7

El océano de lágrimas

Me pongo en pie rápidamente, pequeña como un grillo, igual que en mi pesadilla recurrente. Sólo que esta vez no soy Alicia.

Y, de momento, conservo la cabeza.

Me encaramo a un montículo de tierra y echo un vistazo alrededor. Dominándolo todo hay un jardín floral que proyecta enormes sombras. Entre las aberturas de los tallos, que semejan troncos, una playa se extiende junto a un océano interminable. Un bote de remos vacío, gigante en comparación conmigo, espera en la orilla. Sal polen sazonan el aire.

—No puede ser —retumba la voz de Jeb.

Giro sobre mis talones para mirarlo, cubriéndome los oídos con las manos.

Un ojo descomunal observa desde el otro lado de la puerta que conecta con la boca de la madriguera.

—Bebe de la botella marrón —digo.

—No te oigo —responde, y su murmullo hace temblar el suelo que hay bajo mis pies.

Hago el gesto de beber algo y extiendo el dedo índice para indicarle que es la número uno.

Se va.

Espero que coja la mochila para la transición. A juzgar por el tamaño actual de mi ropa, cualquier cosa que esté en contacto con él se encogerá.

En cuestión de segundos, Jeb atraviesa de un salto la abertura; lleva la mochila consigo. La puerta se cierra tras él con un chasquido y la llave se queda al otro lado.

Me rodea la cintura y me aprieta contra sí.

—¿En qué estabas pensando?

—Lo siento.

—Sentirlo no soluciona nada. Somos del tamaño de un bicho y no tenemos la llave de la única puerta por la que podemos volver.

—¡Oye, eres tú el que se la ha dejado!

Se ruboriza.

—¿Qué se supone que hacemos ahora? —pregunta Jeb.

—Le damos un mordisco al pastel y nos hacemos grandes de nuevo.

Se da un golpe en la frente fingiendo sorpresa.

—¡Claro! Comemos un pedazo de pastel mágico centenario y solucionado.

—Tú te puedes quedar así si quieres. Ya te llevaré yo en el bolsillo.

Jeb se quita la mochila con un gruñido.

—Lo que tú digas. Vamos a hacerlo. ¡Pero si somos más pequeños que estas flores apestosas, no me fast…!

—El chico cree que apestamos, Ambrosia.

Una voz rugosa, como de bruja, surge de la nada. El jardín se estremece, como si el soplido del viento agitara las flores.

Jeb y yo damos un paso atrás y estamos a punto de tropezar con la mochila.

Una de las gigantescas margaritas se inclina, proyectando una larga sombra azulada.

Una boca distorsionada se ensancha en el centro amarillo de la flor; hileras de ojos pestañean en cada uno de los pétalos.

—Eso ha dicho, Redolence. Qué descaro —responde la flor—. Después de todo, si alguien apesta debería ser él. Nosotras no tenemos glándulas sudoríparas.

—Jeb me arrastra hasta colocarme detrás de él, invirtiendo así nuestras posiciones.

—Eh… ¿Ali? No soy el único que está viendo una flor parlante, ¿verdad?

Le agarro de la cintura; mi corazón late contra su columna.

—Uno se acostumbra —digo al tiempo que intento dominar las punzadas de pánico.

—¿Y qué se supone que significa eso?

No tengo ocasión de responder, porque Jeb nos hace chocar contra un enorme tallo.

Una capuchina se inclina entre gruñidos. Un centenar de ojos grises se acurrucan en sus pétalos, de un color naranja brillante.

—Ten cuidado con lo que haces, si no te importa.

Varios dientes de león balancean la pelusa de sus cabezas en gesto de reproche. Diminutos globos oculares sobresalen de sus peludas semillas como si fueran las antenas de un caracol.

Ahogo un grito cuando todos ellos empiezan a hablar a la vez:

—¿Hace cuánto que no recibíamos unos visitantes tan deliciosos?

—¿Contando según nuestros años pasaderos o según sus años venideros?

—La verdad es que no importa. Lo que quería decir ya lo he dicho.

Jeb nos conduce con cuidado hasta un pequeño claro en medio de las parlanchinas criaturas y me da la vuelta para que le mire a la cara.

—¿Acaban de decir que somos «deliciosos»?

A nuestras espaldas un diente de león estornuda. Los mechones de sus semillas salen disparados de su cabeza, dejándole calvas.

—¡Mis ojos! ¡Que alguien coja mis ojos! —dice mientras alarga sus hojas para intentar atraparlos.

Dos flores más allá, un geranio inclina medio tallo y destapa un cubo que está en el suelo. La palabra «PULGONES» refulge en el lateral con pintura roja. La flor pesca un insecto rosáceo del tamaño de un ratón, se lo mete en la boca y mastica; la saliva gotea hasta alcanzar los pétalos que conforman su barbilla. Se le cierran los párpados bajo la baba.

La expresión de Jeb se vuelve salvaje.

—Una flor comiéndose un pulgón —dice el geranio—. ¡El que devora acaba siendo devorado! A veces la gente come flores, Ali. Delicioso

La punzada de inquietud se convierte en un puñetazo en toda regla.

—Deberíamos… —empiezo.

—¡Correr!

Jeb me agarra de la mano y me arrastra en una carrera hacia la puerta de la boca de la madriguera.

—¿Cómo vamos a entrar?

Los muslos se me tensan con cada doloroso paso.

—Tendremos que romper la maldita cerradura.

Las botas de tacón casi me hacen tropezar. Jeb es implacable y tira de mí.

—¡No tenemos que ir tan rápido! ¡Están enraizadas al suelo!

—No estés tan segura de eso —dice.

Miro hacia atrás siguiendo su mirada. Es como una película de zombis: las flores gimen y arrancan sus tallos de la tierra; sus bocas se abren, empujadas por dientes largos y cenceños, transparentes y goteantes de saliva como carámbanos a medio derretir. El diente de león medio calvo es el primero en liberarse, y de su tallo brotan brazos y piernas de apariencia humana. Utiliza sus raíces para darse un impulso mayor, como propulsado por serpientes. Lanza una fibra de enredadera y rodea con ella, como si fuera un lazo, el tobillo de Jeb. Le hace caer al suelo de un solo tirón.

—¡Jeb!

Le agarro de las muñecas y me bato en un tira y afloja con la flor siseante.

—No podréis salir por donde habéis entrado —gruñe otra flor mientras lucha por liberarse de su tumba de tierra a pocos metros de nosotros. Sólo entonces me doy cuenta de que ninguna de ellas es una flor, no de verdad. Como le ocurrió al diente de león, les salen brazos y piernas al emerger de la tierra.

Son en parte humanoides, en parte plantas; mutantes llenos de ojos.

—La boca de la madriguera sólo se abre hacia nuestro reino —dice una flor agitando el brazo—. Los portales que se abren hacia el vuestro están custodiados en los castillos que se erigen al otro lado del océano, lejos, en el palpitante corazón del País de las Maravillas.

Las enredaderas se adhieren a la carne verdosa de sus bíceps desnudos.

—Allí dentro está la única salida. Si se pudiera salir por la boca de la madriguera ¿no creéis que ya nos habríamos ido?

Me viene la imagen de todos esos muebles sujetos con una hiedra a la pared del túnel. ¿Así que han estado intentando construir una forma de entrar a nuestro mundo? Me estremezco.

Jeb se debate con las enredaderas que ahora le rodean la cintura.

—Ali, corre —masculla.

—Sí, corre —se burla el diente de león mutante. Me sujeta la barbilla con las musgosas puntas de sus dedos y ladea la cabeza para mirarme con los tres globos oculares que le quedan—. Corre o déjate comer.

Una oleada de terror fluye por mi espina dorsal. Me la quito de encima de una sacudida al mismo tiempo que me sobreviene un fogonazo de inspiración: el joven ser de las profundidades de mis recuerdos me enseñó en cierta ocasión la forma de vencer a esta flor.

Es tan fácil como soplar sus mechones al viento.

En un impulso, alzo el brazo y le arranco las semillas que le quedan, dejándolo ciego. Un líquido blanco y viscoso brota de las cuencas de los ojos, ahora expuestas, y resbala entre mis dedos. El diente de león chilla y cae al suelo, derrotado.

Por el rabillo del ojo veo a Jeb, aprisionado bajo la vegetación que lo rodea, intentando sacar la navaja del bolsillo. Si consigo distraer a las flores, tal vez Jeb logre sacarnos de ésta.

Tengo en la mano las semillas del diente de león. Los globos oculares con forma de palitos se retuercen en mi mano, tratando de mirarme. Yo los arrojo al suelo y los pisoteo.

Confío en sonar firme, pero me tiembla la voz al decir:

—¿Quién es el siguiente?

Las flores zombis aúllan y lanzan sus enredaderas en torno a mis tobillos. La hiedra serpentea rodeándome piernas y torso hasta llegar al pecho, atrapándome dentro de un capullo de hojas tan grueso que solamente me quedan libres la cabeza y los brazos levantados. Entonces dos hebras me atan las muñecas, me dan la vuelta de un tirón y me colocan boca abajo. No me puedo mover.

Jeb y el diente de león quedan prácticamente olvidados cuando los demás me rodean.

Manos deformes, verdes de clorofila, pasan rozándome, frías y ásperas como las hojas que caen de los árboles después de una tormenta. La sensación de mareo me nubla la cabeza.

Las enredaderas me aprietan. No puedo quitármelas de encima.

Ni siquiera logro coger aire suficiente para gritar.

Ráfagas calientes soplan sobre mí. Sollozo con los ojos fuertemente cerrados. Desde alguna boca cae una llovizna de saliva sobre mi nuca que hace que se me peguen mechones de cabello.

—¡Espera! —grita una de ellas, tan cerca de mí que me pita el oído—. ¡Lleva puestos los guantes!

Deslizo la mejilla contra el suelo arenoso y alzo la vista para encontrar cientos de pestañas parpadeando en rápida sucesión.

—¡Es verdad! —dice un monstruo de cabeza blanca y rosa ahogando un grito de asombro—. ¿Tienes también el abanico?

Asiento alargando el cuello. Con el esfuerzo se me llena de tierra la fosa nasal izquierda.

—¡Tenemos que celebrarlo!

Se pasan entre ellas el cubo de pulgones.

—¿Crees que es ella? ¿Después de todo este tiempo? —pregunta una flor con pétalos color rosa mientras mastica su bocado.

—Se parece bastante a ya sabes quién.

—Sin duda, ésta tiene más de la semilla del diablo —añade Rosita—. Tiene ojos de lirio atigrado.

—Piénsalo —dice una de las flores, que se mete en la boca un pulgón chillón cuando el cubo llega hasta ella—. ¡Pronto estaremos de nuevo conectadas con el corazón del País de las Maravillas!

La de la cabeza rosa se inclina y me mira con intensidad.

—Entonces, ¿has venido para arreglar las cosas?

Mi mirada se desplaza entre los tallos que tienen por cuerpo. Jeb casi ha conseguido liberarse de las enredaderas a golpe de cuchillo. Sólo tengo que aguantar un poco más. Me obligo a hablar, superando el temor que anida en mi pecho.

—Sí. Arreglar las cosas.

—Ya era hora. Podemos arrancarnos las raíces, pero no podemos caminar por el agua, ni siquiera en un bote. Tenemos que mantenernos en contacto con la tierra. Alguien tiene que abrirnos el camino que conduce al corazón del País de las Maravillas. Para que esto suceda, deben secarse las lágrimas de Alicia. ¡Ese es tu trabajo!

—¡Escucha, escucha! —dicen todas al unísono—. Tu trabajo consiste en arreglar sus chapuzas.

La rosa sacude dos dedos espinosos para silenciar al resto del jardín.

—Tienes que cruzar el océano hasta llegar a la isla de las arenas negras. En el corazón del País de las Maravillas aguarda el Sabio. Él ha estado aquí desde el principio. Fuma la pipa de la sabiduría y sabe lo que hay que hacer.

—¿Pipa? ¿Te refieres a la Oruga? —pregunto.

Entre mis captoras estalla una risa malvada.

—La Oruga —se burla Rosita—. Bueno, supongo que se le podría llamar así. Así le llamaba la otra.

—¿La otra? —pregunto.

—La otra —dice la rosa—. Aquella cuyas lágrimas formaron el océano que ahora nos aísla del resto de nuestra especie. Ya era hora de que un descendiente viniera a arreglar las cosas.

Antes de que pueda responder, una monstruosidad naranja da un paso al frente para hablar. Hojas finas y largas caen de su boca y se adhieren a su saliva. Tiene las uñas cubiertas de ortigas.

—Podríamos pedirle al octobeno que la llevara. Usaremos el caballero élfico para hacer palanca. Sólo su sangre ya vale todo el oro blanco que hay en el palacio de la Reina Marfil. El octobeno puede cambiarla por un montón de ostras. Nunca volverá a pasar hambre. No puede rechazar semejante chollo.

—Este chico no es ningún caballero —dice la rosa—. Bajó con ella.

Naranjita sacude sus pétalos.

—Fue enviado para escoltarla. Tiene los ojos color esmeralda y la gotita de sangre que tiene bajo el labio se ha cristalizado en una joya. Es indudablemente y sin lugar a dudas un caballero élfico de la Corte Blanca.

Trato de calmar mis pensamientos acelerados lo suficiente como para analizar su conversación. Piensan que el piercing granate que Jeb lleva en el labio lo identifica como uno de los habitantes de las profundidades. Le lanzo una mirada para comprobar si lo ha oído, pero Jeb ya no está atrapado entre las enredaderas.

—Pues no lleva el uniforme —chilla Rosita—. Vamos a ver si tiene las orejas puntiagudas.

Se dan la vuelta.

—¡Ha escapado!

Al oír el sonido de la cremallera de la mochila se abalanzan sobre él, pero Jeb ya tiene el pastel en la mano.

En menos de dos parpadeos crece hasta elevarse muy por encima de nosotros. Con el cuerpo encorvado y tenso, barre el jardín con una de sus gigantescas botas. Las flores gritan y se agrupan en un ramo de pétalos temblorosos.

Es tan elegante y majestuoso como un dios griego, y su ira resulta terrible y encantadora. Me iza de modo que me engancho a sus dedos gracias a las hebras de enredadera, colgada en mi capullo como un yo-yo indefenso.

Una energía nerviosa me recorre las extremidades. Tengo que escapar… las ataduras me aprietan demasiado… El aire no me llega a los pulmones.

—¡No puedo respirar!

Lucho, pero el esfuerzo sólo hace que me balancee más rápido. Mi estómago cae como un péndulo. Las criaturas florales gritan y luchar por atraparme, pero Jeb curva sus dedos y me recoge en el interior de su puño: una oscuridad dulce y acogedora.

—Shh. Te tengo, Ali… —Su respiración fluye sobre mí cuando susurra al abrir la palma.

Mi miedo a las alturas se enfrenta a una claustrofobia nueva. Ruedo por su cálida carne hasta que el pulgar, tierno y cuidadoso, me hace detenerme. Me quedo quieta boca arriba para que Jeb pueda desenmarañar las hebras de enredadera. Sus callosos dedos gigantes son suaves a pesar de su tamaño.

En cuanto estoy libre, le cojo el pulgar —casi más grande que yo— y me lo acerco a los labios y a la nariz. —Jeb sabe a hierba y a glaseado y a todos los sabores de Jeb, pero magnificados. Mi corazón martillea contra la palma de su mano.

—Gracias —le digo sabiendo que no puede oírme.

Con cuidado, me alza hasta el nivel de su cara. Sus ojos son del tamaño de platillos de taza de té, enormes y bordeados de pestañas como un matorral de musgo y sombras.

—Espera —susurra.

Me eleva hasta su hombro y yo me siento a horcajadas en la correa de la mochila. Con una mano y ambas botas metidas por debajo de la correa para no caerme, agito el brazo.

A mi señal, Jeb vuelca de una patada el cubo de pulgones, liberándolos. Ruge a nuestras captoras, que echan raíces de nuevo en la tierra, recreando el bosque floral que antes nos rodeaba. Jeb pasa por encima de ellas de una zancada; tienen suerte de que no las aplaste.

Llegamos al bote de remos y Jeb me ofrece una palma para poder bajar hasta el asiento más cercano. Las vetas de la madera parecen las dunas de arena de un desierto y las astillas sobresalen como las púas de un puercoespín. Encuentro un lugar liso y espero.

Jeb coloca la mochila en el casco del bote. Rebusca en su interior y se hace con un trozo de pastel que coloca sobre la punta de un dedo; es probable que para él no sea más que una migaja. Me pongo de pie y como de su dedo con los ojos cerrados mientras mis huesos y mi piel se tensan y expanden como gomas elásticas. Cuando vuelvo a mirar estoy perfectamente proporcionada, sentada en el asiento, y Jeb está agachado frente a mí mirando con ansiedad.

—¿Estás bien?

Me frota los muslos con las palmas de sus manos. Yo me agarro el estómago.

—Puaj.

—Sí. Esperemos que se haya terminado esto de jugar a los tamaños musicales. No es bueno para las tripas.

Su chaqueta está arrugada en el fondo del bote y sus brazos desnudos brillan de sudor. Se pasa los dedos por el cabello, dejándolo revuelto.

—Esos guantes te han salvado la vida —dice—. ¿Qué te hizo ponértelos?

No puedo expresar con palabras la sensación de aleteo o el recuerdo de una infancia, así que trato de quitarle importancia.

—¿Pura suerte?

Todavía puedo ver las flores transformándose en monstruos ante nuestros ojos. Como dijo Jeb, éste no es el País de las Maravillas que creó Lewis Carroll. Aun así, de alguna forma, mi instinto nos ha servido hasta ahora. Gracias a mi guía de las profundidades ausente.

Tengo que encontrarlo. Cuanto más tiempo paso aquí, más atraída me siento hacia él. Buscaremos a la Oruga, como dijeron las flores. Con su sabiduría puede ayudarme a encontrar a mi guía y a romper la maldición.

Como si me leyera la mente, Jeb sale del bote de un salto y empuja la proa hacia la extensión de las olas brillantes. El fondo de la embarcación roza la arena y cuando llegamos al agua, Jeb se mete en el bote de un salto.

—Dijeron que se puede salir cruzando el océano —recuerda—. Supongo que es nuestra única opción.

Se sienta frente a mí y empieza a remar, tensando los bíceps.

—¿De verdad crees que son las lágrimas de Alicia? —pregunto—. ¿Qué se supone que tengo que hacer para que desaparezcan?

—A mí no me preguntes. Acabo de ver un esqueleto con astas y un bosque de flores zombis come-pulgones.

Apoyo los codos en las rodillas.

—Siento haber tenido un ataque de pánico cuando estaba envuelta en las enredaderas.

Por fin sé lo que se siente al ser Alison, atrapada dentro de una pesadilla.

—¿Estás de broma? —dice Jeb—. Te ofreciste como cebo para que yo pudiera escapar. No me entusiasma que te pusieras en la línea de fuego, pero esas tácticas de distracción fueron geniales. Eh. —Da un empujoncito a mi bota con la suya—. Descansa un poco.

Me recuesto para relajar los músculos, doloridos. El sonido de las olas me acuna y cierro los ojos. Llevo menos de un segundo descansando cuando Jeb silba.

—Mira. —Señala detrás de mí.

En lugar de la playa que acabamos de abandonar y veíamos empequeñecerse en la distancia, no hay nada. Estamos rodeados de agua por todas partes. Mientras yo intento buscarle el sentido a todo esto, el sol desaparece, como si alguien hubiera accionado un interruptor. Me pongo rígida en mi sitio y aferro con los dedos los bordes del bote.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Jeb con voz tensa.

—Es de noche. Aquí no hay crepúsculo —le respondo, tan segura como estoy de que vamos en la dirección correcta para encontrar al hombre alado de mi pasado.

Jeb se limita a mirarme fijamente y sigue remando.

Las estrellas brillan en el cielo púrpura y se reflejan en el agua oscura que se arremolina a nuestro alrededor. También nosotros nos arremolinamos: el barco gira lentamente en círculos hasta que resulta imposible diferenciar el agua del cielo.

Jeb coloca los remos en su lugar.

—Remar no nos ayuda. Vamos a tener que dejarnos llevar por las corrientes y que sea lo que Dios quiera.

La luz de las estrellas le arranca destellos a su púa piercing.

—¿Puedes pasarme la mochila? —le digo. Siento un impulso repentino de mirar esos bocetos que hay en el libro de Alice.

Jeb saca dos barritas energéticas y una botella de agua; luego se acerca a mí pasando por encima de los remos, provocando que nos mezamos suavemente.

—Tienes que comer.

Me pasa la mochila y la comida y después se sienta frente a mí con las piernas cruzadas.

Dejo la barrita a un lado, abro el agua y doy un trago. Luego saco de la bolsa el libro del País de las Maravillas.

—Creían que eras un caballero élfico de la Corte Blanca. —Jeb rasga el envoltorio de su barrita energética.

—Sí, lo que sea.

Voy pasando los bocetos.

—Aquí.

De tan parecido podría ser gemelo de Jeb: musculoso, mentón cuadrado, pelo oscuro, puntos rojos formados por joyas que adornan los extremos exteriores de las sienes y los labios. Ojos de un verde aterciopelado tan oscuro como el envés de las hojas. La única diferencia son las orejas puntiagudas.

Jeb estudia la imagen mientras mastica.

—Sirven a la Reina Marfil —explico— en su castillo de cristal. Su sangre se cristaliza en contacto con el aire. Así es como se marcan, haciéndose agujeros en la carne para que pueda filtrarse la sangre y convertirse en joyas. Están entrenados para carecer de emociones y actuar sólo por instinto. El hecho de tener tanto autocontrol los convierte en feroces protectores, pero también hace que la reina esté muy sola.

Jeb traga y mira hacia arriba.

—Suena como si estuvieras leyendo una enciclopedia. ¿Cómo sabes todo eso?

Paso las páginas hasta que llego al conejo esquelético.

—De la misma manera que sé que Cornelio Blanco fue torturado por un hechizo maléfico que se le comía la piel desde los huesos. Pero la Reina Roja lo rescató y detuvo la magia negra antes de que llegara hasta su cara. Él juró servirla a ella y a ninguna otra hasta el día de su muerte. Entonces, ¿por qué ahora está sirviendo a alguien llamada Granate?

—¿Eh?

Sacudo la cabeza.

—Nada. Mira, ya me has visto antes. Pude parar a ese diente de león asqueroso. Pude atravesar un espejo. Eso es porque alguien me lo ha enseñado.

Jeb arruga el envoltorio de la barrita energética, lo mete en la mochila y espera a que me explique.

—No sé cómo, pero vine aquí antes de que Alison se fuera al asilo. Debieron de haber sido un montón de veces. Cada vez me acuerdo de más cosas. Creo que era casi siempre de noche. En nuestro mundo, por lo menos. Mientras mis padres dormían.

Jeb no se mueve, sólo mira hacia el cielo.

Yo me derrumbo:

—¿Crees que estoy loca, no?

—¿Has mirado a tu alrededor? —resopla él—. Si tú estás loca, yo voy a tu lado en el tren de los majaras.

Suelto una carcajada de alivio.

—Tienes razón.

—Bueno, es hora de que seas sincera conmigo. —Jeb saca los demás tesoros del sillón y lo coloca todo a mis pies—. Empieza por tu madre, ¿por qué la enviaron al Todas las Almas en realidad? —Hace una pausa—. ¿Y qué tiene que ver con las cicatrices que tienes? Porque, obviamente, no te las hiciste en un accidente de coche.

Después de otro lento trago de agua, le cuento mi historia, desde las tijeras de podar hasta los narcisos sangrantes. Pero no estoy preparada para compartir detalles sobre la mariposa nocturna ni sobre el oscuro guía. Siento que esos recuerdos son privados, de alguna manera.

Cuando llego a la parte sobre los insectos y plantas parlantes que tanto Alison como yo escuchamos, su mirada se intensifica.

Juega con los cordones de mi bota.

—Así que elegiste insectos para tu arte, porque era la única forma en que podías…

—¿Callarlos? Exacto.

—Y yo que pensaba que mi infancia había sido retorcida —dice sacudiendo la cabeza—. No me extraña que tuvieras miedo de acabar en el Todas las Almas tú también. —Se inclina hacia atrás sobre los codos—. Ahora lo entiendo. Esa batalla que veo siempre en tus ojos. Luz y oscuridad. Como mis hadas góticas. —Me está estudiando como si yo volviera a ser una obra de arte.

—Así que los bocetos que hiciste de mí… —empiezo— ¿son la base de sus cuadros?

Alza las cejas.

—Todas esas veces que te he pillado mirándome como si fuera una paleta de pintura —continúo.

Jeb da golpecitos en el barco con los dedos y frunce el ceño.

—No sé de qué hablas.

—Sé lo de los bocetos que encontró Taelor.

Algo —sorpresa o vergüenza— cruza su mirada.

Tenso los dedos.

—Tiene razón, ¿no? Lo morboso y lo repugnante son temas fascinantes. —Me duele decirlo, casi tanto como me dolió escucharlo.

—¿Eso es lo que dijo?

Levanto un hombro en un gesto de silenciosa afirmación.

Se sienta de nuevo y me coloca una mano sobre la pierna.

—Mira, Taelor se vuelve insolente cuando se siente amenazada. Después de encontrar los bocetos… bueno, digamos que se le fue. Quiero decir, el tío con el que sale tiene una obsesión estética con otra chica. Entiendes su postura, ¿no?

—Tal vez. —Nunca habría imaginado que yo pudiese ser la obsesión de nadie, estética o de otro tipo. Si le inspiro artísticamente, ¿por qué decide tener a Taelor en su vida?—. Jeb… ¿por qué la aguantas?

Hace una pausa.

—Supongo que porque soy la única cosa estable que tiene.

—¿Y crees que arreglando sus problemas lograrás borrar todo lo que tu padre les hizo a Jen y a tu madre?

No contesta. Me lo tomo como un sí.

Me atraviesa un relámpago de odio por la debilidad y la violencia de su padre.

—Tú no eres responsable de sus errores. Sólo de los tuyos. Como el de ir a Londres con Taelor.

—Eso no es un error. Va a ayudarme con mi carrera.

Clavo la vista en mis botas.

—Ya. Igual que mi «estilo funerario» va a ayudarme con la mía. —Intento reírme, pero incluso a mí me suena falso.

—Eh.

La insistencia en la voz de Jeb me hace mirarlo.

—Tae estaba equivocada, ya sabes. Acerca de eso. ¿Crees que las cosas que pinto son feas o raras?

Pienso en sus acuarelas: mundos oscuramente hermosos y hadas góticas que derraman lágrimas negras sobre cadáveres humanos. Su forma de retratar la desgracia y la pérdida resulta tan conmovedora y surrealista que me rompe el corazón.

Me retuerzo las manos enguantadas.

—No. Son hermosas y evocadoras.

Jeb me aprieta la pierna.

—Un artista sólo es tan bueno como lo sea su tema.

Por un crudo e interminable momento permanecemos en silencio. Después me suelta.

Me froto las rodillas para calentarme las mallas.

—¿Podré verlos algún día?

—¿Los bocetos?

Asiento con la cabeza.

—Te diré una cosa: si salimos de aquí de una sola pieza tendrás una visita privada.

Me sostiene la mirada durante todo un minuto y noto cómo mi sangre se calienta. ¿Cómo se supone que voy a descifrar nada si ya ni siquiera soy capaz de leer las señales de mi propio cuerpo?

—De acuerdo.

Baja la vista hasta el libro del País de las Maravillas que descansa en su regazo y saca las fotografías de Alicia mientras se acerca.

—¿Qué pasa con éstas?

Con un rápido movimiento de la linterna enfoca las fotos, lo que consigue distraerme de mis desquiciadas emociones.

Las fotos están descoloridas y desgastadas; en una de ellas aparece una bonita joven de aspecto triste que tiene el vestido y el delantal llenos de manchas. Las palabras «Alicia, siete años de edad y recién salida de la madriguera del conejo» están escritas a mano en la parte posterior. La otra foto es de Alicia a los ochenta y dos años de edad.

Las coloco una al lado de la otra. ¿Qué fue lo que dijo Alison? «Las fotografías cuentan una historia, pero a la gente se olvida de leer entre líneas».

Dijo lo mismo cuando examinó mi marca de nacimiento: insistió en que la historia tenía más miga de lo que la gente creía.

Miro las fotos más de cerca para analizar el rostro y el cuerpo de la joven Alicia. Tiene una sombra en el codo izquierdo que parece coincidir con el laberinto pigmentado que compartimos Alison y yo. Estudio el mismo punto en la Alicia anciana, pero no hay ninguna marca de nacimiento.

—¡Eso es! —digo señalando las fotos—. Ahí y ahí. Cuando era niña, Alicia tenía una marca de nacimiento que coincide con la mía y con la de Alison, pero de anciana ya no la tenía.

Jeb contempla las dos fotos a la luz.

—Igual retocaron la foto.

—¿Por qué iban a hacerlo?

Jeb coge la barrita energética del asiento que está junto a mí, rasga el envoltorio y me hace cogerla con los dedos, insistiendo silenciosamente en que coma.

—¿Hay alguna respuesta en el libro?

Paso una página tras otra mientras mastico un trocito de muesli. Repaso con el dedo las borrosas anotaciones que Alison hizo en los márgenes mientras Jeb sostiene la linterna.

—Podría haberlas si estas anotaciones fuesen legibles.

Llego al final, dejando atrás los bocetos y las últimas páginas, y estoy a punto de guardar el libro cuando de pronto Jeb me lo arranca de las manos.

—Mira esto —dice.

Si no lo hubiera señalado, no me habría percatado de la página en blanco doblada por la mitad y pegada para formar un bolsillo en la parte interior de la cubierta de atrás. Saco un pedazo de papel plegado. Está viejo, arrugado y amarillo.

Las palabras «LENGUA DE LA MUERTE» aparecen garabateadas en el dorso, seguidas de una estela de signos de interrogación torcidos y de una definición escrita a mano. «Lengua de la Muerte: es el lenguaje de los moribundos. Uno sólo puede hablar en esta lengua con la persona que fue la causa de su mala suerte. Es la recompensa final: designar una tarea que el infractor debe llevar a cabo si no quiere morir él también».

Jeb y yo nos miramos. Desdoblo el papel para que podamos ver lo que está escrito en su interior. Desde la primera frase sé que se trata de algo que desearía no haber visto nunca. Aun así, no puedo apartar la mirada…

14 de noviembre 1934: en la fecha de la evaluación mental, Alicia Liddell Hargreaves es una mujer de ochenta y dos anos de edad y de baja estatura que fue ingresada por unos familiares que estaban preocupados. Según sus parientes, su estado mental comenzó a deteriorarse meses atrás, cuando una mañana al despertarse fue incapaz de reconocer el lugar en el que se encontraba y no tenía más que una vaga idea sobre su identidad.

El psicólogo encargado de las entrevistas observa que la paciente está inmersa en sus pensamientos y a menudo se muestra melancólica y abrumada por el tamaño de la habitación. De vez en cuando se agacha en una esquina o se encarama a una silla al ser preguntada. Se muestra distraída y vaga e interactúa vivamente con objetos inanimados, mientras que con los humanos mantiene intercambios distantes.

La paciente no se orienta en el mundo físico y su noción del tiempo resulta marcadamente disfuncional. Es dada a melancólicas disertaciones sobre los setenta y cinco años que afirma haber perdido encerrada en una jaula en «El País de las Maravillas», después de que «la estatua de un muchacho la convenciera, a la edad de siete años, para que se metiera por la madriguera de un conejo».

El psicólogo encargado de examinarla lo atribuye a un delirio de grandeza motivado por una infancia dada a vividas figuraciones alimentadas por Charles Dodgson, también conocido como Lewis Carroll, amigo cercano de la familia Liddell. La paciente ha recaído en esas fantasías para justificar su pérdida de memoria selectiva.

En vista de que la paciente presenta los siguientes síntomas: (1) delirios de grandeza y amnesia selectiva, (2) una marcada disminución del placer o el interés en las interacciones sociales a menos que se trate de socializar con insectos o plantas, (3) falta de apetito (sólo quiere comer fruta y postres y se niega a ingerir alimentos a menos que se le sirva la bebida en un dedal y la comida en una bandeja de jaula de pájaro), se le ha diagnosticado esquizofrenia y manía.

Tratamiento recomendado: terapia electroconvulsiva dos veces al día, voltaje natural administrado mediante la aplicación de una anguila eléctrica en la cabeza. Complementado con asesoramiento psiquiátrico hasta que todos los episodios de delirio estén bajo control, recupere la memoria y se eleve el estado de ánimo de la paciente.

Le paso el informe a Jeb.

Él me mira y dice:

—¿Estás bien?

¿Cómo respondo a eso? Mi tataratatarabuela terminó tan afectada por su psicosis que no era capaz de recordar su pasado ni su presente. Las idiosincrasias del dedal y de la jaula-bandeja se parecen demasiado al fetiche de la taza de té de Alison. Resulta tan coherente que me perturba.

¿Podría ser que estuviera sucediendo algo más…? ¿No una ilusión, sino una manipulación? ¿Es por eso por lo que Alison está tan obsesionada con la farsa de Alicia? Sea lo que sea, es obvio que está abocada a la misma suerte que mis otras antepasadas.

—¿Ves por qué no puedo permitir que siga adelante con esos tratamientos? —digo señalando el papel—. La fecha de la muerte de Alicia. Murió dos días después del informe. ¡El tratamiento con electrochoques debió de haberla matado!

Me arranco las rastas, haciendo caso omiso del desgarro en la raíz del pelo, y las arrojo al mar. Estoy cansada de negar el parecido que guardo con Alison. Ya que somos compañeras de equipo en este extraño juego, podemos parecemos.

Jeb me levanta de mi sitio para que me siente a su lado, pero el bote se balancea y termino cayendo en su regazo. Ambos nos quedamos paralizados. Cuando empiezo a liberarme de sus piernas, él me mantiene allí. El corazón me martillea: no puedo negar lo increíble que resulta estar tan cerca de él. Haciendo caso omiso de las alarmas que se encienden en mi interior, me abandono y aprieto mi mejilla contra su camiseta; dejos los brazos cruzados entre nosotros.

Jeb me acaricia el pelo mientras yo me acurruco bajo su barbilla, con las piernas enroscadas en posición fetal.

—Tengo miedo —le susurro. Por más motivos de lo que puedo decir.

—Tienes todo el derecho a estarlo —responde en voz baja—. Pero vamos a volver a casa. Vamos a contárselo todo a tu padre. Con lo que le digamos los dos y este informe tendrá que creerlo.

—No. Esto sólo prueba que Alicia estaba tan loca como papá cree que está Alison. Al final ni siquiera recordaba haberse casado ni tener una familia. No se acordaba a pesar de tener a su alrededor las pruebas vivientes de sus hijos y nietos.

Jeb permanece en silencio.

—No quiero acabar con una camisa de fuerza —le digo, conteniendo un sollozo—. Con todos mis recuerdos perdidos… o tan despojados de sentido que podrían pertenecer a otra persona.

Los brazos de Jeb se tensan en torno a mí.

—El futuro no te depara eso, Alyssa Victoria Gardner.

Nunca me ha llamado por mi nombre completo. Lo dice como lo diría mi padre, revistiendo de potencia cada sílaba, que es exactamente lo que necesito.

—Entonces, ¿qué? —pregunto, hambrienta de cualquier migaja que me pueda proporcionar.

—Vas a ser una artista famosa —dice. Su voz, profunda como el terciopelo, segura y relajante—. Vas a vivir en París, en uno de esos apartamentos artísticos de lujo con tu marido rico. Quien, por cierto, resulta ser un fumigador de renombre mundial. ¿Qué te parece eso como giro del destino? Ni siquiera tendrás que cazar los bichos tú misma, lo que te dejará más tiempo para pasar con tus cinco hijos, todos ellos inteligentísimos. Y yo te visitaré todos los veranos. Me presentaré en la puerta con una botella de salsa barbacoa de Texas y una baguette. Voy a ser Jeb, el tío raro.

¿El tío Jeb? Me gusta la idea de que Jeb esté siempre presente en mi vida, pero mientras contemplo su camiseta e imagino las marcas circulares en su pecho —un trágico «une los puntos» dibujado cada vez que derramó sin querer una bebida o dejó un juguete tirado en el suelo para que su padre se tropezara— me deja anonadada la rapidez con la que vuelve una oleada de viejos sentimientos. Aunque la tela esconde las cicatrices, me sé cada una de memoria. Las he visto infinidad de veces al ir juntos a nadar o al trabajar en su garaje. Soñaba con ellas en sexto de primaria, con cómo me sentiría al trazar con la punta del dedo el contorno cada una de ellas.

Ahora mismo me pregunto lo mismo. Cómo me sentiría al curarle las heridas con los dedos.

—No es fumigador —suelto para calmar el pulso que me golpetea en el cuello.

—¿Eh?

Hago una pausa.

—Me voy a enamorar de un artista. Y vamos a tener dos hijos y a vivir en el campo. Una vida tranquila, para que podamos oír a nuestras musas y responder a sus llamadas.

Alzo la barbilla para mirarlo a los ojos y Jeb me ofrece una dulce sonrisa iluminada por las estrellas; una sonrisa que me derrite las entrañas.

—Me gusta más tu versión —dice.

Su boca está tan cerca de la mía, su aliento es cálido, dulce y tentador, pero vuelvo a pensar en Taelor y en Londres. No puedo dejar que me robe el corazón un tío al que le pone otra chica, ni ser el tipo de persona que le roba el novio a otra. A Taelor ya le he robado dinero y he dejado que esto vaya lo suficientemente lejos. Me despego de su regazo, y mi falda de tul raspa los pantalones de su esmoquin.

Como si despertara de un trance, Jeb se sienta sobre las palmas de sus manos y mira hacia la ondulante superficie del agua.

—¿Qué crees que va a pasar mañana? —pregunto, mi voz tan temblorosa como el resto de mi cuerpo.

—Sea lo que sea —responde—, no hagas nada sin mí. Lo haremos todo juntos. ¿De acuerdo?

Levanta una de mis manos, alisa las arrugas de mi guante y me cierra los dedos formando un puño mientras espera una respuesta.

—De acuerdo —le digo.

—Bien —dice chocando mis nudillos contra los suyos. Me estremezco, debido tanto a la brisa fría como a la dulzura del gesto.

—Toma.

Jeb coge su chaqueta de esmoquin y me ayuda a ponérmela. Luego lo mete todo en la mochila.

—Vamos a intentar dormir un poco.

Acoge mi espalda en su pecho y nos acomodamos en el casco del bote, que se mece. Su nariz se refugia en mi pelo. Una espiral de estrellas blancas se enrolla y se desenrolla como en chispas hechas de plumas. Parecen tirabuzones relampagueantes, igual que el mosaico de la araña y el escarabajo en el que estuve trabajando antes de ir a patinar al centro recreativo. Recorre mi cuerpo un nuevo temblor. Recuerdo haber visto estas mismas constelaciones años atrás en compañía de mi guía de las profundidades. No me extraña que saliera a relucir en mis creaciones.

—Espero que eso no sea una tormenta que se avecina —susurra Jeb contra mi nuca mientras los brazos se tensan en torno a mí—. Este bote no soportará el embate de las olas.

Meto la mano distraídamente en el bolsillo de la falda, pellizco la esponja que mi guía quería que conservara.

—Sólo es una constelación —respondo, y Jeb no cuestiona cómo lo sé.

Sin hablar, contemplamos el espectáculo que se despliega sobre nuestras cabezas hasta que estalla en mil colores centelleantes, como fuegos artificiales mudos. Cuando termina, no queda nada más que comunes estrellas blancas.

—Vaya —decimos ambos.

Tras unos minutos en silencio, Jeb se relaja y su respiración, lenta y regular, me raspa la parte posterior de la cabeza. Aunque es el cuerpo de Jeb lo que me mantiene caliente, lo último que visualizo antes de caer dormida son ojos negros como la tinta y un despliegue de alas satinadas.