8
Octobeno
La pesadilla de Alicia me encuentra cuando estoy dormida.
Pero esta vez no estoy sola. Jeb lleva la espada robada y corremos por el camino hacia el escondrijo de la Oruga. Las espinas que arrancaban y perforaban mi delantal se convierten en tentáculos vegetales. Las largas hebras serpenteantes se enrollan en nuestras piernas y nos sacan boca abajo del tablero de ajedrez. Nuestros cuerpos se congelan: somos piezas del juego. Aparece una mano, enfundada en un guante negro, y nos mueve de cuadrado en cuadrado. Me levantan, para declarar el jaque mate, pero Jeb cobra vida y con la espada siega los dedos que me aprisionan. Soy libre. Las extremidades cortadas caen una por una y se transforman en orugas. Jeb y yo volvemos corriendo al camino. La seta nos espera en el centro envuelta en una telaraña. Las orugas llegan antes que nosotros. Se sumergen en el capullo, lo llenan hasta que se remueve, como un ente vivo y que respira. Una hoja negra y afilada se abre paso, cortante, desde el interior del envoltorio. Lo que hay dentro va a salir.
Me despierto, alarmada. Parpadeo, deslumbrada por el brillo del sol. Tengo las manos apretadas, tensas. ¿Qué me ha despertado? Estaba tan cerca de descubrir el rostro que se ocultaba en el capullo de las orugas, el que llevo años esperando ver…
Bostezo y me concentro en el aquí y el ahora. En algún momento de la noche debo haberme girado hacia Jeb en el bote, y él me abrazó, acurrucándome bajo su mentón. Ahora todo lo que veo es un primer plano de su camiseta. Aún duerme. Su pesada respiración agita mi pelo, lenta y rítmicamente. Me abraza la cintura.
El día anterior vuelve, a retazos, a mi memoria. La madriguera del conejo, el jardín de flores mutantes, el océano de lágrimas.
Gozo de la caricia de su cuello, con los dedos agarrados a las mangas de la chaqueta de su esmoquin, decidida a no despertarle para poder fingir que las cosas son sencillas y perfectas durante unos minutos más.
El bote se mueve y me doy cuenta de que me he despertado por eso. No es un movimiento suave, provocado por la corriente. Es algo así como un-ser-grande-y-pesado-nos-observa-y-por-eso-se-mueve-el-bote.
Me pongo recta, tan tensa como la dura madera que hay bajo nuestros pies.
Rugidos guturales llenan el aire, como si un bulldog asmático estuviera husmeándonos. El calor del sol sobre mis hombros se hiela, una sombra cae sobre nosotros. Me da un vuelco el corazón. Antes incluso de que pueda gritar, Jeb se mueve, alcanza el arco y nos ponemos en pie. Llevaba despierto todo este rato.
—Imposible —dice.
Me tambaleo con el movimiento del bote, agarrada a la cintura de Jeb con una mano y al asiento que tengo detrás, con la otra. Miro a su alrededor.
A primera vista, el intruso parece una morsa. Tiene dos colmillos gigantes con imágenes de serpientes y llamas furiosas talladas en el marfil. Pero bajo los pliegues de grasa, la parte inferior de su cuerpo es de tentáculos, sinuosos como los de un pulpo y cubiertos de ventosas. Es como si alguien hubiera mezclado dos especies distintas y creado una morsa-pulpo, o una octo-morsa. Debe pesar más de quinientos kilos, y su cuerpo ocupa la mayor parte de la superficie del bote.
Con lo enorme que es y sus tentáculos colgando por los bordes del bote, deberíamos haber volcado ya. En el momento en que subió, Jeb y yo tendríamos que haber salido disparados hacia el agua como piedras de un tirachinas. En lugar de eso, el casco aguanta y sigue bogando por el agua como si la criatura no pesara más que nosotros. Me pregunto lo que diría Isaac Newton sobre las retorcidas leyes de la física que imperan aquí.
Jeb tira de mí para que me siente tras él, pero sigue de pie. Todos los músculos de su cuerpo están en tensión, listos para saltar.
—¿Qué eres?
Nuestro invitado sorpresa se aparta un resto de porquería pringosa del ojo con los dedos humanos que tiene al final de sus aletas.
—Buena pregunta, caballero élfico. Soy un octobeno. Ahora, déjame adivinar tu siguiente pregunta. ¿Qué quiero? Hay una respuesta muy sencilla para eso. Quiero detener el sufrimiento sin fin de mi barriga.
Sus bigotes, largos y rubios contra su piel marrón canela, caen bajo sus orificios nasales. Sus tentáculos azotan el océano, mojándonos.
De una cadena que lleva alrededor de cuello, abre una cajita del tamaño de una pitillera. Extrae algo y deposita una ostra en la palma de su mano, procurando cuidadosamente que la cáscara permanezca cerrada.
—Buenos días, verdurita marina —saluda—. ¿Aún te preocupa tu familia?
La ostra trata de abrir la boca para responder, pero el octobeno oprime la cáscara para que permanezca muda.
—Vamos a hacer una cosa. Si puedes saciar mi hambre, los dejaré a todos libres. ¿Te animas a probar?
Aunque la almeja no puede abrir la boca lo bastante como para hablar, un músculo rosado, en forma de hacha, se desliza por la ranura, como un pie o un brazo deformes, y acaricia la mejilla de la enorme criatura, en una última súplica por la vida.
Un gemido se abre paso por mi garganta y trato de contenerlo. Jeb se acerca por mi espalda y abre su mano. Entrelazo nuestros dedos.
Un rugido de grasa y babas y el octobeno abre la cáscara, aprieta su boca contra la ostra y chupa el contenido con un horrible ruido succionador. El pavoroso grito de la ostra resuena en mi cabeza y luego se apaga en un silencio horrendo. Me aprieto con fuerza contra Jeb, tratando de no vomitar.
—Pues no. Sigo hambriento. Supongo que después me comeré a tus hijos.
Nuestro desagradable visitante se ríe. Es un ruido rechinante y feo, después arroja la cáscara vacía por la borda. La empuja con fuerza con sus tentáculos para que se hunda, y el movimiento afecta a la estabilidad del bote.
Los dedos de Jeb se clavan en mi cintura mientras pugna por conservar el equilibrio.
—Uno tiene que ser rápido con las presas como esas, que se arrastran y se deslizan a la menor oportunidad —dice el octobeno—. Son unas tramposas, siempre intentando capturarte en su Lengua de la Muerte. ¿Te imaginas lo que debe ser convertirse en el esclavo del último deseo de una ostra?
Vuelve a reírse.
Lengua de la Muerte… Es la frase que había apuntada en la parte de atrás del informe psicológico de Alicia. Miro a mi alrededor mientras la criatura-morsa se pone un monóculo sobre su acuoso ojo izquierdo.
—Ahora, Elfo —dice—. Si eres tan amable de apartarte, me gustaría echarle un vistazo a tu protegida.
Jeb se planta, firme.
—Ni lo sueñes.
El monstruo octópodo deja caer su monóculo.
—¡Esas flores charlatanas dicen que tu sangre tiene el poder de conseguir mi ración de bivalvos! —Su chillido nos atraviesa con un apestoso olor a pescado y a muerte—. Pero nunca he tenido que comprarlas. Soy un cazador. Las capturo, está en mi naturaleza. Las ostras son criaturas muy astutas, siempre utilizan sus bracitos para moverse y escapar en el lecho del océano. Si no estuviera tan oscuro ahí abajo, ahora que tengo la vista tan mal… Con suerte, cazo media docena pero después todas se esconden. —Se limpia las babas de la boca con una gruesa aleta—. Pero el Sabio posee una flauta mágica que atrae a mis presas sacándolas de sus escondrijos. Y ahora ya tengo con qué negociar para que me la dé.
—Vas a ofrecerle mi sangre a cambio —adivina Jeb.
Esto no puede suceder. No me importa las peleas en que las se ha involucrado: Jeb no tiene la menor posibilidad contra un inmenso monstruo marino, ni siquiera armado con la navaja suiza.
—¡No es un elfo enjoyado! —grito tras la espalda de Jeb—. Es humano. ¡Mírale las orejas!
Jeb me aprieta la mano, para que guarde silencio.
—No importa. Las joyas y la riqueza no interesan al Sabio. Pero tú, verdurita… Está desesperado y quiere que le ayudes. Oh, sí. Lleva años esperando a que encuentres el camino hasta aquí.
Lo que acaba de decir da vueltas en mi cabeza. Las flores dijeron que el Sabio era la Oruga. Así que… ¿lleva tiempo esperando a que yo llegue? Quizá la Oruga mandó a la mariposa de luz y a mi guía oscuro para encontrarme y traerme de vuelta.
Los tentáculos de nuestro captor se retuercen y se deslizan por el borde de nuestra nave como pitones gigantes, y la madera cruje baso su peso.
—Tú serás el rehén con el que conseguiré su flauta. La pondrá a mis pies, si a cambio prometo entregarte sana y salva.
—Para eso tendrás que matarme antes —le desafía Jeb.
Le tiro de la muñeca, pero me ignora.
El octobeno junta sus aletas.
—Ah, un amigo leal. Tuve uno así, hace muchos años. Fue él quien talló mis colmillos y me regaló un hermoso cofre donde poder guardar mi reserva de ostras. Luego me enteré de que estaba hurtando mis provisiones. Así que una noche, mientras dormía, lo capturé —sus tentáculos se enroscan por el bote mientras nos demuestra cómo lo hizo— y le encerré en el cofre con las cáscaras vacías. Lo arrojé al fondo del océano para que no se oyeran sus gritos. Ahora sus huesos son cebo para los peces.
Me muerdo el labio. No pienso gritar.
Nuestro captor se echa a reír.
—Qué lúgubre historia, ¿no es cierto? Como veis, si me porté así con un amigo, ¿qué iba a impedirme matarte? Nada se interpone entre lo que mi estómago necesita. —La punta estrecha y afilada de un tentáculo recorre el extremo de uno de sus colmillos cubiertos de baba—. ¡Quiero a la chica!
Arroja sus tentáculos hacia delante y se agarra a la cintura de Jeb.
—¡No! —Estiro los brazos para mantenerlo a mi lado. Los tentáculos son más fuertes, y lo apartan de mí y lo elevan en el aire.
—¡Tierra… a la izquierda! —grita Jeb mientras lucha con la criatura, esquivando por los pelos uno de sus colmillos. La pelea sacude el bote.
Contengo mis ganas de gritar, y me aferro a la nave para evitar caer al agua. Jeb tiene razón, hay algo en el horizonte. Brilla como lentejuelas negras. Podría ser la isla de la que nos hablaron las flores.
—¡Huye! —grita Jeb—. ¡Le entretendré tanto tiempo como pueda!
Agarra la cadena que rodea el cuello del monstruo. Con rápidos tirones, enlaza varios tentáculos para que yo pueda escapar. Uno de los colmillos de la bestia le desgarra el pantalón a la altura de la rodilla. El ruido de la tela rasgándose me recuerda a la terrible muerte de la ostra. No puedo permitir que le pase lo mismo a Jeb.
Nunca lograremos escapar del octobeno en el agua. ¿Cómo vamos a luchar contra él? No tiene ninguna debilidad aparente, salvo su increíble apetito.
—¡Espera! —me arrodillo frente a él. Se me acaba de ocurrir una idea, espero que funcione—. Por favor, libera a mi amigo y te ayudaré.
—¡Ali! —grita Jeb.
—Dame tu palabra, chica de las profundidades —dice nuestro captor, con expresión de grasiento desdén—. Ya sabes cuáles son las reglas. Un juramento hecho por alguien de tu especie no puede romperse, o perderás todo tu poder.
No sé por qué me llama chica de las profundidades, pero estoy dispuesta a utilizar lo que sea para se lo crea si así salgo ganando algo.
—Te prometo que te ayudaré.
—No, así no —dice, apretando sus tentáculos alrededor de las costillas de Jeb hasta arrancarle un quejido de dolor—. Hazlo como debe ser. Pon la manos sobre tu corazón y júralo por tu magia vital. Y sé muy concreta.
Sostengo la mirada y veo que Jeb tiene los labios azulados.
Pongo una mano temblorosa sobre mi pecho.
—Juro por mi magia vital que te ayudaré a saciar tu apetito.
Con un giro de sus bigotes, el octobeno libera a Jeb de sus tentáculos y vuelve a depositarlo de una pieza en el casco del bote. Abrazo el cuerpo cubierto de babas de Jeb, y nos ayudamos mutuamente a levantarnos y a conservar el equilibrio en la embarcación que se balancea. Tose tan fuerte que apenas puedo oír su voz:
—Deberías haberte largado.
—No —susurro—. Estamos juntos en esto, ¿recuerdas?
Luego me doy la vuelta y me dirijo al monstruo.
—Señor Octobeno, sé cómo llenar tu barriga. Vamos a darle un buen pastel a tus ostras.
Jeb me mira, frunciendo el ceño. Ya ha recuperado el aliento.
La criatura se acomoda en su nido de tentáculos, resoplando agotado por el esfuerzo de la lucha contra Jeb.
—¿Pastel? ¿Vas a darme un pastel de ostras?
—No, no. Vamos a darles un pastel —digo—, para que tengas más ostras mientras conseguimos la flauta. Tengo algo ideal para que tus ostras se hagan tan grandes como un plato.
Giro mi rostro hacia Jeb y sin hablar, vocalizo: El que devora acaba siendo devorado.
Su rostro se ilumina. Me ha entendido. Arrastra la mochila hacia nosotros. Es increíble lo tranquilo que está después de que casi lo empalen, lo aplasten y se lo coman vivo.
La morsa mutante nos observa con curiosidad.
Jeb abre el pañuelo y muestra el pastel con las palabras Cómeme, dibujadas con uvas.
El octobeno exclama:
—¡Un pastel amplificador! ¿Dónde has encontrado algo tan preciado? Nunca he visto personalmente cómo funciona. Después del incidente de Alicia, los declararon ilegales. No importa, no importa… —Abre la caja que lleva colgada al cuello y extrae una ostra nueva, que lucha contra su captor furiosamente.
—Vamos a ver —dice el octobeno—. Si esto falla, le arrancaré las entrañas a tu amigo mortal y se las daré de comer a los peces.
Un hilillo de baba cae de su colmillo cubriendo las imágenes talladas de relucientes gotas de saliva.
—Ya verás, sí que funcionará —dice Jeb, deslizando el pastel por el casco—. Apostaría la vida en ello.
—Acabas de hacerlo. —La morsa mutante gruñe al inclinarse a recoger el pastel. Rompe un pedacito y se dispone a dárselo a la ostra, por la ranura de su caparazón.
—Tendrás que darle más que eso —dice Jeb, reculando hasta el otro extremo del bote, con la mochila en la mano—. Tanto como puedas, todo lo que le quepa en la boca.
—Sí, sí. Claro. ¡Vaya, menudo festín! Ostras tan grandes como platos.
Sin mirar hacia nosotros, contiene una risita y corta otro pedazo más grande. Luego, obligando a la ostra a abrirse, mete el pastel dentro y vuelve a cerrar la concha de golpe.
Al cabo de unos segundos, ésta empieza a temblar, junto con el bote.
—¡Ahora!
Jeb se zambulle, y yo le sigo agarrándome a él. Un tentáculo araña mis piernas, pero luego el cálido curso del agua nos abraza y nos hundimos. Jeb nada como un perro delante de mí, con el pelo a los lados, como si fueran algas de las profundidades. Tira de mi muñeca. Me impulso hacia arriba. Mojadas, las botas y la ropa pesan.
Llegamos a la superficie y respiramos grandes bocanadas de aire, nadando a una distancia prudencial, lo bastante cerca como para ver lo que sucede en el bote. La ostra se está ensanchando y ha pasado del tamaño de una polvera al de un contenedor de basura.
En un despliegue extrañamente grácil de babas, colmillos y tentáculos, el octobeno comprende su error y trata de deslizarse por la borda. Es demasiado tarde. La ostra gigante se abre y un apéndice en forma de hacha sale disparado, tan enorme y poderoso como una anaconda. El músculo se enrosca alrededor del octobeno y lo atrae hacia su boca, chupando tentáculos como si fueran espaguetis gigantes, antes de cerrarse sobre él de golpe.
El bote se mueve violentamente y se parte por la mitad. Tras unos instantes, la ostra se hunde en el océano, dejando atrás únicamente una hilera de espuma y restos del naufragio. Las olas lamen los pedazos de madera, un final extrañamente sereno para una escena tan violenta.
Jeb coge la mochila y mi muñeca con una mano, mientras con la otra se propulsa hacia la negra playa.
Algo se aferra a mí y tira, intentando arrastrarme al fondo.
Me impulso con las piernas hasta que tengo agujetas en los gemelos mientras trato de mantenerme a flote. No sirve de nada. Dejo ir la mano de Jeb porque temo llevarle conmigo al fondo.
Caigo hacia abajo y trato de buscar qué criatura del mar me ha capturado, pero no veo nada. El peso parece venir de mi cintura, pero estoy cayendo demasiado deprisa como para identificar el origen. Me hundo, lucho con piernas y manos para evitarlo. Mis pulmones, aplastados por el peso del agua, gritan: necesito oxígeno.
Jeb está encima de mí. La mochila baja con él hacia el oscuro fondo. Nado, muevo piernas y manos, trato de volver a flote. Jeb tira de mí, agarrándome de las axilas. Me aparto, lucho contra él. O quizá contra mi misma, contra mi miedo.
Su expresión es resuelta. Se niega a abandonarme, y eso me asusta más que nada. Sacudo la cabeza. ¡Sálvate!, le digo con la mirada, pero es demasiado tozudo como para hacerme caso.
Quisiera decirle cuánto siento haberle arrastrado a esto. En lugar de ello, un remolino de burbujas baila a nuestro alrededor.
Un dolor grande y pesado desciende sobre mi pecho. Trato de luchar contra el agua, abrirme paso a través de la inmensidad líquida, hacer que desaparezca. Mis lágrimas se mezclan con las de Alicia y todos los pensamientos se oscurecen. Jeb sigue tirando de mí, pero no sirve de nada. Nos hundimos.
Justo cuando estoy a punto de rendirme a la inconsciencia, me doy cuenta de que el peso que me arrastra está en el bolsillo de mi falda. Con las últimas fuerzas, saco la esponja que recogí en la madriguera del conejo.
Lo que tenía el tamaño de un pedacito de queso, ahora es tan grande como una pelota de golf, y sigue creciendo. Se desliza hacia el fondo del océano, llevando consigo el remolino, arrastrando el peso consigo.
Soy libre.
Antes de que la succión del remolino nos arrastre, conseguimos llegar a la superficie. La esponja ya es del tamaño de un pomelo, y el fondo del océano queda muy lejos de nosotros.
Grito y me agarro a Jeb.
Mis ojos se cierran de golpe. Chocamos contra un obstáculo sólido.
—Ali —dice Jeb, y entonces me doy cuenta de que puedo respirar.
Inspiro con avidez, abro los ojos, parpadeo y dejo que se sequen.
Ya no hay océano. Solamente algas marinas y montones de arena húmeda. Hay charcos de agua aquí y allá que reflejan el sol. En la distancia veo nuestra mochila. La arena negra de la isla se eleva como la cima de una montaña que no podremos escalar.
A pocos metros, entre los restos, la ostra gigante está al lado de un cofre descompuesto y cubierto de moho. Abre y cierra sus labios sangrientos. Así que después de todo, el octobeno terminó encontrando a su fiel amigo, el artesano escultor.
Se levanta una brisa con olor a sal y a pescado. Creía que la esponja ya habría alcanzado el tamaño de un macizo, pero ahí está, al lado de mis botas mojadas, no más grande que una pelota de baloncesto. La recojo. Resulta difícil de creer que contenga un océano entero.
Jeb me ayuda a levantarme y dejo caer la esponja, que rebota con un ¡plas! Aunque estoy débil y agotada, siento que he cumplido con mi misión.
—Lo hemos logrado —musito, casi incapaz de comprender el verdadero significado de mis palabras—. Hemos drenado el océano, tal y como nos pidieron que hiciéramos las flores.
—Tú lo has logrado —responde Jeb. Aparta un mechón de pelo de mi frente—. Y casi te ahogas en el intento.
Antes de que pueda contestarle, su cálida y suave boca roza mi frente, mis sienes y luego mi mandíbula. Cada vez que lo hace, su piercing me rasca la piel con suavidad. Se detiene en mi mejilla y se inclina para abrazarme más fuerte, con la nariz hundida en mi cuello.
—No vuelvas a asustarme así nunca más.
No importa que estemos mojados, el calor irradia a través de nuestras ropas empapadas. Des1izo mis guantes sobre su pelo.
—Volviste a por mí.
Con su nariz, acaricia el hueco de mi cuello, y una potente oleada de emoción hace que se estremezca.
—Siempre volveré a por ti, Ali.
Un diminuto rumor de prudencia golpea mi pecho y me acuerdo de Taelor, de la decisión de Jeb de ir a Londres sin mí para estar a solas con ella. Pero la adrenalina me golpea con más fuerza. Le doy un ligero beso en la oreja, y el sabor de las lágrimas de Alicia sobre su piel se queda en mis labios.
—Gracias.
Me aprieta más fuerte. Su nariz navega por mi pelo, hasta la nuca, como si se estuviera perdiendo en los enredos. Nuestros corazones laten como un trueno, al unísono. Me estremezco, de nervios y agotamiento, hasta que casi no puedo tenerme en pie.
—Jeb —susurro. Él murmura algo indescifrable, y con las manos temblando me aferro a su cuello.
Exhala un gemido. Contengo la respiración mientras me toma de la nuca y pasa sus dedos por mi pelo, y me contempla durante unos instantes, sus ojos intensos clavados en los míos.
Está a punto de inclinar sus labios sobre mí cuando una cacofonía de clics y repiqueteos nos interrumpe.
Nos damos la vuelta. Miles y miles de ostras están emergiendo de la arena. Me agarro a la mano de Jeb, preocupada. Quizá van a atacarnos por haber destruido su hogar. En lugar de eso, empiezan a oírse agudos vítores.
Miro por encima del hombro de Jeb y me quedo boquiabierta.
—A tu espalda.
Al lado del muro macizo, una tonelada de cáscaras y conchas se suben una encima de la otra, rodando hacia arriba, una y otra vez, hasta formar una escalera viviente.
—Hemos derrotado a su enemigo —murmuro— y quieren ayudarnos.
Jeb no lo duda y me coge de la mano conduciéndome hacia las escaleras movedizas, y de camino, recogemos la mochila. Juntos ascendemos hacia las resplandecientes arenas negras de la isla.
Cuando alcanzamos la cima, me despido de las ostras con la mano mientras éstas desaparecen hacia el fondo de su lecho oceánico, en la arena.
Jeb abre la mochila y comprueba nuestras cosas.
—Quizá no debería sorprenderme que nada se haya mojado —dice. Abre el lapicero antes de que pueda detenerle. De repente, se queda muy callado—. ¿Qué es esto?
—Son… mis ahorros. —Genial. No solamente he tratado de robarle el novio a Taelor, sino que también he mentido acerca del dinero que le robé.
Jeb levanta la mirada después de contarlo. No puedo interpretar lo que oculta bajo las largas pestañas oscuras.
—Pareces distinta —dice, guardando el dinero de nuevo en el lapicero y sacudiendo las gotas de agua de su pelo.
—¿Ah, sí? —Me froto la piel alrededor de los ojos. ¿Es que llevo todos mis secretos escritos en la cara con luces de neón?—. Debo de tener el maquillaje hecho una pena.
—Estás reluciente, de pies a cabeza.
—Deben ser residuos salinos. —Cojo su chaqueta de gala, la escurro de agua y se la devuelvo.
—Ajá —dice, sin dejar de observarme—. Así que… ¿vamos a hablar de ello?
Guarda la chaqueta doblada en la mochila.
—¿Hablar de qué?
—De lo que pasó ahí abajo, entre nosotros.
Vuelvo a sentir mis mejillas acaloradas. Lo lamenta. O quizá tiene miedo de que se lo cuente a Taelor. Sea como sea, terminaré pareciendo una estúpida.
—Fue la adrenalina, eso es todo. La alegría de seguir vivos. No te preocupes. Lo que pasa en el País de las Maravillas se queda en el País de las Maravillas, ¿de acuerdo?
Ni siquiera esboza una sonrisa. Me mira fijamente y luego sacude la cabeza, con los labios apretados en una fina línea, mientras se concentra en subir la cremallera de la mochila.
Me gustaría creer que sintió lo mismo que yo. Cosas que, por otro lado, no debería sentir en absoluto. Pero, ¿cómo puede ser? No soy la chica con la que piensa irse a vivir a otro país.
Intento pensar en otra cosa, como por ejemplo la manera en que suena el agua de mi bota entre los dedos de mis pies, o lo destrozadas que están mis mallas, con agujeros del tamaño de un dólar.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunta Jeb.
Creo que está hablando de algo más que nuestro próximo destino, pero temo arriesgarme a estar equivocada. En lugar de eso, me concentro en observar los alrededores.
La costa se extiende hasta donde mi vista alcanza. Es un desierto sin fin, de color tinta y brillante hollín. No es el aspecto que imaginaba para el corazón del País de las Maravillas, si es que es ahí donde nos encontramos. No hay flora ni fauna, exceptuando un árbol solitario, tan alto y ancho como una secuoya, situado a unos metros frente a nosotros.
Un sentido de intensa familiaridad me atrae hacia él. Está completamente cubierto de una corteza enjoyada, desde el tronco nudoso hasta las ramas que se retuercen y ascienden cientos de metros en el aire. Resplandece al sol como si lo formaran un millón de diamantes blancos. Al final de cada rama, los rubíes se amontonan cual líquido y gotean hasta el suelo, como si el árbol estuviera sangrando joyas, lo mismo que los elfos cuando les atraviesan la piel. Con la arena negra de fondo, la escena me recuerda el mosaico de grillos que tengo en casa: una belleza hipnótica y extraña. Domino una oleada de pánico, recordando la forma en que los grillos parecían estar vivos y emitían su cántico la última vez que los miré, en la pared de casa.
—El Corazón del invierno —dice Jeb, a mi lado.
Asiento y digo:
—¿Tú también te has fijado en el parecido?
Su mandíbula se contrae.
—Ya has estado aquí.
Aparto mi inquietud y me acerco al árbol, abriéndome paso entre los rubíes caídos. Un punto en la base del tronco palpita tras la corteza de diamantes como si fuera el latido de un corazón. Con cada palpitación, se enciende un contorno de líneas rojas con la misma forma que la marca de nacimiento que tengo en el tobillo. La imagen despierta el recuerdo del chico alado y de mí, difusa pero inconfundible.
Jeb se acerca y me giro para sostenerme contra su hombro, mientras levanto la pierna izquierda y me desato la bota.
—¿Qué estás haciendo?
—Sigo instrucciones —contesto quitándome la bota y bajándome los calcetines para exhibir mi tobillo. Jeb me agarra del codo mientras me acuclillo, y presiono el laberinto de mi tobillo contra las líneas palpitantes del árbol.
Un choque de electricidad estática me asalta desde el tronco; luego un ruidoso crujido rompe el silencio. Jeb me separa del tronco justo cuando éste se parte en dos, abriendo su corteza como un pergamino y mostrando una puerta. Un suave resplandor rojo invita a cruzarla.
—El corazón vivo del País de las Maravillas —suspiro, poniéndome de nuevo la bota.
La luz roja se refleja en el piercing de Jeb.
—De acuerdo, me creo que de pequeña viniste aquí y que aún guardas recuerdos puntuales reprimidos de ese viaje. Pero, ¿cómo explicas que la marca de nacimiento de tu cuerpo abra cualquier cosa de este sitio?
Vacilo y le cuento lo que leí sobre los habitantes de las profundidades capaces de hablar con insectos, y lo que sospecho de la maldición de mi familia: que compartimos algunas características con las criaturas que habitan este lugar, incluyendo extrañas marcas mágicas en nuestros cuerpos.
Jeb se queda mirándome, y me pregunto cuánto más va a poder resistir sin pensar que estoy loca, o sin volverse loco él.
—¿Estás bien? —pregunto, mordiéndome el labio.
Traga saliva y se mesa el pelo.
—Eres tú la que me preocupa. Entonces, ¿cómo rompemos esta «maldición»?
Mi corazón salta de alegría al oír ese plural. Está conmigo en esto, juntos hasta el final. No solamente porque esté atrapado aquí, sino porque es el Jeb con el que crecí. Mi Jeb.
—Tengo que encontrar a alguien ahí dentro. La persona de mi pasado… El que solía traerme aquí.
Jeb frunce el ceño.
—De acuerdo. Según las flores, aquí también se encuentran los portales, ¿no? ¿Las puertas que nos llevarán de vuelta a casa?
—Exacto —contesto, casi esperando que intente convencerme para esperar fuera, mientras él baja a comprobar que todo está bien. En lugar de eso, me retiene el tiempo suficiente como para sacar la linterna, recolocarse la mochila y encabezar la marcha. Descendemos por una escalera serpenteante que avanza por un túnel oscuro que parece formar una espiral que baja eternamente.
—No mires hacia abajo —dice Jeb.
¿Por qué dice eso la gente? Una vez lo dicen, es imposible no hacerlo. Así que hundo la mirada hacia los peldaños que se quejan bajo nuestras botas. La escalera está hecha de huesos, entrelazados y unidos por algún tipo de cola dorada y brillante. La mayoría son huesos deformados, tamaños aberrantes y formas desconocidas. Otros parecen humanoides. Me pongo la palma de la mano encima de la boca y aprieto con fuerza.
—¿De quién crees que son? —susurra Jeb—. ¿Antepasados? ¿Prisioneros humanos?
Trato de recordar algo de entre las imágenes difusas que pueblan mi mente.
—No recuerdo que me contaran nada acerca de esto…
Jeb sigue al mismo ritmo. Saltamos el último peldaño y nos inclinamos para superar una cortina de vides. En lugar de encontrarnos en lo más hondo del subsuelo, una panorámica se abre frente a nosotros bajo un oscuro cielo púrpura. El sol y la luna están unidos en un solo astro. La luna posee un tinte azulado al lado de su hermano más brillante.
La luz resultante de su maridaje le confiere a todo una tonalidad ultravioleta. Las plantas de todos los tipos —los setos, las flores, los árboles y la hierba— son como neón bajo los rayos de un láser: rosados, púrpuras, verdes, amarillos y naranjas.
También los tonos más pálidos de nuestra ropa brillan. No me extraña que siempre me sintiera como en casa en La Caverna. En cierto modo, mi subconsciente siempre debió recordar este lugar.
Una ráfaga fría, cargada de aroma a arcilla, a verde y a flores, sopla en derredor. Luego detecto algo más: un tono afrutado que se acerca hacia nosotros.
—Sigue el humo —digo, abandonando el camino.
Jeb me coge de la mano y me ayuda a cruzar un lecho de caléndulas resplandecientes. Le aprieto los dedos, agradecida. Mi cuerpo empieza a notar los resultados de nuestra enloquecida carrera por el agua. Tengo moratones y chichones por todas partes.
Mientras seguimos avanzando, no puedo dejar de pensar en cómo regresó a por mí bajo el agua, sin ninguna intención de rendirse, y cómo saltó al interior del espejo de mi habitación sin pensarlo dos veces, sin preocuparse por su seguridad. Quizá sí deberíamos hablar acerca de lo que hay entre los dos, porque algo está cambiando en lo que respecta a mí. Me paso la lengua por el paladar nerviosamente. Llevo aferrada a este secreto durante mucho tiempo.
—Jeb, escucha —digo, tragando saliva dos veces—. Acerca de lo que pasó en el lecho del océano, yo…
—Más tarde —dice, mirando a mis espaldas y cogiéndome por los hombros—. Tenemos compañía.
—¡Es ella! —una vocecita chilla por encima del zumbido de muchas alas—. ¡Lo es!
Un enjambre de criaturas humanoides del tamaño de grillos y el color de semillas de lima, se acerca a nosotros. Son todas hembras, desnudas y con escamas brillantes que rodean sus senos con diseños elegantes y circulares. Tienen las orejas puntiagudas y el pelo largo y resplandeciente. Sus ojos son bulbosos y metálicos como los de una libélula, como si llevaran gafas de sol de cobre. Sus alas rozan mi mejilla, son lechosas y blancas, y el borde es algo parecido al forro de diente de león.
Una de ellas se acerca a la sien de Jeb. Sus palmas no son más grandes que el cuerpo de una mariquita.
—¡Le he encontrado! ¡Es mío!
—No, no, ¡es mío! —chillan las demás, navegando por su pelo.
Jeb aprieta las manos alrededor de las cintas de la mochila.
—No, hermanas mías —responde una con voz de campana. Se detiene flotando frente a Jeb, tan absorta como las demás—. Nuestro dueño dijo que yo debía ser su guardiana.
Las otras refunfuñan pero se apartan.
Suspendida en mitad del aire, la diminuta ganadora se inclina mientras aletea.
—Soy Sedosa. Yo os llevaré hasta el que buscáis. —Sus ojos de libélula brillan al mirarme y se iluminan, como si estuviera enfadada—. Y hasta el que os busca a vosotros.
Mi estómago da un vuelco por lo que implican sus palabras.
Luego se da la vuelta y se dirige a Jeb.
—Rey Elfo, ¿deseas placer en tu búsqueda? Puedo ofrecértelo, si así lo mandas.
Frotándose el piercing con el pulgar, Jeb me mira de reojo, con una expresión de sorpresa que me resulta adorable.
—Oh. No, gracias. Estoy bien.
Riéndose, el hada se aleja y se reúne con sus hermanas.
Seguimos a nuestras guías luminosas hasta un espeso bosque, atravesando altas y brillantes extensiones de hierba alta hasta que llegamos a un claro de césped verde lima, líquenes de color amarillo brillante y setas resplandecientes. Un círculo de árboles llega hasta el cielo, con las ramas estiradas y retorcidas formando una cúpula de madera. Retazos de cielo púrpura asoman por entre las ramas, lo suficiente como para dar sombra.
Cada una de las hadas se coloca bajo el techo natural, punteando las ramas como si fueran velas encendidas. Su luz añade un suave resplandor al lugar. Sedosa indica que la sigamos hasta la mitad del claro, donde una seta gigante de rayas ultravioletas espera, envuelta en una fragante nube.
De nuevo vuelvo a sentir la indiscutible noción de que ya he vivido aquí, de que lo conozco. Reconozco, mejor dicho, este lugar gracias a las pesadillas de Alicia. Estamos en la madriguera de la Oruga: el guardián de la sabiduría del País de las Maravillas.
—No parece muy especial, mi señor —dice Sedosa, flotando por encima del espeso humo que cubre la parte superior de la seta, ocultando lo que sea que vive sobre ella—. Está cubierta de barro de pies a cabeza, y apesta a ostras.
—Eso es porque acaba de vaciar un océano, querida. Debe haber sido una tarea de lo más cansada, ¿no te parece?
Todo mi ser se pone a temblar al oír ese profundo acento. Líquido, masculino y sensual. Es él. Mi guía de las profundidades. Si pudiera distinguirle, si la nube de humo se disipara.
—Va ataviada con las ropas de una criada —insiste Sedosa, mirándome con desaprobación—. Quizá deberíais mandarla de vuelta a casa y esperar otra. Alguien más aceptable.
—El que está desnudo no debería juzgar el atuendo de otro —dice la voz familiar—. Sabes bien que aunque la mona se vista de seda…
Más humildemente, Sedosa vuelve junto a sus otras hermanas. Al final, el humo se aclara y revela un narguile y al chico alado, con su cuerpo azul y luminoso y sus alas negras, sentado encima de la seta como si fuera una mariposa encima del pétalo de una flor.
Inhala humo del tubo y luego suelta pequeñas nubecitas en al aire. Algunas con forma de pájaro, otras de flores. Uno de los vaporosos diseños tiene la forma de la cabeza de una mujer, como si fuera una escultura en un camafeo. Mientras se disipa lentamente, distingo una niña de cinco años. Una niña de cinco años muy parecida a mí…
—Qué bueno verte de nuevo, cariño. No sabes cuánto te he echado de menos.
Me arrodillo, sin saber qué hacer. La Oruga y el chico de las alas y la mariposa nocturna. Son todos el mismo. Siempre han estado ahí…
—He visto ese insecto antes —dice Jeb—. En tu coche, en el espejo.
Suelta la mochila y me coge por los hombros, tratando de arrastrarme. Mis piernas no responden.
—No, no. Tú nunca deberás arrodillarte frente a mí, Alyssa —dice la voz del chico, mientras emite grandes exhalaciones de humo. Su atención se centra en Jeb—. Tú, en cambio, sí te inclinarás frente a ella.
El humo se dirige en columna hacia Jeb y se transforma en una red flotante, que le envuelve. El peso le hace doblegar las rodillas. Una rama en el suelo le hiere la rodilla, en uno de los muchos desgarros que tienen sus pantalones después de la pelea con el octobeno.
—¡Ah! No es ningún elfo, es un simple mortal. —La mariposa nocturna aletea, como si acabara de confirmar un gran descubrimiento.
—¡Un hombre mortal! —chillan las hadas con voces tan agudas como campanas tañendo. Se dejan caer desde los árboles como copos de nieve radiantes, zumbando alrededor de Jeb mientras él trata de contener sus aguerridas invitaciones. Los espíritus se ocupan de hacer que suelte la navaja suiza que aún guarda en la mano, luego lo cubren como si fueran hormigas y él, un terrón de azúcar.
Me pongo en pie de un salto para espantarlas.
—¡Fuera!
—Oh, no estropees la diversión tan pronto —dice el chico alado mirándome—. No vamos a romper a tu soldado de juguete.
Cojo la navaja e intento sacar las tijeras, pero las cuerdas desaparecen de mis manos. Me preocupa tanto que casi me pierdo la transformación que está teniendo lugar en lo alto de la seta. El chico se ríe, y levanto la mirada justo a tiempo de ver que sus alas se doblan sobre él. Los apéndices satinados se expanden hasta mostrar las alas de un ángel, y luego vuelven a abrirse para revelar al chico que vi en el reflejo de mi espejo roto —el que recuerdo— ya crecido.
La navaja se desliza de entre mis dedos. Estoy mentalmente atrapada entre el pasado y el presente.
Tendrá la misma altura y edad que Jeb. Lleva una chaqueta de cuero negro con botas militares y se recuesta contra la seta sosteniendo el fumador de la pipa con elegancia entre ambos dedos, y los tobillos cruzados. Tiene los pantalones gastados y se ve que está tonificado. Es algo más esbelto que Jeb, pero está en forma. La chaqueta, abierta hasta el abdomen, revela un pecho suave, de color leche igual que su mentón perfectamente afeitado.
Las hadas se llevan nuestra navaja y corren a los pies de su amo. Le peinan y recolocan su ropa, parloteando y riéndose. No me extraña que el póster de la película de Perséfone me resultara siempre tan familiar.
Mi compañero de lo profundo creció para ser el héroe, excepto que el pelo, que lleva largo hasta los hombros, es azul y brillante, y lleva media cara cubierta por una máscara de color satén rojo. Dejando eso aparte, es la mismísima imagen: piel pálida de porcelana, ojos tan negros como el maquillaje, labios redondos y oscuros.
Con la niebla gris alrededor de sus alas de hollín, también me recuerda al escaparate de Jenara: un Ángel Oscuro.
Aunque es más parecido a un demonio.
Lo sé porque mis recuerdos de infancia regresan a mi en tropel, golpeándome con un nombre que no he pronunciado en más de once años.