Migraña, Dolores de Espalda y la Muerte

(corso)

Un día se encontraron en lo alto de un monte Migraña, Dolores de Espalda y la Muerte. Como hacía mucho que no se veían, decidieron hacer una buena cena con la que festejar su encuentro. Pero se dieron cuenta de que no tenían nada que echar al puchero, ni una moneda con la que comprar algo para cenar.

—No importa —dijeron mientras dirigían su mirada hacia un pastor que apacentaba sus ovejas al pie de un monte—. Iremos a pedir a aquel hombre un cordero. Le asustaremos un poco y seguramente no nos lo negará.

El pastor se hallaba desayunando pan y queso al abrigo de una roca. La primera en bajar del monte fue Migraña:

—Buenos días, pastor, veo que tienes buenos corderos —le dijo mirando a los corderos con los ojos brillando de codicia.

—La verdad es que no puedo quejarme —respondió el pastor.

—Querría uno, el más gordo.

—Si puedes pagarlo —dijo el otro—, tuyo es.

—¿Pagarlo? —se burló Migraña—. Tú no sabes con quién estás hablando.

—No —dijo el pastor—. Pero me importa un bledo quién seas.

—Mi nombre es Migraña. Si no me das un cordero, entraré en tu cabeza y te produciré tales dolores que te estallará.

—No me das ningún miedo —respondió el pastor, y se echó un trago de su bota de vino.

Migraña, refunfuñando, se metió en el cráneo del pastor y, una vez dentro, comenzó a golpear con sus puños aquí y allá hasta que le produjo un tremendo dolor de cabeza y mucha fiebre. El hombre, con la frente ardiendo, corrió hasta un arroyo de frías aguas que bajaba del monte y discurría por el valle, y allí metió la cabeza. Migraña se quedó helada. Rechinando los dientes y temblando de frío como un gato mojado, salió de la cabeza del pastor y se alejó dando tumbos. Sin aliento, llegó a lo alto del monte, donde se hallaban las otras, a quienes dijo resoplando:

—No puedo con él.

—No te preocupes —le dijo Dolores de Espalda—. Yo haré que nos dé el cordero. A mí no me da miedo el agua fría.

Y Dolores de Espalda bajó del monte al encuentro con el pastor.

—Buenos días, hombre —le dijo.

—¡Hola! —respondió el pastor mientras masticaba una brizna de espliego.

—Yo soy Dolores de Espalda. Dame un cordero porque, si no, te causaré tanto dolor que sentirás como si te taladrasen la espalda.

—Hey, hey, sigue tu camino —respondió el pastor—, bien poco me ofreces para lo que me pides. Nada te daré.

Y Dolores de Espalda, furiosa, se metió dentro del pastor por su ombligo. Pero el pastor encendió dos grandes fogatas con madera seca, una cerca de la otra, y se tumbó entre las hogueras bien tapado por una manta. Dolores de Espalda, sudando, comenzó a echar pestes. Se sentía como si se estuviese derritiendo. Arrastrándose, resoplando y chorreando de sudor, llegó a lo alto del monte donde se hallaban sus dos compañeras esperándola.

—Casi acaba conmigo —les dijo.

Y la Muerte respondió:

—Iré yo, conmigo no podrá.

La Muerte tomó aire inflando el pecho y bajo derechita hasta la roca donde el pastor seguía desayunando su pan y su queso.

—¿Tú sabes quién se halla ante ti, buen hombre? —le dijo la Muerte extendiendo sus largos brazos y abriendo su espeso manto, negro como la noche, para mostrarle su figura.

—No —le respondió el pastor—. No sé quién eres. Pero no me gustas.

—Siempre llego por sorpresa, amigo. Soy la Muerte.

—¿Y qué quieres de mí?

—Un cordero, nada más.

—A ti —respondió el pastor— no te puedo negar nada. Coge un cordero, o tres, o diez, coge todos los que desees. A cambio sólo pido que te olvides de mí mucho mucho tiempo. Yo soy pobre, es verdad, pero amo la vida.

Y la Muerte le respondió:

—Yo ignoro, como tú, cuánto tiempo te queda por vivir. Pero, si quieres saberlo, puedo ayudarte a descubrirlo.

Y la Muerte cubrió al pastor con su vasto y espeso manto, negro como la noche. De pronto, el pastor se encontró en una explanada cuyo suelo no se veía porque estaba lleno de bruma. Todo cuanto se alcanzaba a ver era bruma y más bruma. Y entre la bruma se distinguían velas por todas partes, cientos de miles de velas, millones… La Muerte le señaló, de entre todas aquellas velas, una vela cuya llama chisporroteaba.

—Pastor, ésta es tu vida.

—¡Cuánto brilla! Me gustaría que siguiese brillando así por lo menos cien años más.

—Yo no tengo poder para cumplir tu deseo —le respondió la Muerte—. Sólo espero, eso es todo lo que hago. Cuando la llama se apaga, voy a buscar al hombre cuya vida se ha apagado. En eso consiste mi trabajo.

El pastor se quedó un instante con la boca abierta, pero después se echó a reír. De pronto se volvió a encontrar en la ladera del monte, al abrigo de la piedra donde se había parado a desayunar. En el prado pacían, tranquilas, sus ovejas.

—¡Pero si tú no tienes ningún poder! Nada puedes hacerme, ni bueno ni malo. No puedes alargarme la vida, pero tampoco quitármela. ¿Por qué habría yo de darte a ti, entonces, un cordero, y encima el más gordo? Nada obtendrás de mí, desgraciada, sino un montón de palos si no te vas de aquí enseguida.

Y blandiendo su cayado, lo hizo silbar en el aire. La Muerte desapareció dejando tras ella un tenue humo negro. Seguro que se fue a su reino, donde nunca canta el gallo.