2

Alambre de espino y alas negras

El psiquiátrico Todas las Almas está a veinticinco minutos en coche de la ciudad.

El sol de la tarde brilla con fuerza y se refleja en el capó del coche. Una vez se han dejado atrás los edificios, centros comerciales y casas, no hay mucho paisaje que contemplar en Pleasance. Sólo grandes y secas llanuras con algunos matorrales dispersos y árboles desnutridos.

Cada vez que Jeb empieza una conversación respondo murmurando monosílabos y subo el volumen del reproductor de CD recién instalado.

Finalmente llega una canción —una obra acústica y temperamental que Jeb suele escuchar mientras pinta— que hace que conduzca en silenciosa contemplación. La bolsa de hielo que me trajo para que me la pusiera en el tobillo hinchado se ha derretido, así que muevo el pie para dejarla caer.

Lucho contra la somnolencia, pues sé perfectamente lo que me espera si me duermo. No tengo por qué revivir mi pesadilla de Alicia a media tarde.

Cuando era adolescente, Alice, la madre de Alison, pintaba los personajes del País de las Maravillas en todas las paredes de casa e insistía en que eran reales y que le hablaban en sueños. Años después saltó por la ventana del segundo piso del hospital en el que estaba ingresada para probar sus «alas», sólo unas pocas horas después de dar a luz a mi madre. Aterrizó en un rosal y se partió el cuello.

Algunos dicen que se suicidó —depresión postparto y el dolor por haber perdido a su marido en un accidente en la fábrica unos meses antes—. Otros dicen que debería haber estado internada mucho antes de tener una hija.

Tras la muerte de su madre, Alison fue educada por una larga serie de familias de acogida. Papá cree que esa inestabilidad contribuyó a que desarrollara su enfermedad. Yo sé que hay algo más, algo hereditario, lo sé por las pesadillas y por los bichos y las plantas. Y luego está la presencia que siento en mi interior. La que vibra y se adueña de mí cuando tengo miedo o dudo, empujándome hacia mis límites.

He investigado sobre la esquizofrenia. Dicen que uno de los síntomas es oír voces, no unos golpes como de alas en el cráneo. Pero claro, si contamos los susurros de las flores y los bichos, oigo voces de sobras. Según ese baremo, estoy enferma.

Se me hace un nudo en la garganta y trago para bajarlo.

El CD cambia de canción y me concentro en la melodía, intentando olvidar todo lo demás. El polvo repiquetea sobre la chapa del coche, empujado por las ráfagas de viento, mientras Jeb cambia de marcha. Miro de reojo su perfil. Alguno de sus antepasados debe ser italiano y tiene una piel realmente bonita, morena y tersa, suave al tacto.

Inclina la cabeza hacia mí. Desvío la mirada hacia el retrovisor y contemplo cómo se mece el ambientador del coche. Hoy es el primer día que está colgado.

En eBay hay una tienda que vende ambientadores hechos a medida por diez dólares la pieza. Envías una fotografía, la imprimen en una postal perfumada y luego te mandan por correo postal el resultado. Hace un par de semanas utilicé el dinero que me dieron en mi cumpleaños para comprar dos, uno para mí y otro para papá, que todavía tiene que colgarlo en su furgoneta. Lo tiene metido en su billetera; me pregunto si siempre se quedará allí, oculto, demasiado doloroso como para verlo cada día.

—Ha quedado bien —dice Jeb, refiriéndose al ambientador.

—Sí —murmuro—. Es una foto de Alison, siempre quedan bien.

Jeb asiente, y su silencio es más reconfortante que las palabras bienintencionadas de otros.

Observo la foto. Es una enorme mariposa nocturna de alas negras de uno de los viejos álbumes de Alison. La fotografía es impresionante, el modo en que las alas reposan sobre una flor en la zona que separa el sol de la sombra, como si estuvieran en equilibrio entre dos mundos. Alison podía capturar cosas que pasaban por alto a la mayoría, momentos en los que los elementos opuestos chocan y luego se funden en una unidad sin fisuras. Me pregunto hasta dónde habría llegado si no hubiera perdido la cabeza.

Doy un golpecito al ambientador y sigo su balanceo.

El bicho de la foto siempre me ha resultado familiar, inquietantemente fascinante y a la vez tranquilizador.

Caigo en la cuenta de que no conozco su historia —de qué especie es, dónde habita—. Si lo averiguara, sabría dónde Alison hizo la foto y de alguna manera podría sentirme más cerca de ella. Pero no puedo preguntarlo. Es muy especial respecto a sus álbumes.

Rebusco detrás del asiento deportivo, saco el iPhone de mi mochila y busco mariposa brillante.

Después de unas veinte páginas de tatuajes, logos, anuncios de un somnífero llamado Lunesta y diversos disfraces, aparece en pantalla el boceto de una mariposa. No encaja a la perfección con la fotografía de Alison, pero el cuerpo es azul brillante y las alas de un negro reluciente, así que se parece mucho.

Al hacer clic en la imagen, la pantalla se pone en blanco. Estoy a punto de refrescar el navegador cuando una luz roja intermitente me detiene. La pantalla late como si estuviera viendo un corazón. El aire a mi alrededor vibra en sincronía.

Una página web se carga. Sus coloridos gráficos y su letra blanca destacan sobre el fondo negro. Lo primero que veo es el título: Criaturas subterráneas - Habitantes del Reino de las Profundidades.

A continuación aparece una definición: Una oscura y retorcida raza de seres sobrenaturales nativos de un antiguo mundo escondido en lo más profundo del corazón de la tierra. La mayoría usa su magia para el mal y la venganza, aunque rara vez algunos tienen una tendencia a mostrar bondad y coraje.

Me deslizo sobre imágenes que son tan violentas y hermosas como las pinturas de Jeb: criaturas luminosas con la piel de los colores del arcoiris, ojos bulbosos y chispeantes y sedosas alas, armadas con cuchillos y espadas; horribles trasgos encadenados que se arrastran a cuatro patas y que tienen colas y pezuñas de cerdo; seres plateados semejantes a hadas atrapados en jaulas que lloran espesas lágrimas negras…

Según el texto, en sus formas auténticas, las criaturas subterráneas tienen todo tipo de formas y tamaños: pueden ser tan pequeñas como un capullo de rosa o más grandes que un hombre. Algunas pueden incluso emular a los mortales, adoptando el aspecto de humanos para engañar a los que las rodean.

Siento una incómoda opresión en el pecho al leer la siguiente línea del texto: Mientras siembran el caos en el mundo de los mortales, los seres subterráneos permanecen conectados con los suyos mediante plantas e insectos, que son conductos hacia el País de las Profundidades.

Se me corta la respiración. Las palabras bailan a mi alrededor formando una mareante danza irracional. Si lo que dice la web fuera cierto y no sólo las fantasías de algún loco de Internet, querría decir que Alison y yo compartimos rasgos con unas escalofriantes criaturas místicas. Pero eso no es posible.

El coche pasa por un bache y la sacudida hace que se me caiga el teléfono. Cuando lo recojo, he perdido la página web y la cobertura.

—¡Mierda!

—No, un bache. —Jeb reduce la marcha y me mira de reojo.

Tras esas gafas se siente estupendo.

Yo le miro fijamente.

—Quizá deberías mantener la mirada en la carretera por si hay más baches, genio.

Pasa de tercera a cuarta, sonriendo.

—¿He interrumpido una partida de solitario particularmente interesante?

—Estaba investigando sobre bichos. Gira a la derecha.

Vuelvo a guardar el teléfono en la mochila. Estoy tan tensa por la visita al Todas las Almas que probablemente lo he leído mal. Pero a pesar de que casi logro convencerme de ello, el nudo que siento en el estómago no afloja.

Jeb toma el desvío y entra en una larga carretera llena de curvas. Nos detenemos junto a un viejo cartel que reza «PSIQUIÁTRICO TODAS LAS ALMAS: OFRECIENDO PAZ Y REPOSO A LAS MENTES CANSADAS DESDE 1942».

Paz, sí claro. Más bien una catatonia inducida por drogas.

Bajo la ventanilla y dejo entrar una cálida brisa. Gizmo tiembla al ralentí mientras esperamos a que se abran las puertas automáticas de hierro forjado. Abro la guantera y saco un pequeño neceser de cosméticos y las extensiones que Jenara me ayudó a hacer con reluciente hilo azul. Están atadas juntas para conseguir el efecto de rastas.

Seguimos hasta el edificio de ladrillo de cuatro pisos de altura que se ve en la distancia; su color rojo sangre destaca contra el despejado cielo. Con su peculiar arquitectura podría haber pasado por una mansión hecha de pan de Jengibre, pero las tejas blancas parecen más bien dientes que azúcar glasé.

Jeb encuentra una plaza vacía en el aparcamiento junto a la camioneta Ford de mi padre y apaga el motor, que se para con un sonido estrangulado.

—¿Lleva mucho tiempo haciendo ese ruido el coche? —Deja las gafas sobre el salpicadero y se concentra en el panel tras el volante, comprobando los diales y los números.

Yo me pongo la trenza sobre el hombro y la deshago tirando de la cinta.

—Una semana, más o menos. —El cabello cuelga sobre mi pecho en ondas de platino igual que el de Alison; no me lo tiño ni me lo corto a petición de papá porque le recuerda el de ella. Así que tengo que encontrar otras formas creativas de marcar estilo.

Me doblo por la cintura hasta que el cabello cae en cascada sobre las rodillas. Una vez las rastas están bien aseguradas, levanto la cabeza y descubro que Jeb me está mirando.

Aparta la vista de golpe y la fija en el salpicadero.

—Si no hubieras estado evitando mis llamadas ya habría echado un vistazo al motor. No deberías conducir este coche hasta que esté arreglado.

—Gizmo está perfectamente. Sólo tiene un poco de carraspera. Quizá necesita hacer gárgaras con agua de mar.

—No bromeo. ¿Qué vas a hacer si te deja tirada en mitad de ninguna parte?

Jugueteo con un mechón de cabello.

—No sé… ¿Enseñar escote a los camioneros que pasen por allí?

Jeb aprieta la mandíbula.

—No tiene gracia.

Ahogo una risita.

—Venga, hombre. Es broma. Bastaría con que enseñara un poco de pierna.

Sus labios se curvan en un amago de sonrisa que desaparece en un abrir y cerrar de ojos.

—Y eso lo dice la chica que ni siquiera ha besado a nadie aún.

Siempre ha bromeado conmigo diciéndome que soy una mezcla entre el glamour del monopatín y la novia de América. Parece que ahora he sido degradada a simple mojigata.

Gruño. No tiene ningún sentido negarlo.

—Está bien. Llamaría a alguien desde el móvil y esperaría tranquilamente dentro del coche, con las puertas cerradas y el espray antivioladores en la mano hasta que vinieran a rescatarme. ¿Me he ganado una galleta?

Da un golpecito con el dedo sobre el salpicadero.

—Vendré más tarde a mirarlo. Podríamos pasar un rato en el garaje, como solíamos hacer.

Abro el neceser de cosméticos y saco la sombra de ojos.

—Sí, me gustaría.

Sonríe ampliamente —con hoyuelos y todo—, recordándome al antiguo Jeb, juguetón y bromista. Se me acelera el pulso al mirarlo.

—Fantástico —dice—. ¿Qué te parece si me paso esta noche?

Resoplo.

—Perfecto. A Taelor se la llevarán los demonios si te marchas pronto del baile de graduación para arreglarme el coche.

Deja caer la frente sobre el volante.

—Ugh. Me olvidé completamente del baile. Todavía tengo que recoger mi esmoquin. —Echa un vistazo al reloj del salpicadero—. Jen dijo que un chico te pidió que fueras con él y no quisiste. ¿Por qué no?

Me encojo de hombros.

—Un defecto de mi carácter. Lo llamo dignidad.

Resopla y coge una botella de agua con sabor frambuesa que está encajada entre el freno de mano y el compartimento entre los asientos y se bebe lo que queda.

Abro mi estuche de maquillaje y me pongo un poco de sombra de ojos kohl sobre la que ya está puesta, y luego alargo el rabillo como si fuera un ojo de gato. En cuanto termino con una pasada por las pestañas inferiores, mis iris azul claro destacan contra el negro como una camiseta fluorescente bajo los rayos ultravioleta de la pista de monopatín de La Caverna.

Jeb se recuesta en el asiento.

—Bien hecho. Has conseguido destruir cualquier parecido con tu madre.

Me quedo helada.

—No es eso…

—Venga, Ali, que soy yo.

Estira una mano para golpear el ambientador. La mariposa nocturna gira sobre sí misma, lo que me recuerda la página web. El estrangulamiento en mi esternón aumenta.

Guardo la sombra de ojos en la bolsa, saco un pintalabios y me pongo un poco antes de devolver el estuche a la guantera.

Jeb pone la mano junto a mi codo en el compartimento entre los asientos y siento el calor de sus dedos.

—Crees que si te pareces a ella acabarás como ella y también te encerrarán aquí. Y eso te asusta.

Me quedo muda. Siempre me ha leído como un libro abierto, pero esto… es como si se hubiera metido en mi cabeza.

Dios, no.

Se me seca la garganta y fijo la mirada en la botella de agua vacía que hay entre nosotros.

—No es fácil vivir a la sombra de nadie —su rostro se oscurece.

Él lo sabe bien. Tiene cicatrices que lo demuestran y que van mucho más allá que las quemaduras de cigarrillo en su torso y sus brazos. Todavía recuerdo lo que sucedió cuando se mudaron: los gritos que helaban la sangre a las dos de la mañana cuando intentaba proteger a su hermana y a su madre de su padre borracho. Lo mejor que le pasó a la familia de Jeb fue que el señor Holt estrellara su camioneta contra un árbol una noche hace tres años. Tenía un 3 de alcohol en la sangre.

Por fortuna, Jeb ni siquiera se acerca a la bebida. Sus momentos más sombríos no se mezclan bien con el alcohol. Lo descubrió hace unos años, cuando casi mató a un tipo en una pelea. El juez envió a Jeb a un centro de menores durante un año, motivo por el cual se graduó a los diecinueve. Perdió doce meses de su vida, pero ganó un futuro, porque en el centro, un psicólogo le ayudó a frenar su amargura a través de su arte y le enseñó que tener una vida estructurada y equilibrada era la mejor forma de contener su ira.

—Tan sólo recuerda —dice entrelazando sus dedos con los míos— que lo tuyo no es hereditario. Tu madre tuvo un accidente de tráfico.

Nuestras palmas se tocan y mi guante de punto es lo único que nos separa. Aprieto mi antebrazo contra el suyo para alinear los bordes de sus cicatrices con mi piel.

Te equivocas, quiero decirle. Soy exactamente como tú. Pero no puedo. El hecho es que los alcohólicos tienen programas, pasos que deben seguir para encajar en la sociedad y poder funcionar. Las chifladas como Alison lo único que tienen son celdas acolchadas y utensilios romos. Eso es lo normal para ellas.

Para nosotras.

Bajo y la vista y noto que la sangre ha empapado el vendaje de mi rodilla y se ha secado. Paso una mano sobre la venda, preocupada por lo que pueda hacer Alison. Se pone histérica si ve sangre.

—Ten.

Sin que tenga que pronunciar una sola palabra, Jeb se desata la cinta de su cabeza. Inclinándose, ata la tela alrededor de mi rodilla para ocultar el vendaje manchado. Cuando ha terminado, en lugar de regresar a su lado del coche, apoya un codo sobre el compartimento de separación y peina con un dedo uno de mis mechones azules. Sea por las vibraciones de nuestros asuntos sin resolver o por lo íntimo de nuestra conversación, su expresión se vuelve seria.

—Estas rastas son la bomba —su voz es suave y sedosa, y hace que me dé un vuelco el corazón—. ¿Sabes qué? Creo que deberías ir al baile de graduación. Deberías presentarte tal y como estás ahora y hacer que todo el mundo se caiga de culo. Te garantizo que conservarías tu dignidad.

Estudia mi rostro con una expresión que sólo le he visto cuando pinta. Intenso. Absorto. Como si estuviera considerando el cuadro desde todos los ángulos. Considerándome a mí desde todos los ángulos.

Está tan cerca que huelo la frambuesa en su cálido aliento.

Me mira el hoyuelo del mentón y se me encienden las mejillas.

En la parte de atrás de mi cabeza crece esa sensación sombría, no tanto una voz sino una presencia, como un aleteo que me remueve por dentro… y me urge a tocar el piercing bajo su labio inferior. Instintivamente, alargo la mano. Ni siquiera parpadea mientras recorro el perfil de la púa plateada.

El metal está caliente, y su incipiente barba me hace cosquillas en los lados de la yema del dedo. Me acomete de golpe lo íntimo del gesto, y hago ademán de retirar la mano.

Él la agarra y mantiene mi dedo contra sus labios. Sus ojos se oscurecen, sus gruesas pestañas se estrechan.

—Ali —susurra.

—¡Mariposa! —el grito de papá llega a través de la ventana abierta. Me sobresalto, y Jeb vuelve al asiento del conductor como si fuera un bumerán. Papá pasea por el inmaculado jardín hacia el coche, vestido con el uniforme del trabajo: pantalones caquis y un polo azul marino que lleva grabado DEPORTES TOM con hilo de plata.

Calmo mi desbocado pulso respirando profundamente varias veces.

Papá se inclina y mira por mi ventanilla:

—Hola Jebediah.

Jeb se aclara la garganta.

—Qué tal, señor Gardner.

—Hum. Quizá deberías empezar ya a llamarme Thomas —papá sonríe, con el brazo apoyado en la ventanilla—. Después de todo, desde anoche eres un graduado.

Jeb sonríe, orgulloso e infantil. Suele ponerse así con mi padre. El señor Holt solía decirle que nunca llegaría a nada y lo presionaba para que dejara los estudios y trabajase a jornada completa en el taller mecánico, pero mi padre siempre animó a Jeb a que siguiera estudiando. Si no estuviera todavía molesta por cómo se aliaron contra mí en lo del viaje a Londres, hasta podría alegrarme de este momento de camaradería entre ellos.

—Así que mi niña te ha reclutado para que le hagas de chófer —comenta papá, lanzándome una mirada burlona.

—Sí. Hasta se ha torcido un tobillo para salirse con la suya —repone Jeb, tomándome también el pelo. No sé cómo su voz puede sonar tan tranquila, mientras yo siento como si se hubiera desencadenado un huracán bajo mi esternón. ¿Es que lo que acaba de pasar entre nosotros hace dos segundos no lo ha alterado ni siquiera un poco?

Se gira hacia el asiento de atrás y levanta un poco las muletas de madera que me han prestado en la enfermería de La Caverna.

—¿Cómo te lo has hecho?

Papá abre la puerta de mi lado, con cara de preocupación.

Yo saco las piernas lentamente, apretando los dientes para resistir mejor el pulsátil dolor que aparece ahora que la sangre se acumula en el tobillo.

—Lo de siempre. El monopatín es cuestión de prueba y error, ¿sabes? —miro a Jeb, que se ha movido al asiento del pasajero, y le prohíbo mentalmente que le diga nada a papá sobre la rodillera gastada.

Jeb sacude la cabeza y por un instante creo que otra vez va a volverse contra mí. Pero lo que sucede es que nuestras miradas se encuentran y siento que me agito por dentro. ¿Qué me hizo tocarlo de esa forma? Las cosas ya son lo bastante raras entre nosotros sin necesidad de complicarlas.

Papá me ayuda a levantarme y se acuclilla para echar un vistazo a mi tobillo.

—Interesante. Tu madre estaba convencida de que te había sucedido algo. Me ha dicho que te habías hecho daño. —Se incorpora. Es un par de centímetros más bajo que Jeb—. Supongo que sencillamente se teme lo peor siempre que llegas tarde. Deberías haber llamado.

Me sostiene por el codo mientras me coloco las muletas bajo los brazos.

—Lo siento.

—No te preocupes. Vamos dentro antes de que haga algo… —Papá se detiene al ver mi suplicante mirada—. Ah, antes de que nuestro helado se convierta en una sopa de pastel de queso.

Echamos a andar hacia la acera ribeteada de peonías. Hay bichos revoloteando sobre las flores y el ruido de fondo aumenta a mi alrededor, haciéndome pensar que ojalá llevara los auriculares y mi iPod.

Papá vuelve la cabeza cuando estamos a medio camino de la puerta.

—¿Podrías aparcar el coche en el garaje, por si llueve?

—Desde luego —responde Jeb desde atrás—. Eh, patinadora…

Me detengo detrás de papá y giro sobre mi pie bueno, apretando con fuerza las empuñaduras acolchadas de las muletas mientras estudio la expresión de Jeb en la distancia. Parece tan confundido como yo.

—¿Cuándo trabajas mañana? —pregunta.

Me quedo quieta como un maniquí sin cerebro.

—Hum… —Jen y yo estamos en el turno de mediodía.

—Vale. Que te lleve ella. Aprovecharé para acercarme entonces a echar un vistazo al motor de Gizmo.

Mi gozo en un pozo. Nada de pasar el rato en el garaje como en los viejos tiempos. Parece que ahora ha decidido evitarme.

—Sí. Perfecto.

Me trago mi decepción, me doy la vuelta y sigo los pasos de papá hacia la puerta.

Cuando llego a su lado, me mira y me pregunta:

—¿Todo bien entre vosotros dos? Siempre os ha gustado mucho estar juntos en el garaje.

Me encojo de hombros cuando abre la puerta.

—Quizá nos estemos distanciando.

Decirlo duele más de lo que nunca admitiré en voz alta.

—Siempre habéis sido buenos amigos —dice papá—. Deberías intentar arreglarlo.

—Un amigo de verdad no intenta arruinarte la vida. Para eso ya están los padres.

Levanto las cejas para que quede claro que hablo en serio y me sumerjo cojeando en el frío del aire acondicionado del edificio. Él entra detrás de mí, en silencio.

Me estremezco. Los pasillos siempre me han hecho sentir incómoda por lo largos que son y por las luces que los iluminan, que parpadean al encenderse. Mis pasos resuenan sobre las baldosas blancas y en mi visión periférica detecto enfermeras vestidas con uniformes color menta, que las hacen parecer más bien strippers de las que salen de un pastel que profesionales de la sanidad.

Espero a que papá termine de hablar con la enfermera que está en recepción contando las espinas pintadas en mi camiseta.

Una mosca se posa en mi brazo y la espanto de un gesto. Empieza a orbitar alrededor de mi cabeza con un zumbido ruidoso que casi suena como «Él está aquí», para luego marcharse volando por el pasillo.

Papá se me queda mirando mientras yo observo a la mosca alejarse.

—¿Seguro que estás bien?

Asiento, sacudiéndome los efectos de la alucinación.

—Es que no sé lo que nos podemos encontrar hoy.

Es una mentira sólo a medias. A Alison las plantas y los insectos la distraen demasiado como para que pueda salir a menudo, pero últimamente ha estado suplicando un poco de aire fresco y papá convenció a su médico para intentarlo. ¿Quién sabe qué puede pasar?

—Ya. Espero que esto no la altere demasiado… —su voz se apaga y sus hombros se hunden como si toda la tristeza de los últimos once años cayera sobre ellos—. Me gustaría que pudieras recordar cómo era antes. —Me pone la mano en la nuca mientras caminamos hacia el patio interior—. Era tan equilibrada. Tan sensata. Se parecía tanto a ti.

La última frase la ha susurrado, quizá con la esperanza de que no lo oyera.

Pero lo he oído, y el alambre de espino aprieta todavía más mi corazón, que ya sólo emite un latido estrangulado y roto.