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ANTES DEL PRINCIPIO

Ahí fuera estaba este inmenso mundo, que existe independientemente de nosotros, seres humanos, y que permanece ante nosotros como un grande y eterno acertijo, parcialmente accesible al menos a nuestra inspección.

ALBERT EINSTEIN

La matemática de la mecánica cuántica no presenta dificultad, pero es muy difícil establecer la conexión entre la matemática y una imagen intuitiva del mundo físico.

CLAUDE N. COHEN-TANNOUDJI

En el Génesis leemos: «Dijo Dios: hágase la luz». Dios creó entonces el cielo y la tierra y todo lo que hay entre ellos. La búsqueda por parte de la humanidad de la comprensión de la luz y de la materia se retrotrae a los orígenes de la civilización; éstos son los elementos más básicos de la experiencia humana. Y, como Einstein nos mostró, esos dos elementos son sólo uno: ambos, luz y materia, son formas de la energía. Todo el mundo se ha esforzado siempre por comprender lo que significan estas formas de la energía: cuál es la naturaleza de la materia y qué es la luz.

Los antiguos egipcios y babilonios, y sus sucesores los fenicios y los griegos, trataron de comprender los misterios de la materia, la luz, la visión y el color. Los griegos observaron el mundo con la primera perspectiva intelectual moderna. Con su curiosidad por los números y la geometría, y con su profundo deseo de comprender el funcionamiento interno de la naturaleza, dieron al mundo las primeras ideas sobre la física y la lógica.

Para Aristóteles (300 a. C.), el Sol era un círculo perfecto, sin manchas ni imperfecciones. Eratóstenes (276-194 a. C.) estimó la longitud de la circunferencia de nuestro planeta midiendo el ángulo formado por la luz del Sol entre Siena (actualmente Asuán), en el Egipto superior, y Alejandría, más al norte. Llegó a un resultado asombrosamente cercano a la circunferencia real de la tierra, unos cuarenta mil kilómetros.

Los filósofos griegos Aristóteles y Pitágoras escribieron sobre la luz y sus propiedades percibidas, fascinados por este fenómeno. Pero fueron los fenicios los primeros en fabricar lentes de cristal, que les permitían aumentar el tamaño de los objetos y focalizar los rayos luminosos. Los arqueólogos han encontrado cristales de aumento de hace tres mil años en la región del Mediterráneo oriental donde entonces estaba Fenicia. Curiosamente, el principio que permite el funcionamiento de una lente es el frenado de la luz cuando viaja a través del cristal.

Los romanos aprendieron de los fenicios a trabajar el vidrio, y desarrollaron una de las industrias más importantes del mundo antiguo. El vidrio romano era de alta calidad y se empleaba incluso para hacer prismas. Séneca (5 a. C.-45 d. C.) fue el primero en describir un prisma y la descomposición de la luz blanca en sus colores componentes. Este fenómeno también está basado en la velocidad de la luz. No tenemos ninguna evidencia de que en la antigüedad se realizaran experimentos para determinar la velocidad de la luz. Parece ser que los pueblos antiguos creían que la luz se movía instantáneamente de un lugar a otro. Como la luz es tan rápida, no podían detectar los retardos infinitesimales cuando ésta viaja desde su origen a su destino. El primer intento de estudiar la velocidad de la luz no se produjo hasta mil seiscientos años después (de Séneca).

Galileo fue la primera persona, que se sepa, que intentó estimar la velocidad de la luz. Una vez más, la experimentación con la luz tenía una relación muy estrecha con la fabricación de vidrio. Después de la caída del Imperio Romano en el siglo V, muchos romanos, artesanos y patricios, huyeron a las lagunas del Véneto y fundaron la república de Venecia. Llevaron consigo el arte de la fabricación del vidrio, y así empezaron esos trabajos en la isla de Murano. Los telescopios de Galileo eran de una calidad tan alta —mucho mejor, de hecho, que los primeros telescopios fabricados en Holanda— porque usó lentes hechas de cristal de Murano. Fue con la ayuda de esos telescopios como descubrió las lunas de Júpiter y los anillos de Saturno y determinó que la Vía Láctea es un gran conjunto de estrellas.

En 1607 Galileo dirigió un experimento en dos colinas de Italia, en el que se destapaba una linterna en una colina; cuando un asistente situado en la cima de otra colina veía la luz, encendía su propia linterna. La persona de la primera colina trataba de estimar el tiempo entre el encendido de la primera linterna y la visión del retorno de la luz desde la segunda. El pintoresco experimento de Galileo fracasó, sin embargo, debido a la minúscula fracción de tiempo entre el envío de la señal de la primera linterna y el regreso de la luz desde la otra colina. Hay que advertir de todos modos que la mayor parte de este intervalo temporal se debía más al tiempo de respuesta humana en la acción de destapar la segunda linterna que al tiempo real empleado por la luz para recorrer esa distancia.

Casi setenta años después, en 1676, el astrónomo danés Olaf Römer fue el primer científico que calculó la velocidad de la luz. Esto lo realizó usando observaciones de las lunas de Júpiter, descubiertas por Galileo. Römer ideó un intrincado y extremadamente inteligente esquema mediante el cual tomaba nota de los tiempos de los eclipses de las lunas de Júpiter. Él sabía que la Tierra giraba alrededor del Sol, y que por consiguiente la Tierra estaría en diferentes posiciones en el espacio respecto de Júpiter y sus lunas. Römer observó que los tiempos de desaparición de las lunas de Júpiter detrás del planeta no estaban uniformemente espaciados. A medida que la Tierra y Júpiter giran alrededor del Sol, su distancia mutua varía. En consecuencia, la luz que nos trae información de un eclipse de una luna joviana emplea diferentes intervalos temporales en llegar a la Tierra. A partir de esas diferencias y usando su conocimiento de las órbitas de la Tierra y de Júpiter, Römer fue capaz de calcular la velocidad de la luz. Su estimación, unos doscientos veinticinco mil kilómetros por segundo, no era ciertamente el valor real de trescientos mil kilómetros por segundo. No obstante, considerando la fecha del descubrimiento y el hecho de que la precisión en la medida del tiempo no era muy grande en el siglo XVII, este logro —la primera medida de la velocidad de la luz y la primera prueba de que ésta no viaja a velocidad infinita— constituye un valioso hito en la historia de la ciencia.

Descartes escribió sobre óptica en 1638 en su libro Dióptrica, estableciendo las leyes de la propagación de la luz: las leyes de la reflexión y de la refracción. Su trabajo contiene la semilla de la idea más controvertida en el campo de la física: el éter. Descartes avanzó la hipótesis de que la luz se propaga a través de un medio, al que llamó éter. La ciencia no se despojaría del éter durante otros trescientos años, hasta que la teoría de la relatividad de Einstein le asestara un golpe mortal.

Christian Huygens (1629-1695) y Robert Hooke (1635-1703) propusieron la teoría de que la luz es una onda. Huygens, cuyos estudios a los dieciséis años habían sido tutelados por Descartes durante la estancia de éste en Holanda, llegó a ser uno de los mayores pensadores de la época. Desarrolló el primer reloj de péndulo e hizo otros trabajos en mecánica. Su logro más notable, sin embargo, fue una teoría acerca de la naturaleza de la luz. Huygens interpretó que el descubrimiento de Römer de la velocidad finita de la luz implicaba que la luz debe ser una onda que se propaga a través de algún medio, y construyó toda su teoría sobre esta hipótesis. Huygens visualizó ese medio como el éter, compuesto de un número inmenso de minúsculas partículas. Cuando estas partículas eran excitadas hasta vibrar, producían ondas luminosas.

En 1692, Isaac Newton (1642-1727) acabó su libro Óptica sobre la naturaleza y propagación de la luz. El libro se perdió tras un incendio en su casa, así que Newton lo reescribió para su publicación en 1704. Este libro lanzaba un mordaz ataque a la teoría de Huygens, y argüía que la luz no era una onda, sino que, por el contrario, se componía de partículas minúsculas que viajaban a velocidades dependientes del color de la luz. Según Newton, hay siete colores en el arco iris: rojo, amarillo, anaranjado, verde, azul, añil y violeta. Cada color tiene su propia velocidad de propagación. Newton dedujo sus siete colores por analogía con los siete intervalos principales de la octava musical. En ediciones posteriores de este libro Newton prosiguió con los ataques a las teorías de Huygens, intensificándose los debates sobre si la luz es una partícula o una onda. Sorprendentemente, Newton, que codescubrió el cálculo y fue uno de los más grandes matemáticos de todos los tiempos, jamás dedicó atención alguna a los hallazgos de Römer sobre la velocidad de la luz y nunca prestó a la teoría ondulatoria la atención que merecía.

Pero Newton, construyendo sobre los cimientos establecidos por Descartes, Galileo, Kepler y Copérnico, dio al mundo la mecánica clásica y, a través de ella, el concepto de causalidad. La segunda ley de Newton afirma que la fuerza es igual a la masa por la aceleración: F = ma. La aceleración es la derivada segunda de la posición (es la tasa, o ritmo, de cambio de la velocidad, y a su vez la velocidad es la tasa de cambio de la posición). La ley de Newton es, por tanto, una ecuación con una derivada (segunda). Se la llama una ecuación diferencial (de segundo orden). Las ecuaciones diferenciales son muy importantes en física porque modelan el cambio. Las leyes del movimiento de Newton son una declaración sobre la causalidad. Tratan de causa y efecto. Si sabemos la posición y la velocidad de un cuerpo, y conocemos la intensidad y dirección de la fuerza que actúa sobre él, seremos capaces de determinar dónde estará dicho cuerpo en cualquier instante posterior.

La bella teoría de la mecánica newtoniana puede predecir el movimiento de caída de los cuerpos, así como las órbitas de los planetas. Podemos usar estas relaciones causa-efecto para predecir adónde irá un objeto. La teoría de Newton es un enorme edificio que explica cómo cuerpos grandes —cosas que conocemos de la experiencia cotidiana— pueden moverse de un sitio a otro, mientras que sus velocidades o sus masas no sean demasiado grandes. Para velocidades cercanas a la de la luz, o para masas de una magnitud del orden de las estrellas, la teoría correcta es la relatividad general de Einstein y la mecánica newtoniana pierde su validez. Debe señalarse, no obstante, que las teorías de la relatividad especial y general de Einstein son válidas, e incluso mejores que la de Newton, incluso en situaciones donde la mecánica newtoniana constituye una buena aproximación.

Del mismo modo, para objetos muy pequeños —electrones, átomos, fotones— la teoría de Newton deja asimismo de ser aplicable. Con ello también perdemos el concepto de causalidad. El universo cuántico no posee la estructura causa-efecto que conocemos en la vida cotidiana. A propósito, para esas partículas pequeñas que se mueven a velocidades cercanas a la de la luz, la teoría correcta es la mecánica cuántica relativista.

Uno de los principios más importantes de la física clásica, muy relevante para nuestra historia, es el principio de conservación del momento. Los principios de conservación de las cantidades físicas los conocen los físicos desde hace más de tres siglos. En su libro Principia, de 1687, Newton presentó sus leyes de conservación de la masa y del momento. En 1840, el físico alemán Julius Robert Mayer (1812-1878) dedujo que la energía también se conservaba. Mayer trabajaba como cirujano de un barco en ruta de Alemania a Java. Mientras curaba a los miembros de la tripulación del barco de diversas dolencias en el trópico, el Dr. Mayer observó que la sangre que manaba de sus heridas era más roja que la que había visto en Alemania. Mayer tenía noticia de la teoría de Lavoisier acerca de que el calor del cuerpo proviene de la oxidación de azúcar en los tejidos corporales usando oxígeno de la sangre. Razonó entonces que en el cálido trópico el cuerpo humano necesitaba producir menos calor que en la zona más fría del norte de Europa y que, por lo tanto, quedaba más oxígeno en la sangre de la gente de los trópicos, lo cual hacía la sangre más roja. Usando argumentos acerca de cómo el cuerpo interactúa con el entorno —dando y recibiendo calor—, Mayer postuló que la energía se conserva. Esta idea fue deducida experimentalmente por Joule, Kelvin y Carnot. Antes, Leibniz había descubierto que la energía cinética puede convertirse en energía potencial, y viceversa.

La energía en cualquiera de sus formas (incluyendo la masa) se conserva, esto es, no puede crearse de la nada. Lo mismo es cierto para el momento, el momento angular y la carga eléctrica. La conservación del momento es muy importante para nuestra historia.

Supóngase que una bola de billar en movimiento golpea otra en reposo. La bola móvil tiene un momento particular asociado, el producto de su masa por su velocidad, p = mv. Este producto, el momento de la bola de billar, debe conservarse en el sistema. Cuando una bola golpea la otra, su velocidad disminuye, pero la bola golpeada también se mueve. El producto de la velocidad por la masa para el sistema de esos dos objetos ha de ser el mismo que el correspondiente al sistema antes de la colisión (la bola en reposo tenía momento nulo, así que es el momento de la móvil lo que se divide entre dos). Esto puede verse en la figura siguiente, donde, tras la colisión, las dos bolas viajan en distintas direcciones.

En todo proceso físico, el momento total de entrada es igual al momento total de salida. Este principio, al aplicarse en el mundo de lo muy pequeño, tendrá consecuencias que trascienden esta simple e intuitiva idea de conservación. En mecánica cuántica, dos partículas que interactúan en el mismo punto —en sentido parecido al de las dos bolas de billar del ejemplo— permanecerán enlazadas entre sí, pero aún más que las bolas de billar: lo que le suceda a una de ellas, no importa lo lejos que pueda estar de su gemela, afectará inmediatamente a esta última.