17
Sonrisas robadas y juguetes rotos
Me arrodillo, demasiado horrorizada para moverme.
He acabado en la guarida de las almas desesperadas de la Hermana Dos. Es lo único que explica los gemidos y lamentos que me estremecen. El aire frío se me pega como una segunda piel, seco y rancio, con un leve rastro de nieve.
Me obligo a ponerme en pie, tensando las manos. Los gritos y quejidos cesan. Se me eriza el vello de la nuca. Cúmulos de polvo blanco, granuloso, con trocitos de hielo, cubren mis pies desnudos, amontonándose entre mis dedos. Están fríos pero no hielan como la nieve de casa.
El pasaje se abre a una vasta cavidad llena de sauces llorones muertos, de ramas que caen sinuosas y finas hasta el suelo, cada una desnuda y brillante por el hielo. La poca luz que hay se filtra por el alto techo de ramas, dotando a la escena de un tono ocre. A simple vista parece una postal de navidad de color sepia, con adornos colgando de las serpenteantes ramas.
Pero no son adornos. De las ramas de la tela de araña cuelga un interminable desfile de ositos de peluche y animales de felpa, de payasos de plástico y muñecos de porcelana. En mi mundo, diríamos que están raídos y gastados de tanto uso. Juguetes abrazados y besados por un niño hasta que se les sale el relleno o se les caen los botones de los ojos. Juguetes queridos hasta la muerte.
Alzo la mano y toco la pata raída de una oveja de peluche a la que le falta una oreja. El juguete se balancea colgado de una hebra de telaraña. El movimiento es tan silencioso y reposado que me estremece hasta la médula.
Reposado. Eso es lo que me preocupa… Que en cuanto me he puesto en pie, todo se ha quedado callado. Con un silencio que me cala hasta los huesos. ¿Cómo es que, tras tantos años deseando ese silencio, ahora parece que me encuentro más a gusto entre el ruido y el caos?
Veo una muñeca adormilada que tiene un escalofriante parecido a una que tuve de niña —con la piel de vinilo amarilleada por los años y ojos que se abren y cierran con pestañas comidas por las polillas— y le toco el pie. La pierna se columpia, pendiente de un hilo que la une al cuerpo de felpa.
Los ojos de la muñeca se abren de golpe, y mi valor se desmorona de repente. Algo en su mirada vacía está suplicando escapar… Algo atrapado, infeliz e inquieto, que ansía salir. La muñeca alberga un alma. Igual que todos los muñecos que hay aquí.
Espero, con la boca completamente seca, que la muñeca grite o llore con todo el dolor que veo en sus ojos. Pero deja de balancearse y sus ojos vuelven a cerrarse.
Oigo un rumor detrás de mí. Un hormigueo de consciencia me recorre la columna vertebral, propagándose por mis hombros y llegando hasta la punta de mis alas.
Puede que la Hermana Uno siguiera mis pasos en la nieve.
Por favor, que sea la amable… Por favor; por favor, por favor, que sea la buena.
Me vuelvo, vacilante, sobre los talones. Un rostro entre sombras se inclina hacia el mío.
—¿Por qué pisáis vos este terreno sagrado?
Esa voz, como si fueran ramas tamborileando el cristal escarchado de una ventana en la oscuridad, se abate sobre mí. El aliento le huele a soledad y a tumbas recién excavadas y me provoca escalofríos que ascienden desde los dedos de los pies hasta las yemas de los dedos de las manos.
—Puedo explicarlo —susurro.
—Excelente, eso sería.
Se aparta. Su cuerpo, ropa y patas son iguales a las de su hermana. Pero le gotea sangre de las cicatrices y los cortes frescos de la cara. En su mano izquierda, unas tenazas de jardín hacen las veces de dedos. Debe haberse cortado con ellas.
A su lado, la Hermana Uno es un hada de cuento.
Mis posibilidades de terminar con la cabeza intacta acaban de descender hasta casi cero.
—Yo… yo… Me equivoqué al tomar la última curva.
—Mas, diría yo que así fue. —Saca la otra mano, cubierta por un guante negro de goma, de detrás del polisón de la falda.
De ella cuelga un trío de juguetes andrajosos que penden de una telaraña como peces de un sedal. Acerca a mi cuello los bordes deformes de su tijera horrenda. Snip, snip. Ráfagas de aire rozan mi piel cuando las hojas se abren y se cierran.
—Este no es vuestro sitio.
Snip, snip, snip.
—No quiero que lo sea.
Las atrocidades de felpa de su mano me provocan un nuevo terror que burbujea en mi pecho. Retrocedo un paso y casi resbalo en la nieve. Recupero el equilibrio extendiendo las alas.
—Bien pues. No lo será, no. Mientras vos sigáis respirando.
—De acuerdo —contesto, jadeando para asegurarme de que aún lo hago.
—Vos seréis mía cuando dejéis de respirar. —Sus tijeras arañan la costura del hombro de mi manga—. Éste será vuestro sitio cuando os arranque los pulmones.
Se activa mi instinto de supervivencia y retrocedo dos pasos más, atravesando una cortina de ramas para acercarme al tronco del árbol. Las ramas, cargadas de decrépitos juguetes, se doblan sobre mi cabeza hasta casi tocar el suelo, como un parasol morboso que bloquea la luz.
La silueta de la Hermana Dos se mueve a un lado, correteando alrededor de la circunferencia del árbol. Yo giro con ella, respirando trabajosamente, sin perderla de vista a través de las aberturas entre las ramas.
En el instante en que abre la cortina para entrar, pliego las alas a mi alrededor, y la miro a través de una coraza translúcida.
Ella se ríe con un sonido hueco y chirriante.
—La bonita mariposa es ahora el capullo. ¿Mas, no es eso al orden natural de las cosas contradecir?
Como si aquí hubiera algo natural. Me pego al tronco del árbol para cubrirme las espaldas.
La punta de sus tijeras se hunde en la juntura entre las alas, allí donde me tapan la tráquea. Incluso a través de las sedosas capas puedo sentir el frío metal presionándome las vías respiratorias.
—Ah, alas que son aún jóvenes. Finas como el papel. Podré cortarlas en pedacitos y bailar en su confeti. ¡Vos! Miradme, o sufrid ese destino.
Retrocede, y yo, al pensar en lo mucho que me dolieron las alas cuando las pisé, las pliego a mis costados, y quedo al descubierto apoyada contra el tronco del árbol.
Sonríe mientras corta el aire ante mi cara, lanzándome soplidos afilados.
—Bien. Ahora. Venga. Me habéis robado algo. Devolvédmelo, o seréis desangrada como un cerdo hasta que chilléis.
—¡No he robado nada!
Las cuchillas se posan en mi abdomen y trazan una escalofriante línea a lo largo de mi ropa. Rodeo los costados del tronco con las alas, mi columna vertebral se restriega contra la corteza helada y el estómago me da un vuelco.
Su rostro se me acerca aún más, una visión horrenda y sangrienta.
—Decidme lo que habéis hecho con la sonrisa de Chessie.
Snip, y una tira de encaje rojo se desprende de mi túnica hasta tocar mis pies desnudos.
Mi corazón casi se para.
—No sé de qué hablas.
—Mentís. —Snip, snip, una lluvia de tiras de tela se acumula a mis pies a medida que va desapareciendo la tela de mi túnica a la altura de la cintura, dejándome sólo con la blusa para cubrirme—. Debéis tener los pulmones en alguna parte de por aquí —dice, hurgando entre la tela.
Con un rugido, levanto la rodilla, golpeando el polisón de la falda, ladeándolo y desequilibrándola. Antes de que pueda escapar, ya ha reagrupado sus ocho patas y embiste hacia delante hasta que nuestras narices se tocan.
La punta afilada y fría de su hoja pellizca la piel desnuda de mi garganta.
—Sé por qué estáis aquí. Buscáis la siguiente casilla, eso buscáis. La que os hará ganar la corona.
¿La casilla? ¿La corona? Mi mente se tambalea a uno y otro lado, atrapada entre la confusión y el deseo de vivir. Trago saliva y la punta de las tijeras se hunde más profundamente en mi piel.
—No —susurro, rodeando su mano tijera con los dedos para aliviar la presión. Empujo contra ella—. No pienso ponértelo fácil.
—Bien. Soy amante de los desafíos. —Su lengua llena de bultos le araña los labios cuando dirige las hojas hacia mi esternón, presionando con más fuerza para vencer mi resistencia—. Si no queréis ver cómo os vacío el corazón como si fuera una nuez, me diréis dónde habéis escondido la sonrisa… Ahora.
Cierro los ojos, obligándome a calmar mi errático pulso, para que se vuelva firme y seguro. Sólo hay una forma de salir de esta situación. Sólo puedo recurrir a una cosa.
El caos.
Imagino que las ramas que nos rodean se llenan de rabiosa savia, de una energía rugiente y feral que actúa con un movimiento de barrido. El gesto despierta a los muñecos, sus lúgubres aullidos anuncian un ataque. Todas las ramas de los árboles de la guarida se retuercen uniéndose al movimiento, despertando a los inquietos y furiosos espíritus.
—¡Niña del demonio!
La Hermana Dos chilla y alza su mano de tijera para ensartarme con ella. Estoy atrapada entre el árbol y ella; grito y levanto los brazos para protegerme del golpe.
La muñeca que desperté antes desciende, interponiéndose entre nosotras y agarrándose a las tijeras, forcejea con la Hermana Dos.
Es mi oportunidad, y me abro paso entre las oscilantes ramas. Un puñado de muñecos que gruñen me persiguen, agarrándome del pelo y de las alas. Consigo pasar y corro hacia la entrada, chocando con la Hermana Uno.
Cuando su gemela sale del árbol, con una mueca sanguinaria marcada en la cara, me pone detrás de ella.
—¡Quitaos de en medio! Esa ladronzuela es mía.
—Espera —dice Hermana Uno sin aliento—. ¡Yo la sonrisa llevarme!
Tiemblo de alivio, jadeando y desplomándome contra la parte de atrás del polisón de su falda.
—¿Qué queréis decir con eso? —pregunta la Hermana Dos—. ¡No debéis tocar a mis protegidos!
Agita los juguetes de felpa con su mano buena, y consigue aquietar a los árboles que nos rodean, acobardando a los espíritus.
—Morfeo formuló promesa —explica la gemela buena—. Ayudaba yo a la chica a entrar en el jardín y las dos últimas casillas superar, y los espíritus de las mariposas nocturnas a mi cuidar pondría.
—¡Nunca usáis la cabeza, para nada! —chilla la hermana asesina—. Os dije que no os metierais. Nada de eso requiere nuestra atención.
—¡Al contrario! Debemos los espíritus tener. Un espíritu por un millar. Es precio justo para que los muertos aquí queden, retenidos, sin poseer a los vivos. ¡Ese juramento nuestro fue, después de todo!
La Hermana Uno me empuja hacia la arcada de vuelta al laberinto.
—¿A dónde la lleváis? —pregunta la Hermana Dos, con los ojos azules brillantes de sospecha y furia.
—Al espejo. —La Hermana Uno me coge del codo y me empuja hacia el camino. Casi resbalo en la nieve, pero ella me sujeta—. Una partida que ganar aún le queda, y tú una reina por cazar.
La Hermana Dos la sigue, desplazando sus ocho patas por la nieve mientras su larga falda va dejando una marca a su paso.
—¿Qué queréis decir con eso?
—La Reina Roja de su sueño escapar. Libre e inquieta estar. Apresurarse es menester, antes de que hacia el castillo encuentre el camino.
Tras decir esto, la Hermana Uno me conduce de vuelta al laberinto, mientras su gemela grita indignada. Los espíritus se unen a su rabieta, gimiendo de nuevo.
Aparto todo eso de mi mente. La Reina Roja estaba muerta y aprisionada, pero ahora está libre. Eso significa que he liberado a la bruja que maldijo a mi familia hace casi un siglo. ¿Qué puede hacernos, ahora que está libre?
—¿Podréis encontrarla? —pregunto, tragando saliva pese al nudo que tengo en la garganta.
—Ella nada debe ser para ti. —La Hermana Uno desliza su mano hasta mi muñeca, moviéndose por el laberinto tan velozmente que apenas puedo seguir su ritmo—. La Reina siempre problemas dar. Me alegra no tener más que ver con ella ya. Ahora, mi hermana responsable ser. Su alma capturará y contendrá, por siempre jamás.
Los aullidos y lamentos de la guarida de la Hermana Dos se desvanecen en la distancia.
—¿Por qué hay tantas almas infelices en el País de las Maravillas? —pregunto.
—Asuntos pendientes o amores perdidos, tienen. Pero las más infelices son las que murieron presas de la maldición que su nombre pronuncia.
—Pero yo he pronunciado el nombre de Morfeo muchas veces.
Se ríe y su voz suena como el canto de una alondra.
—Su verdadero nombre no es Morfeo. Es gloria y menosprecio —sol y sombra—, el caminar de un escorpión y la melodía del ruiseñor. El aliento del mar y el retumbar de la tormenta. ¿Acaso se cuenta el canto del pájaro, o el sonido del viento, o el corretear de una criatura por la arena? Pues los nombres de los seres de las profundidades brotan de las fuerzas vitales que los definen. ¿Podrías decir esas cosas con tu lengua?
Por mi lado pasa un borrón de setos verdes. Obligo a mis piernas a seguir moviéndose. Mis pies, que habían quedado limpios con la nieve, acumulan manchas de hierba a cada minuto que pasa.
—¿Podría hacerlo alguien? —pregunto.
—Sólo una criatura de las profundidades el lenguaje necesario aprender, al final de su vida. Con el último aliento debe hablarse.
—Lenguaje… —La descripción en el dorso del informe de laboratorio de Alicia—. La Lengua de la Muerte —susurro, desequilibrada y confusa.
—En efecto, volátil es. La víctima la Lengua de la Muerte usa y lanza un reto que aceptará por fuerza el que la maldijo. Todo ser de las profundidades que con la maldición de la Lengua de la Muerte morir, sin poder el reto vencer, espíritu roto es, eternamente infeliz y para siempre busca de su destino escapar. Hasta que la Hermana Dos le pone fin.
Me horrorizo al pensar en lo cerca que he estado de acabar atrapada dentro de uno de sus muñecos.
—No lo entiendo. ¿Cómo puede un muñeco vacío contener un espíritu? No tiene sentido.
—Contrariamente. Tiene el sentido más del mundo. Sólo juguetes del reino humano se eligen, y sólo los más queridos. Los que más llenos de esperanza solían estar, los sueños y el afecto que los niños en ellos depositaron. Pues la esencia del alma, esa es. Esperanzas, sueños y amor. Cuando esos, los juguetes más queridos, acaban abandonados en vertederos y montones de basura, pierden lo que antaño les llenó y les dio calor. Se vuelven solitarios y avariciosos y ansían la esencia de la vida que una vez tuvieron. Así que a los duendes esclavos mandamos por los portales para que nos los traigan, y mi hermana con lo que más desean los llena: almas. Como esponjas sedientas, se aferran a ellas con toda su fuerza y voluntad.
Camisas de fuerza para espíritus. La imagen es tan perturbadora que no digo nada más hasta que llegamos a una casita flanqueada de hiedra y setos por todas partes. Parece hecha de hojas.
—Pasa, los pies calienta y come —insiste la Hermana Uno—. Después lo que viniste a buscar te daré y tu camino seguirás.
—Tengo prisa.
Mi mente está tan confusa que me duele la cabeza. La comida me vendría bien, pero no la que sirven en el País de las Maravillas.
—Pero antes, el té tomarás.
¿Cómo voy a discutir con ella? Una llave le cuelga del cuello y en alguna parte tiene un espejo oculto. Soy su rehén hasta que decida mandarme a través del portal.
Dentro sólo hay una habitación, amueblada como una cocina, salvo que todo está tapizado con tela acolchada, hasta los electrodomésticos. El fregadero, la mesa y las sillas son blancos y mullidos, y hay un horno del mismo color y textura, todo ello dispuesto sobre un afelpado suelo blanco, elástico y cálido bajo mis pies húmedos, como una nube de azúcar. Hay una despensa alta con puertas afelpadas de terciopelo, también blancas. En las cuatro paredes acolchadas, del mismo monótono color, hay ventanas circulares con cortinas lechosas. Resulta raro que haya ventanas cuando lo único que puede verse por ellas son hojas.
Lo estéril de la habitación me recuerda tanto a una celda acolchada que quisiera salir corriendo. Pero no puedo perder la oportunidad de utilizar el portal de la Hermana Uno para encontrar a Jeb.
La mancha de color más brillante de la habitación es un cuenco de lustrosas manzanas rojas situado en la mesa, junto a un tablero de ajedrez rojo y plateado.
—¿Tú también el té esperar? —pregunta la Hermana Uno, dirigiéndose a una criatura grande con forma de huevo sentada en una silla. Me sobresalto cuando se mueve. Se confunde tan bien con el fondo que casi no lo habría visto, de no ser por sus ojos de color amarillo huevo, su nariz roja y su amplia boca. Una banda de tela lo rodea en su parte más ancha, bajo la boca, justo encima de unos brazos y piernas larguiruchos que brotan de su cuerpo como escobillas. Dos solapas triangulares a cuadros azules hacen las veces de cuello. Una tira de lino verde ocupa el lugar que habría estado destinado a una corbata.
—No es muy inteligente preguntar si alguien espera el té —dice—cuando está sentado a la mesa con una taza al lado y una servilleta en el cuello.
Su boca adquiere una expresión amarga mientras le saca brillo a una cuchara con una esquina de la servilleta.
¿Humpty Dumpty? Esto es cada vez más raro.
Me coloco las alas por encima del respaldo de una silla y me siento ante el hombre-huevo, fascinada por las finas grietas que le atraviesan el perlado cascarón.
Él aparta la mirada.
—Hay gente que no debería asistir a un té decoroso. Te miran boquiabiertos como si uno estuviera en un zoo, cuando son ellos quienes tienen los modales y el sentido estético de un mono.
—Perdón. —Me aliso las andrajosas ropas y cojo una manzana del tamaño de una ciruela. Estoy hambrienta pero sigo escamada con la comida—. ¿Qué me hará esto? ¿Volverme invisible? ¿O hará que me broten un tallo y hojas?
—Estúpida desagradecida. —El hombre-huevo me mira con desdén—. No se le miran los colmillos a la araña que te hace regalos. Ya verás si vuelven a invitarte al té.
La Hermana Uno sonríe.
—Yo con mi comida no jugar, excepto si en mi telaraña envuelta estar —dice.
Me estremezco ante lo que espero que sea un chiste. Muerdo la fruta fresca y mastico mientras me miro los pies manchados de hierba.
Sólo pasan unos segundos antes de que vuelva a levantar la vista. No puedo resistirlo.
—Tú eres Humpty, ¿verdad?
—Humphrey. —Sonríe burlón—. La juventud de hoy en día. No sabe ni presentarse.
Le doy otro mordisco a la fruta, animada por el hecho de que sabe como las manzanas de mi mundo.
—Tu cáscara. ¿Te caíste…?
—¿Del muro? —Humphrey termina bruscamente mi pregunta—. La verdad es que no. Esa fue la primera vez. La segunda tropecé con la cabeza rodante de Chessie. La dulce Reina Granate volvió a recomponerme, después de que todos los hombres y todos los caballos del rey fracasaran. Y si quieres hacerme más preguntas al respecto, te ruego que las hagas con una boca menos llena de manzana.
Trago mi bocado.
—¿El rey intentó ayudarte? Creía que era un dictador avaricioso.
—¿Avaricioso? —La Hermana Uno chasquea con la lengua, mientras se ata un delantal a la cintura para sacar del horno una bandeja de aromáticas galletas—. Eso totalmente ridículo ser. De lo más compasivo es. A este me trajo para tenerlo entre cojines y así que se agriete aún más evitar, por si el pegamento no aguantar. Permitir no podemos que el espíritu de Humphrey escape y que el caos provoque en el mundo cotidiano del País de las Maravillas.
País de las Maravillas y cotidiano. Dos conceptos que nunca deberían estar en la misma frase.
—Entonces, Humphrey está aquí porque en parte está muerto —digo tras acabarme el resto de la manzana—. En parte muerto como Chessie.
—Sí. —La Hermana Uno pasa las galletas a un plato—. De hecho, la propia Granate quien trajo fue la cabeza de Chessie. Muchos años hace, cuando su hermanastra, Roja, en plena masacre estaba. Pero seguro que a alturas estas ya se habrá olvidado de que él aquí estar.
Un momento. Por lo que dijo Morfeo, Chessie había venido a este sitio por su cuenta… Como si hubiera encontrado un lugar apacible donde reposar. No mencionó que Granate tuviera nada que ver con mantener al gato con vida. Me limpio la boca con la servilleta.
—En parte muerto… —farfullo, confundida, dándole vueltas en mi cabeza.
—¿A ti qué te importa lo muerto que estoy? —En un arrebato de furia, Humphrey arroja la cuchara al suelo acolchado. El utensilio rebota como un bumerán y le golpea el costado. Se oye un crujido y las grietas de su cascarón se extienden, formando otras nuevas. Un líquido claro y viscoso se filtra por las fisuras. Sus mejillas adquieren un tono rosa oscuro y me mira fijamente. El líquido empieza a sisear y a endurecerse y se vuelve como la clara de un huevo cocido.
—Volviendo a cocerte las entrañas estás —le regaña la Hermana Uno.
—¡Mira lo que has hecho! —Me dice Humphrey, acusador—. ¿Qué gloria hay en meterse con un huevo, eh? ¿Es que quieres convertirme en soufflé o pasarme por agua?
—¿Pasarte por agua? —pregunto, confusa—. ¿Qué quieres decir?
Se remueve en la silla hasta que sus cortas piernas quedan prácticamente colgando del borde; las nuevas grietas se extienden aún más.
—Pasarme por agua, ente insignificante. Cocerme sin que llegue a hervir, hasta que se me revuelvan los sesos. ¿Qué clase de podrida cabeza hueca eres? ¿Es no tienes vocabulario? ¿Y qué haces aquí, ya puestos? No veo que tengas grietas en el cascarón.
La Hermana Uno vuelve a chasquear la lengua y rebusca en el bolsillo del delantal hasta encontrar un tubo de pegamento.
—Más amable con ella deberías ser. La Elegida es. —Mueve la mandíbula en mi dirección mientras le ayuda a aplicar el adhesivo—. A los muertos ha despertado.
Él me mira, con la boca abierta casi hasta el suelo. No puedo evitar sonrojarme.
—Morfeo dijo que el rey es malo. Que quiere la corona de los dos reinos para su esposa, Granate, y que hará lo que sea por conseguirlas.
—¡Ja! —dice Humphrey—. Eso dice un asesino.
—¿Un asesino?
—Pruebas de eso no haber —dice la Hermana Uno, dándole unos golpecitos a la cáscara de Humphrey para que se adhiera al pegamento—. Morfeo el cadáver de Roja me trajo muchos años después de que fuera desterrada. Pero de las circunstancias de su fallecimiento nada dijo, ni dónde la había encontrado. Que hable mal de Granate y de su rey no me sorprende. Siempre les guardó rencor por lo que a Alicia le pasó después de que Granate la escondiera. Las intenciones de la reina buenas eran: mantener a la niña a salvo hasta que a Roja capturasen. Pero una vez Roja exiliada fue, Granate perdió la cinta en la que susurró el paradero de Alicia y de dónde estaba se olvidó. Alicia pasó a ser un cuento para no dormir para los niños del Otro Mundo. De la verdadera niña se olvidaron. Todos, menos Morfeo. Setenta y cinco años en un capullo, se pasó, y recordándola seguía al despertar.
—Espera. —Me agarro a la mesa, hundiendo las uñas en la superficie acolchada—. Eso no tiene sentido. Alicia volvió a su mundo. Mi mundo. Tuvo que…
—Oh, no. Aquí estaba. Tras su metamorfosis, Morfeo la buscó y la buscó y no dejó banco de arena sin revolver. La encontró, en las cuevas de los riscos más altos del País de las Maravillas escondida. Era prisionera del señor Dodo, un viejo pájaro poco sociable. Pero la preciada amiga de Morfeo una niña ya no era. Para entonces era una anciana triste y confusa.
El pánico ahoga cualquier reacción por mi parte. Si de verdad Alicia pasó aquí toda su vida encerrada en una jaula, ¿cómo es que yo estoy viva? ¿Cómo puede haber algún descendiente de los Liddell con vida?
La Hermana Uno corretea hasta la cocina, hace brotar agua del aire sobre un fregadero sin grifo, y llena una tetera.
—¿Alguno de los dos tan amable sería de a la Reina Roja en el tablero mover a la siguiente casilla?
Humphrey considera la petición, y sus sonrosadas mejillas se hinchan por la concentración.
—Ya sólo queda una —susurra, tocando la última casilla plateada con la mano engarfiada.
El tablero tiene sesenta y cuatro casillas, la mitad rojas y la mitad plateadas, con peones, alfiles y torres en posiciones que no tendrían sentido en un ajedrez de verdad. Las piezas están dispuestas de forma que me recuerdan al tablero de la habitación de Morfeo.
En las treinta y dos casillas plateadas hay una diagonal de siete que brilla como el metal bruñido, y en cuyo centro ha colocado Humphrey a la reina roja, en medio de las seis que llevan a ella. En cada casilla brillante flotan frases en letra cursiva, igual que en el tablero de Morfeo.
Esta vez nada me impide leerlas: Atraviesa la piedra con una pluma. Cruza un bosque de un solo paso. Contiene un océano en la mano. Altera el futuro con la yema de los dedos. Derrota a un enemigo invisible. Arrolla a un ejército con los pies. Despierta a los muertos.
En la última hilera queda una casilla plateada, esperando a ser iluminada. Sospecho que las palabras seguirán ocultas mientras no lo haga.
—¿Sabes cuál es la última?
—Cosecha el poder de una sonrisa —responde Humphrey, sorprendentemente cooperativo.
—No lo entiendo —digo, sintiéndome más débil por momentos.
—¿No lo ves? —Hermana Uno lleva una bandeja con la tetera y sirve tres tazas de té. Una reconfortante fragancia a limón asciende con el vapor—. Un registro de todo lo que has conseguido es. De las pruebas que has superado.
—¿Pruebas? —Vuelvo a mirarlos, incapaz de encontrar una relación con nada de lo que he hecho, aparte de despertar a los muertos.
Entonces recuerdo lo que dijo Morfeo en su habitación instantes antes de que yo animara las piezas de ajedrez. «Todo depende de cómo se mira». Lo veo claramente, mientras mi cabeza se llena de luz: Estoy sentada con Morfeo en la seta gigante donde lo encontré después de que Jeb y yo vaciáramos el océano, pero soy una niña de cuatro años. Mi guía de siete años pone ante mí un libro con dibujos. Me enseña a resolver acertijos.
—Esto —dice, señalando el dibujo de una mujer con los carrillos hinchados, y leyendo lo que pone debajo—. Algo que puedes retener pero no quedarte.
Yo no debería poder entenderlo, soy muy pequeña. Pero no importa. Cada vez que lo visito en sueños, me siento mayor, en cierto modo.
Más lista. Más capaz.
—Conoces la respuesta —dice Morfeo, regañándome con un tono juvenil—. Eres lo mejor de ambos mundos.
Respira hondo y retiene el aire en los pulmones. Me coge la mano y se la lleva a la boca, expulsándolo despacio, cerrando mis dedos alrededor del aire cálido.
Cuando vuelvo a abrir la mano no hay nada en ella.
—¡El aliento! —sonrío y aplaudo.
Morfeo asiente, el orgullo brilla en sus ojos de tinta.
—Sí. Podemos retenerlo, pero siempre hay que soltarlo.
De vuelta en el presente, la comprensión me ciega, como el fogonazo de un rayo de sol al pasar ante unas pupilas acostumbradas sólo a la oscuridad, dilatando mi percepción hasta que alcanza la claridad completa: Soy lo mejor de ambos mundos…
Al despertarse mi lógica del mundo de las profundidades, veo en el tablero mis éxitos grabados junto a su resumen, como si fueran una lista:
1. Atraviesa la piedra con una pluma. Usé una pluma para mover el reloj de sol de la estatua y abrir la madriguera del conejo.
2. Cruza un bosque de un solo paso. Viajé a hombros de Jeb cuando cruzamos el jardín de flores, el «bosque».
3. Contiene un océano en la mano. Tuve en mi mano la esponja que absorbió las lágrimas de Alicia.
4. Altera el futuro con la yema de los dedos. Puse en marcha el futuro de los participantes en la fiesta del té al sacar el reloj de bolsillo y recolocarle las manecillas.
5. Derrota a un enemigo invisible. Me enfrenté a mi lado oscuro y lo vencí con la ayuda de las bayas del árbol del Tántamo.
6. Arrolla a un ejército con los pies. Pasé por encima de las cartas guardia con la marea de ostras.
7. Despierta a los muertos. No hacen falta explicaciones.
Mi lado oscuro está emocionado ante lo que he conseguido y el orgullo no me cabe en el pecho. Entonces mi otro lado asume el mando.
—No —me digo en voz alta—. No son mis éxitos. Son de Morfeo.
El temor me envuelve el corazón, desmoralizándome.
Jeb tenía razón. Las cosas que he estado haciendo no eran para arreglar lo que estropeó mi tatarabuela. Eran pruebas elaboradas. ¿Por qué no le haría caso?
—¿Para qué me están probando? —Cojo la taza y la sostengo en la palma de mis temblorosas manos, deseando que su calor penetre en mi ser y aleje el frío de mi corazón.
Humphrey y la Hermana Uno se miran mientras ésta le pasa una galleta recubierta de canela y azúcar.
—Esa lista los requisitos necesarios son para ser reina —contesta ella—. Después de que Granate subiera al trono se escribieron. El Rey Rojo oyó rumores de que su anterior esposa de los bosques del País de las Maravillas había escapado y se había vuelto a casar. La posibilidad de que tuviera alguna hija temía e insistió en que si alguien llegaba a presentarse como perteneciente al linaje de Roja y quitarle la corona a Granate intentaba, antes que demostrar su valía tendría superando ocho pruebas imposibles. La Corte Roja aceptó convertir esas pruebas en un decreto real. La primera eres en superarlas… Bueno, casi todas. Claro que la primera descendiente de la Reina Roja que lo intenta eres.
Estoy a punto de objetar, de decir que es imposible porque no soy de linaje real. Estoy a punto de subirme a la silla y dar pisotones como una niña de dos años, de negarme a creer que nada de esto sea real…
Hasta que las nanas de Morfeo acuden a mi mente, por fin completas: Pequeña flor blanca y roja, que tu cabecita descanse ahora; crece y progresa, sé fuerte y sagaz, pues algún día su reina serás… Pequeña flor color gris y melocotón, creciste fuerte y hallaste la dirección, dos cosas todavía verás hasta que al fin reina serás. Un escalofrío me recorre las alas como una llovizna helada.
—No, no, no. Yo no… Yo no he superado nada —le digo a mi anfitriona—. Sólo las superé por casualidad… por accidente, de verdad.
Humphrey y ella no dicen nada. Están demasiado ocupados contando casillas y sorbiendo su infusión.
Saben, igual que yo, que nada lo hice por accidente.
Morfeo lo organizó todo. Partió del libro de Lewis Carroll para montar escenas del País de las Maravillas que me eran familiares, pidiendo ayuda a los demás seres de las profundidades, para luego quedarse al margen y ver cómo completaba cada «prueba».
En la fiesta del té dijo que quería devolverme a mi sitio, a mi hogar. ¿Qué reino considerará que es mi hogar? Un agobio arenoso me llena la garganta como si me hubiera tragado el desierto entero. Me bebo de un trago la mitad del té.
Jeb…
Necesito que me rodee con sus brazos y me prometa que todo saldrá bien; lo necesito para que me haga sentir humana de nuevo.
—Quiero usar el espejo para encontrar a mi novio.
Me levanto tan deprisa que una de mis alas choca con la mesa y derriba la tetera.
Humphrey detiene con la servilleta el té derramado, antes de que el charco humeante llegue a su regazo.
—¡Tenía razón! ¡Quieres pasarme por agua!
La Hermana Uno me guía hasta la despensa alta y abre la puerta izquierda, descubriendo un espejo.
—Tu acompañante mortal ya está allí donde vas. Mis duendes en el abismo llevándose a los muertos del ejército de Granate estaban y a tu mortal encadenado vieron, con Morfeo y los caballeros élficos. Gracias a tu ayuda derrotando a las cartas guardias, esta noche, el ejército blanco asaltar y tomar el castillo rojo consiguió en su búsqueda de la Reina Marfil.
El latido de mi pecho casi se detiene.
—¿Morfeo tiene a Jeb preso en el castillo rojo?
Me da unos golpecitos en la mano sin contestarme.
—Esto necesitarás.
Saca un ajado osito de peluche de uno de los cajones de la despensa. No tiene que explicármelo. Sé que tiene la parte de Chessie que de algún modo será mi última prueba —su sonrisa—, aunque no tengo ni idea de cómo se supone que voy a dominarla.
—A Morfeo recuérdale que con mi parte del trato he cumplido —dice la Hermana Uno mientras pasa la mano ante el espejo. Éste cruje como el hielo antes de mostrar la habitación de un castillo con elegantes alfombras rojas y cortinajes de oro. Hay una cama con dosel y una chimenea; un gran sillón victoriano del que sólo veo el respaldo mira a la chimenea. De uno de los brazos del sillón cuelga un sombrero de fieltro plateado adornado con mariposas rojas. El humo asciende en el aire y aparece una mano enguantada, con la boquilla de una cachimba elegantemente posada entre dos dedos.
Morfeo.
Si me niego a llevar el oso de peluche, ¿estropearé su plan? ¿Y Jeb? ¿Cómo volveremos a casa? Me muerdo el labio inferior y me meto el muñeco bajo el brazo izquierdo, apretándolo bien contra las costillas.
La Hermana Uno saca una llavecita y la gira para que la superficie se abra al portal. Sus ocho patas golpetean impacientes contra el suelo.
En este lugar todo el mundo tiene sus propios objetivos. A cambio de sus preciosos espíritus, va a entregarme al ser que me ha manipulado y utilizado todo este viaje. Toda mi vida.
Las lágrimas me ciegan cuando atravieso el espejo.
Ojalá no hubiera cruzado aquel primer portal, ojalá no hubiera encontrado la madriguera del conejo.
Ojalá no hubiera nacido.