19

Chessie

Morfeo me escolta por un largo y sombrío pasillo del primer piso. Las velas sujetas en los candelabros de bronce iluminan las relucientes paredes rojas. El encaje y el adorno de las faldas de mi vestido de coronación barren el suelo de mármol negro bajo mis pies. Es justo por esto por lo que no quería ir al baile de graduación. Odio exhibirme, y más aún vestida con algo que nunca me pondría.

Estoy cubierta de las manos a los pies de terciopelo carmesí, encaje marfileño y joyas de rubíes. Las mangas que me llegan a los codos y la falda que toca el suelo se inflan como los vestidos de baile de las princesas de los cuentos que leía de niña, y los guantes son de pana elástica.

También llevo el pelo arreglado; largos rizos se amontonan en lo alto de mi cabeza, adornados con prendedores enjoyados alrededor del pasador de mi tataratatarabuela. Morfeo dio instrucciones a mis hadas para que el peinado resaltara el adorno de la Reina Roja.

Soy el epítome de la realeza. Hasta huelo de forma regia, perfumada con sándalo, rosas y un toque de ámbar. Pero preferiría ser la Hermana Uno, bañada en el olor de la polvorienta luz del sol y con hiladores ocultos bajo la falda, para poder envolver a Morfeo en una telaraña y dejarlo colgado.

Como si intuyera mis pensamientos, aprieta mi aterciopelada mano con la suya de seda, entrelazando aún más nuestros dedos. Tiene la mandíbula encajada en la misma expresión severa que mostró antes, justo después de que las hadas me mostraran para su aprobación, cuando le dije lo mucho que despreciaba incluso mirarlo.

Eso pareció herirlo. No creí que le importase. Después de todo sólo soy su peón.

Nuestras alas se rozan por accidente y calmo mi ira recolocándome el oso de peluche que llevo bajo el brazo.

Cinco soldados carta de la Corte Roja abren camino, seguidos de cerca por cinco caballeros élficos de la Corte Blanca, cuyas botas militares graban ecos en mis tímpanos. No puedo dejar de mirar las joyas rojas que brillan en un dibujo de diminutos puntos adornando sus sienes y barbillas, del mismo color que el piercing que tiene Jeb en el labio inferior. Excepto por las orejas puntiagudas, su parecido con él es asombroso, en tamaño y color.

Serían casi humanos si no fuera porque carecen de emociones.

Han venido para ofrecer su protección e informar a sus respectivos jefes tras presenciar mi prueba final. Como dijo Morfeo, la Corte Roja ha consentido que se me corone, pero no pueden limitarse a concederme ese honor. Tengo que probar que soy digna de él.

Dominar el poder de una sonrisa. Vencer al zamarrajo con la cabeza de Chessie.

Cuando mis piernas flaquean ante esa idea, para recuperar las fuerzas tan sólo necesito pensar en Jeb sangrando en su jaula, intentando llegar hasta mí. Haré esto, por él y por Alison, y por papá. Pondré fin a esta locura de pesadilla y conseguiré ganarme nuestro regreso a casa.

Mi séquito y yo giramos a la derecha y llegamos a una puerta de madera con forma de arco pintada de rojo, con adornos en bronce de los palos de la baraja: diamantes, picas, corazones y tréboles.

Morfeo se vuelve hacia mí antes de abrir la puerta. Me coge ambas manos. El borde de su sombrero proyecta una media luna oscura sobre la parte superior de su rostro.

—Debemos mantener la habitación en penumbra. La mala vista del zamarrajo es nuestra ventaja. Será lento en comprender, pero rápido en su instinto. Nosotros debemos ser sigilosos y expeditivos. Sólo tendremos unos instantes antes de que la bestia nos localice con sus otros sentidos. Ataca con sus lenguas… como un sapo capturaría a su presa. Tienes que mantenerte detrás de mí, y eso será más fácil en el suelo, así que debes resistir la tentación de volar.

Quizá debería halagarme que se muestre tan protector, pero mi seguridad es secundaria. Simplemente, no quiere perder la partida.

Una vez tengamos la espada vorpalina, podrás liberar la cabeza de Chessie. Después prepara el arco del violonchelo. Chessie te dirá lo que debes hacer. ¿Tienes claro el plan, Alyssa?

No contesto, negándome a mirarle a los ojos. En las últimas horas he aceptado mi lado oscuro, le he dado la bienvenida, porque me ha enseñado a manipular a Morfeo. La indiferencia le afecta más que la ira. Lástima que no me diera cuenta antes.

Pero quejarse a toro pasado es de perdedores.

—Por favor, mírame… —Su tono es suplicante.

Y vuelve a caer en mi trampa; poco y tarde.

—Tengo tantas ganas como tú de que esto se acabe —dice con una sinceridad tan dulce que podría derretir Groenlandia. Me alza la barbilla para obligarme a mirarlo, coge el arco de violonchelo que le entrega un caballero élfico y me lo ofrece—. Te lo cambio por el muñeco.

Dirijo una mirada corrosiva al caballero y a él, antes de coger el arco y entregar el osito de peluche. La primera vez que sostuve un arco, tenía a Alison arrodillada detrás de mí, sujetando un violonchelo que me triplicaba en tamaño. Me cogió de la muñeca para guiar el arco por las cuerdas. El instrumento gimió bellamente, con el sonido más evocador y desgarrador que había oído nunca. Fue pocos días antes del incidente que envió a Alison al psiquiátrico. Gracias a Morfeo.

—El plan funcionará —promete Morfeo mientras me pasa los nudillos por la sien, ignorando a nuestros escoltas. Debe sentir mi tristeza, porque se muestra muy amable—. El cuerpo de Chessie quiere volver a unirse. Tú sólo vas a permitirle hacerlo. Considérate un puente.

No le contesto. Dedico toda mi atención al arco. Es más ancho y curvado que el que tengo en casa. Giro el tornillo para aumentar la tensión de las cuerdas, lo golpeo una vez contra el suelo y miro a los ojos expectantes de Morfeo.

—Estoy lista.

Me sudan las manos dentro de los guantes, y apenas soy capaz de contener el temblor de todos mis músculos. Cojo a Morfeo por la muñeca antes de que gire la llave en la cerradura.

—¿Mi deseo?

Se da un golpecito en el bolsillo del pantalón, y el residuo de una sonrisa ansiosa flota en sus labios. Está recordando nuestro beso, pero mi mente huye en dirección contraria, desesperada por no caer con él en ese recuerdo.

—¿Me lo darás? —pregunto.

—Lo juro por la magia de mi vida. Cuando sea el momento.

Me pongo detrás de él. Ante una señal de la mano de Morfeo, los soldados forman en V a mi izquierda y mi derecha.

La puerta chirría al abrirse, cortando la oscuridad con luz. Un fuerte olor a humedad nos abofetea, como si alguien hubiera hecho un guiso de ostras con chucrut dentro de una sudorosa sauna. La definición de frumioso resulta evidente. Contengo una arcada, tapándome la nariz con la mano.

Cuando la abertura se ensancha, nuestras sombras bloquean la luz que se proyecta ante nosotros. Aun así puedo ver que el techo es casi tan alto como el del País de las Profundidades, y la habitación el doble de grande que su enorme pista de monopatín. Unas pocas ventanas se alinean en la parte superior del techo abovedado dejando entrar una vaporosa neblina plateada, suficiente luz para poder distinguir contornos y sombras, pero no para ver algo con claridad.

Por la descripción de Morfeo tengo una vaga idea del lugar. Una gruesa cadena ata al zamarrajo a la pared del fondo. Lo bastante larga como para que pueda llegar a su redil y abarque el radio de la tarima donde están la corona y la espada, pero nada más. Esto permite que los cuidadores del zamarrajo puedan echarle comida desde la puerta, lejos del alcance de sus lenguas. Mis ojos se acostumbran a la oscuridad y puedo distinguir la forma de la tarima. En el centro hay un podio con un agujero practicado en él. En su eje hay una luz, que brota del centro en un pálido rayo amarillo hasta incidir en el estuche de cristal que hay encima, como un faro en la oscuridad. Dentro del estuche hay una corona roja y una resplandeciente espada de plata sobre un mullido cojín. Desde donde estamos, el arma parece tan pequeña como el cuchillo de filetear que usa papá para preparar los peces recién pescados; la hoja y el puño no pueden medir más de veinte centímetros de largo. Es más un cuchillo que una espada.

Una pesada cadena se arrastra por el suelo en alguna parte del estanque de oscuridad que hay tras la tarima. El aire se llena de resoplidos, que van aumentando hasta convertirse en un rugido grave y escalofriante.

Un temor oscuro se agolpa en mi garganta. Morfeo da un paso dentro de la habitación. Mi mente me grita que dé media vuelta y huya. En vez de eso, me obligo a seguirle. Los soldados carta y los caballeros élficos se mueven a lo largo de las paredes, pegados a la pared, con las lanzas y las espadas listas, pese a lo poco que podrían hacer. La piel de un zamarrajo es indestructible. Si la criatura ataca, su única esperanza será herirle las lenguas y ganar tiempo para escapar.

Morfeo y yo reptamos hasta quedar a pocos centímetros de la tarima. Aferro el arco y espero mi momento con el corazón acelerado. El zamarrajo debe oír mi pulso porque saca la lengua para investigar. El baboso apéndice serpentea por el suelo, dejando a su paso un reluciente rastro de mucosidad.

Morfeo me envuelve con sus alas y esquivamos juntos la lengua cuando ésta se retrae. Aprieto los nudillos contra la espalda de Morfeo y noto sus músculos tensarse.

—Tranquilo, Chess, muchacho… tranquilo —susurra. Lucha con algo más que con el miedo. Lucha con el espíritu ansioso del gato. Chessie debe sentir cerca su otra mitad y forcejea para llegar a ella.

Llegamos a la tarima, y Morfeo nos alza a mí y a mi incómodo vestido en el mismo instante en que el zamarrajo sale de la oscuridad y entra en un charco de luz de luna. Uno de los guardias pegados a la pared lanza un grito ahogado y la criatura se tambalea en su dirección, de forma tan torpe y errática como un vagón desenganchado de su tren, sólo que tres veces más grande.

Rígido, Morfeo nos acerca a la caja de cristal del podio.

La bestia mueve la cabeza hacia nosotros, agitando las cadenas. Nos quedamos paralizados, cogidos de la mano.

Unos lechosos ojos blancos pasean su mirada sobre mí, incapaces de enfocarme. Nada podría haberme preparado para lo que estoy viendo: la piel gris de un rinoceronte, agujereada e hinchada, y una cabeza triangular y felina con colmillos, como un reptilesco tigre dientes de sable. Las gigantescas patas del lagarto felino se arquean hacia fuera, y su cola de pinchos se agita a uno y otro lado cuando inclina la cabeza. Uno de los caballeros élficos emite un cloqueo para distraerlo. El zamarrajo ruge y se vuelve en esa dirección, arrastrando las babas de su morro como si fueran cordones de zapatos.

Morfeo relaja la presión de mi mano cuando llegamos a la caja de cristal y me entrega el osito de peluche. Mete una llave en la cerradura de bronce que tiene en la parte frontal y la gira para accionar el mecanismo. Un reflejo instintivo me hace agitar las alas. Me encojo con una mueca y me topo con la mirada preocupada de Morfeo, pero ya es demasiado tarde.

El movimiento hace que el zamarrajo vuelva a centrar su atención en mí y ruja, echándonos el pútrido aliento con todo el calor, estrépito y humedad de una fuerte tormenta de verano.

Al no estar ya bajo la protección de las alas de Morfeo, grito a mi vez, casi escupiendo los pulmones.

Morfeo me pone tras él cuando tres lenguas se abalanzan hacia nosotros. En la punta de cada apéndice, una cara de serpiente abre una mandíbula sin dientes y sisea. Son como anguilas gigantes, sólo que no tan pacíficas y encantadoras como las que tengo de mascota en casa. Hasta la última gota de saliva de mi boca se evapora cuando una de esas lenguas pasa a centímetros de la cara de Morfeo. Él se agacha, pero las lenguas reaccionan y se enrollan alrededor de sus tobillos y su cintura.

Lo derriban haciéndole caer de rodillas y arrastrándolo hasta el borde de la tarima.

—¡Morfeo!

Quiero pensar que sólo me preocupa mi deseo, pero verlo capturado despierta a la niña que una vez lo amó. Dominada por el terror, esa niña se abre paso desde los recovecos de mi corazón, aparta el arco del violonchelo y me lanza tras él.

Aterrizo sobre el estómago en un charco de fétidas babas, con la falda de polisón abultando encima de mí.

—¡Cógeme las manos!

Alargo los brazos y entrelazo sus dedos con los míos, pero él los suelta.

—¡No, Alyssa! ¡La prueba! Coge la espada vorpalina… Libera la sonrisa…

Las lenguas lo arrastran lejos de la tarima, hacia la boca babeante.

Sus alas se arrugan contra su espalda, atrapadas por el apéndice que le rodea la cintura. Su sombrero cae flotando hasta el suelo.

Forcejeo con el armazón que llevo bajo la falda para poder ponerme en pie, balanceándome adelante y atrás hasta que el impulso me proporciona suelo firme. En cuanto estoy de pie, doy media vuelta y levanto la tapa de cristal. El pomo de la espada vorpalina es cálido incluso a través de los guantes. Allí donde toco dejo huellas azul brillante en el metal plateado.

Un grito devuelve otra vez mi atención al combate. Los caballeros élficos, elegantes y letales, se catapultan al lomo del zamarrajo y atacan en vano su piel con las espadas. Los guardias carta entran en acción. Hacen complicados ejercicios acrobáticos para construir un castillo de naipes más alto que la cabeza de la bestia. Entonces se dejan caer y usan las lanzas para pincharle las lenguas.

Su esfuerzo combinado ayuda a Morfeo a librarse de la lengua de su cintura. Cae al suelo, agitando las alas para hacer fuerza contra los otros dos apéndices que siguen enrollados en sus tobillos. El zamarrajo se revuelve. Los guardias carta revolotean como hojas atrapadas por el viento y chocan contra las paredes. La bestia vuelve a corcovear, derribando a tres de los elfos. Chocan contra el suelo, quedando inconscientes, y a su lado las espadas giran con un chirrido.

Me recorre un sentimiento de urgencia. Empuño la espada vorpalina y destripo las costuras del estómago del osito. El relleno sobresale y se separa, cuando algo lucha por abrirse paso.

Morfeo gime. Los caballeros y los soldados carta cubren el suelo, todos ellos inconscientes, heridos o muertos. Babeantes y anguilescas, las lenguas se retuercen contra Morfeo, sosteniéndolo boca abajo. La mandíbula inferior del zamarrajo se descoyunta y se abre para formar una sima dispuesta a tragarse entera a su presa.

Chessie aún no ha salido de su prisión de felpa. Me engancho el oso al corpiño, cojo el arco de violonchelo y la espada vorpalina, y agito las alas para alzar el vuelo. No me importa lo alto que estoy. Floto hasta la aullante masa del monstruo y le grito a Morfeo:

—¡Cógela! —Sitúo la espada justo encima de su mano alzada y la suelto.

Él la coge por el pomo con relampagueantes reflejos y mueve la hoja en tres barridos, cortándole la cabeza a una lengua. La criatura brama y suelta a Morfeo, que se une a mí en el aire. Abajo, nuestro atacante retrocede a su redil, aullando.

Con el pelo revuelto y la ropa arrugada y cubierta de babas, Morfeo encaja la espada vorpalina en su solapa y asiente en señal de gratitud. Descendemos juntos. Apenas han tocado mis pies el suelo cuando el oso de peluche enganchado a mi corpiño tira de mí, arrastrándome hacia el corral de la bestia.

—¡Chessie intenta reunirse con su otra mitad! —grita Morfeo.

Es como si alguien me hubiera atrapado con su sedal de pescar y tirara del carrete. Morfeo intenta cogerme, pero es demasiado tarde. Me veo arrojada al corral y enfrentándome al zamarrajo. Las rodillas me fallan cuando empieza a moverse a mi alrededor, acechando, gruñendo, arrastrando por el suelo su lengua incapacitada que gotea sangre verde.

—¡Libera la sonrisa, Alyssa! —Morfeo entra en el redil para distraer a la bestia.

Temblando de pies a cabeza, suelto el muñeco de mi corpiño y lo dejo caer. Un resplandor naranja se eleva desde la costura rota. El zamarrajo suaviza sus gruñidos, hipnotizado por la luz. Con el arco de violonchelo agarrado con fuerza, espero y dudo.

El resplandor naranja crece desde el tamaño y la forma de una moneda a los de un balón de fútbol. Aparecen unos ojos verde esmeralda con pupilas verticales, seguidos de una nariz bulbosa en el centro. Finalmente se ve una sonrisa, de un blanco tan brillante como la de la enfermera Poppins del psiquiátrico, con bigotes a ambos lados.

Otra luz naranja responde desde dentro del estómago del zamarrajo, iluminando a las víctimas sin digerir de la criatura. En su interior aletean las siluetas de seres alados, grandes y pequeños, como si fuera un macabro móvil de bebé que proyecta sombras en las paredes de su tripa.

La bestia baja la cabeza y guarda silencio, consciente de alguna manera del cambio que tiene lugar en su interior. La cabeza naranja de Chessie se vuelve para mirarme y adquiere la forma de un reloj de arena, con los bigotes estirados verticalmente sobre sus dientes para formar las cuerdas de un arco.

Un violonchelo…

—Sé el puente —me dice Morfeo—. Somete a la bestia.

Cojo el instrumento naranja flotante y lo obligo a descender.

Me apoyo contra una pared, paso el arco sobre los bigotes y elijo una canción sencilla que solíamos tocar como calentamiento en la banda. Pero lo que sale de la sonrisa no son mis notas. La voz de Chessie canta una melodía, melancólica y contagiosa, que pronto me veo tarareando mientras continúo acompañándolo, aunque no la he oído antes.

Los ojos del zamarrajo se entornan. Se le doblan las patas, incapaces ya de sostener su peso. Se deja caer de costado con un fuerte sonido de chapoteo y empieza a roncar. La luz de su estómago asciende por su esófago dejando a las siluetas aleteantes en su prisión.

Morfeo aterriza en el suelo y me rodea con un brazo.

El zamarrajo, aún dormido, lanza un hipido, liberando la brillante burbuja naranja. Mi «violonchelo» se suelta para unirse a su otra mitad y, cuando la burbuja estalla, Chessie vuelve a estar entero, flotando en el aire. Se convierte en una pequeña criatura de franjas grises y naranjas, más una mezcla de mapache y colibrí que un gato. La sonrisa de su rostro se hace más amplia y me guiña un ojo, asiente en dirección a Morfeo, y luego desaparece con un latigazo de su peluda cola a rayas.

Las piernas me fallan y tengo todo el cuerpo entumecido. Morfeo me escolta fuera del corral del zamarrajo dormido, y luego cierra y atranca la puerta para retener dentro a la criatura encadenada.

—Tras semejante batalla mágica, dormirá hasta mañana, supongo.

Las cartas y los caballeros supervivientes aplauden.

Morfeo corre hacia ellos, sosteniendo mi cintura con un brazo.

—Ocupaos de vuestros heridos. Olvidad a los muertos por ahora. Prepararé a Alyssa y la corona. Reunid en la sala del trono a las cortes y a los testigos. La coronación tendrá lugar en breve.

Los ilesos se llevan a rastras a los heridos y cierran la puerta, dejándonos en la sala abovedada con sus muertos. No puedo mirar los cuerpos, asqueada porque han muerto por mí.

Al percibir que tengo los nervios a flor de piel, Morfeo me abre sus brazos. Acepto su ofrecimiento sin dudarlo y me aprieto contra él con fuerza bajo la luz de la luna.

El pomo de la espada vorpalina me aprieta las costillas desde debajo de su chaqueta, y combato la tentación de sacarla y cortarle el cuello. Pero no puedo. No después de lo que ha hecho.

—Te pusiste delante de mí —susurro—. Pudiste haber muerto.

—Tú me salvaste luego, así que estamos en paz.

Dice las últimas palabras con su tono más humilde, como cuando le ganaba a los juegos cuando éramos pequeños.

Le agarro por la chaqueta y tiro de él con fuerza, enterrando la nariz en su pecho. No sé cómo expresar con palabras lo que siento. Furia por lo que nos ha hecho a Jeb y a mí manipulando y retorciendo el afecto que mi yo-niña siente por él. Pero ya no estoy convencida de que quien sienta ese apego sea sólo la niña que hay en mí.

—Te odio —digo, amortiguando el sentimiento contra su corazón, esperando que sea verdad.

—Y yo te quiero —responde él sin dudarlo, con voz resuelta y cortante mientras me abraza con más fuerza para que no pueda apartarme de él y reaccionar—. Dada nuestra situación, la encrucijada era inevitable, mi hermosa princesa.

Eso me afecta, y ni siquiera sé por qué. Estoy perdida en la confusión y la incredulidad por todo: nuestro beso, su confesión, mi enfrentamiento con el zamarrajo, y, sobre todo, el hecho de que Jeb y yo estemos a punto de volver a casa.

Morfeo me aparta y me mira en silencio.

—Y ahora me coronarás —aventuro, necesitando romper el intenso magnetismo que hay entre nosotros—. Y habré acabado.

Él se mira los zapatos.

—Sí. Y habrás acabado.

Sin decir otra palabra, enciende varias de las antorchas de la pared, iluminando la habitación. Entonces recupera el sombrero y se lo pone en la cabeza.

Tiene la ropa hecha un desastre, igual que yo. Dirijo una mirada al zamarrajo dormido, encerrado en su corral. ¿Por qué me ha hecho llevar Morfeo el vestido de mi coronación a algo que me lo arrugaría y estropearía? Una molesta sospecha renace en mí cuando vuelve con la corona de rubí en la mano.

—Si quieres —dice—, puedo coronarte aquí y ahora, en privado. Sin más números. Podremos acabar con esto en cuestión de minutos.

Sus palabras acaban con mis sospechas. No es que suene muy convincente, pero me gusta la idea de hacer esto sin tener a todo el País de las Maravillas mirando.

—Sí.

Su mano libre se abre para mostrar mi deseo.

—Cuando estés lista, apriétalo hasta que estalle en tu mano mientras piensas en lo que más desea tu corazón. Pero asegúrate de elegir las palabras con cuidado. Di que deseas liberarte para siempre de la influencia de la Reina Roja. Es la única forma de liberar a tu familia.

Yo asiento.

Me rehúye la mirada por algún motivo.

—Sólo te pido que esperes a que te corone antes de pedir tu deseo.

Las pestañas le tapan los ojos, y las joyas de su cara parpadean con tres tonos de azul diferentes, como si estuviera indeciso acerca de algo.

Me quito los guantes y cojo la cuenta, aún cálida por haber estado en su bolsillo.

Él me sorprende ofreciéndome otra cosa, la Oruga tallada en jade de su habitación.

—Para que no te olvides de mí, o de tu mejor cara.

La acepto, tragando saliva contra la duda de mi garganta.

Alza la corona de rubí sobre mi cabeza.

Cierro los dedos sobre el deseo cristalizado, esperando a que me dé la entrada, ensayando mentalmente para que las palabras sean perfectas.

—Yo te corono reina Alyssa, legítima heredera de la Corte Real.

Apenas deposita la circunferencia sobre mi cabeza, la puerta se abre de golpe. Soldados carta y caballeros élficos con expresión severa y solemne llenan la habitación. Dos elfos apuntan a Morfeo con sus espadas y lo obligan a arrodillarse. Sedosa revolotea sobre la cabeza de uno de los caballeros y Morfeo la mira fijamente.

—Te has ido de tu mágica lengua, ¿eh, mascota traicionera? —pregunta con veneno en la voz.

Una disculpa reluce en los ojos cobrizos de ella.

—La culpa te habría consumido vivo —tintinea su voz de carillón—. Apartar a una chica inocente de todo lo que conoce y llevarla a un mundo extraño, lejos de sus amigos y su familia. El miedo te cegaba tanto que no viste que estabas repitiendo lo que le pasó a Alicia. Eres mi señor más querido… y no pienso ver cómo te consume el remordimiento. Será mejor que afrontes tu destino con nobleza.

—¿Con nobleza? —sisea Morfeo en respuesta—. ¿Es que no fue noble que te salvara la vida? ¡Me estás condenando a muerte! Debí dejar que te devorara ese sapo con colmillos hace tantos años.

Los elfos se tensan en sus posiciones y Sedosa agacha la cabeza avergonzada. Los caballeros y los soldados carta que me rodean se separan para dejar pasar a alguien que cruza la puerta.

—¿Qué está pasando…? —No termino la frase al ver llegar a una mujer de encaje marfileño, cuya piel y vestido brillan como cristales de hielo. Sus emplumadas alas blancas se arquean altas y elegantes como las de un cisne, complementando la curva de su largo cuello bajo el pelo plateado que le llega a la cintura. Su rostro me resulta familiar por su belleza y su aire solitario, y lleva la sombrerera de peltre que una vez la retuvo prisionera.

La Reina Marfil.

¿Cómo ha conseguido salir? ¿La han liberado la Reina Granate y el Rey Rojo?

Una mirada a las rosas de la caja y la hipótesis salta hecha añicos. Las rosas solían ser blancas. Ahora son del color de la…

Sangre.

Marfil se acerca, parándose a unos centímetros de donde Morfeo está arrodillado.

—Me sedujiste —le acusa, con tono crepitante. Las lágrimas corren por sus mejillas pese a la enfurecida escarcha que proyecta por sus ojos blancos y azulados.

—Veo que has recuperado la memoria —comenta Morfeo, sonriendo incluso ante las espadas que le apuntan.

—Igual que mi corona. —Se toca la brillante tiara de diamantes de la cabeza—. Utilizaste palabras bonitas —solloza— todas las noches que compartimos. Me hiciste creer que yo te importaba… Utilizaste mi afecto para meterme en la caja con engaños. —Sus delicados dedos enjugan las lágrimas de su rostro—. Entonces le tendiste una trampa al Rey Rojo y volviste a mi corte contra él, ¡y todo para poder cerrar mi portal y retener aquí a la joven princesa hasta completar tu plan! ¿Se lo has contado ya? ¿La verdad de todo esto? ¿Lo que pretendes quitarle?

Miro a Morfeo. La culpa que se refleja en su rostro me revuelve el estómago.

—Me dijo que podría irme en cuanto fuera reina. —Arrojo a sus pies la oruga tallada—. ¿Qué más hay?

Morfeo mira la pieza de ajedrez junto a su rodilla.

—Nada. Para expiar todo el mal que le hicieron, debía hacer que la heredera legítima de Roja fuera coronada reina de la Corte Roja.

Una reina con ropajes color rubí y cintas en los dedos de pies y manos que imitan sus llameantes cabellos se abre paso dentro de la habitación, flanqueada por su rey y sus guardias. Es la Reina Granate.

—Hay algo más. Nos lo ha contado el hada. —Se lleva al oído una mano encintada para escuchar los susurros—. Sí… Su maldición tenía otra condición, ¿sabes? Una que te atrapará en este lugar para siempre.

—Nunca tuvo intención de que te fueras —me dice Marfil.

Cierro los dedos alrededor de la lágrima cristalizada. Si eso es cierto, ¿a qué viene la charada del deseo?

—En tu enloquecida búsqueda de libertad —dice Marfil, dedicando nuevamente su atención a Morfeo—, le has costado la vida a un noble mortal y has traicionado a las dos cortes. Tendrás que pagar por tus herejías.

Las palabras «noble mortal» me hielan el corazón. Me vuelvo hacia la galimajaula y las rosas pintadas de sangre. El pecho se me encoge ante una terrible intuición.

—¿Dónde está Jeb?

Marfil levanta la tapa de la sombrerera, la compasión suaviza su expresión.

El estómago me da un vuelco incluso antes de ver el apelmazado pelo oscuro en el agua negra, incluso antes de que se gire mostrándome un rostro tan familiar que me desgarra el alma.