Mono y los Jueces de la Muerte
(chino)
Un día el Mono, después de haber dado un gran banquete a los reyes de las fieras de las cercanías, los despidió dándoles regalos. Luego, se echó a dormir bajo un pino junto al puente. Entonces vio venir hacia él a dos guardias que traían un documento en el cual estaba escrito su nombre y que, sin darle tiempo a decir palabra, le ataron y se lo llevaron hasta las afueras de la ciudad amurallada. Cuando llegaron, se fijó en que en los muros de la ciudad había un cartel de hierro que decía: «Tierra de las Tinieblas».
—¡Vaya! —dijo el Mono temblando porque comprendió dónde estaba—. Aquí es donde vive Yama, el rey de la Muerte. ¿Cómo es que he venido a parar aquí?
—Se ha concluido tu estancia en el Mundo de la Luz —le dijeron los que le conducían—, y hemos sido enviados para traerte hasta aquí.
—No podéis traerme aquí: soy inmortal y no puedo morir.
Pero los guardias, sin hacerle caso, seguían arrastrándole. Entonces el Mono, furioso, cogió una aguja que llevaba encima de la oreja, la convirtió en un barrote metálico de tamaño formidable y golpeó a los guardias hasta que huyeron. Después, blandiendo su barrote, entró en la ciudad. Demonios con cara de toro y otros con cara de caballo huían aterrorizados ante él y corrían al palacio de Yama para anunciar que un dios de las Tormentas que traía en la mano un rayo venía a atacarlos.
Consternados, los diez Jueces de la Muerte se engalanaron para salir a su encuentro. Al ver el feroz aspecto del Mono, le preguntaron en alta voz:
—¿Tendréis la amabilidad de decirnos vuestro nombre?
—Si no sabéis quién soy yo, ¿por qué enviáis dos guardias para arrestarme?
—¿Cómo nos podéis acusar de tal cosa? —dijeron ellos—. Seguramente nuestros emisarios se han equivocado.
—Mi nombre es Mono —dijo el Mono—. ¿Y vosotros? ¿Quiénes sois?
—Somos los diez Jueces de la Muerte.
—En tal caso, sois los que os debéis ocupar de los premios y castigos, y no debéis dejar que sucedan estas cosas. Deberíais saber que por mis prácticas he logrado la inmortalidad y ya no estoy sujeto a vuestra ley.
—No os enfadéis —dijeron—. Sin duda se trata de una equivocación. El mundo es muy grande y a veces sucede que hay dos personas que tienen el mismo nombre.
—Tonterías —dijo el Mono—. Traed los registros de los vivos y de los muertos y saldremos de dudas.
—Pues tened la bondad de venir por aquí —le dijeron, conduciéndole a una gran estancia donde encomendaron al oficial encargado del registro que trajera los libros.
El oficial entró en una habitación contigua, de donde salió con cinco o seis gruesos libros. Luego los abrió uno a uno y con su dedo comenzó a recorrer las columnas de nombres escritos en el libro. Concluyó el primero y no había encontrado ningún Mono. Abrió el segundo y procedió de la misma manera, sirviéndose de su dedo a modo de guía. En el segundo volumen encontró el nombre del Mono y, muy ufano, se lo mostró a los Jueces de la Muerte y al Mono.
Cuando el Mono vio escrito el término de su vida, dando un salto, le arrebató el libro al oficial y comenzó a gritar:
—Mi vida no tiene término. Soy inmortal. Voy a borrar mi nombre. ¡Un pincel!
El oficial se apresuró a ofrecerle uno empapado en tinta, y el Mono borró con un trazo no sólo su nombre, sino el de los otros monos que en aquella lista estaban. Entonces, tirando el libro, concluyó:
—Se acabó. Ahora no podréis enviar nunca a buscarme —y, diciendo esto, recogió su barrote y se abrió paso fuera del palacio. El Mono salió corriendo de la ciudad mirando hacia atrás para ver si lo perseguían. Y tan apresurado iba que tropezó y cayó, y en la caída se despertó. ¡Todo había sido un sueño!
—Rey Mono —dijeron sus súbditos—, tanto debiste comer ayer que os habéis quedado aquí dormido toda la noche.
—Soñaba que dos guardias venían a arrestarme —explicó, y les contó el sueño—. He borrado vuestros nombres del registro, así no vendrán a buscaros.
Los monos se inclinaron y le dieron las gracias. Y desde aquel tiempo se ha visto que algunos monos de las montañas no mueren nunca.