14

Jaulas

Me coloco la mano a modo de visera para mirar a Morfeo; un nudo de enfado me crece en el pecho. Jeb tenía razón: lo único que va a hacer es engañarnos.

—Nos mentiste.

Su sonrisa se desvanece; Sedosa se asoma por debajo de su pelo.

—Estaba mal informado —replica.

El cuerpo de Jeb se tensa visiblemente.

—¿Mal informado? —dice—. ¿Mandaste a Ali aquí, la pusiste en peligro, estando mal informado?

Me encaramo a la mesa y apoyo los dedos en los agarrotados músculos de la espalda de Jeb para intentar calmarlo.

Morfeo sonríe de nuevo desde lo alto de la copa del árbol, regio y pomposo con sus alas extendidas hacia arriba, semejando un telón de fondo de satén brillante para proteger del sol su pálida complexión.

—Fue una tontería, lo sé. Dar crédito a los rumores. Yo me encontraba dentro del capullo cuando la pequeña Alicia escapó con la espada; no vi con mis propios ojos lo que sucedió. Se rumoreaba que la trajo aquí. Pero ahora sé la verdad: la espada ha estado escondida todo este tiempo en el mismísimo castillo Rojo… custodiada por los zamarrajos.

—Ya. —La voz de Jeb sale estrangulada debido al esfuerzo que hace por controlarse—. Y se supone que tenemos que creerte.

—Mi espía no se ha enterado de esto hasta hoy. Alyssa me cree, ¿a que sí? —Morfeo clava su mirada en mí.

Yo no respondo. La verdad es que no me fío de él.

—Tómate su silencio como un no, cerebro de oruga —dice Jeb con la mirada fija en el follaje.

—¿Ninguno de los dos sentís la más mínima curiosidad por la batalla que he librado para protegeros? Menudos ingratos. —Morfeo se recoloca los guantes mientras Sedosa revolotea en torno a su chaqueta en busca de roturas. Tiene la ropa arrugada y destrozada, incluso manchada de hollín en algunas partes. Ha perdido el sombrero y su pelo es una explosión de olas salvajes—. Tuvimos que incendiar el comedor para que el humo los obligara a salir a todos. Pero muy pronto se desplegarán por el País de las Maravillas para buscaros. La reina Granate tiene planeada una cena formal y está decidida a dar a conocer a una nueva mascota con la que entretener a sus invitados.

Los omóplatos de Jeb se revuelven, inquietos, bajo mis manos.

—¿Una mascota?

—Granate lleva décadas buscando un reemplazo para Alicia. Un pájaro enjaulado, por así decirlo. —Después de soltar esa bomba, Morfeo se desliza hasta la mesa con un grácil salto, aterrizando junto a Samuel Sombrerero y el resto del grupo—. Me alegro de volver a veros, compañeros. ¿Qué tal la siesta?

Los tres seres saludan a Morfeo con abrazos y apretones de manos. Yo, con el pulso acelerado, agarro la mano de Jeb.

—¿Te acuerdas del informe psiquiátrico? Alicia le dijo al terapeuta que había estado encerrada en una jaula en el País de las Maravillas durante setenta y cinco años. Pero debió de volver. Se casó y formó una familia. Si no yo no existiría, ¿verdad?

Jeb tira de mí hacia él.

—No sé qué está pasando, pero tenemos que salir de aquí rápido.

—Ahora que la maldición se ha roto —añado, aunque no me siento en absoluto diferente.

Morfeo parece ajeno a nuestra urgencia. Le da unos golpecitos al conformador de sombreros de Samuel Sombrerero; el inexpresivo hombrecillo apenas le llega al muslo.

—Es estupendo tenerte de vuelta entre los vivos, Samuel. Necesito urgentemente un nuevo sombrero de embaucamientos.

—¡Hecho! —La tapa del artilugio del sombrerero se cierra con un chasquido. La estructura ósea y el cráneo de Samuel se contraen y se recolocan con un crujido mientras el metal se le sujeta a la cabeza entre chirridos y se le amolda hasta que Morfeo y él parecen parte de un set de muñecas rusas.

Por eso es el mejor sombrerero del reino: se transforma en la cabeza y el rostro de la persona en cuestión hasta que termina un proyecto y consigue así que el sombrero case a la perfección.

¿Cómo será eso? ¿Lo de no tener nunca identidad propia? No me extraña que le llamen loco.

—¿Tal vez te apetezca estilo derby? —propone Samuel mientras se palpa los pómulos temporales—. Tengo un fieltro rojo estupendo en casa.

—Hmm. —Morfeo se sacude el hollín de la solapa con los dedos—. Estaba pensando que uno de bocací podía quedar bonito.

—¡Eh! —dice Jeb dando un golpe en nuestro extremo de la mesa. El grupo se vuelve hacia nosotros—. Ali corre el peligro de convertirse en el periquito humano de alguien. Ha concluido lo que vino a hacer. Ha cumplido los requisitos para romper la maldición. Ahora tenemos que volver a nuestro mundo. Igual que ayer.

—¿Ayer, dices? —trina el sombrerero con su característico timbre de voz, que parece rebotar—. Ayer es factible.

Entre risotadas, la liebre se da un golpe en la rodilla y añade:

—Aunque dos ayeres sería imposible.

El ratón Dor Milón suelta una risita y se vuelve a deslizar en su uniforme.

—¡No, no! Puedes retrogradar tantos ayeres como quieras. Puedes recorrer caminando hacia atrás el resto de tu vida.

Todos se doblan a la altura de la cintura, sujetándose las costillas mientras se ríen histéricamente. Su falta de sobriedad me aturde y Jeb parece estar a punto de saltar.

Con un batir de alas, Morfeo aterriza en la hierba a nuestro lado. Sedosa se acurruca en su pelo.

—Todavía hay más malas noticias en lo concerniente a vuestra salida de aquí.

Jeb entrecierra los ojos.

—¿Hay algo que pueda ser peor?

—Cuando el ejército Rojo irrumpió en mi casa, encontraron la galimajaula y la volvieron a robar. Ya no se encuentra bajo mi protección y, sin la Reina Marfil, el portal permanecerá cerrado. Por eso es cada vez más urgente que consigamos la espada y derrotemos a Granate y a su rey.

Jeb se acerca un poco a Morfeo.

—¿Y cómo sugieres que los derrotemos cuando la espada está en su castillo bajo la vigilancia de algún perro guardián mutante?

Le agarro el hombro desde atrás para recordarle que actúe con moderación. Morfeo es nuestro único aliado, por muy exasperantes que resulten sus tácticas.

—No está todo perdido —dice Morfeo—. Chessie puede someter a los zamarrajos, ya que su otra mitad habita allí dentro. —Le hace cosquillas con el dedo a su hada en los pies, que se balancean, diminutos—. Me conseguiréis la cabeza de Chessie. Recuperará el control por completo y podré robar la espada, derrotar a Granate, y después enviaros de vuelta a casa por el portal que os dé la gana, rojo o blanco.

—¡No! —Jeb se abalanza sobre él con un movimiento tan veloz que casi me saca el brazo de su sitio. Agarra a Morfeo de la camisa de encaje y lo levanta hasta ponerlo de puntillas, de modo que arrastra las alas por el suelo. Sedosa cuelga de un mechón de pelo azul—. Todo esto es una estratagema para conseguir que Ali haga otra «tarea». ¿Verdad? Otra prueba. Lo que quiero saber es para qué se la pone a prueba. ¿Qué va a pasar cuando las supere todas?

Con petulancia, Morfeo le da a Jeb unos golpecitos en los dedos, uno por uno, como si estuviera tocando la flauta.

—Ah. Sedosa ha estado abriendo otra vez su bonita boquita, ¿no? Ninfa celosilla. —El hada salta rápidamente de su hombro y revolotea hasta posarse en un árbol—. Es que no hay que fiarse nunca de una mujer de piel verde. Si no, pregúntale a cualquier hombre que haya tenido resaca por beber absenta. —Morfeo me mira—. Todo lo que siempre he querido es liberar a Alyssa y devolverla al lugar que le corresponde.

—¿Y eso dónde es? —Jeb coloca la cabeza delante de mí para que Morfeo tenga que mirarlo a él.

—A su casa, por supuesto. —Las joyas que bordean los tatuajes de Morfeo se aclaran y adquieren un brillo líquido, imitando la sinceridad de las lágrimas reales—. Nada me gustaría más que conseguir la cabeza de Chessie yo mismo. Pero, debido a nuestro malentendido acerca de los espíritus de las mariposas nocturnas que tengo, mi relación con las Hermanas Gemesas no está en su mejor momento. No me dejarán poner ni un pie ni un ala cerca de su puerta.

—Espera —digo avanzando un paso—. ¿Qué tiene que ver esto con el cementerio?

—Ahí es donde reside la cabeza de Chessie —responde Morfeo—. Como técnicamente está muerto «en parte», pudo hallar consuelo allí. Así que la solución es simple: utilizáis al gato para someter a los zamarrajos, liberáis a la Reina Marfil con la espada y os podréis ir a casa.

—Cuánta chorrada —dice Jeb dándole un empujón a Morfeo. Sus alas se despliegan de golpe, ayudándolo a mantener el equilibrio antes de estrellarse contra una silla. Sedosa baja volando desde el follaje y se acerca a él.

Jeb me coge de la mano.

—Que vaya otro a por el gato. Ali está en peligro aquí. Tenemos que escondernos hasta que podamos volver a casa. Ha hecho todo lo que le pediste. La maldición se ha roto, ¿no?

Morfeo me mira a mí en vez de a Jeb al decir:

—¿De qué sirve romper la maldición si no consigues ir nunca a casa? Si Alison no vuelve a ver a su hija, se pondrá peor que ahora. Su locura ya no será fingida.

Me estremezco. Morfeo tiene razón: Alison nunca se lo perdonaría si yo me perdiera por su culpa.

Morfeo mira por encima del hombro hacia el rincón donde los invitados de la fiesta del té discuten sobre quién podrá beber, de la bota de la liebre, el agua del baño del ratón. Los extremos de su boca se curvan.

—El jardín interior es sagrado para nuestra especie: tenemos prohibido caminar por él. Vosotros sois los únicos a los que puedo enviar.

Aprieto la mano de Jeb. Odio lo que voy a decir.

—No tenemos otra opción, entonces. Iremos.

Jeb me aprieta los nudillos contra su pecho.

—No. Iré yo. Tú te vuelves volando con el niñato alado este.

—Por supuesto —interrumpe Morfeo. Su voz resulta punzante, a medio camino entre el sarcasmo y la sugestión—. Con mucho gusto llevaré a Alyssa de vuelta conmigo. Podemos continuar lo que dejamos a medias en mi dormitorio, ¿verdad, cariño?

Yo le dirijo una mirada ceñuda.

Jeb me empuja a un lado. Saca la navaja suiza y presiona la hoja contra el esternón de Morfeo.

—Tengo una idea mejor. Concédele a Ali su deseo. Ahora.

Me da un vuelco el estómago.

—Jeb, no me iré sin ti.

—No va a hacer falta. —Desliza la hoja desde el esternón hasta llegar a la garganta de Morfeo—. Puedes desear no haber venido nunca. Seguirás siendo el sujeto del deseo y nos sacará a los dos de aquí. Yo nunca habría venido si no te hubiera visto meterte de un salto en ese espejo.

Tiene razón. Funcionaría. El único problema es que habré hecho esto para nada: a Alison le seguirán administrando terapia electroconvulsiva y mi familia volverá a estar maldita, porque yo no habré venido a arreglar las cosas.

—Concédeselo —dice Jeb—, o Ali tendrá una mariposa nocturna tamaño XXL que utilizar en su próxima obra maestra. ¿Entendido?

Sedosa vuela por la cara de Jeb en un frenesí de alas. Su distracción le da a Morfeo la oportunidad de agarrarlo por la muñeca y sujetarlo.

—No tengo el deseo —dice, rabioso—. Se me cayó cuando estaba intentando salvaros la maldita vida, y ahora está en manos de Cornelio Blanco.

Jeb se desembaraza de la garra de Morfeo.

—Mentira.

—No importa —responde Morfeo, mirando a Jeb con recelo—. Alyssa no usaría su deseo tan a la ligera. De lo contrario, su familia siempre sufrirá la maldición. Y ya se ha jugado el pellejo para romperla.

El calor de la astuta mirada de Morfeo es mil veces peor que los focos delos cascos de los mineros de La Caverna, y no tengo dónde ocultar la desnudez de mi alma.

—Tiene razón —digo.

Jeb me mira con furia.

—Tienes que estar de coña. ¡Tu madre no querría verte en peligro!

Clavo la mirada en las botas.

—¿Por qué estamos hablando de esto? Si, de todas formas, ha dicho que no tiene el deseo.

La risa de Jeb, punzante, es como un aguijón envenenado.

—Esto es increíble. No dejas de caer en sus redes. —Se le endurece el rostro—. ¿Sabes lo que pediría yo si tuviera un deseo? Desearía que confiaras en mí como solías hacerlo. Del mismo modo en que ahora confías en él.

La insinuación me hiere profundamente. No puede pensar eso de verdad. ¿O sí?

Jeb se vuelve hacia Morfeo blandiendo de nuevo la hoja del cuchillo.

—Si algo sale mal, si Ali se hace apenas un rasguño, te voy a abrir en canal. De la cabeza a los pies.

Se obliga a retroceder y después se gira para recuperar nuestra mochila.

—Pregúntale cómo llegar al cementerio —me dice antes de acercarse al borde de la colina, deteniéndose en el límite del desierto en forma de tablero de ajedrez. Cierra la navaja y otea a lo lejos con la paciencia y el autocontrol de un animal salvaje enjaulado; mientras, Sedosa revolotea a su alrededor.

—Tu novio tiene verdaderos problemas para confiar en la gente —dice Morfeo con tono provocador.

—Cállate. Tuvo una infancia difícil.

—Debería estar agradecido. Al menos tuvo infancia.

—Deja ya de buscar mi compasión. Tú sí que tuviste infancia. Yo estaba allí, ¿recuerdas?

Las marcas negras alrededor de los ojos de Morfeo se arrugan en una sonrisa sarcástica.

—No, Alyssa. Me refería a la pobre Alicia.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Necesitarás un arma —dice Morfeo esquivando mi pregunta.

Mete una mano enguantada en la chaqueta, rebusca en un bolsillo interior y extrae un pequeño y delgado cilindro de madera. Lo gira, dejando a la vista los agujeros que recorren la madera y la boquilla que corona uno de los extremos.

—¿Una flauta? ¿Cómo se supone va a protegernos esto? —le pregunto.

Morfeo se acerca a mí y me mete el cilindro en la blusa. Lo desliza sobre mi piel desnuda hasta que me encaja perfectamente en el escote. Sedosa debe de estar distrayendo a Jeb; si no ya habría arrojado al cretino colina abajo. Yo, por mi parte, estoy considerando la posibilidad de meterle el instrumento por las narices.

Pero me controla con la mirada. En algún lugar, más allá del insondable brillo negro, hay sinceridad, tal vez incluso preocupación. Mi corazón late con fuerza contra la madera, fría y lisa, de la flauta.

—Esperemos que recuerdes las clases de música a las que tu mami te obligó a ir.

Morfeo apoya la cadera en la mesa. Sus alas se relajan tras él.

—Un chelo debería bastar para aprender la escala musical. Si sabes tocar un instrumento sabes tocarlos todos, ¿no?

Por primera vez lo comprendo tan certeramente como un tiro a quemarropa.

—Tú eres la razón por la que quería que aprendiera a tocar.

—Aunque confiaba con todas sus fuerzas en que no vendrías nunca, te preparó. Y, hasta ahora, has demostrado ser gloriosamente capaz. Qué orgullosa se habría sentido al ver el numerito de antes en la mesa del té.

Mis mejillas se acaloran. ¿Me habrá visto bailar? ¿O tal vez se refiere a mi carrera surrealista para comerme al ratón Dor Milón? Ambas posibilidades son igual de inquietantes.

—¿Me estabas observando?

—Por cierto… —Echa un vistazo a la espalda de Jeb y se inclina hacia mí para hablarme en voz baja—. El zumo de tumtum altera las inhibiciones de la gente y aumenta su sensación de hambre. Pero no les provoca hambre de alimentos: lo que tienen es hambre de experiencias. Si hubiera sido yo en lugar de tu soldado de juguete, habría encontrado la forma de saciar tu hambre voraz sin necesidad de recurrir a las bayas.

Su arrogancia hace que me hierva la sangre.

—No estás equipado para satisfacer nada. Polilla. ¿Recuerdas?

Se ríe entre dientes, oscuro y suave.

—Soy un hombre en todos los sentidos relevantes. Igual que tú eres una mujer, aunque algunas personas crean que no eres más que una niña asustada que necesita constantemente que la salven.

Ignoro la pulla.

—Por supuesto. Eres un experto en mujeres. —La lujuriosa mirada, enferma de amor, que Marfil le dirigió detrás del vidrio sale a la superficie de mis pensamientos. Después siento esa punzada extraña, posesiva; pero la reprimo.

—¿Son celos eso que noto? —dice Morfeo.

—Por favor.

Morfeo sonríe, pasándose un ala por encima del hombro para acicalarse las plumas.

—Llevo ya algún tiempo con esta forma. Tuve que practicar un poco, pero sólo hay una mujer que esté a mi nivel en todos los sentidos. Intelectual, física y mágicamente.

—Todo esto es por ella, ¿no? —Mi envidia es casi palpable—. Pondrías en peligro a cualquiera para tenerla en tus brazos.

—Desde luego que lo haría.

—Te odio.

—Sólo por cómo te hago sentir.

Se me clavan las uñas en las palmas de las manos.

—Sólo porque sacas lo peor que hay en mí.

—No, cielo. Despierto la vida que hay en ti. —Su intensa mirada tira de mí. La nana resuena por mi sangre, adecuando mi pulso a su ritmo—: Pequeña flor color gris y melocotón, creciste fuerte y hallaste la dirección, dos cosas todavía verás hasta que al fin

El final de la poesía —las últimas piezas del rompecabezas— todavía están fuera de mi alcance. Me aprieto las sienes para quitármelo de la cabeza. Rozo la horquilla con el dedo y me pellizca.

—¡Basta! —espeto—. ¿Dónde está el cementerio?

Sedosa reaparece y se posa en el hombro de Morfeo mientras él señala hacia abajo.

—Después del abismo… justo ahí.

Señala el descenso que hay en las arenas del tablero de ajedrez, en el borde de la duna; no muy lejos de donde está Jeb. Resulta difícil distinguirla desde aquí, pero parece que es una fisura en la tierra.

—¿Hay un abismo? —pregunto, dudando más a cada segundo.

—Separa el desierto del valle; demasiado grande como para que un mortal lo cruce de un salto. El cementerio está al otro lado, envuelto en una maraña de vides y hiedras que protege a los espíritus de la luz del sol.

El coraje me abandona ante la idea de atravesar a pie un matorral oscuro lleno de fantasmas —ya sean fantasmas de las profundidades o de otro tipo—, pero controlo mis temores. Jeb estará allí; no estaré sola.

—A menos que encontréis la forma de atravesar el abismo —continúa Morfeo— tendréis que ir a pie. Seguid la cresta superior, que lo rodea.

Las arenas de las colinas parecen extenderse eternamente. Si las bordeamos, podríamos tardar un día. Quizá dos. No tenemos tanto tiempo si queremos detener el tratamiento de Alison. Estoy a punto de objetar cuando Dor Milón grita:

—¡Pájaros jubjub!

Sedosa se mete entre el cabello de Morfeo mientras éste agita las duras alas y levanta el vuelo; el aire me trae una ráfaga de olor a regaliz. Los asistentes a la fiesta del té se apresuran a meterse en casa de la liebre y cierran la puerta de un golpe. Nubes de polvo blanco y negro se elevan en la distancia.

Las ráfagas de polvo se despejan, revelando un ejército de soldados naipe a lomos de pájaros enormes, con forma de avestruces y cola de pavo real, y con cabezas y alas de saltamontes gigantes. Aunque parece que los pájaros no pueden volar, sus largas piernas cubren sin dificultad la distancia que nos separa. Son como un enjambre de saltamontes mutantes que vienen a devorarnos.

No volveré a matar un bicho mientras viva…

Con el corazón golpeándome las costillas como un gong, le grito a Morfeo que nos ayude.

—Cuidado con las arenas movedizas —contesta—. Usad la flauta si necesitáis ganar terreno. Si llegáis al valle, dirigíos directamente a la puerta del cementerio. El ejército no irá tras vosotros. —Se aleja volando en la dirección opuesta a nuestros atacantes. Se ha ido. Sin más.

¿Si llegamos? Estoy tan indignada que me arden los ojos.

—¡Me juraste que no volverías a abandonarme! ¡Se te van a marchitar las alas, maldito cobarde! —grito.

Pero no estás herida… todavía.

Es su voz, aunque no estoy segura de si procede de mis recuerdos o si está todavía en mi cabeza. En cualquier caso, me había olvidado de las condiciones del juramento por su vida mágica; es el maestro de los detalles técnicos.

Un martilleo desgarra el aire. Me giro y veo a Jeb golpeando el carro del té contra el tronco del árbol. Antes incluso de que llegue a comprender lo que está haciendo, ya ha logrado separar dos de los estantes del resto de la estructura. Se aparta el flequillo de la cara y da la vuelta a las tablas para examinar la parte trasera. Son lisas y sin uniones, y los extremos se curvan ligeramente hacia arriba.

Me tiende una de ellas.

—¡Vamos! —dice.

Confusa, cojo el trozo de madera. Jeb se echa la mochila al hombro, corre hasta el borde de la duna que está a unos metros de distancia y coloca su estante en el suelo, en el comienzo de la arenosa pendiente. Con un pie sobre la tabla para inclinarla hacia abajo, se vuelve y me dice:

—¡Ahora, patinadora!

Corro hacia él con los brazos temblorosos y coloco la madera en el suelo. Quiere que nos deslicemos pendiente abajo, como quien hace surf en la arena. ¿Pero es que no ve el abismo que hay entre el desierto y el valle?

El extremo de la pendiente se inclina hacia arriba, como una rampa de lanzamiento. No puede ser que quiera que…

—Hoy vas a llegar a dominar un ollie —dice Jeb, confirmando mi pensamiento.

El pulso me repiquetea en el cuello.

—Ni de coña.

—Es lo que hay —dice alargando la mano—. Si empezamos a caer, haz tu truco de magia y que las tablas crucen el abismo flotando.

—¿Y si no puedo? He roto la maldición, he enmendado todos los errores de Alicia. Igual vuelvo a ser yo misma.

—Todavía pareces uno de ellos. Apuesto a que no volverás a la normalidad hasta que crucemos el portal de vuelta a casa. Ahora mismo, ¿qué podemos perder?

Su mano me espera. La agarro y echo un vistazo atrás. Nubes de polvo devoran la cuesta a medida que el ejército alcanza la colina; estarán en la meseta de un momento a otro. Entrecierro los ojos para protegerme del torbellino de arena.

Vista de cerca, la pendiente es tres veces más pronunciada que la de la caída más grande que hay en la pista de monopatín en La Caverna, y yo ni siquiera me he lanzado por allí ni una sola vez. Estamos tan alto que se me nubla la visión y siento como si tuviera las rodillas de mantequilla.

—Quieta. —Jeb me rodea la cintura con el brazo para ayudarme a mantener el equilibrio.

—Jeb… —Me aferro a su muñeca—. Nos vamos a separar.

—Eso no va a pasar. —Desata un lado de la cadena de metal que le cuelga de los agujeros del cinturón. Suelta ese extremo, pero mantiene el otro atado al pantalón. Después me engancha la cadena en una anilla que tengo en mi cinturón, formando una cuerda salvavidas. Al estirarse, los eslabones nos permiten separarnos un metro sin dejar de proporcionamos seguridad.

—¿Lista? —pregunta, mirando por encima del hombro a nuestros inminentes captores.

Respondo que sí, pero mi estómago dice que no a gritos. Cada parte de mí suplica que regresemos… que corramos en la dirección opuesta. Pero los pájaros jubjub chillan a nuestras espaldas —tan ensordecedores como pterodáctilos gigantes de una prehistórica banda sonora—, haciendo que se me erice el vello de la nuca.

Deslizo el pie sobre la parte superior de la madera.

—¡Ahora! —grita Jeb.

El estómago me da un vuelco cuando salimos volando, juntos, y caemos en picado hacia las claroscuras profundidades.