10

¡Qué raro!

Tengo calor… demasiado calor. Una niebla azul brilla intensamente y luego se apaga, como el sol reflejándose en las olas. Me llega un ruido de agua cercano y todavía más cerca oigo el roce de tejidos característico de la ropa.

—¿Jeb?

—Tómatelo con calma, querida —Morfeo se sienta a mi lado. Su piel huele a regaliz, su cabello está despeinado y es azul, y tiene ojos tatuados con joyas en los extremos. Ahora lo recuerdo. Me ha traído hasta aquí desde la guarida de las setas.

Me desperté un instante durante el vuelo y me desmayé de inmediato debido a mi miedo a las alturas, y luego abrí los ojos durante unos segundos cundo me arropó en su cama.

La niebla azul es en realidad una pantalla de agua que cae del elegante dosel de la cama, formado una cortina líquida. Las alas de Morfeo cortan la pequeña cascada, que se retrae y le abren paso sin mojarlo. Conforme se mueve, la cortina de agua imita el gesto, como si hubiera algún tipo de barrera invisible entre él y el líquido.

Intento sentarme en la cama, pero las mantas pesan demasiado. Me invade la claustrofobia y mi corazón empieza a latir demasiado rápido.

—¿Morfeo?

Mi voz, ronca y áspera, me falla. Siento la garganta como si hubiera estado chupando galletas saladas. Debe ser por todas las lágrimas que tragué en el océano.

Se tiende a mi lado en el colchón, apoyado en un codo. Acaricia con los dedos las hebras de cabello platino que, desperdigadas por la almohada, rodean mi cabeza.

—Has llorado mientras dormías. ¿Algo va mal?

Asiento, esforzándome en sacar la mano de debajo de las mantas para tocarme la garganta.

—Jeb —murmuro.

Morfeo frunce el ceño.

—Tu amigo está a salvo y descansa en los aposentos de invitados. Lo que quiere decir que por ahora eres mía.

Empieza a retirar las mantas.

Lo que hace un minuto me parecía una atadura insoportable ahora me parece una armadura que me retiran poco a poco. No estoy segura de si estoy vestida, así que me aferro a la última manta y no permito que baje más allá de mis clavículas.

Morfeo se inclina sobre mí. Su cabello roza mi hombro desnudo con una caricia excitante.

—Pequeña y tímida flor —susurra, cubriéndome con su dulce aliento—. Piel contra piel vamos a borrar tu dolor.

Piel contra piel… no parece algo que mi padre fuera a aprobar. Ni Jeb tampoco, huelga decirlo. Intento apartar a Morfeo, pero él aprovecha para retirar la manta con sus pálidas y elegantes manos. Llevo puesto un camisón largo de tirantes color champán, de raso con encajes. Tapa todo lo que tiene que tapar, pero aun así me siento expuesta y vulnerable. Para ponérmelo, Morfeo ha tenido que desnudarme. Cruzo los brazos sobre mi pecho y me ruborizo.

Él sonríe.

—No te preocupes. Fueron mis mascotas quienes te desvistieron. Te quitaron la ropa que llevabas para quemarla.

—¿Quemarla? Pero… no tengo nada más que…

—Ahora guarda silencio, y no te muevas.

—Dijiste algo de un banquete. De ninguna manera voy a ir a un banquete vestida con esto.

Cruzo los brazos con fuerza.

Él sacude la cabeza y luego pone el dobladillo del camisón por encima de mi tobillo y deja al descubierto mi marca de nacimiento. Me levanto, a punto de apartar la pierna con brusquedad, cuando sus ojos profundos y oscuros se vuelven hacia mí.

—Confía en mí.

La sensación de aleteo en mi mente me empuja a escucharle. Aquí, en este lugar donde el ruido de fondo de los susurros ya no me distrae, puedo escuchar mis pensamientos con claridad por primera vez en muchos años. Puedo comprender cómo late mi mente. Ese aleteo… soy yo. Tengo un lado, más allá de la buena chica y la hija obediente, que es salvaje y se mueve por instinto.

Y es ese lado el que decide confiar en él, a pesar de nuestro extraño pasado… o quizá precisamente por eso.

Arremangándose el puño de la camisa hasta el codo, Morfeo me muestra la marca de nacimiento a juego con la mía, la que recuerdo de mis sueños. Intrigada por nuestras similitudes, le agarro la muñeca con una mano y recorro las líneas con la otra. El laberinto brilla al notar mi tacto. Sus rasgos cambian y no puede contener un murmullo sordo, a medio camino entre un ronroneo y un gruñido. Noto que su brazo está en tensión, como si tuviera que esforzarse al máximo para no moverlo mientras satisfago mi curiosidad.

Morfeo es una viva contradicción: una magia potente pero contenida, un carácter en que la bondad está en guerra constante con la severidad, una lengua hiriente como la cola de un látigo y sin embargo una piel tan suave que bien podría parecer que está envuelto en nubes.

Le sostengo la mirada y comprendo lo que piel contra piel significa. Tomo la iniciativa y hago que nuestras marcas de nacimiento se toquen. Del punto de unión surge calor, como cuando Alison me curó el tobillo y la rodilla, aunque ésta es una reacción mucho más volátil. El calor invade todo mi cuerpo y me ruborizo de pies a cabeza.

Morfeo me hace tenderme de nuevo, me baja el camisón para que me cubra el tobillo y me sube la manta hasta la barbilla. Se pone el sombrero, ladeado, y abre las alas hacia el cielo al ponerse en pie. La cortina de agua se aparta, formando un arco a su alrededor.

—No te muevas de donde estás hasta que regrese con algo para tu garganta.

Su voz tiene un punto de crudeza que hace que mi cuerpo se acalore todavía más.

Cuando se retira, la cortina de agua se cierra tras él, impidiéndome ver lo que me rodea. En cuanto oigo cerrarse la puerta de la habitación me destapo, me siento apoyando la espalda en la cabecera y elevo las rodillas casi hasta la barbilla. Hecha un ovillo, tiemblo por las ráfagas de aire frío.

Cierro los ojos y pienso en lo que he sentido: el pulso de su magia contra mi dedo, de su carne contra la mía. Tengo que frotarme mi marca de nacimiento para disipar la euforia.

Cuanto más me acuerdo de Morfeo y de este lugar, más me olvido de mí misma… de la persona que creía ser.

¿Por qué no me dijo nada Alison? Si hubiera sido honesta conmigo, ahora no estaría tan confundida ni Jeb encerrado en otra habitación.

Una punzada de culpa me atraviesa el corazón. No. Mi madre sólo quería protegerme. Y van a someterla a unos electrochoques innecesarios a menos que yo pueda romper la maldición y regresar pronto.

Instintivamente, alargo una mano hacia la cortina líquida y hago que el agua reaccione como lo hacía ante Morfeo. Se aparta como si estuviera viva, sin que me caiga encima una sola gota. Cojo una manta, me la ato a los hombros a modo de capa improvisada y salto a través de la cortina para aterrizar sobre una mullida alfombra. Mis músculos todavía emiten un eco de dolor, pero aparte de eso, estoy bien.

Giro sobre mis talones para contemplar la habitación, cuya decoración, salvaje y asombrosa, como su dueño, me resulta vagamente familiar. No hay ventanas ni espejos. Una suave luz ámbar desciende de la gigantesca araña que ocupa la mayor parte de la cúpula del techo. Las paredes están cubiertas de terciopelo púrpura intercalado con franjas de hiedra, caracolas y plumas de pavo real.

Un juego de estantes de cristal ocupa la parte a mi izquierda. La mitad de ellos están ocupados por sombreros de todo tipo y tamaño adornados con mariposas nocturnas muertas; la otra mitad la ocupa lo que a primera vista me parecen casas de muñecas transparentes, pero que pronto comprendo que son terrarios.

Dentro de los terrarios, las mariposas nocturnas vuelan de un lado a otro y se posan sobre hojas y ramitas. Hay lugares de los paneles de cristal cubiertos por densas redes, similares a las que aparecen en mi pesadilla de Alicia. Son capullos —orugas que están transformándose en mariposas—. Acompañada por el sonido de la cortina de agua, pienso en cómo el ala de Morfeo atravesó el agua antes y comparo esa imagen con mi sueño en el bote de remos, cuando una hoja negra estaba a punto de cortar la red.

No era una hoja en absoluto.

La puerta se abre con un chirrido y me vuelvo hacia ella, sobresaltada.

Morfeo cruza el umbral y cierra la puerta tras de sí, encerrándonos dentro.

—Así que ya te has levantado, ¿eh? Y sin mojarte ni una gota. —Trae una bandeja con una tetera y un juego de tazas de té de porcelana—. Muy bien.

—Eres tú. —Señalo a los capullos con mi tembloroso dedo—. La pesadilla que he estado teniendo durante años, fuiste tú quien la puso en mi mente, ¿verdad?

Su mandíbula se tensa mientras deja la bandeja sobre una mesa de cristal.

—¿De qué pesadilla se trata? No he conectado mentalmente contigo desde que ingresaron a tu madre… hasta ayer.

Sirve una taza de té. Hilos de vapor recorren la habitación, llevando con ellos olor a miel y limón.

—Yo soy Alicia —digo— y estoy buscando a la Oruga. Van a cortarme la cabeza y él es mi único aliado. —Me acaricio el cuello—. No, espera, también está el Gato de Cheshire, pero ninguno de los dos puede ayudarme. El Gato ha perdido su cuerpo y la Oruga… —miro las cajas de cristal—. Eres tú quien está atrapado dentro del capullo.

Morfeo titubea con la tapa de la tetera, que se cierra haciendo bastante ruido. Cuando se vuelve hacia mí, tiene los ojos como platos.

—Te acuerdas. Después de todos estos años, has retenido los detalles.

—¿Los detalles de qué? Me tiemblan las piernas y me aprieto la manta alrededor del cuello.

Morfeo me señala la silla que hay tras él.

—Siéntate.

Al ver que no me muevo, me toma de la mano y me lleva hasta allí. Ahora lleva puestos guantes negros, que recuerdan a aquellos con los que soñé en el bote de remos. Estoy a punto de decírselo cuando me entrega una taza.

—Bebe un poco de té, después recordaremos juntos la historia.

¿Recordaremos?

Mientras él se sirve otra taza, doy un sorbo a la mía y el líquido dulce me suaviza la garganta. Paso el dedo sobre la mesa bajo el platillo de mi taza. La superficie es un tablero de ajedrez, negro y plata. Una lámina de cristal lo cubre para protegerlo de manchas y arañazos. Piezas de ajedrez de jade —peones, torres, caballos y demás— están dispuestas sobre él de forma inusual. Sobre tres de las casillas plateadas, como por arte de magia, flotan unas frases escritas con letras diminutas y brillantes. Me inclino para leerlas y capto las palabras pluma y océano antes de que Morfeo pase su guante sobre el cristal y las borre.

—¿Qué era eso? —pregunto.

—Es como sigo tus logros.

—¿Mis «logros»? ¿Te importaría explicármelo?

Tomo otro sorbo del té.

Se ha sentado frente a mí y sus grandes alas sobresalen por ambos lados de la silla. Ha dejado su sombrero sobre la mesa.

—Preferiría mostrártelo.

Saca una pequeña caja de metal de un cajón de su lado de la mesa. Hace girar la tapa de la caja sobre sus bisagras y la inclina sobre la mesa. Su contenido se dispersa sobre el tablero: se trata de otro juego de pequeñas piezas de ajedrez. Éstas también están talladas en jade verde pálido: una oruga fumando en narguile, un gato con una enorme sonrisa tallada en la cara y una niña pequeña con un delantal sobre el vestido. Hay más personajes, todos conocidos. Morfeo y yo jugábamos con ellos cuando le visitaba en mis sueños.

Tomo la figura de Alicia y la sostengo en la mano, pasando la yema del dedo por el borde de su delantal. Con su exterior jaspeado y verdoso, tiene un aspecto muy distinto del de los dibujos. Parece mucho más frágil. Preciosa y excepcional, como la piedra en que está tallada.

Morfeo levanta su taza y, mientras bebe, me mira por encima de su borde. Luego deja la taza sobre el platillo con un tintineo.

—Siempre fue tu favorita.

Cruza su rostro una expresión de adoración que me adula y aterroriza a la vez. En mi pecho se abre paso una nostalgia que cobra forma poco a poco.

—Solías contarme historias con estas figuritas.

—Desde luego. O, mejor dicho, solíamos verlo.

—¿Verlo?

Las joyas bajo sus ojos relucen, iluminándose de un azul tranquilizador.

—¿Cómo te encuentras, Alyssa?

Intrigada por la pregunta, frunzo el ceño.

—Bien. ¿Por qué lo preguntas? —En cuanto termino la frase, la habitación empieza a dar vueltas y con ella también las piezas de ajedrez. Mi taza se vuelca sobre la mesa y la mitad de su contenido se derrama hacia arriba. Me llevo ambas manos a la garganta—. ¡Has echado algo en el té!

—Simplemente estoy limpiando el paladar de tu mente. Debes estar relajada y ser tan ligera como una pluma para canalizar tu magia durante las primeras etapas. De otro modo, podría emerger en estallidos y arranques y ser ingobernable, como sucedió en el psiquiátrico.

La voz incorpórea de Morfeo flota a mi alrededor y la araña en el techo parpadea: oscuridad y luego luz, oscuridad y luego luz.

—¿Quieres decir que…? —No, no es posible—. ¿Yo controlaba esa magia?

Pensar que he tenido algo que ver con casi asfixiar a Alison hace que se me remuevan las tripas.

—Más bien la magia te controlaba a ti —se burla Morfeo—. Estabas demasiado preocupada como para que funcionara correctamente.

Me esfuerzo por localizarlo entre el caos: necesito ver su rostro para asegurarme de que está hablando en serio.

—Pero ¿cómo es posible?

—En el instante en que tu mente aceptó la posibilidad de que el País de las Maravillas fuera real, destruyó la cámara de vacío en que las dudas te habían aprisionado —dice desde algún punto sobre mí—. Ahora, deja de pensar como una humana. La lógica del Reino de las Profundidades reside en la difusa frontera que separa lo lógico y lo absurdo. Si conectas con esa lógica y visualizas que las piezas de ajedrez cobran vida, lo harán. Tienes que creerlo para verlo.

Escéptica, orbito en círculos ingrávidos junto a todo lo demás: los estantes de cristal, los sombreros, la mesa y el tablero de ajedrez. Las cortinas de agua del dosel de la cama forman un embudo a nuestro alrededor, y oscilan y forman remolinos esforzándose por no tocar nada. La figurita de Alicia se me escurre dela mano mientras intento mantener el equilibrio en una habitación en la que todo se mueve. Sin convicción, finjo que puede estirar un brazo para cogerme y tomar mi mano, pero la estatuilla sigue cayendo y la pierdo de vista.

—Había una vez una niña llamada Alicia —dice Morfeo con una voz que es como un brebaje hipnótico. Sigo sin verlo—. Era toda inocencia y dulzura, felicidad y luz. Quizá su único defecto es que era muy…

—Curiosa —digo, terminando la frase por él y, al instante las piezas de ajedrez crecen hasta cobrar tamaño humano. Me esfuerzo más por imaginar que están vivas: visualizo sangre recorriendo sus tallados cuerpos como los claros arroyos recorren la montaña, dibujo en mi mente sus pulmones expandiéndose y enviando oxigeno a las arterias que impulsan los latidos de sus corazones de piedra.

Me concentró tanto que me sobresalto cuando la Oruga, que con una mano fuma en su narguile, me agarra la muñeca con la otra.

—Te pareces a una chica que conocía. Su nombre empezaba con A. ¿Quizá el tuyo empieza también por A?

El humo verdoso de la pipa se expande hasta formar ante mí una espesa y fragante lámina a juego con el brillo de jade de la oruga.

El Gato flota a nuestro lado. Agarra la lámina de humo y, utilizando sus garras como tijeras, recorta de ella ocho vaporosas letras que forman la palabra Alegoría. Estira las letras como si fueran una de esas guirnaldas de papel de copos de nieve que se hacen en Navidad. La sonrisa de su rostro teñido de verde se hace todavía más grande.

—Ah —dice la Oruga, cuyas exhalaciones de tabaco forman nubecillas a nuestro alrededor—, es una figura simbólica. En ese caso debería jugar en mi equipo, pues yo soy el académico.

El Gato niega con la cabeza y su sonrisa desaparece. Empiezan a tirar de mi cada uno hacia un lado, llevándome ora hacia la derecha, ora hacia la izquierda. No sé cuánto aguantarán mis brazos sin soltarse del cuerpo, así que grito.

—¡Soltadme!

—Ya basta. Aquí lo único que hay figurado sois vosotros dos, memos. —Morfeo hace que me suelten y luego me pasa un brazo por la cadera y agarra la pipa de la Oruga con la otra mano—. Ahora, a vuestras posiciones.

Siguiendo sus órdenes, las piezas de ajedrez que han cobrado vida descienden con las demás a través del embudo de agua. Morfeo nos hace flotar cada vez más alto, hacia la enorme araña que cuelga del abovedado techo y que es la única parte de la habitación que permanece estable. Le paso las manos por el cuello y hundo el rostro en su suave pecho mientras me deposita en la gran lámpara de metal.

—Esto no está pasando —digo, pero sé que sí, porque recuerdo que pasó también en el pasado, años atrás.

—Reúne el valor necesario. Mira hacia abajo. Tu espectáculo está a punto de comenzar.

Niego con la cabeza y cierro con fuerza los ojos.

—Estamos demasiado altos… tengo vértigo.

Él se ríe, da una calada a la pipa y luego exhala el humo sobre mí, envolviéndome en el reconfortante aroma.

—Así es como sabes que estás viva, Alyssa. Por el vértigo.

Antes de que pueda responder, un fuerte golpeteo me sobresalta y me impulsa a mirar.

La pantalla de agua forma un telón, que se abre para revelar un escenario. El dormitorio de Morfeo se ha transformado por completo. Las piezas de ajedrez vivientes dominan la escena y sus cuerpos lechosos y verdes destacan con fuerza sobre un gran tablero de ajedrez negro y plata que se extiende por toda la longitud del suelo. Todo está dispuesto en un gran círculo que me hace pensar en la pista central de un circo.

El marido de la reina, el Rey de la Corte Roja, está apoltronado sobre su trono de terciopelo. Otra mujer en atuendo regio está en pie a su derecha, con lazos carmesíes atados en todos y cada uno de sus dedos. También lleva lazos en los dedos de sus pies desnudos. Una y otra vez manda callar a los lazos, como si no pararan de hablar. La Reina Roja está frente a ambos, cargada de cadenas. La tarima del jurado, que en realidad es una jaula llena de tigres de afilados dientes y focas de cabeza redonda, está a la derecha. Hay soldados naipe por toda la pared.

Sentada en la silla de los testigos está la pequeña Alicia, que juguetea con el dobladillo de su vestido tallado.

Cornelio Blanco está tras ella, con las astas bajas, los hombros hundidos y aspecto de estar cansado y sentirse abatido. Su chaqueta y sus botas son del mismo color marmóreo que su brillante y calvo cuero cabelludo. Una extraña variedad de criaturas está sentada en bancos de madera comiendo cacahuetes o palomitas. Incluso la Reina Marfil y sus caballeros élficos están entre el público.

En lo más alto del estrado hay una criatura con rostro de sapo y que, por la forma en que va vestida, parece más el cabecilla de una banda que un juez. Da un golpe con su maza.

—¡Se abre la sesión de la Corte Roja!

Su emplumada peluca se agita sobre su cabeza. Sólo cuando se levanta sobre sus largas y esqueléticas patas me doy cuenta de que es una cigüeña. Tras acicalar sus plumas de jade, se vuelve a aposentar sobre la cabeza del juez y el proceso continúa.

—Reina Roja, puesto que La Alicia entró en nuestro mundo a través de la madriguera del conejo, que está en la provincia Roja, y puesto que no pudo capturarla antes de que recorriese todo el País de las Maravillas creando problemas, se la acusa de negligencia grave y de ser cómplice de crear el caos. ¿Cómo se declara?

Las alas de la Reina Roja se hunden a su espalda. Mira hacia el rey y hacia la mujer con los lazos.

—Aduzco preocupación temporal provocada por un corazón roto. Mi marido me dejó por Granate… estaba demasiado distraída por su traición como para notar que algo tan insignificante como una niña mortal estaba entre nosotros.

En la plataforma del jurado estallan murmullos. Granate baja la mirada hacia los lazos de sus pies con remordimiento. El rey cambia de postura sobre sus cojines de terciopelo.

—Tú eres quien debería llevar grilletes —dice la Reina Roja a su marido—. ¿Es que no era bastante que siempre fuera la favorita de mi padre mientras vivió, que prefiriera a una niñata amnésica que ni siquiera era de la familia? Pero tu traición es mucho peor. La pedazo de boba de mi hermanastra no sabe ni qué día de la semana es hasta que se lo dice uno de sus charlatanes lazos. Desde luego no tiene ni idea de a quién ama. Tú eres responsable de lo sucedido, por haberla seducido y haberme distraído de mis deberes.

El juez se inclina por encima del estrado, que sujeta con sus manos palmeadas.

—Quizá debería agradecer a su real esposo que negociara con esta corte para evitar la condena más dura. Si se la declara culpable, será exiliada a las tierras baldías. Muy preferible, en mi opinión, a perder la cabeza.

—¿Y qué hay de La Alicia? —la Reina Roja lanza una mirada asesina a la silla de los testigos—. ¿Qué hay de su sentencia?

El juez apunta a Alicia con la maza.

—Ha accedido a leer su confesión escrita a cambio de que se la envíe a casa con la promesa de no regresar jamás y de olvidar cuanto ha visto.

Le hace un gesto con la cabeza a la niña, indicándole que se ponga en pie.

Me inclino hacia delante para ver mejor. El juicio me tiene tan absorbida que ya no me importa lo alta que estoy y no me preocupa que lo único que me mantiene anclada a la araña es el brazo de Morfeo, que me sigue sujetando por la cadera.

Alicia hace una pequeña reverencia y luego saca un trozo de papel del bolsillo de la pechera de su delantal. Tose dos veces, delicadamente, y luego lee en voz alta:

—Quizá mi primer error fue a quién escogí por amigos. ¿O me escogieron ellos? El Gato sonriente y la Oruga fumadora… oh, ¡qué astutos planes cavilaban!

Miro por encima del hombro a Morfeo, que exhala una bocanada de humo y esboza una sonrisa tímida.

Debajo de nosotros, el juez agita su maza, molestando a la cigüeña posada sobre su cabeza. El pájaro emite una especie de cloqueo y agarra la maza con el pico.

—¡Describa esos planes, si es tan amable! —grita el juez mientras se pelea con el pájaro para recuperar su martillo.

Alicia se aclara la garganta e inspira profundamente:

—Pusimos fin abruptamente a la fiesta del té, vertimos sopa sobre una duquesa para hacerla estornudar y robarle sus guantes y su abanico, desencadenamos un océano accidental y ayudamos a un artesano hambriento a atraer a su morseco amigo y alejarlo de una bandada de ostras muy ruidosas, gracias.

Varios miembros bivalvos del público lanzan sus palomitas hacia la testigo y gritan:

—¡Qué escándalo!

Alicia evita la lluvia de maíz agachándose detrás de su silla. El juez, que ha conseguido recuperar su maza a costa de perder su peluca y su dignidad, le hace un gesto para que se levante.

—¿Cómo acabaste escondida en el castillo de la Reina Marfil?

—De hecho, no estaba escondiéndome. El Gato Chessie y el señor Oruga insistieron en que debía visitar a la Reina Marfil y pedirle que me enviara a casa, pues es mucho más agradable que la Reina Roja —Alicia lanza una mirada con toda la intención en dirección a Roja.

La reina encadenada gruñe y sus eslabones se mueven como si tuvieran vida, y casi atrapan el tobillo de Alicia antes de que se suba a su silla.

Dando golpes con su maza, el juez pide orden.

—¿Puede el asesor real de la Reina Roja por favor adelantarse y retener a sus cadenas?

Cornelio Blanco corre a coger los eslabones de metal y los sujeta con fuerza.

—Continúe —dice el juez a Alicia.

Retorciéndose sus enguantadas manos, Alicia baja y recita el resto de su confesión de memoria.

—Marfil parecía contenta de tener invitados. Le tenía mucho cariño al señor Oruga, que es muy gallardo a su sinuosa manera. Justo cuando me preparaba para seguir a los caballeros a la torre más alta del castillo, donde me esperaba mi portal, llegó una invitación de la corte de la Reina Roja para un partido de croquet. Pero era una trampa, para que pudierais apresarme y obligarme a confesar para este juicio. —Hace una nueva reverencia—. Lamento sinceramente los problemas que he causado. ¿Puedo irme ya?

—¡Nunca volverás a casa, pequeño pólipo canceroso! —chilla la Reina Roja.

Casi se me escapa lo que sucede a continuación. Las manos de Cornelio se mueven rápidas como un relámpago, sacando un cuchillo que mágicamente corta las cadenas de metal de la Reina Roja. Sucede tan rápido que nadie más se da cuenta hasta que la reina agita las alas y agarra a Alicia por los hombros, levantándola del suelo. La cigüeña del juez recoge el cuchillo del juego y sigue a la Reina Roja, que huye por la puerta del juzgado llevándose a Alicia.

En cuanto desaparecen, me vuelvo hacia Morfeo:

—¡Sígueles! —exijo.

—Sígueles tú misma —dice, y me suelta.

Grito mientras caigo dando vueltas de campana y el estómago se me sube a la boca. Siento un picor entre mis omóplatos, como si algo estuviera intentando atravesar la piel. El picor desaparece al poco de empezar. A pocos centímetros de darme de cabeza contra el suelo, doy otra vuelta y acabo sentada en mi silla, con la taza en la mano. Las piezas de ajedrez están tiradas por la superficie de la mesa, como si la recreación que acabo de presenciar no hubiera tenido lugar.

Pero yo sé lo que he visto.

Morfeo está sentado frente a mí, haciendo girar sobre la mesa a la figurita de la Reina Roja. Poco a poco, mi estómago se tranquiliza.

—¿Cómo acaba? —pregunto.

—Tu pesadilla lo sabe.

Coloco la figura de Alicia en un cuadrado negro.

—La cigüeña y la reina lucharon en vuelo. Alicia escapó y vino a buscarte.

—Pero yo no pude hacer nada por ella porque ya había empezado mi metamorfosis. Estuve encerrado en ese capullo setenta y cinco años.

—Entonces, ¿cómo logró ganar Alicia?

Morfeo lanza la estatua de la reina roja sobre el tablero y derriba con ella a la de Alicia.

—No ganó. Como sabes perfectamente, su linaje está maldito.

—Y por eso me has traído hasta aquí.

Asiente.

—Para liberar a tu familia y para reabrir los portales que te permitirán regresar a tu mundo, debes corregir todos los errores de Alicia que provocaron que la Reina Roja fuera exiliada y perdiese su corona: debes secar el océano, devolver los guantes y el abanico a la duquesa y hacer las paces con las ostras y con los invitados a la fiesta del té. Sólo entonces podrás romper la maldición de Roja.

A continuación se produce un silencio profundo, roto sólo por el ruido de la cortina de agua que sigue cayendo desde el dosel de la cama. Alargo la mano hacia la figura de la Oruga, pero Morfeo la intercepta con la suya. El calor que emana de su guante me cala hasta los huesos.

Durante un instante lo veo claramente como el niño provocador y bromista que era cuando pasamos tiempo juntos en mis sueños. Entonces le comprendía. Comprendía por qué coleccionaba cadáveres de mariposas nocturnas: porque sus alas representaban la libertad, algo de lo que él había carecido mientras había estado encerrado en su capullo… Comprendía por qué le gustaba volar, especialmente durante las tormentas: porque adelantarse al relámpago le hacía sentirse poderoso. Y él comprendía mis defectos: mi vértigo, mi necesidad de seguridad. Pero aquí Morfeo es un hombre torturado, seductor e indescifrable. Un hombre adulto, con tanto bagaje como yo misma.

—Por eso haces todo esto —mascullo, poniendo a prueba una hipótesis—. Para apaciguar tu sentimiento de culpa por haberle fallado a Alicia.

Se pone en pie de repente en un frenesí de alas y cuero. El aire que provoca su rápido movimiento me agita el cabello.

—Nunca podré apaciguar la culpa que siento por lo que le pasó a Alicia. —Agarra la figurita del Gato de Cheshire y echa a caminar arriba y abajo por la alfombra. A pesar de su impresionante altura, se mueve con la elegancia de un cisne negro—. Y no te engañes. No soy tan altruista.

—Te conozco demasiado como para pensar otra cosa.

Arqueo una ceja y levanto mi taza hacia él a modo de brindis. Él me mira durante unos instantes y casi sonríe.

—Mientras peleaba con la cigüeña, Roja consiguió hacerse con el cuchillo. Puede que yo estuviera a salvo dentro de mi capullo, pero Chessie estaba allí. Se lanzó a proteger a Alicia antes de que Roja pudiera decapitarla. Él recibió el golpe que iba destinado a la niña. —Morfeo sostiene la figurita del gato en equilibrio sobre uno de sus dedos—. Chessie es de una especie muy peculiar: no tiene una parte espiritual y otra material, sino que es ambas cosas a la vez. Puede desvanecerse y aparecer en mitad del aire y transformarse en cualquier cosa. Un ser así es casi imposible de matar. Cuando Roja lo hirió con la espada vorpalina, la única espada que puede atravesar cualquier magia del Reino de las Profundidades, dividió su magia en dos. Está partido, pero todavía vive.

—¿Así que no murió? —dejo mi taza de té a un lado.

—No exactamente. Su cabeza rodó hacia los matorrales en que Alicia se había escondido. Consiguió atrapar la espada vorpalina con la boca y la escupió a los pies de la niña. El cuerpo de Chessie fue capturado por la Reina Roja y, en un último acto de desafío, se lo dio de comer a su mascota el zamarrajo antes de que la capturaran y la desterraran del reino.

Morfeo coge la caja de las piezas de ajedrez. De ella cae la figurita más grande de todas: una criatura grotesca con garras de dragón y una cola con púas. Su boca abierta y sus dientes afilados hacen que un escalofrío de terror me recorra la espina dorsal. Cuando era pequeña, solía esconder esa pieza cuando hacíamos que las otras cobrasen vida.

Morfeo tira el gato al aire y luego deja que caiga con un plop sobre la palma de su mano y lo aprieta entre sus dedos.

—¿Qué te enseñé sobre el zamarrajo? —me pregunta, poniéndome a prueba.

—Es más grande que un vagón de carga. Traga su comida entera, de modo que la víctima se descompone lentamente en el oscuro vacío de su estómago, donde puede tardar más de un siglo en morir.

Me vuelve a mirar con orgullo.

—Exacto. Para Chessie, que no puede morir, es como estar exiliado en una isla desierta sin sol ni luna ni estrellas. Ni viento o agua. Sólo muerte por todas partes. Allí reside su mitad hasta el día de hoy, atrapado y deseando reunirse de nuevo con su cabeza.

Una vena de empatía se abre paso en mi corazón.

—Quieres que te ayude a liberar a Chessie del zamarrajo para que pueda recuperar su cabeza.

Morfeo gira sobre sus talones, me mira directamente y sus alas se hunden.

—Lo único que necesito es la espada vorpalina. Sólo la hoja de esa espada puede atravesar la piel del zamarrajo. Alicia escondió la espada en el único lugar en que sabía que nadie la encontraría. En un sitio tan ridículo y prosaico que nadie jamás pensaría en buscarla allí.

Su mirada desciende sobre las figuritas que hay frente a mí y cojo un personaje con un extraño sombrero que parece una jaula.

—La fiesta del té. La tiene el Sombrerero Loco —aventuro.

—Lo has olvidado. Eso es estrictamente un carrollismo, es decir, ese es el nombre que Lewis utilizó en su novela. Su verdadero nombre es Samuel Sombrerero y no está loco en absoluto. De hecho, es un tipo bastante normal y alegre, cuando está despierto.

Doy unos golpecitos con el dedo en la cabeza de la figurita, aguardando a que llegue la explicación.

—Alicia se marchó de la fiesta del té dejando a los invitados bajo un hechizo de sueño —continúa Morfeo—. Si los despiertas, podrán decirte dónde está la espada. Ya has secado el océano y hecho las paces con las ostras. Uno de los invitados al banquete de esta noche recibirá los guantes y el abanico en nombre de la marquesa. Tras ello, lo único que quedará por arreglar será despertar a los participantes en la fiesta del té.

Pongo de nuevo de pie la figurita de Alicia y coloco junto a ella a la Oruga mientras reflexiono.

Morfeo regresa a la mesa y guarda el gato en la caja de metal. Luego barre a todos los demás personajes y los guarda también. En pie a mi lado, extiende la palma de su mano hacia mí.

—¿Qué me dices, Alyssa? ¿Estás dispuesta a ayudarme y a ayudarte a ti misma? ¿Harás este favor a tu amigo de infancia?

Cuando Jeb y yo regresemos a casa le podré decir a Alison que la pesadilla ha acabado para siempre y que ya nunca jamás estaremos conectadas con el País de las Maravillas. Sólo con pensar en su sonrisa, me reconforta el corazón.

Respirando profundamente, pongo mi mano sobre la de Morfeo y, mirándole directamente a los ojos, le digo:

—Sí, lo haré.

Él levanta mi mano y besa delicadamente mis nudillos con sus suaves labios.

—Siempre supe que lo harías.

Luego sonríe y sus joyas emiten destellos dorados y brillantes.