La niña de la higuera
(portugués)
Había una vez una madre y un padre que tenían una hija. Desgraciadamente, la madre murió y el padre se quedó solo con la niña. Pero había también una vecina a la que le gustaba aquel padre, y le insistía en que sería bueno para él y para su hija casarse de nuevo.
—Búsquese usted otra esposa, hombre, ¿no ve que la niña estará mejor cuidada con una mujer en casa? Usted trabaja en el campo de sol a sol y la pobriña está todo el día sola en casa, sin consuelo ni compañía. Y ¿quién sería mejor esposa que yo, que la conozco desde que nació?, que llevamos de vecinos muchos años.
Y tanto y tanto le insistió que, al fin, cuando pasó el luto, el padre se casó con la vecina, convencido de que era lo mejor para su hija. Y fue así como la vecina se convirtió en la madrastra de la niña. Al principio la trataba con dulzura, pero pronto empezó a sentir celos porque le parecía que el padre miraba a su hija con más amor que a ella.
—Esta niña es igualita que su madre, así que esas miradas tan tiernas que su padre le echa sólo pueden querer decir que todavía sigue enamorado de la muerta. Seguramente se ha casado conmigo sólo para tenerme de criada de esta mocosa.
Así que, cuando el padre se iba a labrar los campos, la madrastra ponía a la niña con un palo al pie de la higuera para que espantase a los pájaros y no se comiesen los higos. Y allí, a pleno sol, la dejaba todo el día sin sombrilla ni sombrero, y ni un triste vaso de agua le daba. La niña hacía como que espantaba los pájaros mientras la madrastra la vigilaba asomada a la ventana, pero en cuanto se metía dentro, dejaba que los pajarillos picoteasen los higos de la higuera, que para eso estaban los frutos, para alimentar también a los pájaros. De tanto estar bajo el sol se le puso la piel morena, de tanto mirar la higuera se le pusieron los ojos verde higuera.
Un día la madrastra se despertó de su siesta antes y se asomó a la ventana, ¿y qué vio?
—Mira esa condenada niña, mírala ahí sentada, al pie del árbol, rodeada de pájaros, ¡y encima le da de comer mis higos a un pajarraco con sus propias manos! Esa atrevida desobediente se va a llevar un buen escarmiento.
Y dicho y hecho, la madrastra bajó a la huerta y fue adonde estaba la higuera, y, con la pala con la que en invierno quitaba la nieve, obligó a la niña a cavar una fosa. Cuando estuvo cavada le dijo:
—Ahora mismo te vas a acostar en esa fosa para ver si la has hecho a tu medida.
La niña temblaba de miedo ante la mirada feroz de la madrastra y sus palabras, que sonaban como aullidos. Así que obedeció. Se acostó en la fosa y, en cuanto estuvo acostada, la madrastra cogió la pala y la sepultó, viva, sin que ella pudiera hacer nada. Luego, aplastó bien el terreno con sus pies y esparció un poco de hierba recién segada, para que no se viese a simple vista que la tierra estaba removida. Cuando llegó el padre y le preguntó por su hija, le respondió:
—¿A mí me preguntas por esa zángana, que no me ayuda nada y se pasa el día corriendo detrás de los pájaros, como si no hubiese nada que hacer en la casa?
Y por más que la buscó y rebuscó, el padre no pudo encontrarla. Triste por la desaparición de su única hija, pensó que se habría perdido y que algún día ella encontraría la manera de volver, y regresaría. Quizá por el camino se encontrase con un príncipe, como tantas veces le habían contado que había sucedido, y volviese mujer y princesa. Y con este pensamiento se consoló.
Y pasó el tiempo y el tiempo pasó, y un día el padre vio que debajo de la higuera crecía una hierba muy larga y marrón, del color de la castaña, justo del color de los cabellos de su hija. El viento la movía como alguna vez movió la melena de su hija cuando ésta corría por el campo. Conmovido por el recuerdo de su niña pequeña, se acercó a la higuera para acariciar la hierba que crecía debajo, y para cortarla. Extendió la mano y, en cuanto sus dedos rozaron la hierba, escuchó una melodía que decía:
No me cortes los cabellos
que ellos cantan qué pasó:
que mi madre los peinaba
y mi madrastra enterró
por los higos de la higuera
que un pajarito comió.
Era la voz de su hija. El padre corrió dentro de la casa, cogió la pala de quitar la nieve y se dirigió al pie de la higuera, y con todas sus fuerzas cavó y cavó. Pronto la pala se hundió dentro del agujero cavado. El padre se inclinó dentro de la fosa y vio que de la fosa cavada salía una galería. Se metió dentro de la fosa y se dejó caer dentro de la galería. Allí dentro el aire, detenido, olía a raíces. El padre avanzó por el estrecho pasillo a oscuras, tentando las paredes, hasta que la galería se abrió y se encontró en una enorme oquedad debajo de la tierra, debajo de la higuera. Al fondo de la cueva vio una luz y allí se dirigió. Iluminadas por un resplandor que ellas mismas emanaban, vio a dos mujeres cogidas de la mano: una era una mujer joven, morena, y tenía los mismos cabellos castaños que su hija y aquellos ojos verde higuera; la otra era una anciana de largo pelo blanco, en su rostro había la calma del cielo en agosto. El padre no reconoció a su hija en aquella joven morena de ojos verdes y preguntó a aquellas dos apariciones que quiénes eran. Entonces la más vieja cantó:
Esta muchacha es tu hija,
que su madrastra enterró,
y yo soy la Madre Muerte
que en su vientre la acogió,
y todo por unos higos
que un pajarito comió.
La Muerte soltó la mano de la muchacha y ésta corrió hacia su padre. Parecía una reina. Juntos, volvieron a la casa. El padre no cerró la fosa, cogió a la madrastra de los pelos, la sacó de la casa y la metió dentro de la fosa, luego le echó tierra encima. Y allí, debajo de la higuera, nunca más volvió a crecer la hierba.