La Comadre Sebastiana

(mexicano)

Éste era un hombre pobre que se mantenía trayendo leña del monte para venderla en la ciudad. El día en que podía vender leña, comían él y su familia. El día en que no vendía nada, se quedaban sin comer. Así estuvo viviendo durante mucho tiempo. Pero un día en que tenía mucha hambre, decidió robarle una gallina a su mujer. Se fue al gallinero, sacó una gallina y la mató. Entonces se fue al monte, hizo lumbre y puso la gallina a asar. El leñador estaba preparando la gallina, echándole picante y preparando el caldo cuando, de repente, sintió a alguien arrimándose adonde él estaba, y pensó: «¡Válgame Dios! ¿Es que no me van a dejar comer? No le convidaré a comer».

—¿Cómo le va, amigo? —le dijo el hombre cuando llegó.

—¿Qué húbole, amigo? ¿Quién es usted?

—Pues yo soy el Señor Dios. ¿Qué? ¿No me da de comer?

—No, no le doy de comer a usted, porque usted a los ricos les da mucho y a los pobres no les da nada. No nos trata a todos igual. Así que no le doy de comer.

Se fue el Señor muy triste. Al poco rato el leñador vio venir a otra persona y era María Santísima.

—¿Cómo le va, amigo? —le dijo ella cuando llegó.

—¿Qué húbole, amiga? ¿Quién es usted?

—Pues yo soy María Santísima. ¿Qué? ¿No me da de comer?

—No, no le doy de comer a usted, porque, siendo usted la madre de Jesús, ¿por qué no intercede ante su hijo para que nos haga a todos iguales, o a todos ricos, o a todos pobres? No como ahora, que a unos los hace muy ricos y a otros los hace muy pobres, y yo soy uno de los pobres. No, no la convido a mi gallina.

Cuando se fue María Santísima, al poco rato vio venir a otra persona conduciendo una carreta que volaba por los aires: era la Muerte.

—¿Cómo le va, amigo? —le dijo ella cuando llegó.

—¿Qué húbole, amiga? ¿Quién es usted?

—Yo soy la Muerte. Pero puede llamarme Comadre Sebastiana. ¿Qué? ¿No me da de comer?

—Pues si usted es la Muerte, está muy flaca. A usted sí la convido porque usted hace sus cosas muy bien hechas. Usted no favorece al millonario por rico, ni se ensaña con el pobre por pobre, trata igual al lindo que al feo, al viejo que al muchacho. A todos, cuando les llega la hora, a todos se los lleva por igual.

Y juntos, la Muerte y el leñador, se comieron la gallina. Cuando acabaron de comer, la Muerte le dijo al leñador que le pidiera lo que quisiera y él dijo:

—Señora, ¿qué quiere que le pida a usted que parece que está en tanta necesidad? Si usted quiere darme algo, deme lo que a usted le nazca.

—Pues voy a darte la gracia de que seas curandero. Pero te voy a advertir una cosa: cuando tú vayas a curar a un enfermo y me veas a la cabecera, no lo cures. Aunque te paguen lo que te paguen, te prometan lo que te prometan, no lo cures. Ya ése no tiene más remedio que morir. Si me ves a los pies, cúralo con agua, tierra o polvo. Se levantará güeno y sano.

Y así fue como el leñador se hizo curandero y estuvo curando a muchos enfermos. Le iba muy bien: curaba con agua y tierra y la gente le pagaba con comidas y otros bienes. El último a quien curó fue a un rey, el más rico que había en todo el mundo. Ahí quebrantó la condición que le había pedido la Muerte. Cuando entró él en la casa donde estaba el rico, encontró a la Muerte a la cabecera de la cama del enfermo. Pero él la empujó hasta que la puso a los pies de la cama y ahí se quedó la Muerte, muy enfadada. Entonces, curó al rey.

Cuando volvía por el camino, le salió la Muerte al curandero:

—Has faltado a la promesa que me hiciste cuando te hice curandero. ¿No te dije que no curaras cuando estuviera a la cabecera?

Y lo metió para un cuarto y le enseñó dos velas, una de las velas ya se iba acabando, y la otra estaba muy larga.

—¿Ves esta vela? Como has faltado a tu promesa, ahora tu vela es la que debería tener el enfermo: la chiquita. Y la del rey al que has salvado por tu codicia es la que antes era tuya: la grande.

En ese momento, la llama de la vela chiquita se apagó, y el alma del curandero fue a unirse con las otras en la carreta de la Comadre Sebastiana, que rueda despacito por toda la eternidad.