12

El banquete de las bestias

Rayas blancas y negras cubren las paredes de la sala del banquete, desprovista de ventanas. No llego a distinguir en qué punto empiezan o terminan las paredes o el techo.

Es tan desorientador como el anterior enjambre de hadas luminosas. Incluso las largas mesas y las sillas al otro extremo de la sala están pintadas a juego, creando un desconcertante efecto de camuflaje. Los invitados parecen estar flotando contra un paisaje de rayas. Me siento perdida y a la vez, extrañamente en casa; como una pulga instalada en el lomo de una cebra.

Una lámpara de araña gigante cuelga de la bóveda casi catedralicia, e ilumina el espacio con ráfagas de luz oscilante. Cruzo el umbral con Morfeo a mi lado y con mi mano posada sobre el dorso de la suya. Jeb nos sigue dos pasos por detrás, a mi izquierda. En el código de comportamiento élfico, es impropio para un caballero tener interacción con su pupila, excepto cuando se vea obligado a luchar para proteger su vida. No podemos tocarnos. No podemos mirarnos. Ni siquiera está bien visto que hablemos, o se descubrirá que no pertenece a este mundo.

—Atención, por favor —Morfeo se dirige a los invitados. Sedosa vuelve a asomar bajo sus cabellos, y el arpa que se toca a sí misma se queda en silencio, al tiempo que las conversaciones y el tintineo de los cubiertos—. La señorita Alyssa, del Otro Reino. —Se dirige a mí y levanta mi brazo—. He aquí a los solitarios de nuestra especie, que no han nacido ni en la Corte Blanca ni en la Corte Roja. Somos los bandidos del País de las Maravillas, y os damos la bienvenida al Banquete de las Bestias.

Le aprieto la mano mientras sus invitados me observan, con la comida aún resbalando por las comisuras de sus fauces.

Alrededor de la mesa hay un batiburrillo de criaturas, algunas vestidas y otras desnudas. Son distintas en tamaño y género, pero sus rasgos son más de bestia que humanoides. Una se parece a un erizo con púas y todo, excepto que tiene el rostro de una golondrina. Debe ser tímida porque se hace una pelota y rebota bajo la mesa en cuanto entramos. Una mujer de color rosa con el cuello tan largo como el de un pelícano se acuclilla y da un golpe al erizo con la cabeza, enviando la pelota desde debajo de la mesa hasta el otro extremo de la sala.

Hay más criaturas: algunas tienen alas, otras son mitad rana y mitad planta, y brotan enredaderas de su piel. Otras son calvas como focas, con cuerpos de primate y lanosa cabeza de carnero.

Lo único que tienen en común es el interés que despierto en ellos. Soy el objetivo hacia el que cincuenta y tantos pares de ojos se dirigen.

Unos pocos susurros rompen el silencio.

—Es ella…

—Clavada, es su viva imagen.

—He oído decir que vació el océano con una esponja. Una esponja. Astuta e imaginativa, ¿eh?

Todos saben de mi relación con Alicia y lo que he venido a hacer. No hay forma de rebajar sus expectativas. Esto tiene el potencial de un fracaso épico.

Mis nervios se alían con el hedor de la comida, de las pieles animales y el almizcle. La habitación da vueltas. Jeb está detrás de mí. Sé que si me desmayo, me sostendrá entre sus brazos. También sé que si lo hace, todo se descubrirá. Tengo que ser fuerte, por Alison, así que me rehago y miro alternativamente a todos y cada uno de los rostros que me contemplan. Me pregunto cuál de ellos es la bestia destinada a recoger el abanico y los guantes en nombre de la duquesa.

Morfeo me acompaña hasta la mesa y me ofrece una silla a la derecha de su propio sillón de cabecera. Hay una enorme maza al lado de la pata de la mesa, y otra bajo cada silla de nuestro lado. Morfeo me instala cerca de una pequeña criatura nervuda que parece un hurón albino, con un casco negro de béisbol. Tiene ojos de serpiente y lengua bífida, lo cual elimina el menor rastro adorable que pudiera tener su aspecto.

Jeb ocupa su sitio detrás de mí, lejos de mi alcance. Morfeo se pone en pie y se toca el borde de sombrero, saludando a sus invitados, con las alas negras desplegadas.

—Lamento mi tardanza. Pero la buena noticia es que nuestro ángel vengador ya ha llegado, por fin. ¡Que empiece la fiesta!

Después de una ronda de aplausos, Morfeo entrega su sombrero a Sedosa y un grupo de hadas más. Lo cuelgan en el brazo de la silla donde Morfeo se sienta, mientras pliega sus alas sobre su espalda, como si fuera una capa. Sedosa se instala en su hombro y el resto se introduce entre las rendijas de la madera y el zumbido de piel y tela. Todo el mundo se pone a conversar de nuevo, y a tragar, sorber y beber de nuevo.

—Pruébalo, preciosa —dice Morfeo, señalando mi plato. Luego se gira y se pone a hablar entre susurros con una bestia verde con aire de cerdo que está sentado a su izquierda, al otro lado de la mesa. El cerdo lleva un traje de rayas gris con gemelos de piel. Las mangas apenas cubren sus pinzas de langosta. Sonríe, y sus dientes me hacen estremecer: son negros y redondos como granos de pimienta.

En mi plato un puñado de carpas boquean en el centro.

—¿Golpe? —me dice el hurón que tengo al lado con voz aflautada. Señala una pinza hacia el pescado.

—¿Tenemos que comer esto crudo? —le pregunto—. Nunca me ha gustado demasiado el sushi.

—¿Sue-she? —dice.

—No importa —aparto la vista del pescado que hay en mi plato y me concentro en él, agradecida por la excusa—. ¿Así que te llamas Golpe?

Ladea la cabeza, y su reluciente casco titila cuando me señala las espinas de pescado que hay en su plato.

—Golpe.

Las náuseas me suben por la garganta y vuelvo a fijar la vista en mi propio plato.

Me están mirando con ojos vacilantes en sus cuencas, y la piedad y la repulsión se mezclan en la boca de mi estómago. No quiero ni imaginarme cómo estarían mis mascotas, fuera del agua e incapaces de respirar. ¿Sufren así las mariposas nocturnas y los insectos que utilizo en mis mosaicos cuando mueren? ¿Por qué nunca me importó lo bastante para siquiera hacerme esta pregunta?

—Golpe —repite la criatura sentada a mi lado. Levanta una cuchara de plata casi tan grande como él, se pone en pie en la silla y procede a golpear la cabeza de varios de los pescados que hay en mi plato, matándolos a golpes—. ¿Golpe, ves?

Su lengua bífida asoma tras sus labios.

—¡Oh, no! Por favor… —Impulsivamente, alcanzo mi copa para verter líquido sobre los pescados que aún están vivos, para ayudarles a respirar. La mezcla cae lentamente y cubre a los peces con una sustancia casi sólida que huele a zumo de manzana y canela. Desesperada, rescato a los pobres peces del plato, y al hacerlo me mancho los guantes y el líquido se queda pegado bajo mis uñas.

Todo el mundo se me queda mirando, pero siento demasiado asco como para que me importe.

—¿Qué es esto? —le digo a Morfeo, malhumorada.

Sus ojos resplandecen.

—¿Es que en tu país no ponéis arena en la sidra? —sonríe, burlón. Recuerdo esa misma sonrisa en mis sueños de niña, y que entonces significaba que íbamos a hacer algo juntos, divertido y atrevido. Pero ahora, también implica malicia. ¿Qué puede haberle transformado del muchacho juguetón que fue, al hombre cruel en que se ha convertido?

—¿O prefieres el vino? —pregunta.

Al otro extremo de la mesa, las criaturas primates están capturando las botellas de vino que flotan en el aire, y meten pedacitos de lana que se arrancan de las cabezas en el cuello de la botella, para que ganen peso y bajen. Luego se beben el contenido, en rondas de brindis.

Arrugo la nariz y rechazo su ofrecimiento.

—Ah, pobre y delicada florecilla. —Morfeo toma una servilleta y sujeta con dulzura mi mano izquierda—. Vamos a limpiarte, ¿sí?

Sedosa aterriza en la mesa que tengo a mi derecha y colabora, con rudeza, tirando de mis guantes y pellizcándome los nudillos mientras me mira con muecas desagradables. En cambio, Morfeo limpia la mezcla arenosa de mis dedos con extrema suavidad. El contacto con su piel me enciende.

También noto el calor de la mirada de Jeb a mis espaldas. No necesito verlo, la noto. Hace un rato advirtió a Morfeo que no me tocara durante la fiesta.

—Qué lástima que estuvieras tan preocupada en el Salón de los Espejos hace un rato, y te perdieras el aperitivo —dice Morfeo, mirando de reojo a Jeb con expresión provocadora—. Te habría encantado la sopa de araña, dado que te gusta tanto hacer daño a los insectos.

Parpadeo.

—Es una lástima aún mayor —se inclina y murmura en voz tan baja que solamente yo le oigo— que desperdicies tus besos en un hombre que fantasea con otras chicas. La pequeña Sedosa puede leer la mente de las personas cuando duermen. La hermosa joven con la que sueña Jeb no eres tú. Es interesante que ahora decida revelar sus sentimientos «ocultos» hacia ti. Ahora, cuando está aquí abajo, lejos de todos los demás, y quiere convencerte tan desesperadamente de que abandones tu misión.

Una sombra aguda atraviesa mi pecho, cortante como un cuchillo.

—Oh, pero está claro que es sincero —prosigue Morfeo—. No es como si te hubiera mentido alguna vez. Siempre ha sido honesto.

Pienso en la mudanza de Jeb, en cómo se había propuesto irse con Taelor a Londres, y me siento tan apagada como las nubes negras que adornan los ojos de nuestro anfitrión. Morfeo observa mi reacción y sonríe.

—Sí. Exacto. Un hombre que nunca miente jamás te romperá el corazón.

Planta un beso encima de mi guante, arroja la servilleta y me suelta la mano.

Sedosa resplandece antes de revolotear de vuelta hasta su hombro.

Las lágrimas acuden a mis ojos. No voy a derramarlas pero tampoco puedo deshacerme del dolor que invade mi estómago. Morfeo tiene razón. Jeb nunca mencionó lo que dice sentir ahora por mí, no durante nuestras vidas reales. Ahí afuera aún sigue con Taelor, y sigue soñando con ella aquí abajo.

Morfeo se pone en pie y vuelve a colocarse el sombrero, con aire oficial.

—¡Basta de jugar con estos blandos pedazos de comida! Camareros, ¡el primer plato!

En las paredes se produce un movimiento que me distrae momentáneamente del dolor que siento en el corazón. Es como si de los pedazos de yeso brotaran piernas. Solamente cuando se separan y se deslizan hacia una de las estancias que dan al salón me doy cuenta de que es una banda de camaleones del tamaño de un ser humano, con ventosas en los pies.

Cuando los lagartos a rayas regresan, con sus ojos bulbosos mirando en todas las direcciones, llevan grandes fuentes decoradas con frutos secos y algo que se parece a un pato. Está desplumado y asado pero aún tiene la cabeza intacta. Un aroma cálido, de hierbas, me hace cosquillas en la nariz. Al menos a éste sí lo han cocinado.

—¿Me permitís que os presente al primer plato? —Morfeo extiende su brazo con un gesto dramático—. Cena, he aquí tus dignos adversarios: ¡los hambrientos invitados!

Mi lengua se seca de repente cuando el pájaro abre los ojos y se pone en pie, su carne cocida está glaseada y cubierta de aceite. Lleva una campana alrededor del cuello, y cuando se inclina en una reverencia para saludar a todos, suena alegremente.

Esto es imposible.

Todos los nervios de mi cuerpo me impulsan a girarme para mirar a Jeb, pero no puedo hacerlo.

Morfeo arrastra la pesada maza que hay al lado de su sillón y la utiliza para aporrear la mesa como si fuera un juez.

—Ahora que ya nos hemos presentado, ¡que dé comienzo la paliza!

Sedosa se arroja desde el hombro de Morfeo y abandona la estancia junto con las demás hadas, mientras se desata una ceremonia de lo más confusa. Todos los invitados se ponen en pie de un salto, enarbolando las mazas, para cazar al pato y su campanilla.

Es sorprendentemente ágil, y salta de aquí para allá, maniobrando entre las fuentes que ya están en la mesa, los platos y la cubertería de plata.

—¿Qué estáis haciendo? —le digo a Morfeo—. Nunca he visto nada tan salvaje.

—¿Salvaje? —responde en su lugar el cerdo verde—. Hablas como si fuéramos un montón de animales.

Sus dientes de pimienta negra forman una mueca de burla.

—Deja de pensar con la cabeza, Alyssa. —Morfeo se inclina, su pelo azul cayéndole sobre los hombros—. Piensa con esto.

Toca un punto justo encima de mi ombligo. Me alegro de que con este ángulo Jeb no pueda vernos, o le rompería la mano a Morfeo.

—¿Mi estómago? —Apenas logro decir.

—Tu instinto. La parte más profunda de ti sabe que esto —hace un gesto señalando al caos— es como deberían ser las cosas. Es la misma parte de ti que te empujó a buscarme, y cruzar el espejo. La misma que te concede el poder de dar vida al mosaico que hay en tu casa.

Sus palabras me hablan del momento en que me encontraba en el pasillo, y las patas de los grillos chocaban y las cuentas de cristal brillaban. ¿Quiere decir eso que mi maldición mágica también tuvo la culpa de ese momento?

—Tú comprendes la lógica que hay detrás de lo que no tiene lógica, Alyssa. Tu naturaleza te lleva a encontrar la tranquilidad en medio de la locura. Y eso es lo que estamos haciendo aquí. Le damos una posibilidad de salvarse a nuestra comida. —Me guiña el ojo y añade—: Y ahora, si me perdonas, mi camarada y yo tenemos que ir a darle una tunda a ese pato.

El cerdo y él se levantan. Morfeo le acompaña, inclinando la cabeza para poder conversar con el animal mientras alcanzan la pared opuesta.

—¡Golpe! —grita el erizo blanco. Se iza a la mesa con la cuchara en la mano, pero el pato asado le empuja de nuevo hacia abajo. Atrapo a mi peludo compañero de mesa antes de que se caiga de cabeza. La cuchara sí cae al suelo, igual que su casco. Sin él, queda revelada su cabeza calva. Tiene la piel tan fina que se ve el cerebro a través de ella. Ni siquiera tiene cráneo.

Se acurruca en mi regazo.

—¡Datum, datum! Muchas datum, ángel de luz.

Sus ojos rosados y pequeños me estudian, con mórbida adoración. Estoy tan distraída por lo extraño de la criatura que no me doy cuenta de que un grupo de invitados se abalanza sobre nosotros, con sus mazas en alto en un caótico ataque en busca del premio.

Jeb aparta mi silla de la mesa para evitar que me golpeen con las mazas, mientras el erizo se agarra a mi túnica para no caerse. Luego Jeb regresa a la esquina que queda frente a mí en diagonal, para respetar la distancia formal y obligada entre los dos. Su expresión denota el esfuerzo que le está costando no mirarme.

—¡Ya conocéisssss las reglassss! —sisea un lobo-serpiente en mitad del golpeo, que falla, y el pato se escurre entre las fuentes de la mesa—. ¡El primero que conssssiga darle a la campanilla, ssssse queda el mejor huessssso!

Un aullido estremecedor rompe el caos cuando uno de los perseguidores logra hacerse con una de las patas del pavo. Éste sigue huyendo, cojeando, mientras varios comensales se distraen royendo el preciado trozo de carne.

El pato logra subirse a una de las botellas de vino voladoras y se queda en el aire, chillando y riéndose en pleno delirio fugitivo. Se burla de sus verdugos, arrancándose pedacitos de carne y arrojándolos a los que aún le persiguen.

Es como si quisiera que le devoraran.

Un espasmo nauseabundo recorre mi estómago. Siento tentaciones de unirme al grupo y de participar en la emocionante cacería. Mis piernas me escuecen, pidiéndome que me levante y me sume al festín. Contengo ese impulso con todas mis fuerzas.

Las criaturas que son capaces de volar han seguido al pato hasta la botella de vino, con las mazas firmemente agarradas, flotando sobre los demás. Los que están obligados a seguir en el suelo se suben encima de la mesa o corretean, apilando fuentes y sillas con la esperanza de que alguien termine por hacer que el primer plato caiga al suelo.

Me cubro la boca para no gritar ni reírme como una histérica, porque llegados a este punto creo que sería capaz de ambas cosas. Empiezo a disfrutar de la locura.

Y eso no es bueno. No es nada bueno.

Mi nuevo amigo el hurón me da golpecitos en los dedos, y sus suaves patitas rosadas acarician mi piel.

—Hal, sé ángel de luz —dice su voz aflautada y cariñosa—. Hal y agradable. Sal y canta. Sé sonrisas reales para mí.

Me ofrece su propia sonrisa, con sus afilados dientes brillando a la luz de la lámpara de araña. Sus caninos son tan grandes como los colmillos de una serpiente.

Mi instinto responde y hago lo que Morfeo me ha sugerido: lo sigo. Le hago cosquillas a la criatura en su oreja izquierda, como haría con un cachorro. Me recompensa con un ronroneo.

Trato de no pensar en lo demás —en la persecución de la cena, los chillidos enloquecidos y las risas de los invitados, la criatura afectuosa y peluda que tengo en el regazo— mientras observo a Morfeo entregarle el abanico y los guantes al cerdo.

A cambio, éste le da una pequeña bolsita blanca atada con un lazo negro. Luego el cerdo toma su maza y se va trotando a sumarse al resto de sus compañeros, que han perseguido al pato hasta la cocina. El ruido metálico de ollas y sartenes de la otra habitación se oye con un eco ahora que en el salón apenas se distingue el menor ruido.

Me alarmo cuando el hurón me pone ambas patitas en la cara.

—Dulce-limpia, ángel de luz. —Me lame la barbilla con su fría lengua bífida, y luego se deja caer al suelo, agarrando su cuchara y el casco—. ¡Golpe! Gusto y adiós.

Con esas palabras, se pone el casco y sale corriendo hacia la cocina.

En cuanto desaparece solamente quedamos Jeb, Morfeo y yo. Libre por fin, miro a Jeb desde mi silla y él me devuelve la mirada desde el otro lado de la estancia. Ninguno de los dos se mueve.

Una extraña opresión penetra por mi mentón, allí donde la lengua de serpiente del hurón ha dejado una marca de babas.

Se introduce bajo mi piel y termina en mi boca, cálida y fría a la vez. Pruebo su sabor, y es amargo y dulce, como un pastelillo hecho de lágrimas.

La sensación no termina ahí. Fluye hasta mi garganta, luego pasa por el pecho, y lo oprime con una profunda y terrible tristeza. Al principio me siento mal por Jeb y por mí, por todo lo que tenemos que resolver entre nosotros y por todo lo que no nos hemos dicho. Luego pienso en Alison y en papá, en los años perdidos. Me siento triste por la Reina Roja y su corazón roto, y por Marfil, que siempre ha sufrido sola, y ahora sigue sola atrapada en la jaula. La tristeza crece y crece en mi interior, como si todo el dolor del mundo convergiera en un único lugar, justo encima de mi corazón. Tengo muchas ganas de llorar. Tanto, que casi no puedo respirar.

Jeb se abalanza sobre mí, y se arrodilla a mis pies.

—Ali, ya está. Ya ha terminado. —Pone la mano en mi frente—. Estás muy fría. Dime algo, por favor.

No contesto porque temo empezar a llorar incontroladamente.

—¡Se está volviendo de color azul! —le grita Jeb a Morfeo—. ¡Ese monstruo le ha hecho algo!

—Tonterías. No montes ningún numerito, pseudoelfo —dice Morfeo, arrojando su sombrero sobre una silla y acercándose. Se inclina sobre mí. Jeb se aparta un centímetro, reticente, para dejarle espacio.

Morfeo levanta mi mentón y observa mi rostro, ladeándolo como un médico que examinara un paciente.

—Tienes suerte, bizcochito. Les has gustado. Las comadrejas del País de las Profundidades son conocidas por sus cambios de humor, y una única incisión de sus caninos dispensa el veneno de mil áspides. Sus cabezas son blandas y vulnerables. Si lo hubieras tocado en cualquier otro sitio excepto sus orejas, se lo hubiera tomado como una amenaza y ahora estarías retorciéndote en el suelo, probablemente asfixiada en tu último y dolorosísimo aliento.

Trato de hablar pero no puedo. La tristeza crece y crece. Cada uno de los latidos de mi corazón golpea mi caja torácica y absorbe energía como si fuera una sanguijuela. Quiero dejarme caer al suelo, enroscarme y hacerme un ovillo y llorar para siempre. Pero en lugar de eso, me quedo quieta, inmóvil.

—La pusiste al lado de ese bicho peligroso a propósito, ¿verdad? —dice Jeb, aunque es más bien un grito—. ¡Para castigarla, porque me besó! Eres un enfermo, un hijo de… —Se abalanza sobre Morfeo, le agarra por las alas y lo aplasta contra la mesa. Los platos y los cubiertos tiemblan a causa del impacto. Con su antebrazo sobre la laringe de nuestro anfitrión, Jeb le mantiene clavado en su sitio—. Arréglalo. Cúrala. Ahora.

—No hay nada que curar. Es un regalo. Le dio un regalo —gruñe Morfeo mientras el brazo de Jeb sigue presionando su garganta. Trata de zafarse pero Jeb le tiene agarrado por las alas y no puede moverse—. Si me dejas levantarme, te lo demostraré.

Con un rugido, Jeb se aparta de él y vuelve a arrodillarse a mi lado, tomando mi mano, acaricia con suavidad cada uno de los dedos.

—Venga, quédate aquí conmigo, patinadora. ¿Me oyes? Sea lo que sea, no dejes que lo que te está pasando por la cabeza gane.

La preocupación altera sus facciones, y es otra losa que oprime mi pecho y me impide respirar. Necesita que le conteste, pero si lo hago, si abro la boca para contestar estoy segura de que gemiré como un espíritu de la tristeza hasta convertirme en una cáscara vacía.

—Déjame espacio —ordena Morfeo acuclillándose a mi lado, y Jeb así lo hace pero sin dejar de sostener mi mano. Morfeo acerca una servilleta de tela a mi rostro y dice—: Suéltala, querida. Sé que parece que vayas a dejar ir una presa pero te aseguro que con una lágrima bastará, y te sentirás feliz como una perdiz.

No es posible. Una sola lágrima nunca bastará. Me doblo en dos. Un agudo chillido emerge de mi garganta, de un lugar tan profundo que fuerza mis cuerdas vocales y ahueca mi abdomen. El grito termina en sollozo. Y luego una única lágrima cae rodando por mi mejilla izquierda.

Y cuando termino, vuelvo a sentirme bien. Aprieto la mano de Jeb.

Morfeo ata la servilleta y envuelve lo que parece una canica de cristal transparente, aunque es blanda y se mueve como una cuenta de sales de baño.

—Es tuya.

—¿Es mi lágrima? —pregunto.

—Es un deseo. Tu nuevo amiguito tiene el poder de la invocación. Solamente conceden uno durante toda su vida, y te ha escogido a ti. Si fuera tú, la guardaría en un lugar seguro. Aún no estás del todo lista para manejar tanto poder.

Se guarda la servilleta en su chaqueta, y empieza a ponerse de pie, pero Jeb le agarra del codo y le obliga a arrodillarse de nuevo.

—De ninguna manera. Se la vas a dar ahora. Dásela, y la utilizará para desear que los dos volvamos a casa.

Morfeo se suelta y dice:

—¿Y permitir que la maldición siga sin romperse? Además, me temo que no es tan sencillo. Esto solamente puede utilizarlo para su beneficio. Ella tiene que ser el objeto de su deseo, porque es la que ha llorado la lágrima. Nadie más puede aprovecharse de ese poder. Así que no podría llevarte a ti de vuelta a casa, solamente a uno de los dos. Si queréis volver juntos, los portales son vuestra única oportunidad.

Jeb y yo nos miramos, frunciendo el ceño.

—Pediré más deseos —le ofrezco.

Morfeo se echa a reír.

—Oh, claro que sí. Como hizo Alicia. Ella pidió una provisión interminable de deseos. Y claro, empezó a llorar sin parar. Así es como nació el océano. Casi no logramos detenerla. No trates de hacerte la lista con la magia, porque siempre hay un precio que pagar.

Morfeo se pone en pie y le agarro de la muñeca.

—Hiciste que me sentara a su lado por una razón. Tú querías que obtuviera ese deseo. ¿Por qué?

Se queda unos instantes callado y se afloja la corbata alrededor del cuello con un gesto relajado mientras me sostiene la mirada. El lado izquierdo de su boca se tuerce, en una media sonrisa.

—Eh. —Jeb levanta nuestras manos, que siguen unidas, y aprieta su pulgar contra mi esternón para captar mi atención. Mi corazón late de nuevo rápidamente al recordar sus caricias en la sala de los espejos—. Te estabas poniendo azul, Ali. Ese bicho podría haberte matado en un santiamén. Aquí el amigo jugó con tu vida para entretenerse y nada más. No lo hizo por ninguna razón noble ni nada por el estilo.

—Las comadrejas de nuestro mundo son unos excepcionales jueces del carácter —empieza Morfeo—. Sabía que Alyssa estaría a la altura. Tengo una fe absoluta en su capacidad de defenderse sola. Tú, por el contrario, no pareces aceptar esa idea.

Jeb me ayuda a levantarme y me abraza. Me siento bien en sus brazos, aunque no estoy segura de sus motivos.

Nuestro anfitrión se recoloca el sombrero.

—Qué bueno que no he cenado nada, porque tanto despliegue de carantoñas me daría ganas de vomitar.

Jeb besa mi frente, creo que para molestar a Morfeo. Me aparto, porque me gustaría pensar que me besa simplemente porque tiene ganas de estar conmigo.

—El cerdo —digo, para cambiar de tema. No tengo ningunas ganas de ser el árbitro de sus disputas.

—Sí —contesta Morfeo, sin romper su duelo de miradas con Jeb—. En realidad el cerdo es un duende, hijo de la duquesa.

Los retazos y fragmentos de la historia de Lewis Carroll empiezan a encajar. Alguien cocinaba sopa para la duquesa, con muchas especias. Por eso el abanico y los guantes olían a pimienta. Y ella tuvo un bebé, que se convirtió en un cerdito.

—¿Qué te dio a cambio de los guantes y el abanico?

Morfeo levanta la bolsita blanca.

—La llave para despertar a Samuel Sombrerero en la fiesta del té, y sin cobrar nada a cambio.

Me la entrega y Jeb empieza a deshacer el lazo.

El pulgar de Morfeo le detiene antes de que lo haga.

—No creo que eso sea buena idea. Es la pimienta negra más potente y preciada a este lado del País de las Profundidades. Y solamente hay lo bastante como para una sola dosis.

La frente de Jeb se arruga, sin entender.

—¿Pimienta negra? ¿Qué clase de magia de segunda es eso?

Antes de que Morfeo pueda responder, una horda de hadas inunda el salón, revoloteando desde la puerta de entrada.

—Amo, tenemos compañía —exclama Sedosa—. ¡Mala gente!

—Vete —le dice Morfeo a Jeb, inclinándose para agarrar una maza.

Jeb se guarda la bolsita con pimienta en el bolsillo y toma mi mano. Apenas hemos dado dos pasos hacia la salida secreta cuando un juego de cartas —cada una con seis piernas y brazos, como palillos— desfila por la puerta principal. Los soldados carta siguen llegando hasta que todas las paredes están forradas con ellos.

Al observarlos más atentamente me doy cuenta de que todos tienen rostro de insectos, con antenas temblorosas, y sus torsos finos como el papel son en realidad cáscaras aplastadas, arrugadas en los extremos y pintadas de rojo y de negro para parecerse a un juego de cartas. Con sus miembros extraños y las hendiduras para la boca, son más parecidos a un insecto que a un pedazo de cartón.

Durante todos estos años he matado insectos y ahora el karma va a hacérmelo pagar, estoy segura, doble o nada.

Los bichos se separan por palos: cinco corazones y cinco tréboles a un lado, cinco picas y cinco diamantes al otro lado y Cornelio Blanco en el centro. Las hadas, diminutas e indefensas, nos miran desde la lámpara de araña.

La figura bajita y esquelética de Blanco está enfundada en un chaleco rojo y guantes a juego. Con una mano sostiene una trompeta y en la otra un pergamino enrollado. Ladea su cabeza y sopla, arrancando tres ruidosas notas al instrumento. Luego con un giro de muñeca y un rechinar de huesos, abre el pergamino.

—Se hace saber que se requiere la presencia Alyssa Gardner, de la Corte Humana, a petición de la Reina Granate de la Corte Roja.

Sus ojos rosados y brillantes se fijan en mí. Una oleada de terror me invade.

Tanto Jeb como Morfeo me agarran y se interponen entre ellos y yo. Menuda confianza en mi capacidad de defenderme por mí misma.

—No irá a ninguna parte contigo, Cornelio —Morfeo levanta su maza.

—Otra cosa, la Reina Granate dice que si no —la espuma se acumula en los labios de Cornelio, y sus ojillos brillan como el carbón, rojos y encendidos—, su ejército manda.

A su señal, las cartas que estaban contra la pared se barajan entre ellas y saltan hacia nosotros, como si las repartiera una mano invisible.

Las hadas se dejan caer desde lo alto, intentando distraerles. Morfeo despliega sus alas cuán anchas son para bloquear el ataque y protegernos a Jeb y a mí. Las lanzas rompen contra sus alas, pero no se clavan. Mis palmas se aprietan contra la espalda de Morfeo, absorbiendo el choque mientras cada golpe de la maza fuerza sus músculos. Sus rugidos ahogan el chasquido de los soldados carta que caen al suelo.

—¡Sácala de aquí! —grita por encima del hombro, a medida que recula hacia la salida secreta que conduce a la sala de los espejos, utilizando aún sus alas como barrera defensiva.

Jeb me agarra del codo y me arrastra hacia el umbral.

—¡No! —me resisto—. No podemos dejarlo solo luchando contra ellos. ¡Son demasiados!

Jeb aprieta los dientes y me agarra sin contemplaciones, colocándome como un saco encima de su hombro.

—Puede con ellos. Y tú eres lo único que importa.

Su brazo se aprieta contra mis muslos, mi cabeza y mi torso cuelgan de su espalda. La escalera de mármol negro de espiral salta con nosotros, y la sangre me sube a la cabeza.

Cierro los ojos y los ruidos de la batalla campal que se ha librado en la sala se apagan más y más.

Los recuerdos de cómo jugábamos de niños Morfeo y yo, la manera en que ha curado mis heridas hoy, el sonido de su hermosa canción de cuna: todo se combina en una confusa mezcla de emociones. Pienso en el deseo que se ha guardado en la chaqueta, el que quería que yo tuviera en mi poder, por alguna razón. Si ahora pudiera, desearía estar en el salón, ayudándole a luchar.

Estoy casi a punto de intentar escaparme de nuevo, cuando oigo un ruido de ollas y sartenes.

—¡Golpe! ¡Golpe a todos!

De repente se oyen rugidos, gruñidos y más sonidos metálicos. Son las mismas voces animales del banquete. Las bestias han regresado de su cacería, y Morfeo ya no está peleando solo.

Jeb y yo nos deslizamos por el pasadizo oculto que lleva a otro rellano de escaleras. Pronto estamos tan lejos que lo único que oímos es el ruido de sus botas contra el suelo de espejos.

—Ahora ya puedes soltarme.

—No estoy muy seguro. Es mucho más fácil salvarte cuando te tengo quietecita encima de mi hombro.

—No hace falta que me salves.

Jeb suelta una risa sarcástica.

—Bueno, no es que pueda escoger. Te metes de cabeza en un puñado de situaciones arriesgadas mientras intentas llevar a cabo esa cruzada tuya. Ahora resulta que estamos en mitad de una guerra mágica.

Le doy un golpe entre los omóplatos.

—¡Eh! —Me suelta y los dos nos quedamos mirando mientras él se frota la espalda, dolorida. A pesar de su expresión enfadada, parece impresionado.

La verdad es que me duelen los nudillos. Tiene la espalda tan dura como una roca.

—Mira, ya me siento bastante culpable por haberte arrastrado hasta aquí, ¿de acuerdo? Si tuviera que volver a empezar, no estarías aquí.

Sacudo los dedos. Sedosa aún no ha venido a abrir el portal del espejo, y de repente siento una tremenda prisa por llegar a la fiesta del té.

Jeb toma mis nudillos doloridos y los besa.

—Si volviéramos a empezar, yo sí querría estar aquí contigo. Pero para que todo esto termine bien, tienes que dejar de creer en todo lo que te dice ese tipo como si sus palabras fueran el Evangelio.

—Su nombre es Morfeo. —Se me hace un nudo en la garganta cuando pienso en lo que debe estar sucediendo tres pisos más abajo—. ¿Crees que estará perdiendo? ¿Que le harán daño?

—¿Por qué te preocupa tanto?

—Crecí con él. Me importa.

—Eso no tiene ningún sentido. Sucedió en tus sueños. Vuestra amistad no era real.

—Pero a mí me lo parece, es como si lo fuera. Y él cree en mí. Me deja arriesgarme y aprender de mis errores. Eso es lo que hacen los amigos.

Aprieto la mandíbula y le sostengo la mirada.

Su expresión se oscurece, como si una sombra cubriera su rostro.

—Así que como ese monstruo alimenta tu ego, estás dispuesta a dejar pasar todas sus mentiras, ¿no? Desde que hemos llegado aquí, no te ha dicho la verdad sobre nada.

—Entonces encaja bien contigo, porque los dos sois unos mentirosos. —Odio el tono de acusación que desprende mi voz, pero no puedo contenerme. Me aparto de él y reparo en la bolsa encima de la mesa, la que contiene la galimajaula—. ¿Qué hace esto aquí?

Jeb la mira, frunciendo el ceño mientras abro la caja.

—Probablemente es para que esté en un lugar seguro. No deberías tocarla.

—Quiero echarle otro vistazo a la inscripción.

Y también quiero mirar otra vez a la reina. ¿Qué tiene de especial para cautivar tanto a Morfeo?

Jeb cubre la tapa con la mano.

—Espera. No puedes llamarme mentiroso así como así y quedarte tan tranquila. Quizá no fui del todo sincero acerca de Londres, pero tú también me has mentido.

Los espíritus de las mariposas nocturnas se mueven, las veo de reojo, como si se activaran con mi pulso acelerado.

—Yo no te he mentido acerca de mis sentimientos. Tú esperaste a que estuviéramos aquí abajo para hablarme de tu supuesto amor hacia mí. Pero en el mundo real, donde las cosas cuentan de verdad, escogiste a Taelor.

Me obliga a mirarle de frente, empujando la caja al fondo de la mesa.

—¿Qué estás diciendo? ¿Es que ese bicho repugnante ha estado nadando en tu cerebro de nuevo?

—No, pero Sedosa sí que te leyó la mente, cuando te desmayaste. Y dice que soñabas con otra chica. Cuando me besaste, solamente era para convencerme de que me vaya de aquí, y regrese a casa contigo. Así podrás volver a estar con Tae.

—¿Qué? —Sus dedos aprietan mi piel, calientes y firmes incluso a través de la ropa—. Soñé con Jen y con mi madre. Estoy preocupado por ellas.

—Seguro —digo, queriendo estar convencida. Pero aún no lo estoy.

Se aleja repentinamente y se va a la otra punta de la sala, en silencio.

Mis brazos le echan de menos y se enfrían con la ausencia de su calidez. Me alegro de haber hablado a pesar del dolor que ahora siento, o de otro modo habría albergado esa duda para siempre, pensando que estaba robando los besos destinados a otra chica. Cojo la bolsa de peltre de nuevo, concentrándome en la inscripción que hay en la tapa y tratando de contener las lágrimas que acuden a mis ojos. Si me concentro, las letras se mueven y forman un texto legible. Lo recorro con la punta del dedo y susurro las palabras:

He aquí la galimajaula, donde la más bella descansa. Basta con liberar a la dama y solazar su pena para redimirla de su condena. Un océano rojo por los lazos del amor, que pintó de cada una de las rosas el corazón, a nando pinceladas detallistas guiadas por la mano de un artista. Un intercambio de almas la puerta cerrará, y por siempre jamás, la sangre la sellará.

—Es la clave para liberar a la dama, si no eres el que la encerró. —La vocecita de Sedosa me arranca de mis reflexiones—. Está personalizada para describir al habitante de la caja.

Se posa sobre mi hombro para que pueda verla de cerca: tiene la forma perfecta de una mujer, cubierta de polvo verde y desnuda excepto por unas escamas situadas en los puntos estratégicos. Tiene la mano sobre la cadera.

—«Un océano rojo por los lazos del amor». —Sus ojitos de libélula brillan—. Las rosas tienen que pintarse con la sangre de alguien dispuesto a cambiar su sitio por el de ellas, por la más noble de las razones. Es el amor lo que inicia el intercambio.

La famosa escena descrita por Lewis Carroll acude a mi mente: los soldados carta pintando de rojo las rosas del jardín para evitar ser decapitados. Qué irónico que en este País de las Maravillas, alguien pueda perder la cabeza para siempre por pintar las rosas que manda esta caja.

—Así que Morfeo no fue del todo sincero —digo—. Hay otra manera de liberarla y de abrir el portal. No sólo depende de la persona que la encerró aquí.

Jeb está de pie detrás de mi reflejo, con expresión satisfecha. Casi puedo oír el «te lo dije» que leo en sus ojos.

—No es una decisión tan sencilla —me riñe Sedosa, y luego revolotea alejándose de mi hombro, con sus alas zumbonas—. Una vez se realiza el intercambio, nadie puede volver a liberar jamás el alma de repuesto. La sangre sella el trato, eternamente. «Un intercambio de almas la puerta cerrará, y por siempre jamás, la sangre la sellará».

—Lo que quiere decir —interviene Jeb— es que tiene que ser un acto de amor y generosidad, un sacrificio. Y Morfeo es incapaz de hacer eso porque le falta ese tipo de valor.

Sedosa revolotea y se queda flotando en el aire, con los brazos cruzados.

—Mi amo posee mucho valor. Una vez me salvó la vida. —Echa una mirada hacia la entrada de la sala y prosigue—: Nadie sabe de qué es capaz hasta que llega su hora más oscura.

Por eso la clave para abrir la caja es la esencia del corazón. Ahí es donde se encuentra el mayor poder del mundo.

Sus crípticas palabras flotan en el aire, al igual que ella. Se mete debajo de la mesa y arrastra la navaja suiza de mi padre hasta los pies de Jeb, que guarda el arma en su bolsillo. Me gustaría preguntarle al hada lo que ha querido decir sobre la esencia de un corazón y la hora más oscura. Me gustaría preguntarle cómo está Morfeo y las criaturas solitarias de las profundidades que se han quedado luchando con él. Pero mi lengua sigue prisionera del poema de la galimajaula, y también temo la reacción de Jeb a mis preguntas.

Sedosa nos coloca frente a los espejos y toca el vidrio con la punta del dedo. Los espíritus de las mariposas nocturnas desaparecen y se esparcen en los demás espejos de las paredes.

Con la palma sobre la superficie del espejo, el hada inicia el mismo efecto de escisión que vi en el espejo de mi dormitorio. De repente aparece una larga mesa cubierta de pastelillos y tazas de té, situada bajo un árbol frente a una casita de campo con forma de cabeza de conejo, con chimeneas en forma de orejas y un tejado forrado de piel. Esta vez parece que el sol ha ganado la partida a la luna, porque es de día. Con una llave del tamaño de su antebrazo, Sedosa abre el portal, alisando el espejo.

De la sala adyacente llega el ruido de pasos. La batalla nos ha seguido hasta aquí.

—¡Id, vamos! —nos conmina Sedosa.

Jeb ni siquiera me mira cuando recoge la mochila y se la cuelga al hombro. Tiene la piel casi tan verde como la de Sedosa. Cruzo el espejo, más desesperada por escapar de mi dolor y de mi confusión que de cualquier cosa que Cornelio Blanco y su ejército rojo puedan hacerme.