20
Sacrificios
—Jeb… no, no, no.
Ríos de ardientes lágrimas me abrasan el rostro.
Él parece confuso mientras me mira desde dentro de la galimajaula. Finalmente, sus ojos brillan con intensidad en cuanto comprende lo sucedido.
—Ali. —Sus labios forman mi nombre en un estallido de burbujas.
La palabra enmudecida me parte en dos. Se suponía que yo era su salvavidas… ¿Cómo he podido dejar que pase esto?
—¡Oh, serás idiota! —le grita Morfeo a Jeb—. Tenías que hacerte el héroe, ¿eh?
—Tú tienes la culpa de lo que le ha pasado —dice el rey Rojo dando un paso adelante—. Tus actos obligaron a este joven terrestre a tomar una decisión… una decisión irrevocable.
—No eres quién para hablar de culpas —le replica Morfeo, tan arrogante como siempre. Un caballero le sacude en la cabeza con la mano enguantada.
La culpabilidad me desgarra tan profundamente por dentro que casi me doblo por el dolor. He besado a otro mientras Jeb se desangraba por mí.
—Esto no puede estar pasando —le digo a Marfil, restañándome las lágrimas.
Su expresión se enternece.
—Lo siento mucho. Mi corte nunca habría creído al rey Rojo si les hubiera dicho que me habían tendido una trampa. Sólo habrían creído a su reina. Morfeo tenía planeado liberarme sólo después de haberte atrapado aquí. Sedosa se lo contó a tu chico mortal, y él eligió ocupar mi lugar para que yo pudiera impedir que Morfeo llevara a cabo su plan. No podía soportar que quedaras atrapada en nuestro mundo para siempre.
—Pero ahora lo está él —murmuro. Jeb me mira a través del líquido.
El dolor me traspasa el corazón, como si me lo desgarraran pájaros hambrientos.
Un océano rojo por los lazos del amor, que pintó de cada una de las rosas el corazón… Lo que había abierto la caja era el amor que Jeb sentía por mí. Ese mismo amor que brilla en sus ojos traspasando todas las barreras que nos separan, abriéndose paso a través de la oscura agua y del cristal para recordarme su fe en mí: «Eres la mejor amiga que he tenido. Por muy mal que estén las cosas, sé que siempre encontrarás el modo de ayudarme».
Tiene razón. Esto no acabará así. No lo permitiré.
En mi mano reluce la cuenta transparente. No puedo usar mi deseo directamente con él, pero aún así puede salvarlo.
Miro a Morfeo a través de mis lágrimas.
—Una vez me dijiste que si te ayudaba me ayudaría a mí misma. Que arreglar las cosas en el País de las Maravillas, nos liberaría para siempre a mi familia y a mí.
Le da un golpecito a la oruga tallada que gira sobre sí misma en el suelo de mármol.
—¿Has oído alguna vez lo de «la verdad os hará libres»? Yo te he dado eso. Un vistazo a tu verdadero yo.
No le importa que no pueda oír la voz de Jeb. Que no pueda tocar su piel. No le importa que a Jeb le aterre perder el control de su vida pero que haya renunciado a todo control sólo para salvarme.
Y lo que es peor, muy pronto, Jeb no me recordará. Ni siquiera se recordará a sí mismo.
A Morfeo no le importa nada de esto. Lo único que le importa es cumplir con el desafío que le hizo la reina Roja con la Lengua de la Muerte.
Me agacho para hablarle al oído.
—Si pudiera, haría que ocuparas su lugar.
Morfeo aprieta la mandíbula.
—La magia es definitiva. Tu caballero mortal se ocupó de que fuera así. Un intercambio de almas la puerta cerrará, y por siempre jamás, la sangre la sellará.
Tengo todos los músculos del cuerpo en tensión, de tanto contenerme para no atacarlo. En vez de eso, toco los pétalos de las rosas rojas.
—Podría unirme a él. Usar el deseo para meterme en la galimajaula.
—¡No lo permitiré! —Morfeo intenta levantarse, pero los caballeros le presionan el esternón con la punta de sus espadas.
—Sería malgastar el deseo —dice Sedosa, iluminándome el hombro—. En la caja sólo cabe un alma cada vez. Además, el portal no volverá a abrirse nunca, ni para dentro ni para fuera.
Jeb vocaliza las palabras: «Vuelve a casa».
Los remordimientos me desgarran, yuxtapuestos a una furia abrumadora. No tenía derecho a hacer este sacrificio. No tenía derecho a dar la vida por mí. No tenía ningún derecho a dejarme aquí sola.
Acaricio el cristal que hay sobre su cara, memorizando cada frase. Si deseo que nunca hubiéramos venido, ninguno de los dos habría estado aquí para que pasara esto.
Morfeo, todavía de rodillas, forcejea con sus captores, recordándome porqué vine aquí desde un principio. Si vuelvo a dejarlo todo como estaba, él también volverá a estar libre. Libre para atormentar a mi familia hasta que alguien lo detenga de una vez por todas.
Sólo hay una solución, y es tan clara como el cielo azul cuando Jeb y yo volamos cruzando la sima en tablas flotantes.
Beso el cristal duro y frío que nos separa, recordando cómo eran sus labios en la sala de los espejos. Suaves, cálidos, generosos, y vivos.
Esos primeros besos serán nuestros últimos.
—Todo a lo que has renunciado por mí —le digo—. Todo lo que has hecho mientras estábamos aquí es asombroso. Si consigo volver a casa, dedicaré mi vida a agradecértelo.
Jeb se queda boquiabierto. Niega con la cabeza, haciendo que las burbujas broten a su alrededor. Su pelo se agita como musgo negro flotando en el agua.
—¡No, Alyssa!
Los gritos de Morfeo están extrañamente sincronizados con los gritos silenciosos de Jeb. Pero es demasiado tarde. He apretado la lágrima, y el líquido resbala por mi muñeca, cálido por el aroma a salmuera y nostalgia.
Recito mentalmente el deseo más profundo de mi corazón: no haber abierto la puerta a Jeb cuando vino a mi casa el día del baile de graduación y haber atravesado sola aquel espejo.
Tras mis ojos cerrados, gira un reloj de bolsillo gigante, sus manecillas moviéndose hacia atrás. Todo pasa al revés: mis alas se hunden en mi piel, nuestro viaje sobre las ostras asciende hacia el arrugado tablero de ajedrez, que se alisa para firmar una suave cuesta arenosa, surfeando hacia arriba en vez de hacia abajo y saltando hacia atrás a la mesa de la Marcela Libra, para vernos ante estatuas heladas. Los besos en la sala de espejos, todos ellos robados, perdidos en un pliegue temporal para no ser recordados por nadie aparte de por mí. Veo rellenarse el océano, a nosotros saltando al bote de remos, al octobeno volviendo al agua mientras nos volvemos a dormir, para despertar en playas de blanca arena. Yo subida a hombros de Jeb mientras camina hacia atrás, encogiéndose hasta mi tamaño mientras luchamos con las flores, y luego retrocedemos hasta la puertecita. A la madriguera del conejo, y arriba, arriba, arriba para ver el sol. Hasta que finalmente Jeb no está y yo caigo por la madriguera, yo y nadie más.
Tengo los pulmones sin resuello como si me hubieran sacado de debajo del agua. Abro los ojos.
Conservo todos los recuerdos, y todo está igual: Morfeo inmovilizado por las espadas de los caballeros, las reinas codo con codo, los guardias mirando con anticipación y Sedosa en mi hombro.
Y lo que es peor… la galimajaula. Las rosas siguen siendo rojas. Marfil sostiene en las manos el cubo de peltre. Estoy a punto de gritar, porque el deseo no se ha cumplido y he fracasado.
Las lágrimas en los ojos de la reina Granate me detienen.
Me acerco a la caja. Al otro lado de la tapa levantada, el rey Rojo me devuelve la mirada a través del agua negra. Sin Jeb aquí para sacrificarse, el rey usó su amor por Granate para cambiarse por Marfil, salvando ambos reinos. Puede que esto lo redima en cierta medida por partirle el corazón a mi tataratatarabuela hace tantos años.
Me pregunto si alguien recuerda a Jeb. La confusión en sus ojos me dice que no. Pero apostaría la vida a que Morfeo sí.
Siempre ha podido leerme la mente.
—Una decisión imprudente —dice, confirmando mi sospecha—. Siendo la mártir, nunca volverás a ver a tu familia.
¿Cómo crees que se sentirá tu pequeña y frágil mamaíta?
—Oh, no te preocupes, los volveré a ver —contesto—. Los atributos de seres del País de las Profundidades nunca fueron una maldición para mi familia. Tú eras la maldición. Y hoy estoy rompiendo tu maldición para siempre. Ahora soy la reina.
Los portales están abiertos para mí. Así que volveré a casa y mi familia será al fin libre.
Él se mira los zapatos, sus joyas parpadean negras y azules, como moratones.
—Bonitas ilusiones, querida. Casi tan bonitas como las de un cuento de hadas. —Una ronquera le araña la voz, tiñéndola de remordimiento.
Harta de sus juegos mentales, empiezo a quitarme la corona de Granate.
Mis dedos se pegan a la base de rubíes y no puedo moverlos. El cuero cabelludo me arde bajo el pasador de la reina Roja. De mi cráneo brotan zarcillos al rojo vivo que descienden hasta mi columna vertebral, inmovilizándome el cuerpo.
La sensación se propaga por mis brazos, prendiendo fuego a mis venas. Vuelven a brillar verdes, como en el jardín de espíritus, y a crecer como la hiedra. Tengo la misma sensación en las piernas bajo la ancha falda. Esta vez los zarcillos no reculan dentro de la piel. Crecen, expandiéndose con mi aliento, como si una planta viva brotara de mí.
Grito cuando los zarcillos atacan como serpientes con hojas, apartando a Sedosa de mi hombro y buscando a todos los que me rodean.
—¿Qué pasa? —gime Granate, a quien todas las cintas de sus dedos susurran a la vez.
—¡El sacrificio de tu marido ha sido inútil! —grita Marfil—. El pasador del pelo contiene el espíritu de Roja… Está unida a la chica… ¡Son un solo ser!
Los caballeros y los guardias carta vuelven sus armas contra mí, temiendo por sus reinas.
Morfeo aprovecha la distracción para agitar sus alas a la altura del pecho, derribando a los caballeros que había a su lado. Gira sobre los talones y se pone tras Marfil, agarrándola por la cintura y poniéndole la espada vorpalina en el cuello.
—Apártate, reina Alyssa, o partiré a Marfil en dos y despertaré al zamarrajo para echarle de comer.
Todo el mundo se queda inmóvil. Hasta Sedosa se queda congelada en el aire. Yo quisiera correr hacia la puerta, pero no puedo moverme. La Reina Roja lucha por controlar mi cuerpo, y necesito hasta la última gota de mi fuerza y toda mi concentración para mantenerla a raya.
—Todos —Morfeo hace un gesto hacia la puerta—, fuera. Esto es algo entre nosotros tres. O entre nosotros cuatro, si contamos a la reina que apuñalasteis por la espalda hace toda una vida.
Sedosa es la primera en irse, abatidos los verdes hombros.
Granate le coge la galimajaula a Marfil y retrocede con sus guardias naipe, caminando de espaldas hacia la entrada, casi tropezando por el camino con algunos soldados muertos. Los caballeros élficos no se mueven, esperando las órdenes de Marfil.
—No me pongáis a prueba. —Morfeo extiende las alas y presiona la hoja contra la yugular de Marfil hasta que aparece un ligero corte.
—Marchaos —dice ella con voz ronca.
Una oleada de frustración recorre a los caballeros mientras retroceden, con las espadas caídas. Pero esa emoción sólo puede sentirse, no verse; su rostro continúa impasible. La puerta se cierra tras ellos con fuerza. Morfeo se lleva a Marfil a rastras para cerrar y atrancar la puerta, y luego se vuelve hacia mí, estrechando los ojos al mirar a la corona de mi cabeza.
—Yo ya he hecho mi parte, maldita bruja. Ahora estoy libre de ti.
—Muy cierto… —La respuesta de Roja resuena en mi cabeza y se abre paso desde mi boca en una bocanada de aire—. Pero mis expectativas se han ampliado. Me merezco un desquite, tras tanto tiempo presa. Acércame a tu cautiva. También quiero su corona mágica. Entrégamela y te ofreceré un puesto a mi lado como rey, gobernando sobre todo el País de las Maravillas.
Marfil forcejea, pero Morfeo mantiene la hoja firme contra su cuello. Le miro a los ojos y él hace una mueca de dolor.
—¿Por qué no me hiciste caso? —pregunta con voz ahogada—. El deseo que te di… Si lo hubieras usado como te dije… Te habría salvado de este final. Mi reto consistía en conseguir que te sentaras en el trono estando poseída por Roja. Intenté ofrecerte una salida.
Me desmayaría si la reina no me estuviera sosteniendo. ¿Mi destino es ser un recipiente, sólo la mitad de mi ser, y permanecer atada al País de las Maravillas por toda la eternidad? Quiero volver a decirle que le odio, y esta vez decirlo de verdad. Quiero escupirle y gritar que es un cobarde de la peor especie por sacrificarme para conservar su alma sin valor.
En vez de eso aparto la mirada, usando ese recurso que antes funcionó tan bien para hacer que se arrodillara. Porque ahora es el único con poder para liberarme.
—Por favor, tienes que entenderlo. —Su voz adquiere un tono de súplica, y el corazón, la única parte de mi cuerpo que jamás permitiré que tenga Roja, me da un vuelco, esperanzado—. No soy un cobarde. —Intenta convencerme, como si ya se lo hubiera llamado—. No me mueve el miedo a la muerte… sino al cautiverio. Al igual que tú, no puedo ser un espíritu prisionero. Debo ser libre. Lo entiendes, ¿verdad?
Contengo cualquier reacción, pero el esfuerzo de combatir a Roja hace que asome a mi rostro una mueca de dolor.
—¿Quieres darte prisa y traerla de una vez, idiota? Necesito el poder de la corona de Marfil para combatir a la chica. Es muy poderosa.
Hay una nota de orgullo en esa afirmación, que sólo aumenta mi determinación de vencerla. No estoy emparentada con ella. No soy nada de ella de lo que pueda sentirse orgullosa.
Morfeo avanza unos pasos con su rehén. Roja lanza un zarcillo como si fuera una serpiente atacando. Derriba la corona de la cabeza de Marfil, la cual lanza un grito y se desmaya.
Morfeo detiene su caída y la quita de en medio, sujetando con el pie la corona incrustada de diamantes. El zarcillo de Roja intenta volver a cogerla pero no puede acercarse más sin que yo de un paso hacia ella. Me niego a moverme.
Roja maneja la conexión entre los zarcillos de su hiedra y mis venas como si fueran los hilos de una marioneta. Aprieto los dientes para combatir el dolor desgarrador, casi rompiéndome la mandíbula. Pero sigo sin ceder.
—¡Habría sido perfecto! —prácticamente grita Morfeo, concentrándose sólo en mí—. Tu pretendiente mortal ha olvidado ya este viaje. Pero tú y yo compartimos recuerdos de una infancia que no olvidaré nunca. Eres la dama de mi corazón. Mi igual en todos los aspectos. Habría seguido a tu lado una vez expulsada la reina Roja, no habría permitido que reinases sola. Habríamos bailado todas las noches en las estrellas sobre tu reino. Por ti, habría renunciado a mi solitaria vida… Habría sido tu fiel servidor y te habría amado eternamente.
Roja obliga a que mi cara se vuelva en su dirección, pero sigo mirando al suelo.
—Debería convertirte en mi reposapiés tras esta declaración de herejía. Pero te doy una última oportunidad. Tráeme la corona si quieres tener alguna parte de ella. Ya comparto la mitad de su mente. Puedo ofrecerte su cuerpo, obligarla a que ceda a tus deseos. Utilízala a voluntad. Cásate con ella, acuéstate con ella. Sé su compañero. Pero dame la corona de Marfil.
La suela del zapato de Morfeo empuja el círculo enjoyado por el suelo hacia ella. Se lo piensa mejor y lo hace retroceder poniéndolo todavía más fuera de su alcance.
Un rescoldo de esperanza prende en mi interior, hasta que alzo la mirada. Morfeo lo está pensando, está considerando seriamente la propuesta de Roja.
No puede hacer eso, ¿verdad? ¿Puede obligar a mi cuerpo a acatar su voluntad? Como respondiéndome, algunos de mis cabellos se escapan de sus horquillas y se agitan ante mí, y ya no son rubio platino sino de llameante rojo. Se agitan hacia Morfeo, tentándole como si le hicieran señas.
—¿La quieres para ti?
—Mucho… —Se le quiebra la voz.
—Entonces, obedece. Será físicamente tuya, y con el tiempo también lo serán su alma y su corazón. Podrás cortejarla y recuperar su favor. Tendrás la eternidad para ganártela.
La expresión del rostro de Morfeo evidencia que está dividido entre sus anhelos y su sentido del honor. Las gemas que adornan sus ojos relucen del rosa al púrpura.
—La eternidad para ganármela. —Está casi en trance. Se agacha para coger la corona pero se para.
—¡Oh, por el amor de Fennine! Si eres demasiado débil para entregármela, limítate a irte. Si la chica aún tiene fuerzas es porque tú le das esperanzas. Márchate y podré con ella. Ya cogeré la corona yo misma.
Morfeo se detiene, me mira por última vez y se dirige a la puerta.
Recupero con esfuerzo el control de mi voz y un grito brota de mi garganta:
—¿Y ya está? ¿Ya tienes lo que querías y ahora me das la espalda como se la diste a Alicia? ¿Me dejas en mi jaula de hiedra? ¿Y por qué no? No puede ser peor que vivir con una camisa de fuerza, y ya has obligado a muchas a hacerlo.
Él se detiene a medio paso.
—¡No le hagas caso! En menos de una hora podrás abrazarla y amarla. Podrás secarle las lágrimas a besos, convertir su dolor en un lejano recuerdo.
Él reanuda el paso como moviéndose a cámara lenta, tensos los anchos hombros y gachas las alas.
—¡Hiciste un juramento! —chillo, luchando por recuperar el control de mi mente—. ¡Que no volverías a dejarme sufriendo y con el corazón roto! ¡Lo perderás todo!
Morfeo se para en el umbral, dándome la espalda y con la cabeza gacha.
—Renunciaría a todos mis poderes por tenerte en mis brazos. Tu amor es la única magia que necesito.
Roja me obliga a dar un paso… luego dos.
—¡Seré un cadáver en tu cama! —Intento llegar a él una última vez—. Estás matando todo lo que me hace ser quien soy. La chica a la que enseñaste, tu compañera de juegos, la que dices amar… desaparecerá, una marioneta ocupará su lugar.
Como para demostrarlo, la hiedra que envuelve mi pierna me obliga me hace dar otro paso…
Cuando Morfeo alza la mano para desatrancar la puerta, Roja lanza sus zarcillos y coge la corona.
—Adiós, Alyssa —dice mi última esperanza, con las alas abatidas por la resignación—. Me temo que ninguno de los dos es lo bastante fuerte como para vencerla.
—Eso lo veremos, Morfeo —respondo entre dientes, concentrando toda mi atención en los zarcillos que me poseen.
Estoy harta de que todo el mundo dicte lo que pasará en mi vida. Prefiero estar muerta a ser siempre un peón de otros.
Utilizo lo que me queda de voluntad para forzar a mis manos a agarrar los zarcillos que arrastran la corona hacia mí. Caigo de rodillas y tiro de la hiedra, tensándola allí donde se une a mi piel. En mi cerebro resuena el grito de la Reina Roja. Suelta la corona para concentrarse en mí. La hiedra me rodea manos y dedos hasta cubrirlos como mitones de hojas. Obliga a mis brazos a unirse y los ata, siguiendo con las piernas y el torso, incapacitándome como hicieron las flores al principio de mi viaje, salvo que el dolor es incomparable. Cualquier forcejeo contra estos grilletes hace que sienta como si fueran a romperse todos los huesos de mi cuerpo.
La única forma de parar el dolor es relajándome… rindiéndome. Ha ganado. Estoy acabada… Cierro los ojos y lanzo un gemido.
Pienso en Jeb, en Jenara, en mamá y papá, todos teniendo que continuar con sus vidas sin mí. Eso se me clava en el corazón con un dolor más agudo que cualquier otra cosa que haya podido sentir antes. Y me alegro. La intensidad de esa emoción me demuestra que sigo viva… que aún soy un individuo. Que soy yo.
Roja tiene mi cuerpo, pero aún no controla mi corazón ni mi mente.
Y es ahí donde radica mi magia.
A pocos metros de mí hay tres cadáveres de caballeros élficos. A uno le han cortado un brazo, otro tiene el cuello roto, y el otro una pierna destrozada, todos por su encuentro con el zamarrajo. Estarán rotos, pero sigo pudiendo utilizarlos.
Me concentro en sus cuerpos y los imagino vivos. Sus cerebros se convierten en ordenadores, conectados a mis pensamientos; sus corazones de arcilla, laten sincronizados con el mío; sus piernas y brazos son flexibles como limpiapipas, y se mueven siguiendo mis órdenes.
Se incorporan temblorosos y torpes. Se mueven hacia mí, cojeando y arrastrándose. Sus dedos se cierran en los zarcillos y se ponen a tirar de la reina Roja.
El capullo de hiedra que me envuelve se deshace y me deja girando en el suelo. Las enredaderas se tensan en mis tobillos, muñecas y manos, allí donde se unen a mi cuerpo. Los caballeros continúan tirando con todas sus fuerzas y los zarcillos rasgan mi piel al salir, como cables eléctricos que se arrancan de una pared de escayola. Me traspasa un dolor cortante como un cuchillo, como si una sierra radial se estuviera abriendo paso por mis órganos.
Balbuceo un grito y me ahogo en el sabor a sangre, perdiendo el control de mis macabras marionetas. Desfallecen y casi sueltan los zarcillos. Impulsada por mi deseo de ser libre, ordeno a los caballeros que tiren con más fuerza.
De mis heridas brotan chorros carmesíes que forman un charco en el suelo. Aprieto los dientes y utilizo la angustia que siente mi cuerpo para dar a mis creaciones fuerza para que luchen hasta extirpar a Roja, y perseveran hasta que sólo queda conectada a la yema de mis dedos por un manojo de hierbas.
Me desplomo y mi trío de caballeros se derrumba en un montón, de nuevo inánimes y muertos.
Estoy tan débil que apenas me doy cuenta de que Morfeo está a mi lado. Con la espada vorpalina, corta los brotes de hojas de mis dedos, y luego corta los zarcillos. Otro chirrido lacerante agita mi cráneo cuando Morfeo me quita la corona y el pasador para desconectarme por completo de mi titiritera.
Sin un cuerpo que habitar, el espíritu de Roja se marchita con la hiedra del suelo y muere como si fuera una masa de anguilas fuera del agua.
Morfeo guarda la espada vorpalina en un pliegue de su chaqueta. Yo me quedo en posición fetal, vaciada de sangre y de energía. Tengo las muñecas y los tobillos abiertos, heridas mil veces peores que las que me hice en las palmas de las manos cuando era niña. Me pregunto si me voy a morir…
Un resplandor oscuro apaga cuanto me rodea.
—Niña valiente y testaruda —me susurra Morfeo al oído mientras me acuna tiernamente en sus brazos, alzando mi cuerpo—. Eras la única que podía liberarse de su posesión y ganar la corona. Sabía que vencerías. Sólo necesitabas que alguien te empujara para que te enfadaras. ¿Y quién mejor que yo para enfurecerte?
—Mentiroso —farfullo, nadando en náuseas y tosiendo sangre. Noto los brazos y las piernas como si llevara pesas en ellos, y chorros pegajosos brotan de las heridas de mi cuerpo—. Me abandonaste.
—Aún estoy aquí, ¿no? —Morfeo me deposita junto a Marfil y descubre la marca de nacimiento de la reina, haciendo que toque la mía. Noto calor recorriéndome el cuerpo—. Y siempre he creído en tu poder. Por la reina que vi en ti incluso cuando eras niña… por la mujer que tú nunca pudiste ver en ti. Mi fe es tan inmutable como mi edad.
—No te creo —murmuro semiconsciente. Mis venas recuperan su caudal y mi piel se cura. Las laceraciones agónicas que tengo dentro y fuera de mi cuerpo dejan de doler.
Él me acaricia la cabeza
—Pues claro que no. No te he dado motivo para que lo hagas.
Abro los ojos de golpe al oír un rugido procedente del corral del zamarrajo. La puerta cuelga de sus bisagras, el candado está destrozado e inútil, y el monstruo se alza por encima del hombro de Morfeo con la hiedra de la reina Roja iluminándole las venas. Ha encontrado otro cuerpo que habitar…
—¡Morfeo!
Salta hacia el monstruo para defenderme. Dos lenguas y un lazo de zarcillos se cierran alrededor de su cuello, agitándolo en el aire. Se le cae el sombrero.
Todavía débil, lucho por incorporarme.
—¡Defiéndete!
Pero todo se acaba incluso antes de que yo termine de pronunciar esa palabra.
Morfeo se agarra el cuello.
—Será mejor que acepte mi castigo, querida —dice con voz estrangulada—. Cuando se intenta ser más listo que la magia —una tos ahogada interrumpe sus palabras—, siempre se paga un precio.
La criatura se lo traga entero. Sus alas son lo último que desaparece, un fogonazo de reluciente gracia negra.
La criatura está a punto de embestirme pero en vez de eso cae al suelo y rueda luchando consigo misma. Morfeo sigue defendiéndome desde dentro.
Cuando el zamarrajo vuelve a ponerse en pie, se precipita hacia la pared más cercana. Estrella su enorme cuerpo contra la roca hasta que ésta se desmorona y aparece una abertura. A continuación se suelta de su cadena y salta por el agujero, escapando a los bosques del País de las Maravillas.
Me siento y me quedo mirando la enorme grieta en la pared del castillo durante lo que parece una eternidad, con el polisón de mi vestido rodeándome la cintura como un orbe de terciopelo. Respiro el aire de la noche y sé que no han podido pasar más que unos segundos.
Llegan las hadas para llevarse a los muertos. Primero las veo a lo lejos, las luces de sus cascos bamboleándose en la oscuridad antes de trepar por las rocosas ruinas de la pared y empezar a trabajar.
Estiro los brazos hacia delante para coger del suelo la oruga tallada y me la guardo en el escote del vestido. Me detengo a mirar el fedora de Morfeo y noto en el corazón una punzada de pesar.
Me arrastro hasta Marfil y le doy unas palmaditas en la cara para despertarla y que no la tomen por muerta.
La brigada de hadas vuela junto a nosotras, olfateando al pasar.
—No olisquean muertadas. Sigamos más ancho y largo.
Mientras ellas se llevan los cadáveres, Marfil y yo nos ayudamos mutuamente a ponernos en pie. Le cuento todo lo sucedido mientras estaba inconsciente.
Estoy aturdida… tengo las emociones tan a flor de piel que me he bloqueado y no siento nada.
—No tiene sentido —susurro, llevándome la mano al punto del pecho en que la talla, fría y sin vida, presiona contra mi corazón—. Morfeo venció a la Lengua de la Muerte de Roja, y luego se entregó al zamarrajo, el mismo destino del que huía…
—Para salvarte —termina Marfil mi pensamiento—. Parece que al final sí era capaz de sentir un amor desinteresado. Sólo que no por mí.
Me froto las lágrimas y la sangre seca de la cara, abrumada por la destrucción que nos rodea.
—Vine para arreglar las cosas. En vez de eso, lo he estropeado todo.
Marfil me recoloca el vestido y las alas. Me mira con bondad mientras coge un mechón de mi pelo y estudia su llameante color rojo.
—A veces el fuego debe reducir un bosque a cenizas para que puedan crecer plantas nuevas. Creo que el País de las Maravillas necesitaba una limpieza.
Me miro las ropas rotas y ensangrentadas.
—¿Qué pasará ahora?
Ella pone la corona de rubí en mi cabeza y se recoloca la suya.
—Eres la legítima heredera de la Corte Roja. Has pasado todas las pruebas y has sido coronada. El decreto de la propia corte de Granate exige que deje el trono. Tus súbditos harán cualquier cosa que les pidas. Lo que ordenes será para ellos ley.
—¿Lo que sea? —pregunto.
Cuando ella asiente en respuesta, la puerta se abre de par en par con la ayuda de un ariete. Las dos cortes entran desde la sala contigua. Hasta las ostras y las flores zombi han conseguido entrar por el agujero de la pared.
Pronto me veo rodeada por un festival de criaturas tanto aladas como arteras y, por primera vez en mi vida, o al menos así me lo parece, la decisión sobre mi destino está solamente en mis manos.
—¿Qué será, reina Alyssa? —pregunta Marfil.
Me agacho para recoger el sombrero de Morfeo y me lo pongo en la cabeza encima de la corona, inclinándolo hacia un lado.
—Vamos a celebrarlo.