La madre india que regresó de la otra vida
(pemón)
Hubo en cierto lugar unas muchachas que se quedaron sin madre. Ella murió y se fue a otra vida. El padre de las muchachas iba continuamente a la huerta y arrancaba yuca y otros alimentos para que sus hijas comieran. Pero en cuanto el padre salía de casa a la huerta, aparecía la madre en casa porque había observado lo mucho que padecían sus hijas, pues eran pequeñas y no sabían preparar los alimentos.
Mientras la madre estaba en la cocina, las hijas vigilaban y, en cuanto veían que su padre llegaba, avisaban:
—Papá está llegando.
Y la madre desaparecía, y cuando el padre llegaba sólo se encontraba a las hijas. El marido comía de aquella comida que su difunta le había preparado, pero él no se daba cuenta. Aunque le parecía raro que aquellas hijas tan pequeñas hubiesen aprendido a cocinar tan pronto, nada decía. Las hijas tampoco decían nada porque su madre les había dicho que nada dijeran:
—Yo soy la paloma surimá que canta en el campo, y en cuanto veo que vuestro padre llega a la huerta, vengo para ayudaros, pero no me descubráis, nada digáis a vuestro padre.
Así les decía y les repetía cada vez que se aparecía para ayudarlas.
Uno de aquellos días, al atardecer, las muchachas salieron a jugar a la puerta de la casa y oyeron el canto tembloroso de la surimá. Y la más pequeña de las hermanas dijo en presencia del padre, sin darse cuenta:
—Mamá está cantando.
Las hermanas mayores intentaron arreglar la metedura de pata, y dijeron:
—No es mamá, tonta, es una palomita.
Y parece que el padre no descubrió la verdad. Durante muchos días se repitió esto del padre que se iba a la huerta y la madre que se aparecía en la casa para ayudar a las hijas. Y el padre cada vez más intrigado se preguntaba: «¿Pero quién hará tan bien la comida si son todas tan pequeñas? Desde luego, bien pronto han aprendido el arte de su madre».
Un día regresó antes que de costumbre a la casa, y por un camino distinto, así que las hijas no pudieron advertirle a su madre de la llegada del padre. Pero ni siquiera urdiendo esta treta pudo descubrir el secreto que sus hijas tan bien guardaban, aunque pudo distinguir una sombra que salía por la puerta trasera.
Desde entonces, la madre, cuando llegaba, se ponía un cestico en la cabeza o metía la cabeza dentro de un cesto. Finalmente, un día el padre la sorprendió en su tarea, en la que estaba afanosa, y le preguntó:
—¿Quién eres tú y qué haces aquí?
Entonces ella se quitó el cesto que le tapaba la cabeza y no volvió a aparecer más como fantasma. Se quedó a vivir entre ellos como antes de morir.