Gilgamés de Uruk busca la inmortalidad
(asirio-babilonio)
Al primer brillo del alba, Gilgamés lloró a su amigo:
—¡Que las veredas, Enkidu, del Bosque de Cedro
te lloren y no callen ni de día ni de noche!
¡Que te lloren los ancianos de la vasta ciudad
de Uruk!
¡Que te lloren las montañas, que giman los pastos!
¡Que te lloren los bosques de boj, ciprés y cedro,
en los que luchamos con tanto arrojo!
¡Que te lloren el oso y la hiena, el ciervo
y el chacal, el león y el bisonte,
todos los animales del monte!
¡Que te llore el río Ulaya, el santo,
a cuyas orillas paseábamos tan ufanos!
¡Que te llore el Éufrates, el puro,
cuyas aguas bebíamos en odres!
¡Que te lloren los mozos de Uruk que vieron
nuestra lucha al matar al Toro del Cielo,
enviado por la diosa Istar para vengar
mi desprecio
cuando me pidió que fuese su esposo!
¡Que te llore el labriego sobre su arado
mientras pronuncia la suavidad de tu nombre!
¡Oídme, mozos, oídme bien, ancianos,
de la vasta ciudad de Uruk!
¡Voy a llorar por Enkidu, mi amigo,
como una plañidera gemiré con amargura!
¡Amigo mío, pantera de la estepa,
fuimos uno, juntos capturamos al Toro del Cielo,
juntos abatimos al gigante Humbaba,
que vivía en el Bosque de Cedro!
Y ahora, ¿qué es este sopor que se ha apoderado
de ti?
¿Por qué ya no me escuchas?
Gilgamés cubrió al amigo, como a una novia, el rostro. Como una leona a la que le han quitado las crías, iba dando vueltas alrededor de él. Se arrancaba los cabellos, se quitaba sus ropas de gala. Y al primer brillo del alba, publicó un bando en el país:
Herrero, escultor, calderero, orífice, joyero,
hacedle a mi amigo una estatua de lapislázuli y oro,
obsidiana, cornalina y alabastro.
Siete días y siete noches esperó Gilgamés a que se despertase Enkidu, luego sacrificó bueyes y ovejas y a los jefes del Submundo dio en ofrenda su carne. Después Gilgamés comenzó a vagar por el monte:
—¿Voy a morir también yo?
¿Me sucederá lo mismo que a Enkidu?
La angustia se ha metido en mis entrañas,
a la muerte temí, y ahora anda vagando por el monte.
Para encontrar a Uta-napisti, el único ser inmortal,
he emprendido el camino y ando sin perder tiempo.
Samas, el dios solar, se inquietó e inclinándose hacia él le dijo:
—Gilgamés, ¿adónde te diriges sin rumbo?
¡La vida que buscas no la encontrarás!
Y Gilgamés repuso:
—Déjame que vague por estos montes,
bastante reposo tendré cuando muera.
Sigan ahora viendo mis ojos el sol,
y sácieme yo de luz, lejos quedan las tinieblas.
Siguió Gilgamés su camino, y al llegar a los montes Masu, cuyas cimas alcanzan los cielos, vio hombresescorpión vigilando sus laderas. Espantosa era su aura, y su mirada, muerte. Los vio Gilgamés, y de terror y espanto se le cubrió el rostro. Puso luego mucho cuidado y se acercó a su encuentro. Y gritó el hombre-escorpión a su mujer:
—Ese que nos ha venido,
¡carne de dioses es su cuerpo!
Y le contesta su mujer:
—¡Dos tercios suyos son de dios,
pero un tercio es de hombre!
El hombre-escorpión se dirige a Gilgamés:
—¿Cómo has podido hacer un camino tan largo?
¿Cómo has osado llegar a mi presencia?
Quiero conocer la meta de tu viaje.
—Busco el camino para llegar hasta Uta-napisti,
que estuvo presente en la Asamblea de los Dioses
y obtuvo la vida eterna.
La muerte y la vida quiero que me aclare.
—¡Marcha, Gilgamés!
¡Que los montes Masu te permitan el paso,
que montes y sierras vigilen tu andar,
que sano y salvo prosigas tu viaje,
que el puerto de montaña se abra ante ti!
Gilgamés prosiguió su viaje y, siguiendo el camino de Samas, el Sol, penetró en la montaña. Ocho leguas corrió, densa era la sombra, no había luz alguna. A las nueve leguas, el viento del norte azotó su rostro, densa es la sombra, no hay luz alguna. No le es dado ver nada detrás de sí. A las doce leguas, salió de la montaña antes que Samas, el Sol.
En el límite entre este mundo y el otro, a orillas del mar, había una tabernera, Siduri, tinajas de oro tenía, y ella estaba cubierta por una toca y velada con su velo.
Gilgamés merodea vestido con un pellejo, daba miedo mirarlo. Tiene carne de dioses, pero penas en sus entrañas, su rostro parece el de un mendigo.
La tabernera lo ve llegar a lo lejos, escucha su corazón y se dice:
—Seguro que es un matador de búfalos,
¿cómo habrá llegado hasta mi puerta?
Miedo tuvo la tabernera, cerró con la tranca su puerta y se subió al terrado. Pero Gilgamés tenía buena oreja, levantó la barbilla y dirigió hacia ella su rostro.
—Tabernera, ¿por qué al verme
has atrancado tu puerta y subido al terrado?
¡Aporrearé la puerta hasta que salte el cerrojo!
—Te abriré, pero antes cuéntame tu viaje.
—Yo tenía un amigo, Enkidu, juntos escalamos
montañas,
juntos dimos muerte al Toro del Cielo y abatimos
a Humbaba.
En los puertos de montaña dimos muerte a leones.
—Si es así, Gilgamés, ¿por qué están flacas tus
mejillas
y abatido tu semblante,
tan triste tu corazón y demacrado tu rostro?
¿Cómo es que mora la pena en tus entrañas,
que al de un caminante que viene de lejos
se asemeja tu semblante,
que de hielos y ardores se ha tostado tu rostro,
que con esa pinta de león andas errante por
el monte?
—A mi amigo, la pantera de la estepa,
a Enkidu, a quien yo tanto quería
le alcanzó el destino de la humanidad.
Seis días y siete noches lloré por él.
No dejé que lo enterrasen
hasta que un gusano le cayó por la nariz.
Me asusté, le cogí miedo a la muerte
y ando errante por el monte.
Mi amigo, a quien yo tanto quería,
se ha vuelto barro.
Dime, pues, tabernera,
cuál es el camino para llegar a Uta-napisti.
¿Tendré que cruzar el mar?
—No hubo jamás, Gilgamés, vado alguno,
ni quien desde los tiempos lejanos
haya cruzado el mar.
El único que cruza el mar es Samas, el Sol.
Aparte de él, ¿quién osará cruzar?
Peligrosa es la travesía, ardua es la ruta
y entre medio están las Aguas de la Muerte,
que impiden el avance.
Allí está Ur-sanabi, el barquero de Uta-napisti,
«los de piedra» le acompañan.
Ve, pero antes corta lianas en el bosque.
¡Anda y que te vea la cara,
si es posible, cruza con él,
si es imposible, date la vuelta y vete!
Gilgamés, al oír todo esto, sujetó bien el puñal en su mano, sacó la espada del cinto y se fue como una flecha. En las entrañas del bosque resonó su alarido. En su cólera, Gilgamés destrozó a «los de piedra». Ur-sanabi vio el destello del puñal y oyó su alarido.
—Tus manos, Gilgamés, han impedido la travesía.
Rompiste a «los de piedra»,
sin ellos es imposible cruzar las Aguas de la
Muerte,
pues sólo ellos pueden tocarlas y no morir,
y ya no hay más lianas.
Pero todavía se puede hacer algo:
ve al bosque y corta pértigas de caña.
Gilgamés fue al bosque e hizo lo que le pidió Ur-sanabi. Después, ambos subieron en la barca. Se impulsaron con las pértigas y así no tocaron las Aguas de la Muerte. Uta-napisti, en la Otra Orilla, oteaba el horizonte:
—¿Por qué «los de piedra» están rotos?
¿Quién viene en el barco, que no lo conozco?
Por más que mire no lo conozco,
por más que mire no,
por más que mire.
Cuando llegó, Gilgamés le dijo a Uta-napisti:
—Mi amigo, el que yo amaba, ahora es como barro,
¿no iré yo a correr la misma suerte,
a acostarme para no levantarme más?
Cuéntame, Uta-napisti, el secreto de la vida
y de la muerte.
—¿Por qué, Gilgamés, estás tan lleno de angustia,
tú que estás hecho de carne divina y humana?
¿Temes que tu parte humana te conduzca a
la muerte?
Por terrible que sea la muerte, la vida continúa.
Continuamente edificamos casas,
continuamente los hermanos comparten
la herencia.
Pero un rostro que pueda mirar siempre de frente
al Sol
nunca sobre la tierra ha existido.
El que duerme y el muerto se parecen,
sueño y muerte son condición humana.
Mamitu, la diosa del destino,
decide sobre la muerte y la vida,
pero no revela el instante de la muerte,
sólo deja conocer el tiempo diario de la vida.
—Cuando te miro, Uta-napisti, observo
que tus rasgos no son diferentes de los míos.
¡Soy como tú!
Dime: ¿cómo conseguiste sentarte
en la Asamblea de los Dioses?
¿Cómo has obtenido la vida eterna?
—Voy a revelarte, Gilgamés, una cosa secreta,
te comunicaré un misterio de los dioses:
en Shuruppak, ciudad que tú bien conoces,
y que está situada a orillas del Éufrates,
en los tiempos antiguos, cuando los dioses
moraban allí,
decidieron provocar un Diluvio
y Ninigiku-Ea, el Señor del ojo puro,
me llamó y me dijo:
«Uta-napisti, destruye tu casa y construye
un barco,
desprecia los tesoros, pero guarda el soplo
de la vida.
Embárcate en tu barco, junto con tu familia,
y una pareja de todas las especies vivas.
Una gran tempestad anegará el mundo».
Y así hice y así fue: un terrible silencio invadió
el cielo,
y cambió en tinieblas lo que antes fuera luz.
La tempestad sopló y provocó la inundación.
Cuando el mar se calmó, se apaciguó la tempestad
y el diluvio cesó,
abrí uno de los tragaluces del barco
y el viento rozó mi rostro.
Las gentes se habían vuelto barro,
el paisaje parecía un techo plano.
Hice salir una paloma, pero volvió,
hice salir una golondrina, y también volvió,
hice salir un cuervo, pero no volvió:
las aguas habían bajado.
Los dioses me concedieron por ello
la inmortalidad.
Gilgamés se durmió, el sueño lo envolvió como una niebla. Seis días durmió y al séptimo despertó.
—¿Qué debo hacer, Uta-napisti? ¿Adónde iré?
La muerte habita ya en mi habitación,
donde yo ponga los pies, allí estará.
—Gilgamés, para venir aquí has pasado penas
y fatigas,
¿qué te voy a dar para que regreses a tu país?
Te entregaré, pues, la planta de la inmortalidad
que tanto ansías.
Se trata de una planta que vive en las
profundidades del mar,
su raíz es como la de la zarza y su espina es como
la de la rosa.
Te pinchará las manos, pero si logras cogerla,
habrás encontrado la vida eterna.
Gilgamés ató pesadas piedras en sus pies y se hundió hasta el fondo en las aguas.
Vio la planta y la arrancó, aunque se pinchó las manos, luego cortó las cuerdas que ataban las pesadas piedras a sus pies y el mar lo empujó a la orilla. Allí subió de nuevo a la barca con Ur-sanabi:
—Ur-sanabi, esta planta es un remedio
contra la desesperación,
gracias a ella se curarán los hombres de este mal,
y así alcanzarán la vida eterna.
Quiero llevarla a Uruk, la ciudad amurallada,
haré que la dividan entre ellos y la coman.
Luego, comeré yo también de ella.
Y emprendieron el regreso en la barca. Pero un día, cuando ya habían navegado treinta leguas, se detuvieron en la orilla a pasar la noche. Gilgamés vio entonces una fuente de frescas aguas. Cuando bajó para bañarse, una serpiente salió de la tierra y se llevó la planta, inmediatamente mudó de piel y rejuveneció. Aquel día Gilgamés permaneció sentado, llorando.
—¿Para quién, Ur-sanabi, trabajaron mis manos?
¿Para quién corrió la sangre de mi corazón?
Ni siquiera pude asegurar mi propio bien.
Sólo a la serpiente he favorecido,
ella será por siempre inmortal.