15

Salvavidas

Durante la primera mitad de la caída nos deslizamos como una avalancha cegadora. Sacamos ventaja a nuestros atacantes mientras la madera resbala por la arena. Controlamos nuestra dirección y velocidad mediante las piernas y los pies. Mis músculos se acostumbran a ese ritmo tan familiar y dejo de pensar en lo altos que estamos.

El viento hace ondear las trenzas a mis espaldas. A pesar de mi pulso errático, me anima la esperanza: tímida, callada, quieta pero cada vez más fuerte. ¿Se refería a eso Morfeo cuando me habló de encontrar la calma entre la locura?

Sonrío tentativamente hacia Jeb y él me devuelve un guiño cómplice de ánimos. La luz del sol parpadea entre sus mechones, negros y salvajes, como si fuera un halo y él un ángel guardián rebelde.

—Nos lanzaremos al mismo tiempo —me grita—. Cuando lleguemos el otro lado, soltaremos la cadena para poder aterrizar sin quedarnos enganchados.

Asiento. Un tirón de mi cinturón me tranquiliza: estamos atados y unidos. Estoy a salvo.

A nuestras espaldas, el galope y el griterío se oye cada vez más cerca. Los nervios electrizan mi pecho. Respiro la arena caliente y contengo una tos mientras diviso el abismo.

Antes de los matorrales, al otro lado, hay un claro de hierba en el valle que debería atenuar nuestro descenso y ralentizar el impulso lo bastante como para ponernos en pie y buscar un lugar seguro.

Podemos salir de este brete sin magia. Sólo tenemos que lograr que la aceleración juegue a nuestro favor durante estos últimos minutos, para ganar la suficiente velocidad que nos permita cruzar el espacio.

Lo que significa que desde el punto en el que estamos hasta allí tenemos que lograr un salto en línea recta.

Preparo mis pies y coloco el talón en la parte posterior de la tabla de forma que pueda levantar el morro cuando llegue el momento, como si fuera un monopatín. La parte posterior de la tabla choca contra un obstáculo, y eso causa una alteración en el curso de mi trayectoria, haciendo que pierda velocidad. Jeb se acerca a mí para volver a colocarme en posición. Entonces le sucede lo mismo a él y la suya se mueve tanto que casi pierde el equilibrio.

Vuelve a colocarse derecho y grita:

—¡Algo se mueve bajo la arena!

Otro golpe a mis pies. Recuerdo la advertencia de Morfeo acerca de las arenas movedizas. Mientras Jeb y yo luchamos por mantenernos de pie, las casillas blancas y negras sobre las que nos deslizamos se mueven, chocan y convergen, haciendo del terreno un rompecabezas enloquecido, como si mil pequeños terremotos estuvieran recorriendo la tierra. Tengo un déjà vu. Es como en mi sueño.

Nuestras tablas se detienen del todo cuando las casillas chocan y se doblan sobre sí mismas. Nos quedamos inmóviles y jadeando. El ejército de la reina avanza hacia nosotros, con sus pájaros gigantes abriéndose camino por la superficie inestable.

El sol cae sin piedad. Somos un blanco fácil y no tenemos la menor posibilidad de escapar. Sobre nuestras cabezas, los soldados. A nuestros pies, un abismo demasiado ancho como para cruzarlo sin impulso. La primera hilera de jinetes llega al risco y desata una tormenta de arena, que se convierte en una nube con forma de seta y cae sobre nosotros, envolviéndonos. Me cubro la nariz y la boca. Los pájaros están lo bastante cerca como para que sus poderosas alas resuenen sobre la madera que hay bajo mis botas.

—¡Coge la tabla y utilízala como un arma cuando se despeje la nube de arena! —ordena Jeb, antes de que pueda recordar la flauta.

Morfeo dijo que la utilizáramos si necesitábamos ganar terreno.

Él sabía que esto iba a suceder.

Sigue estando detrás de todo, es quien dirige el teatro de marionetas, como siempre.

Cojo la flauta e interpreto la melodía de su canción de cuna. Aunque nunca he tocado una flauta y los instrumentos de viento son completamente distintos de los de cuerda, las notas emergen sin el menor esfuerzo.

Jeb se queda mirándome, tan sorprendido como yo. Si supiera en realidad cuánto tiempo lleva esa melodía dormida en mi interior…

La música sobrevuela el caos y se impone, alta y mágica. En cuanto la última nota se apaga, se oye un estrépito tras nuestros perseguidores. En una oleada de barro gris, mil ostras acuden rugiendo como un desprendimiento de tierras hacia el risco, llevándose consigo al ejército de la reina.

La flauta se me cae de la mano y es arrastrada con los demás. Los pájaros que ya no logran mantener su equilibrio, los soldados caídos que intentan escalar las ostras como cabras de montaña en busca de peñascos, también quedan atrapados en la inundación marina. Las ostras se abren como el Mar Rojo a nuestros lados, sin tocarnos. Aún se acuerdan de lo que hicimos por ellas.

No van a capturarnos, pero hemos perdido la oportunidad de ganar velocidad para cruzar el abismo. Ahora nunca lo conseguiremos, y la escalada de regreso, con el terreno alterado, podría llevarnos mucho tiempo. He perdido la noción del tiempo, es posible que ya llevemos horas escapando de los soldados.

—¡Súbete a la tabla! —Jeb se sitúa frente a mí, gritando por encima de la cacofonía—. Vamos a saltar sobre las ostras, intentaremos utilizarlas de puente para cruzar el abismo. Venga, ¡será un buen paseo hacia el cementerio!

Observo a las ostras mientras sobrevuelan el hueco, aprovechando la física del revés que impera en el País de las Maravillas. Atrapan al ejército rojo en pleno impulso e inclinan sus conchas para arrojar a los pájaros y los soldados al abismo como si estuvieran vaciando el cenicero del coche por la ventanilla. Durante un segundo, temo que hagan lo mismo con nosotros, pero intento aferrarme a la idea de que no lo harán. Acudieron en mi ayuda respondiendo a la llamada de la flauta.

Jeb dobla sus muslos como si estuviera haciendo Sentadillas. Se dispone a saltar.

—A la de tres —dice. Sitúa su tabla varios centímetros por encima de la marea de ostras y coloca el pie izquierdo encima mientras busca el equilibrio con el derecho en el suelo.

—Uno… —Su voz hace que me ponga en alerta. Sostengo mi madera en una mano e imito su postura, buscando el equilibrio con un pie y dispuesta a soltar la tabla en cuanto él lo haga—. Dos… —La mano que queda libre se agarra a la cadena que cuelga del cinturón de Jeb—. ¡Tres!

Simultáneamente, como si lo hubiéramos practicado cientos de veces, aterrizamos con la tabla sobre la marea de ostras que avanza manteniendo un pie encima e impulsándonos con el otro, para sumarnos al avance de la ola. Esto no es tan fácil como cuando hemos surfeado las dunas. Mi tabla choca continuamente con las conchas de las ostras y con soldados naipe. Cada impacto hace temblar la cadena y también mis huesos. Terminaré con el esqueleto tan perjudicado como el paisaje si no logramos cruzar pronto.

Ganamos velocidad a medida que nos acercamos al abismo. Tengo el corazón en la boca, latiendo contra mi laringe.

—Agarra la tabla, ¡y no mires hacia abajo! —grita Jeb por encima del hombro. Cojo con fuerza la madera con mi mano libre y encojo las rodillas para el salto. Me aferro tanto a la cadena que los eslabones se clavan en mis dedos, teniendo la sensación de que también son de metal.

Con los ojos cerrados, inspiro una bocanada de aire con sabor a mar, tratando de atenuar mi miedo.

—¡Woooo-hooo! —El grito de ánimo de Jeb me obliga a abrirlos.

Por un instante, creo en lo imposible. Estamos planeando, acuclillados en nuestras tablas, a unos pies del borde del valle y parece que vamos a lograrlo. Ni siquiera estoy empleando magia. Debe ser algo relacionado con la curva de las conchas y la curva de nuestras tablas, porque el mismo extraño efecto gravitatorio que permite a las ostras planear también nos está ayudando a nosotros. La madera flota prácticamente sola. El viento corre a través de mi cuerpo y levanto mi barbilla hacia el cielo, absorbiendo la inmensidad azul que nos rodea. Estoy flotando, me siento segura y es alucinante.

—¡Woo-hoo! —Imito el grito triunfante de Jeb. Me mira por encima del hombro, sonriendo, y yo le devuelvo la sonrisa.

Ya no estoy asustada, hasta que Jeb gira la cabeza para mirar hacia delante y mis ojos miran hacia abajo.

El abismo tiene un final. Sería mucho mejor que no lo fuera; que no viéramos los cuerpos que se amontonan a nuestros pies. Estamos a unos veinte niveles por encima, desde donde se puede ver con espantosa claridad la carnicería y la masacre. Los restos de nuestros perseguidores están clavados y desgarrados sobre las rocas y los peñascos que se juntan hasta formar el lecho del vacío. Me mareo. Pierdo el equilibrio y comprendo que estoy a punto de caerme.

Inspiro para emitir un grito sin voz. Jeb aún no se ha dado cuenta. Un gemido se aloja en mi garganta mientras trato de soltar la cadena que nos une, decidida a no arrastrarle en mi caída. No consigo soltarme, y él ha tirado de la cadena para impedirlo. Me adelanta, gritando.

Intento responderle algo, pero el aire no parece salir de mis pulmones, como si absorbieran todos los sonidos de mi interior. El peso de Jeb tira de mi cintura, y los dos lados del cañón pasan a nuestro lado con un silbido de roca gastada. Deja caer la mochila para detener nuestra caída.

Es como si nos estuviéramos precipitando a cámara lenta. Veo nuestras muertes de forma horriblemente detallada. Jeb será el primero en golpearse contra el suelo, y su cuerpo quedará partido en pedazos mientras rebota de un lado a otro del cañón. Luego mi cabeza chocará contra una piedra y se abrirá como un melón maduro.

La indignación y el arrepentimiento casi me paralizan, hasta que algo en mi interior hace clic. Un hecho indescriptible me asalta.

Puedo volar.

El recuerdo del salto de mi abuela Alice por la ventana del hospital parpadea en mi cabeza. Quizá no saltó desde una altura suficiente. Sus alas no brotaron a tiempo. Como si la idea hubiera despertado mi cuerpo, siento un picor en los omóplatos. Luego una sensación horrible, como cuchillas abriéndome la piel. Los gritos que estaban anclados en mi garganta se liberan al tiempo que algo se abre a mis espaldas, en mi espalda, con un chasquido, como si fueran paraguas en la lluvia.

Jeb tira dela cadena, gritando:

—¡Ali! ¡Te han salido alas! ¡Úsalas!

Recuerdo las palabras de Morfeo durante el banquete: «Deja de pensar con la cabeza, Alyssa».

Así que en lugar de eso, me dejo guiar por mi instinto. Aprieto los hombros y arqueo la espina dorsal, y eso me permite controlar el impulso de mis dos nuevos apéndices. Dos segundos antes de que Jeb caiga sobre la primera roca que le habría despedazado, nos quedamos suspendidos en el aire.

Wow.

Jeb aúlla con agradecimiento desde abajo.

—¡Eres hermosa, cariño!

Está tan aliviado que se echa a reír. Yo también, hasta que empiezo a perder altitud. Sostengo la cadena con ambas manos y bato las alas con más fuerza para luchar contra el peso de Jeb.

Siento como si fuera a partirme en dos.

—Déjame abajo. —Su voz se vuelve más seria y llega con el viento—. Peso demasiado para ti.

Tiene los pantalones cubiertos de arena y la cruz de su muslo ha perdido tantas joyas que ahora ya parece una L invertida. La tela de su camisa está desgarrada por los codos, por donde asoman cortes sangrientos y morados causados por el esfuerzo que ha hecho cuando intentaba apartarse de las peligrosas paredes rocosas del abismo.

El cañón es cada vez más estrecho. Mis alas no tendrán espacio para seguir batiendo. Tendríamos que separarnos antes de que sus pies lleguen al suelo. No es una distancia muy alta, no más que los árboles a los que solíamos trepar de niños, pero no pienso dejarle caer. No voy a hacerlo.

—Puedo subirnos a los dos —digo, tratando de imaginar que las cadenas están vivas, que se enroscan a su alrededor y le levantan. Quizá estoy demasiado nerviosa para que la magia funcione, o tal vez él pesa demasiado. No lo consigo.

—Eh —dice Jeb. Se inclina hacia la izquierda y se apuntala sobre un peñasco para ayudarme a soportar su peso—. Tiré la mochila con el dinero dentro. Tenemos que volver a por ella. Mi chica no se pasará el verano encerrada en un centro de detención para menores.

Su chica. Solamente oír eso hace que tire con más fuerza. Trato de agarrarme mentalmente a las tablas que flotan por encima de nosotros. Si logro hacerme con una, podría guiarla hacia Jeb de manera que le sirviera de apoyo para propulsarse hacia arriba.

Pero planean por el valle, como si me ignoraran a propósito. Mis nuevas alas se esfuerzan por alcanzarlas, y la espalda me duele y se estira. Grito.

—¡Deja de hacerte daño! —Jeb pierde el equilibrio y se balancea debajo de mí como un péndulo—. O me bajas, o suelto la cadena y me dejaré caer. Tú eliges.

Sus dedos se acercan a su cintura.

—¡Pero es que no puedo bajar contigo!

—Pues déjame lo más suavemente que puedas, y luego busca algo. Cuerdas, enredaderas, lo que sea. Lo ataremos a la cadena y me sacarás de aquí, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —asiento, deseando que así sea.

Busco un punto en la pared del cañón para dejarlo, un lugar donde un peñasco ofrezca un espacio protegido, como cuando íbamos juntos a hacer rappel. Bajarle es lo más duro que he tenido que hacer en mucho tiempo. No solamente por el frío terror que se agazapa en mi pecho, sino también porque mis alas alternan entre la rigidez de un planeador y los relajados bandazos de un pájaro, y me obligan a pilotar nuestro vuelo a través del laberinto de rocas con extremo cuidado.

—¿Cómo estás? —trato de parecer animada.

—¿Aparte de llevar los calzoncillos a la altura de las amígdalas? —chilla con voz deliberadamente aguda—. Se me deben haber ensanchado cinco tallas.

Me río, aunque sigo preocupada por el vuelo.

—Es el karma que te hace pagar por esos boy scouts con los que te metías en séptimo.

Me devuelve una carcajada, pero suena hueca en la inmensidad del vacío.

Mis alas tiemblan mientras sigo sosteniendo la cadena con ambas manos.

—Casi hemos llegado. —Sus palabras tienen un tono más serio ahora—. ¿Peso mucho?

—Estoy bien —logro contestar. El sudor se acumula en mi frente mientras le introduzco por el estrecho paso al fondo del precipicio. Durante el camino se ha llevado un buen puñado de rasguños, pero no se queja.

Hemos llegado hasta donde podíamos, juntos. Aunque solamente nos separan uno o dos metros, la distancia podría ser tan grande como la de un estadio de fútbol. No podemos tocarnos. No puedo descender más sin dañar mis alas contra las paredes del precipicio, y él está entre dos rocas que le mantienen a salvo de la caída. Desde aquí, el tramo que le queda hasta tocar el suelo parece menos intimidatorio. Pero eso no es lo que me preocupa. ¿Y si no logro encontrar una manera de rescatarlo?

—Ali… —Cruzamos las miradas, y veo algo nuevo en sus ojos. Asombro y reverencia. Sacude la cabeza—: Tus alas son asombrosas. ¿Te duelen?

—No. —Me mantengo en el mismo sitio y estiro el brazo hacia atrás para tocar el omóplato a través de la raja de la blusa—. Ni siquiera estoy sangrando. Solamente pesan. Como si llevara una mochila muy cargada.

—Pero no pareces sentir dolor.

Me aferro a las cadenas, nuestra única conexión, deseando que fueran mis manos entrelazadas con las suyas. Lágrimas acuden a mis ojos.

—Jeb, ¿y si no puedo sacarte de aquí?

—Eso no va a suceder. —Pasa los dedos por los eslabones de la cadena—. ¿Recuerdas el día que mi padre murió? ¿Esa noche?

Asiento.

—Vinimos a tu casa. Tu padre nos preparó chocolate caliente y luego se fue a dormir. Jen y mamá se quedaron durmiendo en el sofá. Pero tú y yo nos quedamos despiertos en la cocina y estuvimos hablando hasta las cinco de la mañana.

No estoy segura de a dónde quiere ir a parar. No me está tranquilizando, porque recuerdo lo triste que estaba ese día y mi interior se llena de pesadumbre, una carga tan pesada como un montón de ladrillos de lágrimas.

—Esa fue la noche más dura de mi vida, y tú me salvaste —continúa—. Incluso después, fuiste la persona que me daba fuerzas para seguir adelante. Venías a la pista de monopatín conmigo cada día, me mandabas mensajes continuamente.

—También iba a verte mientras arreglabas y pintabas tu moto.

Nuestras miradas se tocan ahora que nosotros ya no podemos, y el duro y fornido Jebediah Holt parece un niño vulnerable.

—Eres la mejor amiga que he tenido jamás. Y si las cosas no salen bien, sé que encontrarás una forma de ayudarme.

Su fe me arranca un sollozo.

—No quiero hacer esto sola.

Mira mis alas y aprieta los labios formando delgada línea.

Es obvio que está luchando contra el impulso de hacerme bajar y abrazarme.

—Una de las cosas que dijo Morfeo sí es verdad: sabes cuidarte sola. Tendría que haberlo comprendido hace tiempo, porque llevas cuidando de mí desde hace años. Así que Alyssa Victoria Gardner, .sé valiente. Porque lo eres.

Mi pecho se llena de esperanza. Sus palabras me hacen creer que voy a lograrlo.

—De acuerdo.

—Y Ali —dice, con la mandíbula firme—. No importa lo que suceda, volveremos a estar juntos. Eres mi salvavidas. Siempre lo serás.

La idea despierta una extraña reacción en mi corazón: lo rompe y lo cura uniendo los pedazos en el mismo instante.

Antes de que pueda contestarle, suelta la cadena. He estado batiendo las alas con tanta fuerza para aguantar nuestro peso que ahora que me libera del suyo, salgo disparada hacia arriba como la cuerda rota de un violín.

El impulso me lleva contra el viento. Las trenzas me golpean la cara, y recuerdo la imagen de Alison luchando contra su pelo en el patio del psiquiátrico. No pienso hacer lo mismo. Aceptaré el poder del que ella está escapando. Es lo único que va a mantenerme con vida y a ayudarme a regresar con Jeb. Me aparto el pelo y sitúo las alas en posición para girar hacia el valle. Vuelvo a asustarme por la altura y me precipito hacia abajo, demasiado deprisa. El suelo cubierto de hierba se acerca hacia mí, y grito.

Cierro los ojos con fuerza. Un latigazo recorre mis huesos cuando aterrizo, y me hago un ovillo para suavizar la caída. Cuando por fin me detengo, las alas y la cadena se enrollan y se enredan a mi alrededor, tan prietas que apenas puedo mover los brazos.

Me muevo lentamente para asegurarme de que no tengo ningún hueso roto y pongo las palmas de las manos contra las alas, intentando liberar mi cara. Lo que ha salvado mi vida y la de Jeb ahora me ahoga como una camisa de fuerza. Cada vez que respiro, la membrana lechosa se pega aún más a la nariz y los labios.

El aire se filtra, pero como estoy envuelta en el capullo de membranas, no veo nada. De repente noto un olor rancio, como si hubiera caído en una planta de procesamiento de desechos. Soplidos de aire caliente rodean mi cuerpo. Algo está ahí, husmeándome. El pánico encoge mis pulmones.

Me hago la muerta mientras alguien me ata los tobillos con cuerdas y tira de mí. Un grito pugna por salir. Intento ahogarlo, y me sigue quemando el pecho.

Estoy yendo hacia abajo, lo que quiere decir que me están arrastrando fuera del abismo, hacia los matorrales del cementerio al extremo más profundo del valle.

Esta situación presenta tres problemas: estoy prisionera y no tengo manera de luchar o ver qué me ha capturado; me están alejando de Jeb; y, finalmente, voy a quedarme sola en lo más profundo del jardín de las almas del País de las Maravillas, con cosas muertas por única compañía.