de la doncella. Y debo admitir que hace bien.

Las hadas silencian sus falsos elogios, confusas. Con un aleteo, Morfeo se desliza y cae grácilmente ante mí, amenazante y hermoso.

—Tu madre te quiere. Muchísimo.

Aunque me tiemblan las piernas, levanto la mirada hacia él; el desprecio arde detrás de mis ojos.

—Mantente alejado de ella —dice Jeb atravesando la red de un puñetazo y rozando la pierna de nuestro anfitrión.

Morfeo lo esquiva.

—Ah, ah, ah.

Hace que la red desaparezca y que el humo se funda de tal modo que las muñecas, los tobillos y el cuello de Jeb quedan esposados a la base de la seta.

Si vas a comportarte como un mono amaestrado, serás tratado como tal.

—¡Capullo! —Arremeto con un alarido y la mano abierta, pero Morfeo bloquea mi muñeca en el aire. El impacto hace que me repiqueteen los huesos y que se resientan los moratones.

—Ahí está ese fuego —dice Morfeo ladeando la cabeza. A juzgar por la expresión de su cara, está entre divertido e impresionado—. Me alegro de ver que todavía arde.

—¡Quítale las manos de encima, hijo del gran bicho!

Entre gruñidos, Jeb lucha contra las esposas de humo. Se esfuerza tanto por intentar alcanzamos que la cara se le enrojece.

Nuestro captor suelta una risita y se inclina sobre mí; continúa aferrándome la muñeca.

—Ay, qué bien me cae este chico —murmura—. Es un artesano de la palabra.

Está tan cerca que su aliento humeante se filtra dentro de mí, dulce como la miel; me atrapa como la seda de la araña. Un consuelo de mi infancia.

—En cuanto a ti… ¿acaso es ésa la forma de tratar a un viejo amigo? ¿Después de todo lo que compartimos? Ay, ay, ay…

Tengo ganas de acercarme, de buscar más de esas sensaciones seductoras. Pero el deseo no es mío. Me está manipulando de algún modo. Tiene que estar haciéndolo.

Me abalanzo sobre él. Morfeo me clava las uñas en el guante, haciendo que me palpite la muñeca.

Brillan los ojos negros, duros y glaciales, detrás de su máscara.

—Deja de luchar y escucha. Tu madre no tenía que haberme dado la espalda. No tenía que haberse ido a esa casa de locos para protegerte.

—Espera. —Se enciende una señal de alarma en mi interior—. ¿Estás diciendo que decidió ir?

—Todo lo que necesitaba era poner unos kilómetros de distancia entre las dos. Podría haberse divorciado, haberse trasladado a la otra punta de la ciudad y haberle dado a tu padre la custodia completa. Pero os quería tan intensamente a los dos que no podía haceros daño de esa forma. Quería formar parte de vuestras vidas… y al mismo tiempo mantenerte a salvo. Así que sacrificó su vida. Ese es el más puro de los amores.

—Estás mintiendo. —Mi acusación brota en un hilo de aire.

—¿Tú crees? Eres la única a la que he podido llegar tan joven. Entre tu madre y tú existía el vínculo más fuerte que jamás he conocido. Logré usar sus sueños como vehículo para meterme en los tuyos. Cuando se dio cuenta de lo que ocurría se volvió loca. Pero eso sólo fue una locura pasajera. Que quede clara una cosa: el traje de Alicia, la obsesión con la fiesta del té, los chasquidos de lengua, el hablar en voz alta con los insectos y las flores… Fue ella quien orquestó todos esos tics para que la mantuvieran alejada de ti. Por respeto a su sacrificio, juré que yo tampoco volvería a acercarme a ti.

—Rompiste tu palabra, entonces —le susurro.

—No. Es que había un pequeño vacío legal. —Los nudillos de su mano libre me rozan la sien. Su caricia es cálida y delicada—. me encontraste a mí. Como fuiste la primera en buscarme, me liberaste de las ataduras del juramento. Chica lista, muy lista. Ahora estás aquí para arreglar las cosas, ¿verdad, bizcochito? Para arreglar lo que estropeó Alicia. Para arreglar el País de las Maravillas y romper la maldición que arrastra tu apellido. Los insectos y las flores parlantes… los vínculos con este reino. Ya no estarás bajo su hechizo. Tu madre podrá por fin dejar de fingir que está loca de atar, porque ya no necesitaré a ninguna de vuestro linaje.

Me duele el pecho, como si alguien hubiera usado mi corazón como saco de boxeo. Por eso Alison dijo aquellas cosas en el jardín que si seguía adelante con mi plan para encontrar la madriguera del conejo, todo lo que ella había hecho sería en vano. Soportó voluntariamente años de humillación, horror y exceso de medicamentos porque esperaba que me mantuviera lejos de aquí. Y yo voy y lo arruino todo al ir en busca de Morfeo.

Por eso lo que planean mi padre y los médicos resulta aún más demoledor.

—Es culpa mía —susurro, tratando de no llorar—. Todo lo que le ha pasado a mi madre… es culpa mía.

—¡Ali, no dejes que te haga sentir culpable! —dice Jeb. Apenas se oye el crujido que hace su ropa al intentar librarse de las esposas.

Morfeo me levanta la barbilla con los dedos.

—Exacto, no te sientas culpable porque descubrieras el agujero del conejo y fueras lo suficientemente valiente como para entrar. Tú eres la única que ha demostrado semejante astucia y valentía desde la propia Alicia. Y ya has conseguido secar el océano que dejó ella. Vas a arreglarlo todo, por tu madre. Por todos nosotros. Eres muy especial, Alyssa. De verdad que lo eres.

Tira de mi muñeca, levantándome hasta que me pongo de puntillas y toco con la nariz las líneas inferiores de su máscara.

Está tan cerca que casi puedo saborear sus labios con aroma a regaliz.

Un fuerte chasquido rasga el aire y Morfeo me suelta. Me tambaleo hacia atrás. Las hadas chillan cuando Jeb se libera del hongo.

Jeb rueda por el suelo pegando latigazos con las piernas.

Las esposas rotas —todavía unidas a sus tobillos, cuello y muñecas— lo siguen como la cola enroscada de un escorpión y alcanzan a Morfeo en uno de los giros, tirándolo al suelo. El impacto hace que se le caiga el sombrero y que el humo se evapore, de modo que ambos se enzarzan en un revoltijo de alas y extremidades.

Jeb monta sobre Morfeo y le agarra el cuello con las manos.

—Te dije que no la tocaras. —Su profunda voz suena ronca pero tranquila, y hace que se me erice el vello de la nuca.

Morfeo comete el error de reírse y Jeb reacciona. Suelta una mano de su cuello y le asesta un puñetazo, arrugando la máscara de satén rojo. Morfeo gira la cabeza para esquivar el ataque. Sus alas están arrugadas y malhadadas bajo su cuerpo.

Tenso los músculos. Me debato conmigo misma: una parte de mí quiere defender a Morfeo, defender su causa ante Jeb; pero la otra parte anima a Jeb a que lo machaque. Me inclino, con las sienes palpitantes, mientras me ahogo en un mar de recuerdos distorsionados y emociones inconexas. Las hadas gimen y pululan por las ramas, sobre nuestras cabezas. Es evidente que nunca han visto a su amo siendo atacado por nadie.

Para derribar a Jeb, Morfeo se pone a dar patadas; caen al suelo y ruedan por los pastos de neón, dejando una estela plana. Esta vez, Morfeo termina poniéndose encima. Sus alas los envuelven a ambos como una tienda de campaña. El contorno de la cara de Jeb aparece, presionada contra el reverso de la satinada membrana negra. Un movimiento de succión deja la huella de su boca.

Se está ahogando.

Atravieso la bruma de mi mente y me abalanzo sobre Morfeo, abatiéndolo. Rueda por el suelo, envuelto en sus alas como en una crisálida.

Caigo de rodillas y bajo la cara hasta ponerme a la altura de la de Jeb. Su aliento, lento y regular, me calienta la nariz, pero no abre los ojos.

—¡Jeb! Despierta, por favor…

Arrastrándolo por los hombros lo coloco sobre mi regazo y le acuno la cabeza. Morfeo se pone en pie y se sacude el polvo.

—¿Qué has hecho? —chillo.

Él se recoloca la arrugada máscara; luego extiende las alas sobre sus hombros y les pasa la mano por encima para comprobar los daños.

—Sólo está inconsciente.

Se pone el sombrero y se toca las marcas de manos que tiene en el cuello. Se le oscurecen los ojos.

—Ha sido un gesto de bondad. Podría haberlo matado —gruñe—. Debería haberlo matado, de hecho. No hay duda de que terminaré arrepintiéndome de esta decisión.

Morfeo alza la vista a su harén y, con un movimiento, les indica que bajen.

—Llevad al pseudoelfo a la mansión. Despertadlo de su sueño. Haced que se sienta bienvenido como sólo vosotras sabéis hacerlo.

Sedosa es la primera en bajar de los árboles. Ahora incluso parece que hay más hadas. Caen en torrentes, en forma de lluvia reluciente, siguiendo el ejemplo de la primera.

—¡No! —grito.

Me pongo delante de Jeb de un salto. Me lío a puñetazos. A una orden de Sedosa, se lanzan contra mis brazos y costillas a toda velocidad, punzantes como el granizo. Me niego a moverme hasta que Morfeo me agarra del cuello y me obliga a ponerme en pie.

Me retuerzo en sus manos, pero eso sólo aumenta su firmeza. Su brazo me rodea la cintura con tanta fuerza y dureza como una abrazadera de metal. Me mantiene con la espalda clavada en su costado y los pies en el aire. Cincuenta hadas o más izan a Jeb asiéndolo de la ropa. Le cuelga la cabeza, y la camisa y los pantalones se fruncen allí donde lo mantienen agarrado, como si lo estuvieran alzando con cuerdas.

—¡Jeb! —Las lágrimas me nublan la vista cuando no me responde—. Tened cuidado con él.

Las pequeñas hadas sólo son capaces de levantarlo unos centímetros del suelo y la hierba, alta, se dobla bajo el peso de Jeb mientras lo arrastran desde el claro. Algunas de las hadas restantes siguen a la procesión tirando de la mochila. Cuando el último tramo de hierba aparece a su paso, me libero de Morfeo de un empujón; pero sólo porque él me lo permite.

—Si el tiempo que pasamos juntos significó algo para ti alguna vez, no le harás daño —digo mientras lágrimas calientes ruedan por mis mejillas.

Morfeo alarga una mano y recoge una de ellas con la punta del dedo. La sostiene en alto, a la luz del pálido resplandor que irradian las pocas hadas que hay sobre nosotros. Una curva en sus labios denota curiosidad.

—Lloras por él, pero por mí sangraste. Habría que preguntarse qué es más poderoso. Más vinculante. Supongo que lo sabremos algún día.

Se me seca la garganta.

—¿De qué estás hablando? ¿Cómo que sangré por ti?

Se aplica la lágrima en la piel como si fuera una loción.

—Todo a su debido tiempo. En cuanto a tu soldado de juguete, no te preocupes por él. Va a recibir un montón de atenciones. Y, una vez el éxtasis le haga perder la consciencia, olvidará dónde está y con quién vino. Aunque imagino que tendré que mandarlo a otra parte del País de las Maravillas para quitármelo de encima.

Me atenaza el terror. Ya resulta lo bastante terrible que esas ninfas tamaño bolsillo vayan a seducir a Jeb; pero, si además le hacen olvidar quién es, se perderá en este lugar para siempre.

Jeb está aquí por mí; no se merece un final así.

—Por favor, envíalo de vuelta a nuestro mundo.

Morfeo se encoge de hombros.

—No es posible. Estamos experimentando algunos problemas con esto del transporte aquí en el Reino de las Profundidades.

—Eso no puede ser verdad.

Da un paso hacia mí.

—¿No?

Me alejo dos pasos.

—Tú me visitaste en casa, en el trabajo. Me vigilaste. Prácticamente hiciste que Alison se asfixiara con el viento…

Echa para atrás la cabeza y se ríe, alzando los brazos como si fuera un gran intérprete.

—Menuda imagen: yo, controlando el viento y el tiempo. Debo ser un dios, entonces.

Lo fulmino con la mirada.

—Sé lo que vi.

Él se recoloca los puños.

—Utilizaba reflejos para visitarte. La esfera de jardín del psiquiátrico, los espejos de las tiendas, los que tienes en casa… A través de ellos proyectaba una ilusión, pero no podía materializarme por completo porque los portales están obstruidos. Tu mente era mi escenario. Nadie más podía verme, ni oírme ni sentirme. Sólo tú. Y claro que me sentías, ¿verdad, cariño?

Pensar en cómo su aliento fantasma me hacía cosquillas en el cuello mientras tarareaba, cálido y burlón, me sacude hasta los huesos. Levanto la barbilla en un pobre intento de ocultar el efecto que ejerce en mí.

—Fue magia… lo de la trenza de mi madre. Se movió, me aprisionó los dedos en su garganta. Fuiste tú.

Se abrillanta las uñas en la solapa.

—Fue magia, lo admito. Magia equivocada. Y no fue mía.

—¿Qué significa eso?

—Aún no estás lista para esa respuesta.

Harta de sus manipulaciones, le hago perder el equilibrio de un empujón y corro hacia el claro entre los árboles donde desaparecieron las hadas; en mi desesperación por encontrar a Jeb estoy a punto de tropezar con mis tacones. Oigo un duro aleteo sobre mi cabeza y Morfeo se planta en mi camino. Freno derrapando.

Se agacha con las alas extendidas en paralelo al suelo y me mira fijamente, como un ave de presa gigante: oscuro y peligroso. Conozco este lado suyo… su negro humor temperamental. No habrá forma de razonar con él, a menos que consiga tener el control.

Se pone en pie y me coge por los hombros antes de que pueda echar a correr de nuevo.

—Basta de juegos —dice—. Es hora de que cumplas con tu destino. No me pasé el primer tercio de tu vida entrenándote en vano. Alicia dejó ondulaciones en nuestro mundo que sólo tú puedes alisar. Llevaba más de setenta y cinco años esperado a que llegase este día… he hecho demasiados sacrificios como para que todo se desmorone ahora. Arregla lo que ella estropeó y allanarás el camino para romper la maldición y volver a casa. Hasta entonces, yo fijo las reglas.

Alicia ha dejado ondulaciones en nuestro mundo que sólo tú puedes alisar. Las flores zombis dijeron algo parecido: que sólo una descendiente de Alicia podría solucionar este problema. Y el octobeno insistió en que el Sabio —Morfeo— necesitaba mi ayuda desesperadamente. Desesperadamente.

Él fue quien me hizo conservar la esponja, el que lleva años enseñándome cosas acerca del País de las Maravillas. ¿Por qué? Tiene que tener algún tipo de interés personal en esto.

—Me necesitas. —Alzo la voz, arriesgándome con la suposición—. No es que mis antepasadas no encontraran la forma de venir. Es que no quisieron. Tiene que ser una elección. No les puedes obligar; de lo contrario, ya habrías secuestrado a alguna y solucionado este lío. Yo soy la primera que ha estado dispuesta a llegar tan lejos, y no tengo que hacer nada de lo que me digas. ¿Y qué si me tengo que quedar aquí? Siempre he sido una marginada; ya he aprendido a vivir con ello. En cuanto a Alison… sobrevivirá, como siempre ha hecho.

Morfeo no necesita saber la verdad: que la calidad de vida de Alison depende de que yo tenga éxito. Voy a marcarme este farol hasta las últimas consecuencias.

—Ésta es tu única oportunidad —digo apoyando las manos en la cintura—. No intentes joderme, porque podrías terminar esperando otros setenta y cinco años.

Una extraña expresión surca el rostro de mi compañero de infancia. Si no llevara puesta la máscara tal vez podría leer mejor su expresión, pero parece que podría haber un destello de orgullo.

Sus dedos aplican menos fuerza sobre mis hombros.

—¿Qué es lo que quieres?

—Jeb y yo nos reuniremos. Hoy. Vas a decirles a tus hadas que no hagan nada y vas a mantener sus recuerdos intactos. Será tratado como tu igual, no como tu peón. Y quiero las cosas claras: cómo puedes decir que eres amigo de Alison si tú y yo crecimos juntos; cómo conociste a mis antepasadas si tienes mi edad. Y qué es lo que sacas tú con todo esto.

Me suelta.

—¿Es eso todo lo que quieres?

Recordando lo que dijo el octobeno acerca de los juramentos entre los seres de las profundidades —hecho verificado por la promesa que Morfeo hizo a Alicia de no ponerse en contacto conmigo, y que mantuvo—, añado una cosa más.

—Quiero tu palabra: un juramento.

—Qué rollo. —Suspirando, se coloca una mano sobre el pecho como si estuviera jurando lealtad—. Juro por mi vida mágica que no mandaré lejos ni haré daño a tu querido novio siempre y cuando él te guarde lealtad a ti y a tu noble causa. Aunque me reservo el derecho a mostrarme hostil con él a la mínima oportunidad. Ah, y responderé a todas tus preguntas con mucho gusto. —Llegado este punto hace una reverencia: es todo un caballero.

Con ese traje de cuero, esa máscara arrugada y ese sombrero morbosamente seductor, se cree que es una estrella de rock; tal vez en este lugar lo sea. Pero me ha dado su palabra y tiene que cumplirla, o se le marchitarán las alas y perderá todo su poder.

Se endereza y da un paso al frente hasta que las puntas de sus botas tocan las mías.

—Listo. Dado que ya nos hemos quitado de encima la parte más desagradable, ¿podemos continuar? En vista de que los dos somos adultos ahora, tenemos que ponernos al día.

Miro hacia los árboles. Se han ido todas las hadas. Me hormiguean los nervios bajo la piel.

—¿Dónde están todos?

—Preparándonos un banquete de celebración en la mansión. No tenemos carabinas. Deberíamos aprovecharlo.

Doy un paso atrás presa del pánico, pero Morfeo me envuelve con sus alas y me mantiene en el sitio, tapándolo todo menos él. Es como si estuviéramos compartiendo una cueva. Su piel es casi translúcida a la tenue luz.

—Es hora de dejarme entrar, adorable Alyssa.

Antes de que pueda responder se quita la máscara y la deja caer sobre la hierba. Lo que creía que era maquillaje alrededor de sus ojos son en realidad marcas permanentes; como los tatuajes, pero de nacimiento. Son negras, como pestañas exageradamente largas, y zafiros en forma de lágrima embotan los extremos puntiagudos. El efecto es hermoso, de una forma macabra y circense. No puedo resistir la tentación de levantar la mano y tocar las lágrimas brillantes: un arcoíris de colores arranca destellos a las joyas hasta que dejan de ser zafiros azules y se convierten en ardientes topacios, cálidos y anaranjados. Baja las pestañas en un gesto de dicha durante dos largos segundos. Luego, sus ojos de tinta se abren y me tragan entera.

No tengo edad. —Su voz resuena en mi cabeza como un eco, aunque sus labios no se mueven—. Utilizo la magia para imitar cualquier edad que desee. El uso de este poder afecta a los seres de las profundidades mental, física y emocionalmente.

Nos convertimos en la edad en todos los sentidos. Así que, en esencia, la única infancia que he tenido fue la que disfruté contigo en tus sueños. Desata tus recuerdos y lo verás.

La canción cobra vida una vez más: es la nana de Morfeo.

Esta vez no intento resistirme ella. Envuelvo con mi mente las fluidas notas, dejando que impregnen todos mis pensamientos hasta que…

Retazos de mi pasado se proyectan, como películas, en la negra pantalla de sus alas. Acabo de nacer y estoy en la cuna. Una suave manta de satén me envuelve; es roja, ribeteada de blanco. La ventana está abierta y la brisa veraniega susurra bajo los ojales de las cortinas, haciendo que el móvil de mi cuna se balancee; caballitos y bailarinas danzan sobre mi cabeza.

Esa es la canción que me despertó. No la música del móvil, sino la de Morfeo. Hay luz de luna, y ahí está él: la silueta de una mariposa de noche que cuelga de la parte exterior de la mosquitera. Su voz profunda se filtra por la tela, suave y arrulladora:

Pequeña flor blanca y roja, que tu cabecita descanse ahora, crece y progresa, sé fuerte y sagaz, pues algún día

Antes de que pueda invocar el final del verso, me veo lanzada a otro recuerdo. Este resulta brumoso, como si estuviera mirando a través de un cristal lleno de manchas. Me doy cuenta de que es porque estoy soñando. Soy una niña de no más de tres años y voy caminando con un Morfeo de seis a lo largo de una playa negra y brillante. Sus pequeñas alas se curvan sobre nosotros para darnos sombra. Voy cogida de su mano, embelesada por el centelleante espectáculo que se despliega ante nosotros: un árbol hecho de joyas. Morfeo se agacha para señalar el laberinto que hay en la base del árbol y luego se arremanga el puño de encaje para revelar una marca igual en su antebrazo. Giro el tobillo: he establecido la conexión. Morfeo me ayuda a presionar mi marca de nacimiento contra el tronco. La puerta comienza a abrirse y Morfeo, levantándose de un salto, se pone a bailar.

—¡Tenemos las llaves! ¡Tenemos las llaves!

Su dulce voz grita llena de alegría infantil. Yo me río, saltando también detrás de él.

Después estoy de vuelta en casa, dos años más tarde. Es sábado por la mañana y me siento atraída hacia la puerta de rejilla metálica por la nana de Morfeo, que ahora me resulta tan familiar como las sábanas color rosa que hay en mi cuna. El aroma de una tormenta de primavera se filtra a través de la red. Él, en forma de mariposa nocturna, espera al otro lado. Es nuestra rutina: juego con él, con mi amigo de la infancia, de noche, en mis sueños —explorando nuestro mundo encantado gracias a los destellos que me proporciona— y, después, a intervalos a lo largo del día, lo veo con forma de insecto. Resplandece un relámpago y me estremezco ante la puerta, atemorizada por la tormenta. Pero sus enseñanzas ya se han asentado en mi cabeza, y vuelven a la vida con una revoloteante sensación de confianza que me empuja a encontrar una salida. Pronto estoy en el jardín, bailando con mi mariposa nocturna. Mamá me ve. Sale corriendo con unas largas y afiladas tijeras y arremete contra los pétalos de las flores mientras grita:

¡Te voy a cortar la cabeza!

Cuando me doy cuenta de lo que busca realmente, una extraña incomodidad se despierta en mi interior. He visto cómo el embiste de las tijeras hace jirones de los pétalos. Las alas de mi mariposa son muy bonitas y no quiero que se las estropee.

Pongo las manos en la trayectoria de las tijeras para detenerlas. La mariposa nocturna escapa ilesa, pero yo no tengo tanta suerte…

Salgo del trance y caigo al suelo, apretándome las doloridas palmas contra el pecho. Las cicatrices palpitan como si estuvieran recién hechas. Morfeo se inclina sobre mí y me acaricia el pelo.

—Te dije que eras especial, Alyssa —murmura, y el peso de su mano sobre mi cabeza resulta extrañamente reconfortante—. Nadie más ha sangrado por mí. La lealtad de un niño hacia otro es inconmensurable. Tú creíste en mí, compartiste conmigo nuevas experiencias, crecimos juntos. Eso te ha granjeado mi más sincera devoción.

Por fin lo comprendo. El otro recuerdo, el que durante todos estos años creí que era real, estaba teñido por lo que mi padre creyó que había sucedido basándose en lo que vio al mirar por la ventana de la cocina, donde estaba haciendo tortitas. Creyó que estaba bailando detrás de Alison, cuando en realidad estaba tratando de proteger a mi amigo.

Alguien que yo creía que era mi amigo. ¿Acaso un amigo se marcha volando y te deja sangrando y con el corazón roto?

Estoy destrozada. Tengo un revoltijo de revelaciones en la cabeza; demasiado que procesar. Las contusiones que ha sufrido mi cuerpo en las últimas horas vienen a ajustar cuentas conmigo. Los moratones me laten y siento las extremidades tan pesadas como la piedra.

Sigo de rodillas y me apoyo en los muslos de Morfeo; son un sólido soporte. El cuero fresco de sus pantalones es como un cojín para mis mejillas. Cierro los ojos. Sí… he estado aquí antes, apoyándome en él, a salvo.

Al principio, cuando se inclina sobre mí para rodearme con los brazos, creo que me lo estoy imaginando. Pero el aroma a regaliz y a piel caliente me envuelve, sé que es real.

—Te fuiste —lo acuso, luchando por mantenerme despierta—. Estaba herida… y me dejaste allí.

—Un error que juro, por mi vida mágica, que nunca volveré a cometer.

Aunque me está acunando entre sus brazos, su respuesta suena lejana. Pero la distancia no importa: me ha dado su palabra. Y se la voy a hacer cumplir.

Entreabro los ojos y veo cómo unas sombras se ciernen sobre nosotros. ¿O son alas?

Por un instante, resurge en mi mente la preocupación por Jeb; luego me abandono a un sueño oscuro y sin sueños.