16

Silencio

Escapar es inútil. Por mucho que me concentro en las cadenas y la cuerda que me atan, no consigo animarlas. Estoy demasiado distraída por la claustrofobia. Intento convencerme de que estoy envuelta en una acogedora manta, pero mi mente no se lo cree. Cuando por fin paramos, las alas me duelen y la espalda y el coxis palpitan a causa del desnivel del terreno por el que me han arrastrado.

Respiro en silencio mientras tiene lugar una extraña discusión sobre mí.

—¡Estupidosos! ¡Estúpido, estúpido! ¡No huelema a muertada!

—Pero parecema muertada. ¡Lo parecema!

Lo malo es que han adivinado que estoy viva. Lo peor es que yo no sé si ellos lo están. Su hedor a descomposición me quema la garganta. No suenan como si fueran muy grandes. Igual son zombis pigmeos.

Me asusto ante esa idea y tengo que reprimir un quejido.

Las cuerdas de mis tobillos se aflojan. Pronto me sacarán del capullo que forman mis alas y tendré que enfrentarme a lo que sean. Los nervios y la anticipación me aceleran el pulso.

—Nosotrosos sólo debamos traer muertados. Gemesas no aprobar que se pierdan estacas —dice con voz chillona una de las criaturas.

—Estacas perdidas no son el más peor de nuestros blemaspro.

—Dudas y síes. Los errados no son culposos nuestros, ni de otros. La Hermana Uno nosos pidió que la trajáramos.

—¡Seguros y noes, la Hermana Dos nosos colgará por el cuello! No deben traerse ivos-v. Ni respiradores ni habladoreses. ¡Ninguno, ninguno, ninguno!

Su idioma es una mezcla entre jerigonza infantil y un completo sinsentido. Por lo que puedo deducir, trabajan para las Gemesas como recolectores de cosas muertas. Les preocupa que a la Hermana Dos no vaya a gustarle que traigan algo vivo a este lugar sagrado. Por lo visto podrían ahorcarlos por ese error. Si lo piensan lo bastante, pueden acabar concluyendo que se salvarían si me matan.

Aprieto los dientes para alejar una punzada de miedo. Puede que esa Hermana Uno no les deje hacerme daño, dado que ordenó mi captura. Lo cual plantea una nueva incógnita: ¿Qué quiere de mí?

Un distante retumbar de truenos me recorre los huesos. Me obligo a respirar, a inhalar el olor de la tierra húmeda por encima de la peste de mis captores. Este cementerio debe ser impermeable porque la lluvia golpetea encima de nosotros sobre lo que parecen hojas, pero no me mojo.

¿Y si Jeb está en medio de la tormenta? ¿Y si lo alcanza una avalancha de barro?

Tengo que volver a su lado. Podría usar la cuerda de mis tobillos para alargar la cadena.

Mis captores siguen discutiendo sobre qué hacer conmigo cuando me doy cuenta de que nadie vendrá a rescatarme. Dependo de mí para salvarme.

La inseguridad hunde sus dientes en mí, salvaje y acuciante.

Pero un momento, no soy una extraña en este mundo; conozco sus secretos. Quizá sólo fuera en sueños, pero aun así aprendí cosas que me han salvado el pellejo en más de una ocasión durante este viaje. Ya no soy la niñita vulnerable e indefensa que solía jugar aquí.

Ni siquiera soy la misma chica que entró con Jeb por la madriguera del conejo. Soy más fuerte.

Para empezar, ahora tengo alas y, como he comprobado con Morfeo, pueden usarse para algo más que volar. Pueden servirme de arma y de escudo.

Esperando tener la ventaja del factor sorpresa, muevo con brusquedad las piernas al notar que se han aflojado las cuerdas.

Las criaturas salen despedidas por las sacudidas de mis espinillas, como si pesaran poco más que conejillos de indias.

Gritan cuando me echo de costado y la cadena tintinea contra el suelo. La suelto de mi cinturón y mis alas se abren de golpe. Jadeo para llevar aire a mis pulmones, libero las piernas y ruedo hasta ponerme en pie, manteniendo una actitud desafiante por si las criaturas son como perros y pueden oler el miedo. Consigo incluso lanzar un rugido decente mientras equilibro mi peso con los nuevos apéndices.

Las criaturas corretean alrededor de mis pies, siseando. Llevan pequeños cascos de minero con linternas cuyas luces se agitan a mi alrededor como los reflejos de una bola de discoteca, desorientándome.

Las reconozco enseguida de la página web del País de las Maravillas. Son como los cuadros de duendes atrapados en jaulas que lloraban lágrimas de plata, repulsivos al tiempo que fascinantes.

Sus colas largas y el rostro de primate me recuerdan a los monos araña, sólo que son lampiños. Su piel calva rezuma una baba plateada, origen del nocivo olor que me asfixia. Sus ojos saltones también son plateados, sin pupilas ni iris, por lo que brillan como monedas húmedas, resplandecientes incluso en la penumbra. Sus pisadas dejan un rastro de gotitas aceitosas. Un vistazo a mis pies revela el mismo residuo oleoso y plateado en mis botas. Debieron usar sus colas para arrastrarme hasta aquí, no cuerdas, lo que significa que tendré que buscar otro modo de hacer una amarra con la que salvar a Jeb.

Algunos de los duendes se detienen a mis pies, observándonos a mí y a la cadena, meditando si vale la pena volver a atarme. Recojo los eslabones y extiendo las alas a mi alrededor para derribar a las criaturas, pisando con fuerza por si acaso. Los duendes huyen hacia setos donde otros ya se han escondido.

Sus gemidos hacen temblar las hojas junto con los fogonazos de luz de sus cascos. Las criaturas parecen más asustadas que yo.

Estoy en un jardín cubierto, oscuro y mohoso. A mi izquierda diviso un puñado de objetos brillantes —desde brazaletes y collares a joyas sin engarzar— y una pila de huesos junto con varios carretes del tamaño de llantas de bicicleta llenos de un hilo dorado y brillante. A mi mente acude la siniestra escalera por la que Jeb y yo bajamos al corazón del País de las Maravillas; puede que estuviera construida con estos materiales. Tal vez las joyas sean el pago que reciben los duendes por sus creaciones.

Cojo un carrete de oro y tiro del hilo. Pese a parecer frágil y elegante, es engañosamente fuerte, como un cable telefónico. Lo bastante fuerte como para soportar el peso de Jeb.

Mientras meto la cadena por el agujero central del carrete para llevarlo en cabestrillo, unos cuantos duendes se apresuran a arrastrar los carretes restantes, huesos y joyas a sus escondrijos, sin dejar de sisear en mi dirección.

Los evalúo intentando rescatar de mi memoria todo lo que Morfeo me enseñó sobre ellos para decidir si suponen una amenaza. Recuerdo un dibujo que hizo. La forma en que sus dedos largos y elegantes captaron su esencia. Dijo que son dóciles y tímidos y que les encanta todo lo que brilla. Cuando crecen mudan la piel como las serpientes, sólo que, a diferencia de ellas, su piel se descompone en parches grasientos antes de caerse, proporcionándoles una relación especial con los muertos. De hecho, se sienten más cómodos entre cadáveres que entre cosas vivas.

Sólo soy una novedad para ellos. No tienen motivos para hacerme daño. El ritmo acelerado de mi corazón aminora hasta hacerse más regular.

Giro sobre mis talones para buscar una salida. Las alas se me enredan bajo las botas, haciendo que las pise. Punzadas de dolor me recorren la columna y los hombros, prueba de que los apéndices están unidos a mi esqueleto.

Unas risitas agitan los arbustos y miro con furia a mi público invisible mientras me libero. No puedo estirar del todo las alas porque hay zarzas y enredaderas espinosas que cuelgan del techo.

Me paso un ala por encima del hombro derecho para asegurarme de que no les he hecho nada. El contacto con las partes venosas entrecruzadas envía pulsaciones por toda mi espalda. Es como acariciar rayos de sol y telarañas. Cálidas, etéreas, pero no pegajosas… sedosas.

Me fascina que algo tan delicado pueda proporcionarme semejante sensación de poder. Mis alas no son negras como las de Morfeo. Son más bien como cristal esmerilado moteado de brillantes joyas que parpadean con todos los colores del arcoíris, como las joyas de debajo de sus ojos. Su forma recuerda la de las mariposas.

Mariposa. Resulta irónico que papá me llamara así todos estos años. Ahora soy una de verdad. Una mariposa atrapada.

Vuelvo a mirar a mi alrededor. El aire aquí está quieto y es pegajoso. A juzgar por los afilados setos estoy en medio de un laberinto de un jardín digno de una novela gótica de suspense. Desde el punto donde me encuentro se bifurcan tres caminos. Uno de ellos es mi ruta de escape.

La lluvia golpea con fuerza las hojas por encima de mi cabeza. Debo apresurarme.

Me echo cadena y carrete al hombro y bajo el ala, con un tintineo que es una advertencia clara para los duendes —No caeré sin luchar— y elijo la abertura a mi derecha, de la que irradia una suave luz. Me abro paso por el laberinto, deteniéndome para liberar la cadena de los arbustos cada vez que se engancha.

El camino no tarda en volver a bifurcarse, esta vez ofreciendo cinco opciones, todas igualmente luminosas. Me decido por el sendero del centro y sigo avanzando.

Diez pasos más allá cruzo una arcada y acabo donde empecé. Los duendes han salido reptando de su escondite. Sus cascos de minero proyectan rayos de luz por todas partes mientras se ríen. Los fulmino con la mirada y huyen a los setos, dejando huellas aceitosas a su paso.

Tal vez sea el momento de negociar alguna respuesta.

Me quito el cinturón y lo agito para que la escasa luz se refleje en los rubíes.

—Le daré esto a quien me enseñe el camino para salir del laberinto.

Brotan murmullos, pero nadie se ofrece voluntario. Me dejo caer de rodillas y separo las hojas de la base del seto más cercano. Un par de ojos brillantes me devuelven la mirada desde las profundidades. La luz del casco de la criatura está apagada.

—Hola. —Saludo con encanto en un intento de mostrarme diplomática como con el hurón del banquete de Morfeo. No es fácil cuando el sujeto huele a carne podrida. Meto el cinturón entre las hojas para que el duende vea las joyas de cerca—. Bonito, ¿verdad?

Me arranca el cinto de la mano y se lo pone como si fuera una bufanda. Ronronea mientras acaricia los resplandecientes rubíes.

—¿Sabes lo que quiere de mí la Hermana Uno? —pregunto.

Las largas pestañas del duende se agitan tímidamente. Tiene los párpados verticales, y se cierran desde los lados como el telón de un teatro antes de volver a abrirse bruscamente. Es de lo más demencial.

—Nosotrosos no sabemos —murmura.

—Vale. —Eso puedo creérmelo—. Pero la Hermana Dos no me quiere aquí, ¿verdad?

La criatura responde con un estremecimiento.

—Entonces ayúdame a salir, y la hermana mala no lo sabrá nunca y no te colgará. ¿Qué te parece?

El duende asiente.

—Usasa la a-llave, habladora chispeante —susurra antes de internarse más profundamente entre las hojas.

—¿La llave? —pregunto alzando la voz. No puede referirse a la que Jeb dejó en la puerta de la madriguera del conejo. Pero, ¿qué otra llave puede ser?

En mi sueño, Morfeo llamó llave a mi marca de nacimiento cuando me enseñó a abrir el árbol diamante.

Aparto las alas de en medio para poder sentarme, quitarme las botas y agitar los dedos de los pies, frotándome los hinchados empeines. Llevo demasiado tiempo con esas plataformas. Dos días seguidos ya. ¿Tantos?

No consigo recordarlo.

Frunzo el ceño y me subo las mallas de la pierna izquierda hasta ver la marca de nacimiento. Recuerdo la reacción de mi piel ante el tacto de Jeb cuando me acarició el tobillo en la sala de estar. Y lo que sentí cuando Morfeo presionó su piel contra la mía para curarme.

Jeb es equilibrado, fuerte y auténtico; mi caballero de reluciente armadura. Morfeo es egoísta, poco fiable y trascendente; caos encarnado. Imposible compararlos.

Pero aquí estoy, y soy todo eso. Luz y oscuridad al mismo tiempo. Si cediera ante un aspecto de mí, ¿significaría tener que renunciar al otro? Me duele el corazón ante esa posibilidad. De algún modo siento que los necesito a ambos para estar completa.

Estudio la marca de nacimiento y alejo cualquier otro pensamiento. Puede que sea un mapa del laberinto en el que me encuentro. La pigmentación sigue una curva continua que gira a la derecha hasta cerrarse sobre sí misma. Suponiendo que esté en el centro del laberinto, tendré que ir torciendo a la izquierda para poder salir.

A no ser que lo esté mirando al revés.

La desorientación hace que la cabeza me dé vueltas. La sensación de estar atrapada vuelve a constreñirme el pecho. Me pongo en pie, llevando en una mano las botas cogidas por los cordones, y la cadena y el carrete en la otra. Si me muevo yendo siempre por la izquierda llegaré a alguna parte. Espero…

—¿Venís, chicos? —pregunto a los duendes.

Por muy extraños que sean, su compañía me consuela. Las hojas se agitan detrás de mí cuando me dirijo hacia la abertura de la izquierda. Camino a zancadas para evitar las zonas espinosas del suelo. Mis acompañantes me siguen agitando las lucecitas, e imagino lo cómica que debe parecer nuestra comitiva. Si Jeb estuviera aquí, pondría algún apodo gracioso a los duendes.

Mi sonrisa ante ese pensamiento es agridulce. Aguanta, Jeb. Ya voy.

Todo está demasiado silencioso. Sólo se oye el golpetear de la lluvia sobre nosotros, y pienso en hablar con mis acompañantes duendes, quizá hasta con los setos. El silencio no es lo que una vez pensé que sería. Me pasé la mayor parte de la adolescencia intentando acallar a insectos y plantas, ansiando encajar. Pero empiezo a pensar que igual necesito esas voces para encajar en mi propia piel. Para poder ser yo misma.

Siento lo mismo por mis alas…

He volado.

Yo. Volado.

No tenía miedo. Tenía el control, fuerte, libre. Viva.

Como si me estuviera leyendo la mente, el ala izquierda se dobla y me golpea en la cabeza. La echo detrás de mí y giro sobre los talones para retroceder y mirar fijamente a mis acompañantes.

—¿Cómo es que cuanto más tiempo paso aquí, más me siento como si perteneciera a este sitio? —les pregunto.

Aminoran la marcha pero no contestan. El que lleva el cinturón como si fuera una bufanda sonríe de forma repugnante, y treinta y tantos pares de ojos metálicos brillan con curiosidad bajo los cascos.

El comentario de Morfeo sobre la infancia perdida de Alicia me molesta como un grifo goteando sobre mi cabeza. Hay dos cosas que no cuadran: la afirmación de Alicia de que se pasó todos aquellos años encerrada en una jaula, y la marca de nacimiento que no tenía cuando era anciana. Morfeo me oculta algo. Ojalá tuviera tiempo para pararme a pensarlo.

De nuevo, un tamborileo distante de truenos me envuelve. He perdido la cuenta de las veces que mi séquito y yo hemos girado a la izquierda, pero este tramo parece más largo que los demás. Me detengo ante una arcada, la más alta y luminosa que he visto. Tiene que ser la salida.

Las luces de minero de los duendes desaparecen en los setos. Pero me da igual si vienen o no. Nada me impedirá salir de este sitio.

Mi determinación flaquea en cuanto atravieso la arcada. Las botas, la cadena y el carrete se me escapan de las manos, produciendo un ruido sordo al caer al suelo.

Ante mí se abre la curva de un túnel de enormes telarañas rebosantes de puntos ambarinos de luz.

Una vez, en Pleasance, tras una tormenta de verano, vi en un árbol una telaraña con hileras e hileras de gotas de rocío en cada radial. El sol atravesó una nube e iluminó las partículas como si estuvieran ardiendo. Fue asombroso: agua… ardiendo.

Eso es lo que parece esto, multiplicado miles de veces. Pero lo que cuelga de esta telaraña gigante no son gotas de rocío. Son rosas, cristalinas y del tamaño de coles. Su olor es distinto a las rosas de casa. Es aromático con un toque de fermentación chamuscada, como las hojas en otoño.

Me adentro un poco más. Las luces laten como corazones, hipnóticas. En las alturas retumba otro trueno. Una neblina cubre el suelo, una alfombra de bruma lo bastante siniestra como para aparecer en una película de miedo.

Me acerco lentamente, cautivada por las fluctuaciones eléctricas del centro de cada rosa de cristal. Una súbita conciencia brota en mi interior; la misma sensación que tuve cuando me salieron las alas. Esa luz que hay dentro de las flores es un residuo de vida. Éste es el jardín donde la Hermana Uno planta y cultiva espíritus. Y yo estoy parada en medio de los amados difuntos del País de las Maravillas.

Este suelo es sagrado. No me extraña que los duendes no me siguieran.

Retrocedo nerviosa.

No temas. Acércate, hermosa niña. Tengo lo que buscas.

El susurro me detiene en seco.

—¿Chessie? —digo entre dientes. No puede ser tan fácil.

No encontrarás a esa criatura traicionera en esta telaraña. Pero yo puedo servirte mejor que él.

La voz proviene de una de las rosas. Un remolino rojo dora sus pétalos transparentes, recordándome al cristal de las vidrieras. Me agacho y separo el centro de la flor esperando encontrar una superficie dura y resbaladiza. En vez de eso, la yema de mis dedos encuentra una suave pelusa aterciopelada, una piel incandescente que cubre los pétalos, como si fuera bisutería de fibra óptica.

La luz aumenta su brillo en respuesta a mi roce y adquiere la forma de una cara, escalofriantemente viva, como las apariciones de humo blanco que Morfeo producía con su narguile.

Por fin te ha encontrado —susurra la cara—, portadora de mi alfiler. —Un ceño fruncido altera sus rasgos—. Pensaba que tendrías el pelo rojo… Bueno, no importa. Podemos arreglar el color. Irás muy bien.

Toco la horquilla de rubí y las palabras se paralizan en mi lengua. Los ojos tatuados de la mujer se parecen a los míos, y la reconozco vagamente, aunque no puedo ubicarla. Antes de que pueda apartarme de los pétalos, la luz se separa de la flor y salta a mis dedos en una oleada. Una sensación burbujeante hormiguea por mis venas y las ilumina bajo la piel del dorso de mis manos haciendo que parezcan verdes, como la clorofila.

Entonces, tan rápidamente como se habían iluminado, las venas vuelven a fundirse con mi carne como si no hubiera pasado nada.

Puede que lo haya imaginado. Pero lo que no he imaginado es la sensación de intrusión. Alguien más ha compartido mi cuerpo por un instante.

La rosa se agrieta con un chasquido y se marchita bajo mi mano.

En cuanto se muere, las miles de flores circundantes se estremecen en su emparrado de telaraña, susurrando todas a la vez.

La cacofonía atraviesa mis tímpanos. Me tapo los oídos.

Sus murmullos aumentan de volumen hasta formar un chillido desgarrador, como si alguien cogiera el arco de un violonchelo y arañara una pizarra con él —adelante y atrás, una y otra vez— aumentando las vibraciones con altavoces a la máxima potencia dentro de mi cerebro. Caigo de rodillas, gritando.

—Una casilla tú avanzar —canturrea una voz de mujer a través del caos. Cuando pasa corriendo por mi lado, una falda me roza la manga.

Sus dedos largos y pálidos tiran de la red que rodea a la rosa rota, tocando los hilos principales con la maestría de un arpista. Las demás flores, que siguen temblando y murmurando, bajan la intensidad hasta que los susurros vuelven a ser tolerables.

Miro hacia arriba y veo su cara, de ojos azules como el cielo y labios como la lavanda en un atardecer de noviembre. Su piel es tan translúcida que parece un dibujo en papel de calco, reluciente y sedosa, con pelo del color de las virutas de un lápiz. Un vestido a rayas blancas y rojas, de corpiño ajustado como el uniforme de una voluntaria de hospital pero con una falda con polisón larga y ondulante que da la sensación de que pertenece a la época de la Regencia.

Temblorosa, me pongo en pie y retrocedo. Ella me sigue. El borde de encaje de su falda se levanta y barre la bruma alrededor de sus pies. De tener tobillos y espinillas, se le habrían visto. En vez de eso, bajo la falda se mueven ocho extremidades articuladas, negras y brillantes como las de una araña. Es como si alguien hubiera cogido su torso y lo hubiera enganchado al tórax de una viuda negra.

Contengo un gemido. El polisón debe ocultar un abdomen globular y los hiladores con los que habrá tejido este túnel de telarañas. Reprimo el impulso de huir. No me serviría de nada. El techo es demasiado bajo para poder usar las alas, y no hay modo de correr más deprisa que con todas esas patas.

—¿Hermana Uno? —digo con voz ronca, sorprendida de que pueda salir algún sonido de mis constreñidas cuerdas vocales.

—¿Cómo estar tú? —me ofrece una mano abierta para que se la estreche. No me animo a corresponderla, por miedo a que me envuelva en su tela y me devore como refrigerio nocturno.

Deja caer la mano.

—Una casilla tú avanzar, pero a la reina perder. —Se hace más alta con un movimiento fluido, como si se elevara sobre una plataforma mecánica—. Eso en mi trato con Morfeo no estar. —Apoya la mano en su cintura.

—¿Morfeo? —La sospecha vence al horror. ¿Él es el motivo por el que me ha hecho arrastrar hasta aquí? ¿Será para asegurarse de que encuentro la cabeza de Chessie? Pero si dijo que ella le guardaba rencor, ¿por qué le ayuda entonces?

—¿Robar tú a la reina? ¿O libre seguir? —Los ojos de la Hermana Uno brillan tenuemente, entrecerrando las pestañas de sedoso negro.

—Humm. —Miro de reojo a la rosa que he arruinado, que ahora está tan resquebrajada como el espejo de mi cuarto. Y entonces me doy cuenta de por qué me resultó familiar la silueta de humo blanco—. ¡Era la Reina Roja! —La habitante de las profundidades que maldijo a mi familia—. No sabía que hubiera muerto…

—Sí, estarlo. —La Hermana Uno se inclina para agitar un dedo ante mi nariz—. Y esto no parte del trato ser.

Las rosas de la telaraña vuelven a temblar, esta vez de forma más volátil. El movimiento altera mi equilibrio, como si estuviera girando dentro de un tiovivo. La Hermana Uno alza las manos hacia mí.

—¡Haberlas tú despertar! ¡Ayudarme tú deber para dormirse vuelvan!

Empieza a cantar una melodía que me resulta familiar… no es la nana de Morfeo sino otra cosa de mi infancia.

—«Al corro, corrito…»

Sus ocho patas siguen el ritmo, esperando una pareja de baile. Intento no pensar en los hiladores que tiene bajo la falda y le cojo las manos. Su piel es suave y huele a polvo y a luz del sol.

No tardamos en girar en círculo como niñas. A mi mente acude una escena de la versión del País de las Maravillas de Lewis Carroll… Cuando Tararí y Tarará bailan con Alicia al son de «El corro de la patata».

Pero la Hermana Uno siente debilidad por la canción de las rosas, por razones obvias. Aunque es una versión diferente a la que oí en mi niñez:

Al corro, corrito, al corro, corrito,

se descompone el cuerpecito.

A callar, a callar,

o para vosotros será el acabar.

Abajo, abajo, en la gran profundidad,

las Gemesas nuestras almas custodiarán.

En una telaraña en silencio dormiremos,

y sin malos sueños lo haremos.

Pues de despertar la Primera acudirá,

y una nana nos cantará.

A callar, a callar,

y todo será roncar.

Giramos en mareantes círculos bajo la bamboleante telaraña. Alzo la barbilla y me río, empezando a disfrutar del clamor que me rodea. Es tan liberador; mis alas giran como nubes, suaves y sedosas cuando chocan con mi cabeza y mis hombros. Giramos y giramos y giramos hasta que las rosas interrumpen por fin su alboroto y se unen a nuestro canto. La Hermana Uno me suelta para mirar a los espíritus que están a su cargo. Yo apoyo los codos en las rodillas para recuperar el aliento.

La voz de las flores se une para entonar el verso final. La Hermana Uno las conduce alzando los brazos y moviéndolos con ritmo como un director de orquesta.

Si no pudiéramos dormitar,

la Hermana Dos del nido nos irá a robar.

Nos hará vivir como rotos juguetes,

olvidados por nenas y nenes.

Y se habrá acabado el dormir,

condenados todos a sufrir.

A callar, a callar,

o para nosotros será el acabar.

Al final, el silencio se apodera del jardín. Lo único que se oye es el rumor de la hierba al golpear las piernas de palo de la Hermana Uno mientras ésta se mueve por la telaraña arropando a las flores con la pegajosa gasa.

La euforia se desvanece y me veo transportada a un tiempo en el que Alison me arropaba en la cama y me besaba la frente al darme las buenas noches… momentos antes de sumirme en el sueño para encontrarme con Morfeo. El recuerdo gira en mi mente hasta ser un borrón, como un colorante que se echa al agua.

No consigo recordar cuánto tiempo llevo aquí… minutos, días, ¿semanas?

Tengo que encontrar a Jeb.

Corro hacia la arcada, mis pies desnudos aplastan la hierba a cada paso.

—¡Esperar tú! —grita la Hermana Uno desde el otro extremo del túnel—. ¡Llevarte deber la sonrisa que yo robar para ti!

Agachando la cabeza, salto sobre la cadena y la cuerda que dejé caer antes y sigo corriendo. El miedo se ha alojado en mi corazón y no sé cómo deshacerme de él.

Oigo un frufrú de faldas detrás de mí cuando la araña me da caza.

Me meto por una bifurcación que no vi antes y acelero. Me duelen los pulmones de tanto jadear. La resistencia que ofrecen mis alas me frena. Echo las manos hacia atrás para cogerlas y envolverlas a mi alrededor como un chal.

Llego a la única arcada que me queda y la cruzo. Miro a mi alrededor y me dejo caer de rodillas.

Es como en la pesadilla de Alicia… Puedo darme por muerta.