La Muerte y la vieja

(húngaro)

Había una vez, sabe el cielo dónde, en algún lugar al otro lado del mar de las Tinieblas, mucho más allá de la montaña de las Delicias, un río, a la orilla del río, un sauce viejo y hueco, y en cada rama del sauce, una falda andrajosa y hecha jirones, y en cada rinconcillo y en cada arruguita de cada falda, un rebaño de pulgas, y el que no me escuche con atención tendrá que ser el pastor de ese rebaño de pulgas. Y si deja escapar una sola, todas esas pulgas le picarán hasta la muerte.

Así que había una vez, sabe el cielo dónde, en algún lugar en el mundo, una mujer viejísima, que era más vieja que la carretera nacional y llevaba más tiempo en el mundo que el hambre. Esta vieja era ya tan vieja que apenas se entendía lo que decía. Pero, aunque era tan vieja, no se le había pasado todavía nunca por la cabeza que ya le tocaba morirse. En lugar de sentarse a esperar la muerte, trabajaba y andaba ajetreada el día entero: en la casa, en el corral y en la huerta. Barría y cosía, le daba de comer a las gallinas y recogía los tomates de la mata, caminaba y tropezaba, pero siempre se levantaba para ocuparse en alguna cosa y encontraba algo que hacer. No tenía familia, pero su puerta siempre estaba abierta para quien pasase por allí.

Un día la Muerte bajó, marcó con una cruz la puerta de la vieja con tiza y llamó para llevársela consigo. Cuando la vieja abrió la puerta, casi se cae del susto.

—Anda, vamos, que ya es tu hora —le dijo la Muerte.

Pero a la vieja le daba pena dejar su casa, su corral y su huerta sin nadie que se ocupase de ellos, así que le pidió a la Muerte que la dejara vivir un poquito más y le diera sólo diez años más o por lo menos cinco o como muy poco un año. La Muerte, sin embargo, no estaba en absoluto dispuesta a ceder y dijo:

—Prepárate rápido y luego ven. Si no vienes por las buenas, te llevaré a rastras.

La vieja no se dejó persuadir y pidió y lloriqueó que le regalara sólo un poco de tiempo, aunque no fuera mucho. El tiempo suficiente para encontrar quien se ocupase de sus cosas. Pero la Muerte no quería oír hablar de ese asunto. Sin embargo, al final la vieja se lamentó tanto y le lloriqueó tanto a la Muerte que ésta le dijo:

—Está bien, te doy tres horas.

—Eso es demasiado poco —dijo la vieja—, no me lleves hoy contigo, ¿por qué no lo aplazas hasta mañana?

—Eso no puede ser.

—¡Cómo no va a poder ser! Tú eres la Muerte, que todo lo puede.

—No, no puede ser.

—¡Anda, no seas así!

—Bueno, si sólo es un día…

—Entonces quería pedirte además que… bueno, pues… que entonces me escribas en la puerta que vienes mañana… Estaré más tranquila si lo veo escrito en la puerta…

La Muerte no quería perder más tiempo, por lo que no siguió discutiendo y sacó la tiza del saco y escribió en la parte de arriba de la puerta «mañana», y con eso, se fue a atender sus negocios.

Al día siguiente, después de salir el sol, la Muerte fue a la casa de la vieja, pero se la encontró todavía entre las sábanas.

—¡Bueno, hoy tendrás que venir conmigo! —dijo la Muerte.

—¡Vamos por partes! Mira primero lo que pone en la puerta.

La Muerte miró hacia allí y vio escrita la palabra «mañana».

—¡Está bien! Cumpliré con lo escrito. ¡Pero mañana vengo con toda seguridad! —y dicho esto, se marchó.

No faltó a su palabra y al día siguiente volvió a la casa de la vieja, que todavía estaba metida en la cama, calentita. Pero tampoco esta vez pudo hacer nada, pues la vieja volvió a señalar la puerta, donde aparecía escrita la palabra «mañana».

Y así fue durante toda la semana: la Muerte llegaba a la casa de la vieja para llevársela pero la vieja le señalaba el letrero de la puerta y no podía llevársela. Finalmente a la Muerte se le hizo la broma demasiado pesada, así que el séptimo día le dijo a la vieja:

—¡Ahora ya no me vas a tomar más el pelo!

Borró con su mano el letrero de la puerta y, sacando la tiza, trazó de nuevo una cruz.

—Mañana estate preparada, pues vendré a llevarte conmigo.

Después, la Muerte se marchó y la vieja se quedó con la boca abierta, pues ahora veía que al día siguiente iría en serio y que tendría que morir lo quisiera o no. Aquella noche estuvo pensando y pensando dónde esconderse para que la Muerte no se la llevase.

Cuando se hizo de día, la vieja seguía pensando cuál sería el mejor escondite para que no se la llevase la Muerte.

«Me esconderé en la despensa, dentro de algún barril, allí dentro no me encontrará», se dijo la vieja. Iba con tanta prisa por que no la encontrase la Muerte que se metió en el primer barril que encontró, y resulta que este barril estaba lleno de miel líquida. Pero allí se metió. Sólo le quedaban fuera la boca, la nariz y los ojos.

«Pero ¿y si me encuentra aquí? Será mejor que me esconda en el gallinero.» Y salió del barril de miel y se escondió en el corral, entre sus gallinas.

«Aquí sí que me encontrará, será mejor que busque otro sitio para esconderme.» Y salió otra vez para buscarse un escondite mejor. Justo cuando salía del gallinero, totalmente cubierta de plumas, que se le habían pegado al cuerpo lleno de miel, va y llega la Muerte, que, viendo a aquella extraña criatura, le entró tal miedo en el cuerpo que, si tuviera piel, le habrían dado sudores fríos. Así que se marchó de allí del susto, y hasta el día de hoy no se ha vuelto a acercar a la casa de la vieja.