5
Tesoro
En cuanto papá y yo llegamos a casa, guardo lo que he robado junto con mis ahorros en un pequeño lapicero atado con una goma y lo escondo detrás de mi espejo de cuerpo entero.
Cargo el teléfono y le mando un mensaje a Hitch para que se reúna conmigo en La Caverna, hacia la medianoche, y le digo por qué. Es el único tipo que conozco capaz de falsificar un pasaporte. Aún no puedo creer lo que he hecho: llevarme el dinero de Taelor y esconder su monedero. Pero como dijo papá, haremos lo que haga falta para que Alison vuelva a casa. Pienso en lo enfadado que estaría Jeb si supiera que voy a ver a Hitch y estar con él a solas, en la oscuridad, y eso me empuja todavía más a seguir adelante.
Un rugido sordo hace temblar las ventanas y la lluvia bombardea el tejado a medida que la tormenta se acerca.
Extiendo la palma de la mano sobre la fría superficie de vidrio de mi acuario de anguilas y busco el interruptor para encender una suave luz azulada. Afrodita y Adonis ejecutan un grácil baile, entrelazando sus largos cuerpos.
Mientras me dirijo a comprobar mis trampas para insectos del garaje, paso por el salón. Papá está ahí, sentado en su sillón, contemplando las margaritas gigantes de la tela que empleó Alison para decorar los brazos y el respaldo. Está sollozando.
Quisiera abrazarle y reconciliarme con él, pero cuando se da cuenta de que le estaba mirando, dice que le ha entrado algo en el ojo y se va a buscar hamburguesas para cenar.
Las motas de polvo aletean alrededor del resplandor ámbar de la lámpara de pie que hay al lado de su sillón. La extraña luz y las paredes forradas de color oscuro confieren a la habitación un aura irreal, como si fuera una vieja fotografía de color sepia.
Fotografías. ¿Por qué dijo Alison aquello acerca de las fotografías? ¿Sobre la gente que se olvida de leer entre líneas?
Me quedo de pie, a poca distancia del sillón, mientras sus palabras se deslizan por mi mente como si fueran piedras arrojadas al fondo de un pozo sin fin. Una de sus frases se niega a hundirse y asoma una y otra vez: «Las margaritas esconden tesoros. Tesoros enterrados».
La explicación está frente a mí, lleva aquí años esperando a que me dé cuenta. Me arrodillo frente al sillón, arrugando las capas de tela y encaje bajo la minifalda, mientras tiro la mochila a un lado. Cuesta creer que apenas han pasado unas siete horas desde que fui al colegio. Han pasado tantas cosas que he perdido la noción del tiempo.
Tiro de una de las margaritas de tela de Alison y dos pétalos cosidos se encogen y se doblan al saltar los puntos. Siguiendo una corazonada, introduzco el dedo índice entre el aplique de tela y el forro del sillón, y descubro un agujero en el relleno de la tapicería.
Contengo la respiración y sigo tirando del pedazo de tela hasta que solamente se sostiene por un pétalo y unos hilos. El hueco es del tamaño de una moneda y es demasiado redondo como para ser accidental. Durante todo este tiempo pensé que Alison había cosido los parches encima de la tela original del sillón para tapar agujeros. Y todo este tiempo había estado equivocada.
Clavo los dedos en el forro interior del sillón y arranco pedazos y más pedazos hasta que doy con un objeto pequeño, duro y metálico. Sigo el contorno: tiene una forma redonda que se extiende en un tramo largo y estrecho, con muescas y hendiduras. Una llave. Con el dedo índice, la arrastro hasta el agujero y la extraigo del interior del sillón. Está atada a una cadenita, que se enrosca en el cojín como si fuera una serpiente.
Se cierra el círculo del reto de la página: «Si quieres salvar a tu madre, usa la llave».
Tal vez debería estar aterrada, pero me emociona obtener finalmente una prueba tangible de que Alison está tratando de decirme algo. Que sus parloteos inconexos no lo eran en absoluto. Eran pistas coherentes.
Doy un golpecito al frío metal con la yema del dedo y trato de imaginarme qué puertas abrirá esta llave. Nunca había visto una parecida, con una orfebrería tan intrincada: tiene bandas de cobre pulido entrelazadas, como si fueran hiedra, a su alrededor. Parece vieja, incluso antigua. A pesar de lo pequeña que es, podría ser la llave que abra un diario.
Me cuelgo la cadenita al cuello y la oculto bajo mi camisa.
Alison dijo «margaritas», en plural. ¿Habrá más objetos ocultos bajo el resto de apliques de tela?
Estoy tan animada que me olvido de que papá podría volver en cualquier momento. Ni siquiera me detengo a pensar en las consecuencias que tendrá destrozar la tapicería de su sillón favorito.
En la mesita de al lado guarda una navaja suiza para abrir el correo. Saco el accesorio de las tijeras y corto todas las margaritas de tela por la mitad para vaciar el contenido de los agujeros que ocultan. El relleno de algodón cae sobre mí como nieve.
Al cabo de un rato estoy sentada a los pies del sillón con una pequeña colección de objetos relacionados con el País de las Maravillas frente a mí: un antiguo pasador de pelo —una horquilla, más bien— con una lágrima de rubí en el extremo doblado; una pluma de ganso y un abanico victoriano de encaje blanco y guantes a juego, que huelen a talco y pimienta negra.
Contengo un amago de estornudo y aparto dos fotografías de mi tataratatarabuela, Alicia, para concentrarme en el pequeño libro que completa mi recién descubierta colección.
Acaricio la gastada cubierta del volumen y observo el título: Alicia en el País de las Maravillas. Sobre la palabra Alicia, alguien ha escrito el nombre de Alison con un rotulador rojo.
Ella quería que yo encontrara estos «tesoros». Se supone que algo de lo que tengo frente a mí debería convencerme de no entrar en la madriguera del conejo, pero en lugar de eso estoy segura de que, gracias a esta colección de objetos dispares, puedo ayudar a Alison y romper la maldición de las Liddell para siempre.
En la solapa de la novela hay un folleto turístico que anuncia el camino del reloj de sol del Támesis en Londres. Hay una estatua de un niño que mantiene un reloj de sol en equilibrio sobre su cabeza. Me quedo atónita. Es la imagen que vi hace un rato, al lado de la cual jugaban los niños. Alison debió de haber buscado la madriguera del conejo cuando era más joven; debió de haber viajado a Londres en su busca. ¿De dónde si no procedían aquellos recuerdos? Y lo que era más importante: ¿por qué dejó de buscarla?
La fecha que hay al pie de la estatua es 1731 —mucho antes del nacimiento de Alicia Liddell— de modo que ya debía existir cuando mi tataratatarabuela era pequeña, lo que significa que quizá pudo haberse caído por la madriguera que había debajo. Ahora ya tengo una dirección, pero según el folleto no se permite el acceso público a esa zona. A los turistas solamente les dejan mirar la estatua del reloj de sol desde detrás de una verja. Así que incluso si llego hasta allí, necesitaré un milagro para poder colarme y explorar el reloj de sol de cerca.
Guardo el folleto de nuevo en el libro y hojeo la historia que tan bien conozco. Está llena de bocetos en blanco y negro. Hay algunas páginas marcadas y algunos párrafos están subrayados: el poema de la Morsa y el Carpintero, el llanto de Alicia que causa una inundación, la fiesta del té del Sombrerero Loco.
La letra manuscrita de Alison llena los márgenes del volumen de notas y comentarios en tinta de diferentes colores. Los acaricio con los dedos, y me entristece pensar que nunca nos sentamos juntas, libro en mano, para que pudiera explicarme el significado de todo esto.
La mayor parte de sus indicaciones están borrosas, como si las páginas se hubieran mojado. Me detengo a contemplar las ilustraciones de la Reina y del Rey de Corazones, donde apuntó: «Rey y Reina Rojos. Aquí empezó todo, y aquí terminará».
Un relámpago resplandece al otro lado de las cortinas.
Después de la última página de la historia hay otras veintitantas páginas adicionales, encoladas a mano. En cada una de ellas alguien ha dibujado bocetos parecidos a los personajes del País de las Maravillas que aparecen, transformados, en la página de la mariposa: el conejo blanco esquelético, las flores malvadas de dientes sangrientos, e incluso un esbozo distinto de la Reina de Corazones, una belleza esbelta de brillante melena roja, marcas negras alrededor de los ojos y alas transparentes.
Los dibujos desatan una nueva visión de los niños, más poderosa que la que experimenté antes, porque ni siquiera tengo que cerrar los ojos para verlos. La sala de estar se desvanece y estoy en un prado, en algún lugar, respirando el aroma de la primavera. La luz del sol resplandece y parpadea a mi alrededor, al ritmo de las ramas de los árboles que se mecen con la brisa. El paisaje es extrañamente fluorescente.
La niña, que aparenta unos cinco años de edad, lleva la parte superior de un pijama rojo con volantes, con largas y abombadas mangas y pantalones a juego que le cubren los tobillos. Está sentada en un montículo de hierba, al lado del chico, que no tendrá más de ocho años. Ambos me están dando la espalda.
Como un manto, dos alas negras se abren y cierran en la espalda del chico, a juego con sus pantalones de terciopelo y su camisa sedosa. Ladea la cabeza y logro distinguir su perfil, pero sigue ocultando su rostro bajo una cortina de resplandeciente pelo azul, mientras emplea hábilmente una aguja para coser mariposas muertas y formar con ellas un collar, el macabro equivalente de una guirnalda de palomitas.
Lleva botas de montaña negras, y a sus pies tiene una serie de bocetos, los mismos que aparecen encolados en el libro de Alison.
—Mira. —Su voz es joven, suave como plumas en el viento. Sin levantar la vista, señala con la aguja la imagen de la Reina de Corazones. El collar de mariposas muertas ondea golpeando el dibujo—. Cuéntame sus secretos.
La niña mueve sus pies desnudos. Sus uñas son rosadas y brillan bajo la suave luz primaveral.
—Estoy cansada de estar en el País de las Maravillas —musita con voz inocente y lechosa—. Quiero irme a casa. Tengo sueño.
—Yo también. Quizá si no te pelearas conmigo en el aire, durante las lecciones de vuelo, los dos estaríamos mejor —dice, ahora con un ligero acento cockney.
—Es que se me revuelve la barriga cuando subimos tan alto. —La niña bosteza—. ¿Aún no es hora de ir a la cama? Tengo frío.
El niño sacude la cabeza y señala la imagen una vez más.
—Primero sus secretos. Después te llevaré de nuevo a tu cálida camita.
La niña suspira y se deja envolver en una de las alas del muchacho, enroscándose contra las suaves plumas. Al mismo tiempo, siento una oleada de calor y bienestar, un reflejo de lo que ella debe sentir. Se acurruca en el túnel satinado, envuelta en su olor a miel y regaliz.
—Despiértame cuando sea la hora de irnos —dice ella, con voz apagada.
El chico se ríe, sus ojos siguen ocultos tras la salvaje mata de pelo. Tiene los labios redondeados y de textura oscura, que contrasta con su piel pálida. Sus dientes son rectos, blancos y brillantes.
—Eso es trampa, querida.
Aparta el ala y deja a la niña temblando y enfurruñada.
Se deja caer sobre el estómago en el suelo. Sus alas se extienden a ambos lados como lagos de reluciente oro negro, mientras se inclina sobre la pila de cadáveres de mariposas. Después de clavar la aguja en el abdomen de una de ellas, la desliza en el collar detrás de las demás.
La chica observa, fascinada.
—Quiero clavar la aguja yo también.
Él levanta la mano y muestra cinco dedos, blancos, gráciles y esbeltos.
—Cuéntame cinco secretos y te dejaré clavar una mariposa por cada uno de ellos.
La niña da palmas y toma el boceto de la Reina de Corazones y lo deposita en su regazo.
—Le gusta la ceniza en su té, con las brasas aún ardiendo.
El chico asiente.
—¿Por qué?
Ella ladea la cabeza y se muerde los labios, pensativa.
No sé cómo, pero conozco la respuesta. Me contengo, esperando a ver si la niña también lo sabe, deseando que acierte.
El muchacho levanta la hilera de mariposas y bromea:
—Parece que tendré que terminar el collar yo solo.
La niña se pone en pie de un salto, sus piececitos golpean la hierba.
—¡Oh, ya lo sé! La ceniza tiene que ver con su mamá, es algo de su mamá.
—No basta con eso —dice el chico, y clava otra mariposa en la aguja. La pila de cadáveres comienza a menguar. Sonríe malévolamente.
La frustración de la niña es tangible. No es la primera vez que él la azuza de esa manera. Insiste con firmeza, hasta que ella le responde; pero él tiene otra cara, más amable y paciente, que la anima. Puedo notar el afecto y el respeto que la niña tiene hacia él.
Clava otra mariposa, chasqueando la lengua.
—Qué lástima que no puedas ayudarme. De todos modos, creo que eres demasiado pequeña como para sostener bien una aguja.
La niña gruñe, enfadada.
—No es verdad.
Cansada de la arrogancia del chico, grito la respuesta:
—¡El silbido del vapor cuando las brasas se apagan en el té! Eso calma a la reina. Le recuerda al susurro con el que su madre aplacaba su llanto de bebé.
Los dos vuelven la cabeza hacia mí, como si me hubieran oído. El rostro de la niña es una vívida realidad: soy yo, exactamente, la misma imagen de mis fotografías de cuando iba a la escuela, con el mismo hueco del diente que me faltaba. Pero es la cara del chico, sus ojos negros tan conocidos y familiares, de pura tinta, lo que me devuelve de golpe al suelo de mi salón, y desvanece la pradera que me rodeaba.
Estoy bloqueada. ¿Es posible? Esto no son recuerdos de ninguna película, son mis propios recuerdos. Y si tenía estos recuerdos atrapados en mi interior, ¿qué más me ocurrió que ya no puedo recordar?
¿Es posible que haya ido de verdad al País de las Maravillas, que haya pasado tiempo con sus seres mágicos y sus criaturas?
Inspiro trabajosamente una bocanada de aire. Es imposible. Yo nunca he estado allí.
Con las yemas de los dedos, recorro en el esbozo el perfil del pelo en llamas de la Reina de Corazones. Si nunca he estado ahí, ¿cómo sabía lo de la reina y su madre? ¿Cómo sé que fue una joven princesa solitaria, después de la muerte de su madre, porque el rey no soportaba la idea de estar con ella, debido al parecido que guardaba con su difunta esposa? ¿Cómo sé lo triste que estuvo cuando su padre volvió a casarse, porque son las reinas las que gobiernan en el País de las Maravillas?
Lo sé porque él me lo enseñó. El chico alado.
Británico. Recuerdo la voz en mi cabeza, el póster y los ojos sin fondo del muchacho, ojos negros que sangran tinta. Su desafío resurge en mi mente: «Te estoy esperando en la madriguera del conejo, querida. Encuéntrame».
Querida. Así es como el chico se dirigió a la niña; así es como él me llama, vuelvo a recordarlo. Es la misma persona, la misma criatura. Pero es más mayor, como yo. De repente siento como si le hubiera echado de menos durante años. Mis emociones salen corriendo en dos direcciones distintas, una mezcla de terror y nostalgia, y de repente es como si me estallara la cabeza.
Suena el timbre y me devuelve de golpe a la realidad. El mando de apertura del garaje de papá está estropeado. Debe ser él.
Me pongo en pie. Hay un montón de tapicería desgarrada en el suelo. De los agujeros del sillón caen pedacitos de algodón. Se parece a uno de esos juguetes con plastilina y orificios estratégicamente situados.
Vuelve a sonar el timbre.
Me saco pedacitos de relleno del pelo. ¿Cómo voy a explicarle lo que le he hecho a su sillón?
Con la mente a mil por hora, oculto mis tesoros en la mochila y tomo la decisión espontánea de llevármelo todo a Londres. Luego pienso en las violentas criaturas del Reino de las Profundidades que vi en la página web, y en el muchacho de ojos negros y alas desplegadas que forma parte de algún modo de mi pasado, y decido llevarme también la navaja suiza de papá.
Después de preparar la mochila, me abalanzo hacia la puerta y, echando un vistazo por encima del hombro al desastre del salón, quito el cerrojo y la abro.
Jeb aparece en el porche, guardando su teléfono en el bolsillo del esmoquin. Trato de conservar la calma.
—Hola.
—Hola —replica. Un relámpago azota las nubes que hay a sus espaldas. El resplandor ilumina sus largas pestañas y arroja sombras sobre sus mejillas. Un remolino de viento me acerca el olor de su colonia.
Quizá ha venido a disculparse. Eso espero, porque ahora mismo no me iría nada mal contar con su ayuda.
—Tenemos que hablar —dice. La aspereza de su voz hace sonar mis alarmas al instante. Me pongo a la defensiva. Se aproxima hacia mí, una torre en el umbral de mi puerta. A pesar del esmoquin, tiene el mismo aire desaliñado: con su barba de dos días y su pañuelo alrededor del biceps izquierdo. En lugar de una camisa, ha optado por ponerse una camiseta blanca de tirantes, y unas botas militares negras completan su aspecto. A la Paris Hilton del instituto Pleasance High le dará un ataque cuando vea la forma en que Jeb ha personalizado su look de etiqueta.
—¿No deberías estar de camino a tu baile de gala? —pregunto, cautelosa, tratando de adivinar qué quiere.
—No conduzco yo.
Traducción: Taelor va a recogerle con la limusina de su familia y llega tarde, como debe ser.
Aprieta los nudillos contra los arabescos tallados del marco de la puerta, y su mandíbula está igual de tensa. Está claro que está enfadado por algo. ¿Qué puede ser? Soy yo la que merece una disculpa, y una muy humilde, por cierto.
—¿Puedo pasar?
Bajo el labio, un nuevo piercing con una piedra granate resplandece a la luz del porche. El misterio de la compra en la joyería está oficialmente resuelto.
—Qué adorable —me burlo—. Taelor te ha regalado joyas para los labios. Y encima brillan.
Se acaricia el piercing con la punta de la lengua.
—Está intentando ser diplomática.
Una oleada de ira me sube por la boca del estómago cuando me acuerdo de Londres y de todo lo que me dijo Taelor.
—Pues claro que sí. Porque es maravillosa, multiplicada por ocho, y eso sin contarle las piernas.
Jeb frunce el ceño.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que Taelor tiene toda la diplomacia de una viuda negra. El granate es su piedra de nacimiento. Llevas su cumpleaños en el labio. Menuda manera de envolverte en su tela de araña.
Me observa muy serio, aún con el ceño fruncido.
—Vamos, no seas tan dura con ella. Ha tenido un día bastante malo. Perdió el monedero, y llevaba un buen fajo de dinero dentro. —Hace una pausa y pasa el dedo por uno de los arabescos de madera—. La última vez que recuerda haberlo visto fue en tu tienda. Pero dice que si lo hubieras encontrado, ya la habrías avisado. ¿No lo viste, verdad?
Contengo la culpa que me asalta y digo:
—No, y tampoco soy la Guardiana Real del monedero de Su Majestad, para tu información.
—Venga, Ali. Ten un poco de compasión, ¿vale? ¿Es que no le has hecho ya bastante daño?
—¿Que yo le he hecho daño a ella?
—Me refiero a cuando le restregaste que su padre no se preocupa tanto por ella como el tuyo por ti. No sabes lo que es eso. Tu padre… Tienes mucha suerte. Ninguno de nosotros ha disfrutado de algo así en su vida, y es un tema muy delicado para ella, no lo lleva bien. Eso fue muy frío por tu parte.
Hablando de frío, se me hiela la sangre. Me muero por contarle lo que Taelor me dijo para provocar una reacción así, pero no debería. Hubo un tiempo en que él confiaba en mí lo suficiente como para ponerse de mi lado sin cuestionar nada.
Ahora intenta por todos los medios que Taelor y yo nos llevemos bien. Pero yo no tengo ningún problema. Aparte de ser una mentirosa y una ladrona, claro.
Todo se arremolina contra mí: los extraños descubrimientos que estoy haciendo, mi amistad con Jeb cayéndose a pedazos, mi familia y sus problemas. Me siento a punto de estallar. Trato de cerrar la puerta de golpe, pero Jeb introduce el pie y lo impide. Me aparto de un tirón cuando las bisagras gruñen y la puerta vuelve a abrirse.
Pone la mano en el pomo para que no pueda volver a cerrarla. Gotas de lluvia brillan sobre sus cabellos; sin duda se habrá pasado horas perfeccionando ese peinado que tan bien le sienta. Seguro que es la única parte de su apariencia que Taelor aprueba. Yo en cambio le prefiero con un aspecto más descuidado y espontáneo: el pelo desordenado, el cuerpo empapado en sudor y su piel morena salpicada de aceite de motor o acuarelas. Ese es el Jeb con el que yo crecí. El chico en el que podía confiar. El que ya no está conmigo.
Endurezco mi mirada y mi corazón.
—Si has venido a echarme la bronca por haberle hecho daño a tu novia perfecta, ya puedes irte con la conciencia tranquila. ¡Misión cumplida!
—Qué va, ni siquiera he empezado. Jen me mandó un mensaje. Hitch contactó con ella. Supongo que no es tan mal tipo como pensábamos, porque se preguntaba en qué lío estabas metida. Porque le pediste un pasaporte falso para esta misma noche, ¿no?
Tengo la garganta seca y no sé qué decir. Quisiera deslizarme entre los huecos del linóleo.
—Ahora no tengo tiempo para esto —murmuro.
—¿Y cuándo tendrás tiempo? Quizá puedas mandarme un SMS desde el avión.
Me doy la vuelta, pero me sigue hasta el vestíbulo. Me enfrento a él antes de que alcance el salón y me cruzo de brazos, tratando de contener el impulso que siento de golpearle.
—No puedes entrar en mi casa, no sin que yo te invite formalmente.
Se recuesta contra la fotografía enmarcada de Alison, la de un campo de trigo en plena época de cosecha.
—No me digas. —Con el tacón de la bota, empuja la puerta hacia atrás y cierra. La tormenta y el olor a lluvia quedan fuera. En voz baja, dice—: Que yo sepa, no soy ningún vampiro.
Aprieto los puños, furiosa, y doy un paso atrás. Me topo contra el borde de la alfombra que marca la entrada al salón.
—Pues tienes mucho en común con ellos.
—¿Porque soy un tipo nocturno?
—Acabas de leerme la mente. Mira, una señal más de que eres un chupasangre.
Con una mano, agarro la llave que cuelga bajo mi camiseta.
Jeb extiende el brazo y me agarra la otra mano, retorciendo mi guante al atraerme hacia el vestíbulo. Se inclina sobre mí, tan cerca que los bordes de mi minifalda arrugada rozan sus muslos.
—Si pudiera leerte la mente, sabría lo que te pasa por la cabeza y podría entender cómo se te ocurre la idea de viajar al extranjero, en mitad de la noche, sin decírselo a nadie.
Trato de zafarme, pero no me deja.
—Hitch no es más que un instrumento. Le dije que quería un carnet de identidad falso, no un pasaporte. Se ha confundido.
Jeb me suelta, pero aún me mira fijamente. No se relaja.
—¿Para qué necesitas un carnet de identidad falso?
Mi cabeza me juega otra mala pasada, oleadas de furia azotan mi cerebro y me mueven a torturar a Jeb, a pulsar todas las teclas que sé que van a dolerle.
—Para irme de copas, conocer chicos. Vivir un poco, coger algo de experiencia. Ya sabes, para estar lista cuando llegue el momento de ir a Londres y asistir a tu boda real con Taelor.
La explosión de veneno surte efecto. La expresión de Jeb se transforma, una mezcla de fiereza y de fragilidad, como si sus sentimientos se hubieran roto en mil pedazos y al mismo tiempo quisiera estrangularme. Dice:
—¿Qué nos está pasando?
Me encojo de hombros y me miro la punta de las botas, apartando la sensación angustiosa que me asalta. La lluvia golpea las ventanas, expandiendo la burbuja de silencio que hay entre los dos. Me giro y huyo hacia el salón, sin preocuparme siquiera por el estado en que lo dejé.
Jeb me sigue. Es como si yo fuera el Conejo Blanco tratando de escapar del Tiempo. Me agarra por el borde del corsé y me da la vuelta bruscamente, obligándome a mirarle. Su expresión se endurece al ver por encima de mi hombro el sillón destrozado.
—¿Qué ha pasado con los apliques de tu madre? —Me agarra por los hombros—. Espera… ¿Algo ha ido mal en el psiquiátrico?
Me libero de sus garras y pongo ambas manos encima de mi estómago para tranquilizar la sensación febril que me envuelve.
—Alison tuvo una regresión. Grande. ¿No te lo dijo Jen?
Me observa con más intensidad aún, absorbiendo cada ligero cambio en mi expresión.
—Tenía prisa. Solamente me habló de lo de Hitch. ¿Es por lo de tu madre? Todo este numerito, ¿es por lo que le pasa?
Se me encienden las mejillas. Este numerito. Como si fuera una niña de cuatro años que tiene una pataleta. Si pudiera ver lo que sucede ahora mismo dentro de mí, quizá hasta tendría el sentido común de asustarse.
De repente, me doy cuenta de lo cerca que estoy de perder la razón; me balanceo al borde del precipicio, a punto de caer en la locura de las cosas que estoy empezando a creer. Me estremezco. Jeb abre los brazos.
—Ven aquí.
Ni siquiera lo dudo. Me dejo caer en sus firmes brazos, deseosa de algo que sea normal, sano y estable.
Nos guía hasta el sofá, sin romper mi abrazo desesperado, con las manos alrededor de mi cintura, mis pies sobre sus botas como si estuviéramos bailando un vals. Respiro su aroma de lavanda y chocolate hasta que me hundo en él. Nos dejamos caer juntos encima de los cojines. Ni me doy cuenta de que estoy llorando hasta que me aparto y su camiseta se pega a mi mejilla húmeda.
—Lo siento —digo, tratando de limpiar la mancha de maquillaje en el lado izquierdo de la camiseta.
—Tiene fácil arreglo. —Jeb se abrocha la chaqueta y oculta la mancha.
—Ahí va mi dignidad —susurro, secándome la cara.
Él aparta algunos cabellos que se han pegado a mis sienes, húmedas por la tensión y la lluvia.
—¿Dignidad? Mira esto. —Saca algo del bolsillo interior de su chaqueta—. El comité de la fiesta votó que el baile de promoción sería una mascarada a la veneciana. Tae me ha comprado una.
—¿Un baile de promoción de máscaras? Qué original.
Fuerzo el sarcasmo, agradecida porque no ha mencionado el sillón destrozado ni a Alison. Me da igual si es por su comodidad o la mía.
—No puedes reírte —dice mientras se pone la máscara, un antifaz de satén negro con una goma elástica. Alrededor del hueco para los ojos hay unas minúsculas plumas de pavo real, y también en el borde exterior. Parece como si una mariposa se hubiera estampado contra su cara. No puedo evitarlo. Suelto un bufido burlón.
—¡Eh! —Aparecen sus hoyuelos, y Jeb me da un suave empujón en las costillas con el dedo. Lo agarro, sonriendo.
—Pareces una drag queen rebelde.
—Vas a pagar por eso, chica del monopatín. —Empieza a hacerme cosquillas hasta que me retuerzo entre los cojines y me tiene medio prisionera.
—¡Ay! —Me abrazo. Me duelen los costados de tanto reír y llorar.
—¿Te he hecho daño? —Se detiene con las manos en mi cintura.
—Un poco —miento.
Su frente está muy pegada a la mía, sus largas pestañas negras asoman por entre los huecos de la máscara. Su expresión es de puro remordimiento.
—¿Dónde, en el tobillo?
—En todas partes. Me has hecho cosquillas, ¿recuerdas?
Sonríe de nuevo, aliviado.
—Ah, ya. Bueno, ¿piensas retirar lo que has dicho?
—Claro. Más bien pareces un plumero.
Se echa a reír, luego se quita la máscara y utiliza la goma elástica para propulsarla al otro lado de la habitación, como si fuera un tirachinas. La máscara choca contra la pared y cae al suelo llenándolo de un montón de plumas y satén.
—Ahí se queda —exclamamos los dos a la vez, compartiendo una sonrisa.
Eso es lo que tanto echaba de menos. Estar con Jeb me hace sentir casi normal. Hasta que me acuerdo de que no lo soy.
Me aparto, para distanciarme un poco.
—Deberías irte. No estaría bien que Taelor te viera salir de mi lado de la casa.
Pero él toma mi tobillo izquierdo y lo coloca sobre su regazo.
—Primero quiero ver ese esguince.
Estoy casi a punto de decirle que ya está mejor, pero su mano fuerte y cálida acaricia la parte posterior de mi rodilla y me callo de repente. Mordiéndome el labio inferior, le observo desatar mi bota. Cuando pasa el dedo índice por debajo del calcetín y acaricia suavemente mi marca de nacimiento, el gesto es tan inesperadamente íntimo que me estremezco.
Clava sus ojos en los míos y me pregunto si él también lo ha sentido. Me está mirando otra vez como si fuera uno de sus cuadros.
Un trueno sacude la habitación y apartamos la vista. Con una ligera tos, digo:
—¿Ves? Ya estoy mejor.
Me libero y vuelvo a atarme la bota.
—Ali. —Su nuez se mueve arriba y abajo mientras traga—. Quiero que te olvides de todo ese lío con Hitch. Sea lo que sea, no vale la pena… —Se detiene un momento y sigue—: No es lo bastante importante como para perder una parte de ti.
Increíble. Debe pensar que soy una mojigata, porque ni siquiera pronuncia la palabra.
—¿Quieres decir mi virginidad?
Se pone rojo.
—Te mereces algo mejor que un rollo de una noche. Eres el tipo de chica que debería encontrar un tipo al que realmente le importes, ¿entiendes?
Antes de que pueda contestarle, un ruido de alas me distrae. Al principio creo que es un zumbido que solamente está en mi mente, hasta que noto algo que se mueve sobre el hombro de Jeb. Es un resplandor de luz que parpadea bajo las cortinas de la ventana, iluminando el pasillo. Es inconfundible: la mariposa de luz de Alison —de alas negras, grandes y satinadas, y cuerpo azul y brillante— planea por un instante frente al espejo del vestíbulo, antes de volar hacia mi habitación.
Me da vueltas la cabeza.
—No —digo en voz alta. No puede ser el mismo insecto de la fotografía de mi niñez. Las polillas apenas sobreviven unos días, y en ningún caso durante años.
—¿No qué? —pregunta Jeb, que no ha visto nada porque está pendiente de mi—. ¿Sigues pensando en hacerlo?
El corazón me late tan fuerte que el pulso en mis oídos casi apaga el sonido de la llamada de Taelor en el móvil de Jeb.
—Es mejor que te vayas —le obligo a ponerse en pie y lo arrastro hacia la puerta.
—Espera —dice Jeb por encima del hombro, reacio a irse. Se da la vuelta y me mira, en el umbral—. Quiero saber qué vas a hacer esta noche.
Miro por la ventana, más allá de la lluvia, y veo la limusina blanca frente a su casa. Pienso, por última vez, si debería decirle la verdad. Voy a Londres a buscar la madriguera del conejo. Aunque estoy aterrorizada de adónde puede llevarme eso, o de quién está esperándome allí abajo. O de lo que sea que se supone que tengo que hacer, una vez allí. Lo único que sé es que tengo que ir.
Pero las palabras que Taelor ha pronunciado destrozan mi fantasía. Jeb tiene demasiado talento como para perderlo en niñatas como tú.
Siento un puñal en el estómago mientras me obligo a decir algo que es lo más duro que jamás he dicho.
—Tú no tienes voz ni voto en lo que yo haga o deje de hacer. Tiraste nuestra amistad por la borda cuando te fuiste con Taelor. Así que olvídame, Jeb. No te metas en esto.
Da un paso hacia atrás, confundido, como si estuviera aprisionado por una neblina.
—¿Que no me meta en qué? —El dolor de su voz me está destrozando—. ¿Quieres que no me meta en tu plan de buscar un colgado cualquiera o que no me meta en tu vida?
Suena la bocina de la limusina y la luz de los faros rasga la húmeda niebla. Antes de que me falle la fuerza de voluntad, musito:
—Las dos cosas.
Cierro la puerta, me giro y caigo al suelo.
Mi espalda se clava en la pesada puerta de madera. El arrepentimiento invade mi corazón, ya cargado de dolor y dudas, pero no puedo dejar que esto me detenga. En cuanto oigo los neumáticos de la limusina gruñendo contra el asfalto mojado, cojo mi mochila. Estoy lista para salir en busca de mi pasado.
En el pasillo, dudo un momento frente a los mosaicos, colgados a ambos lados del espejo. Algo no está bien en el Latido del invierno. Los abalorios de cristal plateados que forman el árbol laten resplandecientes, y los grillos del fondo mueven las patas al unísono. Frotan las alas, formando un inquietante ruido de gorjeos.
Trago saliva y cierro los ojos hasta que el ruido se detiene.
Vuelvo a mirar.
El mosaico está normal. Quieto e inanimado.
Gimo y me aparto. Un crujido rompe el silencio en mi habitación. Dejé la puerta entreabierta un rato antes, y a través de la rendija veo una suave luz azul. Tiene que ser el cuerpo de la mariposa de luz. Empujo la puerta, aliviada y al mismo tiempo decepcionada al darme cuenta de que me he dejado encendida la luz del acuario.
El corazón me late mientras extiendo la mano para apagarla.
De repente, cae un relámpago. La luz se va y todo queda sumergido en la oscuridad.
Aprieto con tanta fuerza el marco de la puerta que hundo las uñas en la madera. El sonido de alas moviéndose se oye de un lado a otro de la habitación, oscura como la boca del lobo. Mi pulso late desbocado. Mi instinto me dice que salga corriendo hacia el pasillo y la puerta principal e intente alcanzar a Jeb para que me proteja.
Pero oí cómo se iba la limusina. Él ya no está aquí.
Algo suave me roza la cara. Chillo. Tropiezo hacia delante, busco a tientas en el primer cajón de la cómoda y encuentro una linterna. La enciendo. La luz amarillenta se posa sobre la pintura que Jeb me regaló y las jarras con cadáveres de insectos.
Se me ponen los pelos de punta mientras me acerco a mi espejo de cuerpo entero. El cristal está rajado de arriba abajo, como un huevo duro y cristalizado que alguien hubiera golpeado con una cucharita para pelarlo y comérselo.
¿Qué dijo Alison acerca del espejo roto? ¿Que acabarían con mi identidad?
El reflejo que devuelve está hecho añicos: cientos de calcetines de rayas asoman por encima de mis botas de caña alta, y las medias rojas de rejilla se multiplican en mis piernas; miles de corsés envueltos sobre otras mil camisetas. Luego cien rostros míos, con ojos azules como el hielo, emergen con manchas de lápiz de ojos verde.
Y allí, tras mis múltiples cabezas, unas alas negras que baten y un brillo azulado. Me giro y enfoco con la linterna, esperando encontrar la mariposa de luz a mis espaldas.
Nada.
Cuando vuelvo a mirar el espejo, un grito se abre paso en mi garganta. Detrás de mí veo la silueta de un chico. La imagen está distorsionada y rota en incontables pedazos, excepto por sus ojos de tinta y su boca oscura y bien formada. Es lo único que veo claramente. Es el chico de mis recuerdos. Pero ahora es un adulto.